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jueves, 28 de febrero de 2008

TEXTOS ESCOGIDOS DE SAN CIPRIANO DE CARTAGO

TEXTOS ESCOGIDOS DE SAN CIPRIANO DE CARTAGO




Los que deseamos alcanzar las promesas del Señor debemos imitarle en todo

La esperanza nos sostiene

El coro numeroso de las vírgenes acrecienta el gozo de la madre Iglesia

Los mártires están reservados para la diadema del Señor

La lucha por la fe

El que nos dio la vida nos enseñó también a orar

La oración ha de salir de un corazón humilde

Santificado sea tu nombre

Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad


***



San Cipriano nació en Cartago el año 210, en el seno de una familia pagana. Estudiaba
para triunfar. Pero era un alma noble y vio que el paganismo no le satisfacía.

Entonces se dedicó a estudiar la doctrina cristiana. El Evangelio fue para él un gran descubrimiento.

Su conversión fue radical. Repartió sus bienes entre los pobres e hizo voto de castidad. Su talento excepcional y su integridad de vida hicieron que el pueblo se fijara en él y fue nombrado obispo de Cartago.

Un edicto del emperador Decio desencadenó la persecución. Muchos cristianos acudieron a ofrecer sacrificios al templo de Júpiter; pero luego, arrepentidos, quisieron volver al seno de la Iglesia. El partido de los intransigentes los rechazaba. Al final se impuso la tolerancia y bondad del obispo, que los perdonó.

Pero la persecución arreciaba: “–Cipriano a los leones”, gritaban los espectadores paganos del circo. San Cipriano es apresado y condenado a muerte. Cuando iba a ser ejecutado,muchos cristianos se aprestaron a morir con él. Al momento de la ejecución, Cipriano se arrodilló y comenzó a rezar. Dispuso que dieran 25 monedas de oro al verdugo. Él mismo se colocó la venda sobre los ojos antes de recibir el golpe mortal de la espada. Era el 14 de septiembre de 258.

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Los que deseamos alcanzar las promesas del Señor debemos imitarle en todo



Os saludo, queridos hermanos, y desearía gozar de vuestra presencia, pero la dificultad de entrar en vuestra cárcel no me lo permite. Pues, ¿qué otra cosa más deseada y gozosa pudiera ocurrirme que no fuera unirme a vosotros, para que me abrazarais con aquellas manos que,conservándose puras, inocentes y fieles a la fe del Señor, han rechazado los sacrificios sacrílegos?

¿Qué cosa más agradable y más excelsa que poder besar ahora vuestros labios, que han
confesado de manera solemne al Señor, y qué desearía yo con más ardor sino estar en medio de vosotros para ser contemplado con los mismos ojos, que, habiendo despreciado al mundo,han sido dignos de contemplar a Dios?

Pero como no tengo la posibilidad de participar con mi presencia en esta alegría, os envío esta carta, como representación míos, para que vosotros la leáis y la escuchéis. En ella os felicito, y al mismo tiempo os exhorto a que perseveréis con constancia y fortaleza en la confesión de la gloria del cielo; y, ya que habéis comenzado a recorrer el camino que recorrió el Señor, continuad por vuestra fortaleza espiritual hasta recibir la corona, teniendo como protector y guía al mismo Señor que dijo: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el fin del mundo.

¡Feliz cárcel, dignificada por vuestra presencia! ¡Feliz cárcel, que traslada al cielo a los hombres de Dios! ¡Oh tinieblas más resplandecientes que el mismo sol y más brillantes que la luz de este mundo, donde han sido edificados los templos de Dios y santificados vuestros miembros por la confesión del nombre del Señor!

Que ahora ninguna otra cosa ocupe vuestro corazón y vuestro espíritu sino los preceptos divinos y los mandamientos celestes, con los que el Espíritu Santo siempre os animaba a soportar los sufrimientos del martirio. Nadie se preocupe ahora de la muerte, sino de la inmortalidad,ni del sufrimiento corporal sino de la gloria eterna, ya que está escrito: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles. Y en otro lugar: El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.

