Theodore Sturgeon
I
Joe Trilling tenía una forma divertida de ganarse la vida. Era una buena forma de vida aunque, desde luego, no ganaba tanto como podía haberlo hecho en la ciudad. En compensación, vivía en las montañas, a poco menos de un kilómetro de un pueblecito pintoresco, entre el aire sano y los bosques de pinos y abedules, junto con grandes cantidades de laurel silvestre, y él era su propio jefe. No existía mucha competencia en lo que hacía; tenía a su esposa y a sus hijos por allí cerca todo el tiempo y recibía más pedidos de los que podía cumplir. Era una de esas personas que trabajan por la noche y, una vez que la familia se acostaba, podía dedicarse tranquilamente a su trabajo, sin ser interrumpido. Se sentía tan feliz como una almeja.
Una noche —en realidad, al amanecer—, fue interrumpido. Pom-pom, pom, pom. Golpes en la ventana, dos cortos, dos largos. Se quedó helado y se volvió, porque conocía aquellos golpes. No los había escuchado desde hacía años, pero habían formado parte de su vida desde que nació. Vio el rostro en el exterior y se llenó los pulmones para lanzar un grito que les habría despertado en el parque de bomberos del jardín comunal, pero entonces vio el dedo sobre los labios y dejó escapar el aire. El dedo le llamó con señas y Joe Trilling volvió la espalda, apagó una llama, leyó un indicador, tomó una nota, apretó un conmutador y, alegre pero silenciosamente, se dirigió hacia la puerta exterior. Se deslizó fuera, la cerró con mucho cuidado y miró en la oscuridad.
—¿Karl?
—Shhh.
Allí estaba, en el borde del bosque. Joe Trilling se dirigió hacia allí, susurrando porque Karl se lo había pedido; chocaron el uno contra el otro, maldijeron y se dijeron el uno al otro los nombres más puercos. Esto no sería fácil de explicar a un extraterrestre; no se trata, necesariamente, de algo que hagan los humanos. Es algo de tipo cultural. Significa: quiero tocarte; significa: te quiero; pero ellos eran hombres y hermanos, de modo que se lanzaron el uno en brazos y hombros del otro, lanzando despreciables juramentos e insultos hasta que, al final, ni siquiera aquellas palabras fueron suficientes y permanecieron de pie en las sombras, sosteniendo cada uno los bíceps del otro, y haciendo muecas y penetrando cada uno en el otro con los ojos. Entonces, Karl Trilling movió la cabeza a un lado, hacia la carretera, y se alejaron de la casa.
—No quiero que Hazel nos oiga hablar —dijo Karl—. No quiero que ni ella ni nadie sepa que he estado aquí. ¿Cómo está?
—Estupenda. ¿Vas a verla… o a los niños?
—Sí, pero no en este viaje. Allí está el coche. Podemos hablar allí. Realmente, temo a ese bastardo.
—¡Ah! —exclamó Joe—. ¿Cómo está el gran hombre?
—Muy mal —contestó Karl—. Pero estamos hablando de dos bastardos diferentes. El gran hombre sólo es la persona más rica del mundo, pero no tengo miedo de él, especialmente. Estoy hablando de Cleveland Wheeler.
—¿Quién es Cleveland Wheeler?
Entraron en el coche.
—Es un rentista —contestó Karl—. De hecho, es el segundo rentista. Salí del jet ejecutivo y cogí un coche de la compañía y alquilé otro… y después éste. Estoy razonablemente seguro de que no ha sido intervenido. Esto es una especie de contestación a tu pregunta sobre quién es Cleve Wheeler. Otras contestaciones serían que es el hombre situado detrás del trono. El siguiente. Un genio polifacético. Un tiburón asesino.
—El siguiente —dijo Joe, respondiendo a la única frase que tenía cierto sentido—. ¿Es que el viejo se está hundiendo?
—Oficialmente, y se trata de un secreto oficial, su nivel de hemoglobina es de cuatro. ¿Significa eso algo para ti, doctor?
—Pues claro que sí, doctor. Anemia, si son ciertos otros rumores que he oído. El hombre más rico del mundo… muriéndose de hambre.
—Y edad avanzada… y testarudez… y obsesión. ¿Quieres saber cosas de Wheeler?
—Cuenta.
—Mister Suerte. Nacido con todo. Perfil de moneda griega. Músculos miguelangelescos. Descubierto precozmente por un inteligente director de escuela elemental, enviado a una escuela privada, solía dirigirse directamente a la sala de estar de los profesores por la mañana y decir lo que había estado leyendo y pensando. Entonces, dedicaron a un maestro para que trabajara con él, o saliera con él o cualquier otra cosa. Escuela superior a los doce y su curso fue: baloncesto, fútbol y salto de altura —tres títulos por cada una—, sí, se graduó en tres años, summa cum. Leyó todos los libros de texto al principio de cada periodo y ya nunca más volvió a intentarlo. Tenía, más que ninguna otra cosa, la costumbre del éxito.
»En la universidad, lo mismo. Empezó a los dieciséis, en su primer trimestre, y se lo tragaba todo. Muy popular. Se graduó de nuevo con las mejores notas, claro.
Joe Trilling, que lo pasó muy mal en la universidad y en la escuela de medicina, sudando como un peón, gruñó envidiosamente:
—He visto a uno o dos así. Todo el mundo se maravilla, nadie se da cuenta de lo fácil que fue para ellos.
Karl sacudió la cabeza.
—No fue exactamente así con Cleve Wheeler. Si algo le resultó fácil fue debido a la naturaleza de su equipo. Era como un coche de cuatrocientos caballos moviéndose en un tráfico de sesenta caballos. Cuando echaba mano de sus músculos, los utilizaba de verdad, quiero decir hasta que uno mordía realmente el polvo. Un tipo muy voluntarioso. Bueno, tuvo la oportunidad de elegir sus trabajos… demonios, pudo elegir carreras. Trabajó en una empresa arquitectónica que pudo utilizar sus habilidades matemáticas y administrativas, su presencia pública, conocimiento de materiales y de arte. Gravitó directamente hacia la cúspide, logrando que lo admitieran como socio. Y mientras lo hacía, se sacó un doctorado. Se casó extremadamente bien.