Y también, cuando la sagrada Escritura habla de los tormentos que consagran a los
mártires de Dios y los santifican en la prueba, afirma: La gente pensaba que cumplían una pena, pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad. Gobernarán naciones, someterán pueblos, y el Señor reinará sobre ellos eternamente.


Por tanto, si pensáis que habéis de juzgar y reinar con Cristo Jesús, necesariamente debéis de regocijaros y superar las pruebas de la hora presente en vista del gozo de los bienes futuros. Pues, como sabéis, desde el comienzo del mundo las cosas han sido dispuestas de tal forma que la justicia sufre aquí una lucha con el siglo. Ya desde el mismo comienzo, el justo Abel fue asesinado, y a partir de él siguen el mismo camino los justos, los profetas y los apóstoles.

El mismo Señor ha sido en sí mismo el ejemplar para todos ellos, enseñando que ninguno puede llegar a su reino sino aquellos que sigan su mismo camino: El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. y en otro lugar: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con fuego alma y cuerpo.

También el apóstol Pablo nos dice que todos los que deseamos alcanzar las promesas del Señor debemos imitarle en todo: Somos hijo._ de Dios -dice- y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos en él para ser también con él glorificados.

Carta 6,1-2



La esperanza nos sostiene



Es saludable aviso del Señor, nuestro Maestro, que el que persevere hasta el final se
salvará. Y también este otro: Si os mantenéis en m palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

Hemos de tener paciencia, y perseverar, hermanos queridos, par, que, después de haber
sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar la verdad y la libertad mismas. Porque el que seamos cristianos es por la fe y la esperanza; pero es necesaria.

Pues no vamos en pos de una gloria presente; buscamos la futura conforme a la
advertencia del apóstol Pablo cuando dice: En la esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza ¿ Cómo seguirá esperando uno aquello que se ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Así pues, la esperanza y la paciencia nos son necesarias para completar en nosotros 1o que hemos empezado a ser, y para conseguir, por concesión de Dios lo que creemos y esperamos.

En otra ocasión, el mismo Apóstol recomienda a los justos que obran el bien y guardan sus tesoros en el cielo, para obtener el ciento por uno, que tengan paciencia, diciendo: Mientras tenemos ocasión trabajemos por el bien de todos, especialmente por el de la familia y la fe. No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos.

Estas palabras exhortan a que nadie, por impaciencia, decaiga en el bien obrar o, solicitado y vencido por la tentación, renuncie en medio de su brillante carrera, echando así a perder el fruto de lo ganado, por dejar sin terminar lo que empezó.

En fin, cuando el Apóstol habla de la caridad, une inseparablemente con ella la constancia y la paciencia: La caridad es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educada ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal, disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. Indica, pues, que la caridad puede permanecer, porque es capaz de sufrido todo.

Y en otro pasaje escribe: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la
unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Con esto enseña que no puede conservarse ni la unidad ni la paz si no se ayudan mutuamente los hermanos y no mantienen el vínculo de la unidad, con el auxilio de la paciencia.


Tratado sobre los bienes de la paciencia, nn. 13 y 15.


El coro numeroso de las vírgenes acrecienta el gozo de la madre Iglesia


Me dirijo ahora a las vírgenes con tanto mayor interés cuanta mayor es su dignidad.

La virginidad es como la flor del árbol de la Iglesia, la hermosura y el adorno de los dones del Espíritu, alegría, objeto de honra y alabanza, obra íntegra e incorrupta, imagen de Dios, reflejo de la santidad del Señor, porción la más ilustre del rebaño de Cristo. La madre Iglesia se alegra en las vírgenes, y por ellas florece su admirable fecundidad, y, cuanto más abundante es el número de las vírgenes, tanto más crece el gozo de la madre. A las vírgenes nos dirigimos,a ellas exhortamos, movidos más por el afecto que por la autoridad, y, conscientes de
nuestra humildad y bajeza, no pretendemos reprochar sus faltas, sino velar por ellas por miedo de que el enemigo las manche.

Porque no es inútil este cuidado, ni vano el temor que sirve de ayuda en el camino de la salvación, velando por la observancia de aquellos preceptos de vida que nos dio el Señor; así,las que se consagraron a Cristo renunciando a los placeres de la carne podrán vivir entregadas al Señor en cuerpo y alma y, llevando a feliz término su propósito obtendrán el premio prometido, no por medio de los adornos del cuerpo, sino agradando únicamente a su Señor, de quien esperan la recompensa de su virginidad.

Conservad, pues, vírgenes, conservad lo que habéis empezado; sed, conservad lo que seréis: una magnífica recompensa os está reservada; vuestro esfuerzo está destinado a un gran premio, vuestra castidad a una gran corona. Lo que nosotros seremos, vosotras habéis comenzado ya a serlo. Vosotras participáis, ya en este mundo, de la gloria de la resurrección; camináis por el mundo sin contagiaros de él siendo castas y vírgenes, sois iguales a los ángeles de Dios. Pero con la condición de que vuestra virginidad permanezca inquebrantable,incorrupta, para que lo que habéis comenzado con decisión lo mantengáis con constancia, no buscando los adornos de las joyas ni vestidos, sino el atavío de las virtudes.

Tratado sobre el comportamiento de las vírgenes, nn. 3-4.22.2:



Los mártires están reservados para la diadema del Señor



Miramos a los mártires con gozo de nuestros ojos, y los besamos y abrazamos con el más santo e insaciable afecto, pues son ilustres por la fama de su nombre y gloriosos por los méritos de su fe y valor. Ahí está la cándida cohorte de los soldados de Cristo que, dispuestos para sufrir la cárcel y armados para arrostrar la muerte, quebrantaron, con su irresistible empuje, la violencia arrolladora de los golpes de la persecución.

Rechazasteis con firmeza al mundo, ofrecisteis a Dios magnífico espectáculo y disteis a los hermanos ejemplo para seguido. Las lenguas religiosas que habían declarado anteriormente su fe en Jesucristo lo han confesado de nuevo; aquellas manos puras que no se habían acostumbrado sino a obras santas se han resistido a sacrificar sacrílegamente; aquellas bocas santificadas con el manjar del cielo han rehusado, después de recibir el cuerpo y la sangre del Señor, mancharse con las abominables viandas ofrecidas a los ídolos; vuestras cabezas no se han cubierto con el velo impío e infame que se extendía sobre las cabezas de los viles sacrificadores; vuestra frente, sellada con el signo de Dios, no ha podido ser ceñida con la corona del diablo: se reservó para la diadema del Señor.

¡Oh, con qué afectuoso gozo os acoge la madre Iglesia, al veros volver del combate! Con los héroes triunfantes, vienen las mujeres que vencieron al siglo a la par que a su sexo. Vienen, juntos, las vírgenes, con la doble palma de su heroísmo, y los niños que sobrepasaron su edad con su valor. Os sigue luego, por los pasos de vuestra gloria, el resto de la muchedumbre de los que se mantuvieron firmes, y os acompaña muy de cerca, casi con las mismas insignias de victoria.

También en ellos se da la misma pureza de corazón, la misma entereza de una fe firme. Ni el destierro que estaba prescrito, ni los tormentos que les esperaban, ni la pérdida del patrimonio, ni los suplicios corporales les aterrorizaron, porque estaban arraigados en la raíz inconmovible de los mandamientos divinos y fortificados con las enseñanzas del Evangelio.

Tratado sobre los apóstatas, cap. 2



La lucha por la fe



Dios nos contempla, Cristo y sus ángeles nos miran, mientras luchamos por la fe. ¡Qué
dignidad tan grande, qué felicidad tan plena es luchar bajo la mirada de Dios y ser coronados por Cristo!

Revistámonos de fuerza, hermanos amadísimos, y preparémonos para la lucha con un
espíritu indoblegable, con una fe sincera, con una total entrega. Que el ejército de Dios marche a la guerra que se nos declara.

El Apóstol nos indica cómo debemos revestimos y preparamos, cuando dice: Abrochaos el
cinturón de la verdad, por coraza poneos la justicia; bien calzados para estar dispuestos a anunciar el Evangelio de la paz. Y, por supuesto, tened embrazado el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del Malo. Tomad por casco la salvación y por espada la del Espíritu, es decir, la Palabra de Dios.