—Mister Suerte —dijo Joe.
—Mister Suerte, sí. Escucha. Wheeler se convirtió en socio, hizo su trabajo y conocía lo que se llevaba entre manos… todo lo que podía aprender o comprender. El aprendizaje y la comprensión no son suficientes para enfrentarse con algunas cosas como la codicia o la estupidez inesperada, o accidentes, o cambios indeseables. Dos de los otros socios se metieron en un asunto con el que no te voy a aburrir, un complejo de apartamentos muy publicitados en un lugar equivocado, para residentes equivocados, en un terreno adquirido de modo equivocado. Wheeler lo vio venir, se entrevistó con ellos y habló del asunto. Ellos dijeron que sí a todo y después se lanzaron de cabeza y, de todos modos, hicieron lo que querían, algo que Wheeler no esperaba en absoluto. Lo único que la elevada capacidad y una moral recta y una buena educación nunca le dan a uno es acabar con la inocencia. Cleve Wheeler era un inocente.
»Bueno, pues sucedió el desastre que Wheeler ya había predicho, pero fue mucho peor. Esas cosas, cuando salen a la luz, tienen la particularidad de dejar al descubierto otras muchas cosas podridas que estaban ocultas. La empresa se derrumbó. Cleve Wheeler nunca había fracasado en una cosa en toda su vida. Era lo único en lo que aún le faltaba práctica. Cualquiera que tuviese la inteligencia más rudimentaria habría comprendido que ése era el momento para marcharse, incluso para aceptarlo. Contener sus pérdidas. Pero no creo que ni se le ocurriera pensar en ello.
Karl Trilling se echó a reír repentinamente.
—En una de las novelas de Philip Wylie hay una tremenda descripción de un incendio forestal y de cómo los animales huyen del fuego, con las zorras y los conejos corriendo juntos, las lechuzas volando durante el día para escapar de las llamas. Aparece entonces ese escarabajo, avanzando pesadamente hacia el mismo borde de ocho hectáreas de verdadero infierno. Se detiene, mueve rápidamente sus sensores, gira hacia un lado y comienza a rodear el incendio —se echó a reír de nuevo—. Eso es lo que Cleveland Wheeler tiene de especial debajo de todos esos músculos, cerebro y brillantez. Si tuviera que hacerlo y fuese un escarabajo, no volvería la espalda, ni se largaría. Si todo lo que pudiese hacer fuese rodear el terreno, empezaría a caminar.
—¿Qué sucedió? —preguntó Joe.
—Esperó. Utilizó todo lo que tenía. Utilizó su cerebro y su personalidad y su reputación y todas sus habilidades mundanas. También tomó prestado y prometió… y trabajó. ¡Oh sí, trabajó mucho! Pues bien, mantuvo la empresa. Limpió lo que estaba podrido y lo volvió a reconstruir desde el interior, haciéndolo esta vez con fuerza y rectitud. Pero eso costó mucho…
»Le costó tiempo… todas las horas de cada día, excepto aproximadamente las cuatro que solía dormir. Y justo en el momento en que había logrado el equilibrio y empezaba a recuperarse, le costó su esposa.
—Dijiste que se había casado muy bien.
—Se casó con lo que uno se casa cuando se es un joven ufano situado encima de todo y subiendo aún más. Supongo que ella era una joven agradable y quizá no se la pueda achacar nada, pero no estaba más acostumbrada al fracaso que él. Él solo pudo rodear el terreno. Pudo alquilar una habitación y desplazarse en autobús. Ella no supo hacerlo; y el caso es que, con mujeres así, siempre hay algún amante previamente descartado, que sigue esperando su oportunidad.
—¿Cómo lo tomó él?
—Fue duro. Se había casado de la misma forma que jugaba al fútbol o se presentaba a los exámenes… con todo lo que tenía. Eso le afectó algo. Supongo que todas esas cosas le afectaron, pero eso fue lo más difícil de soportar.
»De todos modos, no dejó que eso le detuviera. No permitió que nada le detuviera. Continuó, hasta que quedaron pagadas todas las cuentas… hasta el último céntimo, incluyendo todos los intereses. Después, se mantuvo hasta que el valor de la red fue exactamente lo que había sido antes de que sus antiguos socios empezaran a comérsele el corazón. Y a continuación, lo abandonó. ¡Lo abandonó! Vendió su derecho y su título por un dólar.
—Finalmente reventado, ¿eh?
Karl Trilling miró desdeñosamente a su hermano.
—Reventado. Eso es una cuestión de definición, ¿no crees? El objetivo de Cleve Wheeler era cero… ¿puedes comprenderlo? De todos modos, ¿qué es el éxito? ¿Acaso no es decidir lo que uno va a hacer y después hacerlo tal y como se pensó?
—En tal caso —observó su hermano con tranquilidad—, el suicidio es un éxito.
Karl le lanzó una prolongada y penetrante mirada.
—Correcto —admitió, pensando en ello por un momento.
—De todos modos, ¿por qué cero? —preguntó Joe.
—He realizado muchas investigaciones sobre Cleve Wheeler, pero no pude meterme en el interior de su cabeza. No lo sé. Pero puedo suponerlo. Tenía la intención de no deber nada a nadie. No sé lo que sentía por la empresa que había salvado, pero puedo imaginármelo. El hombre en que se convirtió, en que se estaba convirtiendo, no deseaba deberle absolutamente nada. Yo diría que él sólo deseaba salir de ello… pero según sus propias condiciones, lo que incluía no dejar nada en lo que se pudiera trabajar sobre él, a modo de acusación.
—Muy bien —admitió Joe.
Karl Trilling pensó: Lo bueno del viejo Joe es que sabe esperar. Hemos estado apartados durante todos estos años, sin apenas comunicación, excepto las felicitaciones de cumpleaños —y, a veces, ni siquiera eso—, y aquí está, como si continuáramos juntos cada día. Yo no estaría aquí si no fuese importante; no le estaría contando todo esto a menos que él necesitara saberlo; él no necesitaría saber nada a menos que fuera a ayudar. Todo lo que no está dicho… no tengo que pedirle nada. ¿Qué estoy interrumpiendo en su vida? ¿Qué voy a interrumpir? No tendría que preocuparme por eso. Él se encargará de ello.