Que estas armas espirituales y celestes nos revistan y nos protejan para que en el día de la prueba podamos resistir las asechanzas de demonio y podamos vencerlo.
Pongámonos por coraza la justicia para que el pecho esté protegido y defendido contra los dardos del Enemigo; calzados y armados los pies con el celo por el Evangelio para que, cuando la serpiente sea pisoteada y hollada por nosotros, no pueda mordemos y derribamos.

Tengamos fuertemente embrazado el escudo de la fe para que, protegidos por él, podamos repeler los dardos del Enemigo.

Tomemos también nuestro casco espiritual para que, protegidos nuestros oídos, no
escuchemos los edictos idolátricos y, protegidos nuestros ojos, no veamos los ídolos
detestables. Que el casco proteja también nuestra frente para que se conserve incólume la señal de Dios, y nuestra boca para que la lengua victoriosa confiese a su Señor Cristo.

Armemos la diestra con la espada espiritual para que rechace con decisión los sacrificios sacrílegos y, acordándose de la eucaristía, en la que recibe el cuerpo del Señor, se una a él para poder después recibir de manos del Señor el premio de la corona eterna.

Que estas verdades, hermanos amadísimos, queden esculpidas e1 vuestros corazones. Si
meditamos de verdad en estas cosas, cuando llegue el día de la persecución, el soldado de Cristo, instruido por su preceptos y advertencias, no sólo no temerá el combate, sino que se encontrará preparado para el triunfo.

Carta 58,8-9.1



El que nos dio la vida nos enseñó también a orar



Los preceptos evangélicos, queridos hermanos, no son otra cosa que las enseñanzas
divinas, fundamentos que edifican la esperanza, cimientos que corroboran la fe, alimentos del corazón, gobernalle del camino, garantía para la obtención de la salvación; ellos instruyen e la tierra las mentes dóciles de los creyentes, y los conducen a los reinos celestiales. Muchas cosas quiso Dios que dijeran e hicieran oír los profetas, sus siervos; pero cuánto más importantes son las que habla su Hijo, las que atestigua con su propia voz la misma Palabra de Dios, que estuvo presente en los profetas, pues ya no pide que se prepare el camino al que viene, sino que es él mismo quien viene abriéndonos y mostrándonos el camino, de modo que
quienes, ciegos y abandonados, errábamos antes en las tinieblas de la muerte, ahora nos viéramos iluminados por la luz de la gracia y alcanzáramos el camino de la vida, bajo la guía y dirección del Señor.

El cual, entre todos los demás saludables consejos y divinos preceptos con los que orientó a su pueblo para la salvación, le enseñó también la manera de orar, y, a su vez, él mismo nos instruyó y aconsejó sobre lo que teníamos que pedir. El que nos dio la vida nos enseñó también a orar, con la misma benignidad con la que da y otorga todo lo demás, para que fuésemos escuchados con más facilidad, al dirigimos al Padre con la misma oración que el Hijo nos enseñó.

El Señor había ya predicho que se acercaba la hora en que los verdaderos adoradores
adorarían al Padre en espíritu y verdad; y cumplió lo que antes había prometido, de tal manera que nosotros, que habíamos recibido el espíritu y la verdad como consecuencia de su santificación, adoráramos a Dios verdadera y espiritualmente, de acuerdo con sus normas.

¿Pues qué oración más espiritual puede haber que la que nos fue dada por Cristo, por
quien nos fue también enviado el Espíritu Santo, y qué plegaria más verdadera ante el Padre que la que brotó de labios del Hijo, que es la verdad? De modo que orar de otra forma no es sólo ignorancia, sino culpa también, pues él mismo afirmó: Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición.

Oremos, pues, hermanos queridos, como Dios, nuestro maestro, nos enseñó. A Dios le
resulta amiga y familiar la oración que se le dirige con sus mismas palabras, la misma oración de Cristo que llega a sus oídos.