—Me alegro de haber venido, Joe —dijo.
—Muy bien —dijo Joe, lo que significaba todas las cosas que Karl había estado pensando. Sonrió burlonamente, le dio una palmada en el hombro y siguió hablando.
—Wheeler se retiró. No resulta fácil seguir sus andanzas durante ese período. Aparece inesperadamente en todas partes. Vivió al menos en tres comunas… quizá más, pero aquellas tres estaban hechas un verdadero lío cuando él llegó y eran un modelo cuando se marchó. Inició negocios… todos ellos cosas que no se habían realizado con anterioridad, como un supermercado sin estanterías, sin música en conserva, sin juegos ni sellos, sólo con un limpio montón de cajas abiertas de las que el cliente tomaba lo que deseaba y lo marcaba de acuerdo con la tarjeta situada en la caja, con un marcador que colgaba de una cuerda. Huevos y carne y pescado congelados y cosas así, y con los productos locales a un precio que sólo era un dos por ciento superior al precio de venta al por mayor. La gente era honrada porque nunca podían estar seguros de si el contador de comprobación conocía los precios de todo, además, engañar en los precios de la lista habría sido demasiado embarazoso. Sólo con un enorme almacén vacío por techo y sin empleados que malgastaran miles de horas de trabajo marcando los artículos individualmente, con unos precios que derrotaban a cualquier casa de descuentos que haya podido existir jamás. También vendió ese negocio y siguió su camino. Inició la fabricación de alimentos orgánicos infantiles, sin productos conservantes, vendió de nuevo y siguió su camino. Desarrolló un recipiente de plástico que se quemaba sin contaminar. Lo patentó y vendió la patente.
—He oído hablar de eso. Sin embargo, no lo he visto por ahí.
—Quizá lo veas algún día —dijo Karl, con tono cauteloso—. Sí, quizá lo veas. En cualquier caso, tenía abierta una oficina CPA de detallista en Pasadena y él se limitaba a hacer sus cosas por ahí. Nunca oí hablar de fracaso alguno en cualquier cosa que intentase.
—Eso suena como una edición junior del gran hombre, de tu honorable jefe.
—No eres el único en haberte dado cuenta de eso. El jefe puede no ser muy brillante en muchos aspectos, pero nadie criticó nunca su sentido de los negocios. Siempre ha extendido sus tentáculos para atrapar piezas sueltas de cada sector. Por todo lo que sé, hace años que había puesto su mirada en Cleveland Wheeler. No me cabe la menor duda de que le hizo ofertas de vez en cuando, pero en ese período Cleve Wheeler no parecía dispuesto a trabajar para nadie tan grande. Su modelo de actuación es llevar las cosas a su aire, y eso no es posible en un imperio establecido.
—Heredero aparente —observó Joe, recordándole algo que había dicho antes.
—Correcto —asintió Karl—. Sabía que empezarías a captar la idea antes de que terminara.
—Pero termina —pidió Joe.
—De acuerdo. Mira, lo que voy a decirte ahora sólo quiero que lo sepas. No espero que lo comprendas, ni lo que significa, ni lo que tiene que ver con Cleve Wheeler. Necesito tu ayuda y no puedes ayudarme a menos que conozcas toda la historia.
—Adelante.
Karl Trilling continuó.
—Wheeler encontró a una mujer. Se llamaba Clara Prieto y sus antepasados procedían de Sonora. Era endemoniadamente brillante… y, a su manera, supongo que tan brillante como Cleve, aunque con una décima parte de sus conocimientos académicos… y también era bonita. Además, era a Cleve a quien deseaba y no lo que él pudiera conseguirle. Se enamoró de él cuando no tenía nada… cuando realmente no deseaba nada. Cada uno era una alegría para el otro, cada hora, cada día. Supongo que eso sucedió aproximadamente en la misma época en que él empezó a montar este o aquel negocio, volviendo a ganar algo. Se compró una pequeña casa y un coche. Compró después dos coches, uno para ella. No creo que ella lo deseara, pero a él todo le parecía insuficiente; siempre estaba buscando más cosas que hacer por ella. Iban alguna noche a casa de unos amigos, ella procedente de las tiendas donde iba a comprar, y él desde el lugar donde estuviera trabajando por entonces, de modo que los dos tenían coche. Él la seguía, de regreso a casa, de modo que observó cómo perdía el control y se estrellaba. Murió en sus brazos.
—¡Oh, Dios!
—Mister Suerte. Escucha: una semana más tarde dobló una esquina en el centro de la ciudad y se encontró asistiendo al robo de un banco. Recibió una bala que le rozó la parte posterior de la nuca. Tuvo que permanecer echado durante siete meses y dispuso de tiempo para pensar. Cuando salió del hospital se enteró de que su director de negocios había hecho un desfalco con todo y se había marchado hacia el sur con su secretaria. Se lo llevó todo.
—¿Y qué hizo él?
—Se puso a trabajar y pagó la cuenta del hospital.
Permanecieron sentados en el coche, en la oscuridad y en silencio, durante largo rato, hasta que Joe preguntó.
—¿Estuvo paralizado allí, en el hospital?
—Durante casi cinco meses.
—Me pregunto qué fue lo que pensó.
—Puedo imaginarme lo que pensó —dijo Karl Trilling—. Lo que no puedo imaginarme es lo que decidió. Las conclusiones a las que llegó. Lo que decidió ser. Maldita sea, no hay palabras exactas para expresarlo. Todos nosotros hacemos lo mejor que podemos con lo que tenemos, o tratamos de hacerlo. O deberíamos hacerlo. Él lo hizo… y con el mejor material posible para empezar. Lo puso a funcionar inmediatamente; trabajó duro; era honrado, leal y justo; era hábil e inteligente. Y salió del hospital con esas dos últimas cualidades intactas. Sólo Dios sabe lo que ha sucedido con las demás.
—Así es que se fue a trabajar para el viejo.
—En efecto… y, de algún modo, eso me asusta. Era como si todas sus calificaciones no fueran suficientes para convenirles a ambos hasta que a él le sucedieron esas cosas… hasta que esas cosas le hicieron convertirse en lo que es ahora.
—¿Y qué es eso?
—No se puede contestar brevemente a esa pregunta, Joe. El viejo se ha convertido en un mito moderno. Nadie le ve nunca. Nadie puede predecir lo que va a hacer, ni por qué. Cleveland Wheeler fue ascendiendo hacia su sombra y desapareció casi tan completamente como el jefe. Sólo hay unas pocas cosas que se puedan decir con seguridad. El jefe siempre ha sido un recluso y, durante los diez años que Cleve Wheeler ha estado con él, él también se ha convertido cada vez más en un recluso. Se ha tratado de negocios, como siempre se trata con él, claro, lo que significa los largos y constantemente inhabituales períodos de tranquilidad y después esos cambios y tratos espectaculares e inesperados. Se puede suponer que el viejo sueña esas cosas y que algún genio muy poderoso de su equipo se encarga de realizarlas. Pero podría ser el genio quien instigara los movimientos… ¿Quién puede saberlo? Únicamente las personas cercanas a él… Wheeler, Epstein, yo mismo. Y yo no lo sé.
—Pero Epstein murió.
Karl Trilling asintió en la oscuridad, con un gesto de cabeza.
—Epstein murió. Lo que deja solo a Wheeler para vigilar el almacén. Yo soy el médico personal del viejo, no de Wheeler, y no existe la menor garantía de que pueda serlo alguna vez de Wheeler.
Joe Trilling volvió a cruzar las piernas y se reclinó en el asiento, mirando hacia la susurrante oscuridad.
—Todo empieza a adquirir forma —murmuró—. El viejo está en vías de desaparecer, tú también puedes desaparecer y no hay nadie que se pueda hacer cargo, excepto este Wheeler.
—Sí, y no sé ni lo que él es, ni lo que hará. Sé que dispondrá de más poder que cualquier otro ser humano sobre la Tierra. Tendrá tanto poder que estará por encima de cualquier codicia que tú o yo podamos imaginar… tú o yo no podemos pensar en esas magnitudes. Pero, como muy bien puedes comprender ahora, se puede decir que es un hombre que ha visto demostrado en sí mismo que el ser bueno, astuto, fuerte y honrado no tiene un valor particularmente grande. ¿Hacia dónde irá con todo esto? Y, a partir de la hipótesis de que ha estado tomando cada vez más las decisiones en los últimos tiempos y extrapolando a partir de eso… ¿adónde se dirige? De lo único que puede uno estar seguro es de que alcanzará el éxito en todo lo que intente hacer. Ésa es su costumbre.
—¿Qué desea? ¿No es eso lo que estás tratando de descifrar? ¿Qué podría desear un hombre así, si supiera que puede conseguirlo?
—Sabía que había venido al lugar adecuado —dijo Karl, sintiéndose casi feliz—. Eso es, exactamente. En cuanto a mí mismo, dispongo ahora de todo lo que necesito y existen otros muchos lugares a los que podría ir. Quisiera que Epstein estuviera por aquí, pero está muerto y ha sido incinerado.
—¿Incinerado?
—Eso es… No te habías enterado de eso. Instrucciones del viejo. Yo mismo me ocupé. Habrás oído hablar de piscinas privadas de agua caliente y fría… pero apostaría a que nunca has oído hablar de un hombre con su propio crematorio privado en el segundo piso del sótano.
Joe levantó las manos.
—Supongo que si puedes meterte la mano en el bolsillo y sacar dos mil millones de dólares de verdad, puedes tener lo que quieras. Y a propósito… ¿era eso legal?
—Como bien dices… si dispones de dos mil millones. En realidad, el médico forense del condado estaba presente y firmó los documentos. Y también estará allí cuando el viejo se marche… está todo en las instrucciones finales. ¡Eh!… Espera. No quiero arrojar ninguna sospecha sobre el médico forense. No estaba comprado. Hizo un examen muy competente del cuerpo de Epstein.
—Muy bien… Ya sabemos lo que hemos de esperar cuando llegue el momento. Lo que a ti te preocupa es después.
—Exacto. ¿Qué ha estado haciendo el viejo… y me refiero ahora al viejo de la corporación? ¿Qué ha estado haciendo durante los pasados diez años, desde que contrató a Wheeler? ¿Estaba haciendo algo diferente de lo que estuvo haciendo antes? Y esa diferencia, si es que existe, ¿hasta qué punto se debe más a Wheeler que al jefe? Eso es todo lo que tenemos para empezar, Joe, y, a partir de ahí, debemos extrapolar lo que Wheeler va a hacer con la mayor fuerza económica privada que este mundo haya conocido jamás.
—Hablemos de eso —dijo Joe, empezando a sonreír.
Karl Trilling conocía los signos, de modo que también empezó a sonreír un poco. Hablaron del asunto.
II
El crematorio, situado en el segundo piso del sótano, era puramente funcional, como si todas las concesiones al sentimentalismo y al ritual se hubiesen hecho en alguna otra parte, o hubieran sido canceladas. Esto último describía con mayor exactitud lo que había sucedido cuando al final, un final muy largo, había muerto el viejo. Todo se hizo con precisión, de acuerdo con las instrucciones, inmediatamente después de que él estuviera certificadamente muerto y antes de que se hiciera ningún anuncio público… todo se hizo inmediatamente, incluyendo el momento en que la boca cuadrada del horno se abrió con un fuerte y sobrecogedor sonido metálico, escuchándose un estrépito de calor, una llamarada azul del tono que los viejos herreros llamaban color paja. El sencillo ataúd se deslizó rápidamente hacia el interior, con pequeñas llamas explotando en lo que eran sus esquinas, y la puerta se cerró de un golpe. Sólo hizo falta un momento para que los ojos se ajustaran a la estancia desnuda, a la plataforma vacía y engrasada, a la puerta cerrada. Se necesitó el mismo momento para que los acondicionadores se llevaran el repentino olor a pino chamuscado.