Cuando hacemos oración, que el Padre reconozca las palabras de su propio hijo; el mismo que habita dentro del corazón sea el que resuene en la voz, y, puesto que lo tenemos como abogado por nuestros pecados ante el Padre, al pedir por nuestros delitos, como pecadores que somos, empleemos las mismas palabras que nuestro defensor. Pues, si dice que hará lo que pidamos al Padre en su nombre, ¿cuánto más eficaz no será nuestra oración en el nombre de Cristo, si la hace mas, además, con sus propias palabras?

Tratado sobre el Padrenuestro, caps. 1-2



La oración ha de salir de un corazón humilde



Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto.

Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos agradar a Dios con la actitud corporal y con la moderación de nuestra voz. Porque, así como es propio del falto de educación hablar a gritos así, por el contrario, es propio del hombre respetuoso hablar con un tono de voz moderado. El Señor, cuando nos adoctrina acerca de la oración, nos manda hacerla en secreto, en lugares escondidos y apartados, en nuestro mismo aposento, lo cual concuerda con nuestra fe cuando nos enseña que Dios está presente en todas partes, que nos oye y nos ve a todos y que, con la plenitud de su majestad, penetra incluso los lugares más ocultos, tal como está escrito: ¿Soy yo Dios sólo de cerca, y no Dios de lejos? Porque uno se esconda en su escondrijo ¿No lo voy a ver yo? ¿No lleno yo el cielo y la tierra? Y también: En todo lugar los ojos de Dios están vigilando a malos y buenos.

Y cuando nos reunimos con los hermanos para celebrar los sagrados misterios, presididos por el sacerdote de Dios, no debemos olvidar este respeto y moderación ni ponernos a ventilar continuamente sin ton ni son nuestras peticiones, deshaciéndonos en un torrente de palabras, sino encomendarlas humildemente a Dios, ya que él escucha no las palabras, sino el corazón, ni hay que convencer a gritos a aquel que penetra nuestros pensamientos, como lo demuestras aquellas palabras suyas: ¿por qué pensáis mal? Y en otro lugar: Así sabrán toda las Iglesias que yo soy el que escruta corazones y mentes.

De este modo oraba Ana, como leemos en el primer libro de Samuel, ya que ella no rogaba a Dios a gritos, sino de un modo silencioso y respetuoso, en lo escondido de su corazón. Su oración era oculta, pero manifiesta su fe; hablaba no con la boca, sino con el corazón porque sabía que así el Señor la escuchaba, y de este modo consiguió lo que pedía, porque lo pedía con fe. Esto nos recuerda la Escritura cuando dice: Hablaba para sí, y no se oía su voz, aunque movía los labios. Y el Señor la escuchó. Leemos también en los salmos: Reflexionad en el silencio de vuestro lecho. Lo mismo nos sugiere y enseña el Espíritu Santo por boca de
Jeremías, con aquellas palabras: Hay que adorarte en lo interior, Señor.

El que ora, hermanos muy amados, no debe ignorar cómo oraron el fariseo y el publicano en el templo. Éste último, sin atreverse a levantar sus ojos al cielo, sin osar levantar sus manos, tanta era su humildad, se daba golpes de pecho y confesaba los pecados ocultos en su interior, implorando el auxilio de la divina misericordia, mientras que el fariseo oraba satisfecho de sí mismo; y fue justificado el publicano, porque al orar no puso la esperanza de la salvación en la convicción de su propia inocencia, ya que nadie es inocente, sino que oró confesando humildemente sus pecados, y aquél que perdona a los humildes escuchó su oración.

Tratado sobre el Padrenuestro, caps. 4-6



Santificado sea tu nombre



Cuán grande es la benignidad del Señor, cuán abundante la riqueza de su condescendencia y de su bondad para con nosotros, pues ha querido que, cuando nos ponemos en su presencia para orar, lo llamemos con el nombre de Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se hubiera nunca atrevido a pronunciar este nombre en la oración, si él no nos lo hubiera permitido. Por tanto, hermanos muy amados,ebemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre.

Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales, ya que el mismo Señor Dios ha dicho: Yo honro a los que me honran, y serán humillados los que me desprecian. Asimismo el Apóstol dice en una de sus cartas: No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!

A continuación añadimos: Santificado sea tu nombre, no en el sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el sentido de que pedimos a Dios que su nombre sea santificado entre nosotros. Por lo demás, ¿por quién podría Dios ser santificado, si es él mismo quien santifica? Mas, como sea que él ha dicho: Sed santo, porque yo soy santo,por eso pedimos y rogamos que nosotros, que fuimos santificados en el bautismo,perseveremos en esta santificación inicial. Y esto lo pedimos cada día. Necesitamos, en efecto,de esta santificación cotidiana, ya que todos los días delinquimos, y por esto necesitamos ser purificados mediante esta continua y renovada santificación.

Tratado sobre el Padrenuestro, caps. 11-12



Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad



Pedimos que se haga presente el reino de Dios, del mismo modo que suplicamos que su
nombre sea santificado entre nosotros. Porque no hay un solo momento en que Dios deje de reinar, ni puede empezar lo que siempre ha sido y nunca dejará de ser. Pedimos a Dios que venga a nosotros nuestro reino, que tenemos prometido, el que Cristo nos ganó con su sangre y su pasión, para que nosotros, que antes servimos al mundo, tengamos parte después en el reino de Cristo, como él nos ha prometido, con aquellas palabras: Venid vosotros, bendito de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.

También podemos entender, hermanos muy amados, este reino de Dios, cuya venida
deseamos cada día, en el sentido de la misma persona de Cristo, cuyo próximo advenimiento es también objeto de nuestros deseos. Él es la resurrección, ya que en él resucitaremos, por esto podemos identificar el reino de Dios con su persona, ya que en él tenemos que reinar.

Con razón, pues, pedimos el reino de Dios, esto es, el reino celestial, porque existe también un reino terrestre. Pero el que ya ha renunciado al mundo está por encima de los honores del reino de este mundo.

Pedimos a continuación: Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, no en el sentido de que Dios haga la que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere. ¿Quién, en efecto, puede impedir que Dios haga lo que quiere? Pero a nosotros sí que el diablo puede impedirnos nuestra total sumisión a Dios en sentimientos y acciones; por esto pedimos que se haga en nosotros la voluntad de Dios, y para ello necesitamos de la voluntad de Dios, es decir, de su protección y ayuda.

La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó. La humildad en la conducta, la
firmeza en la fe, el respeto en la palabras, la rectitud en las acciones, la misericordia en las obras, la moderación en las costumbres, el no hacer agravio a los demás y tolerar los que nos hacen a nosotros, el conservar la paz con nuestros hermanos; el amar al Señor con todo el corazón, amarlo en cuanto Padre, temerlo en cuanto Dios; el no anteponer nada a Cristo, ya que él nada antepuso a nosotros; el mantenernos inseparablemente unidos a su amor, el estar junto a la cruz con fortaleza y confianza; y, cuando está en juego su nombre y su honor, el mostrar en nuestras palabras la constancia de la fe que profesamos.


Tratado sobre el Padrenuestro, caps. 13-15



Nota: En verdad, esto, esta sacado de un misal catolico, en donde se intenta ensalzar el martirio, y la predicacion de San Cipriano, usando las palabras de Jesus, mas que las del mismo Cipriano, ya que en todas las supuestas "oraciones de San Cipriano", lo unico que ocurre, es repetir una y otra vez, predicaciones normales y corrientes; eso no quita, que quiza, esas predicaciones, ocurrieran en tiempo de Cipriano, ya que casi todo corria de boca en boca,hoy en dia, en una misa normal y corriente de oyen las misms palabras, y no son atribuidas a Cipriano;pienso que de alguna manera esta hecho para ensalzar al personaje, utilizando escritos biblicos; lo unico que no esta en la biblia, y si en algun texto apocrifo, es lo de la predicacion de las virgenes, fracmetos, que hoy en dia, no se escuchan, quitando ese solo punto, creo que lo demas, es de dudosa procedencia en relacion con San Cipriano, y normal, del nevo testamento.

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