El médico forense se inclinó sobre la pequeña mesa y estampó su firma dos veces. Karl Trilling y Cleveland Wheeler hicieron lo propio. El médico rasgó las copias, las dobló y se las metió en el bolsillo. Miró hacia la puerta cuadrada de hierro, ahora cerrada, abrió la boca, la volvió a cerrar y se encogió de hombros. Extendió su mano.
—Buenas noches, doctor.
—Buenas noches, doctor. Rugosi está fuera… él le mostrará el camino para salir.
El médico forense le estrechó la mano a Cleveland Wheeler, en silencio, y se marchó.
—Sé perfectamente lo que está sintiendo —dijo Karl—. Habría que haber dicho algo. Algo memorable… el fin de una era. Algo así como: «Un pequeño paso para el hombre…»
Cleveland Wheeler sonrió con la brillante sonrisa del héroe universitario, quince años después… un poco menos amplia, un poco menos uniforme, bastante reflejada en los ojos. Después dijo, con la voz de mando que utilizaba dijera lo que dijese:
—Si cree usted estar citando las primeras palabras de un astronauta en la luna, está equivocado. Las primeras palabras que pronunció las dijo desde la escalera, cuando movió su bota hacia abajo. Dijo: «Es una especie de material blando. Le puedo dar una patada.» Eso siempre me ha gustado mucho más. Era real, no fue repetido, ni recordado, ni pensado y tenía que ver con ese momento y con el siguiente. El médico forense dijo buenas noches y usted le dijo que el chofer le estaba esperando fuera. Me gusta eso mucho más que cualquier otra cosa que nadie pudiera decir. Y creo que a él también le hubiera gustado —añadió Wheeler, haciendo un gesto apenas perceptible con una barbilla muy fuerte, ligeramente hendida, hacia la caliente puerta negra.
—Pero él no era exactamente humano.
—Eso es lo que dicen.
Wheeler medio sonrió, incluso al volverse, y Karl se sintió fuera de lugar, con la propia habitación que adquiría una importancia secundaria, y lo próximo que fuera a hacer Wheeler, y lo siguiente y lo que hiciera después convirtiéndose en algo mucho más real que el aquí y el ahora.
Karl se encargó de terminar rápidamente con aquello.
—Quiero decir exactamente lo que he dicho, Wheeler —dijo, con un tono uniforme.
No pudieron haber sido las palabras que, por sí mismas, podrían haber logrado otra semisonrisa y el olvido. Fue el tono de la voz, y quizás el «Wheeler». Existe un ritual para estas cosas. Para aquellos pocos que se encontraban a su mismo nivel y en el nivel inmediatamente inferior, él era Cleve. Más abajo, él era mister cuando alguien le dirigía la palabra, y Wheeler cuando alguien se refería a él a espaldas suyas. Ninguno de sus iguales le llamaría mister, a me nos que tuviera la intención de anunciar un insulto; del mismo modo, ninguno de sus iguales ni de sus subordinados inmediatos le llamarían Wheeler. Fuera cual fuese el componente, hizo que Cleveland Wheeler apartara la mano del pomo de la puerta y se volviera. La expresión de su rostro aparecía completamente alerta e interesada.
—Será mejor que me diga lo que quiere decir, doctor.
—Haré algo mejor que eso —dijo Karl—. Venga.
Sin ningún gesto, sugerencia o explicación, se dirigió hacia la parte posterior izquierda de la habitación, dejando que fuera el propio Wheeler quien decidiera si seguirle o no. Wheeler le siguió.
Una vez en la esquina, Karl se volvió hacia él.
—Si alguna vez le dice esto a alguien… incluso a mí mismo, a partir del momento en que abandonemos esta habitación, lo negaré. Si alguna vez vuelve a entrar aquí, no encontrará nada en lo que apoyar su historia.
Tomó una complicada hoja de diez centímetros de acero inoxidable, sacándola del cinturón, y la introdujo entre los grandes bloques de mampostería. Silenciosa, masivamente, la hilada de ladrillos de la esquina empezó a moverse hacia arriba. Mirándolos a la débil luz del estrecho pasillo que pusieron al descubierto, cualquiera podría haber comprendido que se trataba de bloques reales y que traspasarlos sin aquella llave y sin un conocimiento preciso de dónde colocarla, habría sido un proyecto de difícil ejecución.
Una vez más, Karl siguió su camino sin mirar a su alrededor, dejando que Wheeler decidiera por sí mismo el seguirle o no. Wheeler le siguió. Karl escuchó sus pasos tras él y se dio cuenta con placer y con algo parecido a la admiración de que cuando los pesados bloques descendieron ruidosamente, asentándose sólidamente tras ellos, Wheeler pudo haber mirado hacia atrás por encima del hombro, pero no se detuvo por ello.
—Se habrá dado cuenta de que nos encontramos a lo largo del horno —dijo Karl, como si se tratara de un conductor de autobús explicando una gira turística—. Y ahora estamos tras él.
Se hizo a un lado para que Wheeler pasara junto a él y viera la pequeña habitación.
Era lo bastante grande para contener la plataforma rodante que sobresalía de la parte posterior del horno, que disponía de un pequeño espacio para estar de pie a cada lado. En el extremo más alejado había una pequeña mesita, con un maletín negro sobre ella. Sobre la plataforma rodante se encontraba el ataúd, con las esquinas chamuscadas y con la parte superior y laterales húmedos y ligeramente humeantes.
—Siento haber tenido que cerrar la puerta de piedra de ese modo —dijo Karl con naturalidad—. No espero que venga nadie por aquí abajo, pero no desearía tener que explicar nada de esto a otras personas, excepto a usted.
Wheeler estaba mirando fijamente el ataúd. Parecía perfectamente tranquilo, pero sólo era en apariencia. Karl se daba cuenta de lo que le estaba costando.
—Desearía que me lo explicara a mí —dijo Wheeler, y se echó a reír.
Fue la primera vez que Karl vio a aquel hombre haciendo mal una cosa.
—Lo haré. Lo estoy haciendo.
Abrió el maletín con un clic y lo dejó abierto y plano sobre la pequeña mesita. Hubo un brillo de cromo y acero y de pequeños frascos introducidos en diminutos bolsillos. La primera herramienta que sacó fue un destornillador.
—No hay necesidad alguna de utilizar tornillos cuando se les está quemando —dijo alegremente, y colocó una punta bajo una esquina de la tapa. Golpeó hábilmente el mango con el puño y la tapa quedó suelta con un ruido seco—. Levante esto contra la pared que está detrás de usted, ¿quiere?
En silencio, Cleveland Wheeler hizo lo que se le pedía. Eso proporcionó a sus músculos algo que hacer; le ofreció la oportunidad de apartar la cabeza por un momento; le dio la posibilidad de pensar… y también dio a Karl la oportunidad de echar un rápido vistazo a su firme actitud.
Es un «mensch», pensó Karl, realmente lo es…
Wheeler levantó la tapa limpia y cuidadosamente, y los dos permanecieron de pie, uno a cada lado, mirando hacia abajo, al interior del ataúd.
—Él… se hizo bastante más anciano —comentó Wheeler por fin.
—No le ha visto usted recientemente.
—Muy de vez en cuando —dijo el ejecutivo—. Me he pasado más tiempo en la misma habitación con él durante el pasado mes que durante los últimos ocho o nueve años. Sin embargo, en cada ocasión sólo era cuestión de minutos.
Karl Trilling asintió con un gesto de cabeza, comprensivamente.
—Ya he oído hablar de eso. Llamadas telefónicas, en cualquier momento del día o de la noche, y después aquellos largos silencios durante dos o tres días, sin llamar a nadie, sin permitir que nadie entrara…
—¿Me va usted a hablar de esa especie de estufa falsa?
—¿Estufa? ¡Horno! Y no es falso, en absoluto. Una vez que hayamos terminado aquí, hará perfectamente su trabajo.
—Entonces, ¿a qué viene todo este teatro?
—Eso fue para el médico forense. Esos papeles que firmó están ahora en una especie de país de nunca jamás. Cuando deslicemos esto de nuevo en su lugar y encendamos el fuego, serán tan legales como él cree que son.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque hay ciertas cosas que debe usted saber.
Karl se inclinó sobre el ataúd y desplegó las manos nudosas. Se apartaron de mala gana y él las presionó hacia abajo, obligándolas a extenderse a ambos lados del cuerpo. Desabrochó la chaqueta y la apartó; desabrochó la camisa y abrió la cremallera de los pantalones. Una vez terminada esta tarea, levantó la vista y se encontró con la aguda mirada de Wheeler que se fijaba no en el cuerpo del viejo, sino en él.
—Tengo la sensación de no haberle visto a usted nunca antes de ahora —dijo Cleveland Wheeler.
Silenciosamente, Karl Trilling respondió: Pero tú sabes lo que haces. Y, Gracias, Joey. Tenías toda la razón. Joe había conocido la respuesta a aquella engorrosa pregunta. ¿Cómo debo actuar?
Habla simplemente tal y como habla él, había dicho Joe. Sé todo el tiempo tal y como es él…
Sé lo que es él. Un hombre sin ilusiones (no sirven para nada), y sin esperanza (¿quién la necesita?), que posee la costumbre del éxito. ¿Y quién puede decir que hace un día bonito de tal modo que todo el mundo que se encuentre alrededor sienta inmediatamente atraída su atención y diga: Sí, SEÑOR?
—Ha estado usted muy ocupado —respondió Karl secamente.
Se quitó la chaqueta, la plegó y la dejó sobre la mesa, junto al maletín. Se puso guantes de cirujano y rasgó la envoltura estéril de un escalpelo nuevo.
—Algunas personas gritan y se desmayan la primera vez que ven una disección.
Wheeler sonrió ligeramente.
—Yo ni grito ni me desmayo.
Pero a Karl Trilling no se le escapó observar que sólo entonces, en el último momento posible, vio Wheeler realmente el cuerpo del viejo. Cuando lo hizo, ni gritó ni se desmayó; lanzó un gruñido de asombro.
—Pensé que esto le sorprendería —dijo Karl, con sencillez—. Sin embargo, y para el caso de que se lo esté preguntando, debo decirle que realmente era un hombre. La. especie parece ser ovípara. Mamífero también, pero tiene que ser ovípara. Desde luego, me gustaría mucho echarle un vistazo a una hembra. Eso no es una vagina. Es una cloaca.
—Hasta el momento —dijo Wheeler con voz hipnotizada—, pensé que esa observación suya sobre que «no era humano» sólo era una forma de hablar.
—No, usted no lo pensó —dijo Karl con sequedad.
Dejando que las palabras quedaran suspendidas en el aire, como hacen las palabras cuando un interlocutor tiene el talento de aislarlas con cuñas de silencio, hizo hábilmente una incisión en el cuerpo, desde el esternón hasta la sínfisis púbica. Éste era siempre el momento más difícil para quien lo veía hacer por primera vez. Resulta duro no percibir visceralmente que el cadáver no siente nada y no protestará de nada. Pendiente de Wheeler, Karl buscó en él un grito sofocado o un estremecimiento. Pero Wheeler se limitó a contener la respiración.
—Podríamos pasarnos horas… supongo que semanas explicando los detalles —dijo Karl, haciendo con habilidad una incisión transversal en el área ensiforme, casi alrededor del trapezoide, a cada lado—, pero esto era lo que quería que viese.
Cogiendo la carne en la juntura de la cruz que había cortado, en el lado izquierdo, estiró hacia arriba y a la izquierda. Las capas cutáneas se separaron con facilidad, con la grasa bajo ellas. No eran de color rosado, sino que tenían un tono lavanda blancuzco. Entonces, aparecieron a la vista la estrías musculares situadas sobre las costillas.
—Si hubiera palpado usted el pecho del viejo —dijo, indicando hacia la parte derecha— habría notado lo que parecían costillas humanas normales. Pero mire esto.
Con unos pocos golpes hábiles separó las fibras musculares del hueso en una zona intercostal de unos diez centímetros cuadrados, y raspó. Surgió una costilla y, a medida que fue ampliando la zona y raspando entre ésta y la siguiente, quedó claro que las costillas estaban unidas por una delgada capa flexible de hueso o quitina.
—Es como las barbas de ballena… hueso de ballena —dijo Karl—. ¿Ve esto?
Seccionó una pieza y la flexionó.
—¡Dios mío!
III
—Ahora, mire esto.
Karl tomó unas tijeras quirúrgicas del maletín, cortando a través del esternón hacia la derecha y arriba, en dirección a la clavícula y después a través del margen inferior de las costillas. Deslizando después los dedos bajo ellas, tiró hacia arriba. Todo el costillar se abrió como una puerta, con un chasquido apagado, dejando al descubierto el pulmón.
El pulmón no era rosado, ni tampoco tenía el color negro amarronado de un fumador, sino que era amarillo… con ese amarillo brillante y claro del sulfuro puro.
—Su metabolismo es fantástico —explicó Karl, enderezándose por fin y estirándose para aliviar la tensión de sus hombros—. O lo era. Vivía del oxígeno, lo mismo que nosotros, pero él lo descomponía principalmente del óxido de carbono, del bióxido y trióxido de sulfuro, y del anhídrido carbónico. No quiero decir que pudiera… quiero decir que tuvo que hacerlo. Cuando se vio obligado a respirar lo que nosotros llamamos aire puro, sólo podía hacerlo durante algún tiempo y después tenía que ocultarse y hacer unas pocas inhalaciones de su propia atmósfera. Mientras fue joven pudo soportarlo durante horas seguidas, pero a medida que fueron pasando los años, tuvo que pasarse cada vez más tiempo en la atmósfera espesa que él podía respirar. Aquellas largas desapariciones suyas y aquella reclusión… no eran tan maniáticas como la gente suponía.
Wheeler hizo un gesto hacia el cuerpo.
—Pero… ¿qué es él? ¿De dónde…?
—No se lo puedo decir. A excepción de una buena cantidad de detalles médicos y bioquímicos, ahora sabe usted tanto como yo. Llegó, de algún modo, procedente de alguna parte. Llegó, vio y empezó a moverse. Mire esto.
Abrió la otra parte del pecho y entonces desgarró el esternón hacia arriba, apartándolo. Señaló. El tejido del pulmón no estaba dividido en dos partes iguales, sino que se extendía a través de la línea media.
—Un solo pulmón, a través de todo el pecho, aunque posee estos dos lóbulos. Tanto los riñones como las gónadas muestran la misma fusión derecha-izquierda.
—Le aseguro que le creo —dijo Wheeler con la voz un poco ronca—. ¡Maldita sea! ¿Qué es entonces?
—Un bípedo sin plumas, como Platón describió en cierta ocasión al Homo sapiens. No sé qué es. Únicamente sé que es… y pensé que debía usted saberlo. Eso es todo.
—Pero usted ha visto a otro antes. Eso es evidente.
—Claro. A Epstein.
—¿Epstein?
—Claro. El viejo tenía que disponer de un intermediario… alguien que pudiera pasar sin sospecha algunas horas con él y horas fuera. El viejo podía hacer muchas cosas por medio del teléfono, pero no todo. Se puede decir que Epstein era una especie de mano derecha, que podía contener la respiración un poco más que él. Sin embargo, eso le afectó al final y murió por su causa.
—¿Por qué no dijo usted algo antes de ahora?
—En primer lugar, porque valoro mi propia piel. Podría decir mi reputación, pero piel es la palabra justa. Firmé un contrato como su médico personal porque él necesitaba a un médico personal… era otra forma de camuflaje. Pero yo hacía un precioso y pequeño trabajo de doctor, excepto que a través del teléfono y, según me di cuenta hace poco, las nueve décimas partes de lo que hacía era pura diversión. Pero supongo que hasta un médico es una persona en quien se puede confiar. Uno o el otro me llamaban y me daban una serie de síntomas y yo, muy prudentemente, sugería y prescribía. Después, recibía otra llamada en la que se me decía que el paciente estaba mejorando, y eso era todo. Hasta recibí pruebas… sangre, orina, deposiciones, y hacía mis estudios sobre ellas, y nunca me di cuenta de que eran de la misma fuente que el médico forense examinó y por la que firmó.
—¿Qué quiere decir con eso de la misma fuente?
Karl se encogió de hombros.
—Él podía conseguir todo lo que deseaba… cualquier cosa.
—Entonces… ¿lo que el médico forense examinó no era…? —y movió una mano, señalando hacia el ataúd.
—Pues claro que no. Ésa es la razón por la que el crematorio tiene una puerta trasera. Existe un sutil y pequeño truco de bolsillo que se puede comprar por cincuenta centavos y que opera del mismo modo. Este cuerpo estuvo dentro del horno. El compañero —un semejante que vino de Dios sabe dónde; le juro que no lo sé—, estaba allí fuera, esperando al médico forense. Cuando se apretó el botón, se inició el fuego y ese otro ataúd se deslizó hacia el interior, empujando a éste hacia el exterior, empapándolo al mismo tiempo con agua a medida que iba pasando. Mientras hemos estado aquí, el cuerpo humano se ha convertido en cenizas. Mis instrucciones personales, privadas y secretas, tanto para Epstein como para el jefe, eran esperar hasta estar seguro de encontrarme solo, venir después aquí al cabo de una hora y apretar el segundo botón, que hará deslizar este ataúd de regreso al fuego. No debía hacer ninguna clase de investigaciones, ni hacer preguntas, ni redactar informes. Parecía todo muy lógico, pero no era razonable, como tantas otras de sus órdenes —se echó a reír repentinamente—. ¿Sabe usted por qué el viejo, y también Epstein, si es que no se dio usted cuenta, nunca estrechaban la mano a nadie?
—Supongo que era porque tenía una obsesión con los gérmenes.
—Era porque la temperatura normal de su cuerpo alcanzaba los cuarenta y un grados y medio.
Wheeler se tocó una de sus manos con la otra y no dijo nada.
Cuando Karl tuvo la impresión de que la cuña de silencio era ya lo bastante espesa, preguntó a la ligera:
—Y bien, jefe, ¿hacia dónde vamos, a partir de aquí?
Cleveland Wheeler se apartó del cuerpo, volviéndose lentamente hacia Karl, como si apartara su mente de algo con un esfuerzo.
—¿Qué me ha llamado usted?
—Es una forma de hablar —dijo Karl, y sonrió—. En realidad, yo estoy trabajando para la compañía… y eso es usted. Estoy cumpliendo órdenes, que habrán sido final y completamente realizadas cuando apriete ese botón… No tengo ninguna otra orden. Así que todo depende de usted.
Los ojos de Cleveland Wheeler volvieron a dirigirse hacia el cuerpo.
—¿Se refiere a él? ¿A esto? ¿A lo que debemos hacer?
—A eso, sí. O bien lo quemamos, y nos olvidamos… o convocamos una reunión de directores generales y a un grupo de científicos. O bien aterrorizamos a todo el mundo en la Tierra llamando a los periódicos. Cierto que eso se ha de decidir, pero yo estaba pensando en algo mucho más amplio que eso.
—¿Como por ejemplo…?
Karl hizo un gesto hacia la caja, con la cabeza.
—Me preguntaba qué estaba haciendo él aquí. ¿Qué ha hecho? ¿Qué estaba intentando hacer?
—Será mejor que continúe hablando —dijo Wheeler y por primera vez dijo algo de un modo que sugería falta de confianza en sí mismo—. Ha tenido usted algún tiempo para pensar en todo esto. Yo… —y con una actitud casi impotente, extendió las manos.
—Comprendo eso —dijo Karl con suavidad—. Hasta ahora he estado actuando como un conferenciante, y lo sé. No voy a importunarle con personalismos, excepto para decirle que ha absorbido usted todo esto con menos temblor de rodillas que cualquier otra persona en el mundo que pueda recordar.
—De acuerdo. Bien, existe una técnica muy simple que se aprende en álgebra elemental. Está relacionada con la construcción de gráficas. Se sitúa un punto en la gráfica allí donde lo sitúa la información conocida. Se logra más información y se coloca otro punto y después un tercero. Con sólo tres puntos —desde luego, cuantos más mejor, pero se puede hacer con tres—, se les puede conectar y establecer una curva. Esa curva posee ciertas características y es justo extender la curva un poco más con la suposición de que será confirmada por la información que se obtenga posteriormente.
—Extrapolación.
—Extrapolación. Eje X, la fortuna de nuestro último jefe. Eje Y, tiempo. La curva es su fortuna… que es como decir su influencia.
—Una gráfica bastante alta.
—Durante más de treinta años.
—Sigue siendo bastante alta.
—Muy bien —dijo Karl—. Ahora, y sobre esos mismos treinta años, otra curva: cambio en el medio ambiente —extendió una mano hacia arriba—. No le voy a leer ningún tratado sobre ecología. Seamos más objetivos que eso. Digamos simplemente cambios. Muy bien: un aumento mensurable en la temperatura media debido al CO2 y al «efecto invernadero». Trace la curva. Incidencia de los metales pesados, mercurio y litio, en el tejido orgánico. Trace una curva. Del mismo modo: hidratos de carbono clorados, hipertrofia de las algas debido a los fosfatos, incidencia de coronarias… Muy bien, superpongamos todas esas curvas en el mismo gráfico.
—Ya sé adónde va usted a parar. Pero debe tener mucho cuidado con esa clase de juego estadístico. Del mismo modo, el aumento de accidentes de tráfico coincide con el aumento en la utilización de botes de aluminio y de pañales de plástico para los bebés.
—Correcto. No creo estar cayendo en esa trampa. Sólo deseo hallar contestaciones razonables a un par de situaciones que, de otro modo, serían irracionales. Una es ésta: si los cambios que se están produciendo en nuestro planeta son el resultado del simple descuido —siendo ésta una cosa más o menos casual—, entonces, ¿cómo es que nadie se preocupa de forma que beneficie al medio ambiente? Vale la pena pensarlo. Prometí que no habría lecciones de ecología. Repito la cuestión: ¿cómo es que todo ese descuido produce un cambio y no una conservación?
»Siguiente cuestión; ¿cuál es la dirección que lleva ese cambio? Habrá leído usted escritos especulativos sobre «terraformación» —alteración de otros planetas para convertirlos en habitables para los seres humanos—. Suponga que se ha hecho un esfuerzo para cambiar este planeta con objeto de adaptarlo a otros seres. Suponga que desearan más agua y estuvieran dispuestos a fundir los casquetes polares mediante el «efecto invernadero»; aumentar los óxidos de sulfuro; eliminar ciertas formas marinas, desde el plancton a las ballenas; reducir la población mediante aumentos de cáncer de pulmón, enfisemas, ataques cardíacos e incluso la guerra.
Los dos hombres se encontraron mirando hacia el rostro inerte del ataúd. Karl dijo con suavidad:
—Considere los negocios en que estaba metido… industria petroquímica, combustibles fósiles, procesado de alimentos, publicidad, todas aquellas cosas que producen los cambios o ayudan a quienes los producen…
—No le estará echando a él la culpa de todo eso, ¿verdad?
—Desde luego que no. Él encontró millones de voluntariosos ayudantes.
—No pensará que trataba de cambiar todo un planeta sólo para sentirse cómodo en él, ¿verdad?
—No, no lo creo… y ésa es precisamente la cuestión central que debo señalar. No sé si hay por ahí otros como él y Epstein, pero puedo suponer lo siguiente: si los cambios que se están produciendo ahora se mantienen, y se aceleran, entonces seguro que podemos esperar la llegada de ellos.
—En tal caso, ¿qué le gustaría hacer? —preguntó Wheeler—. ¿Movilizar al mundo contra el invasor?
—Nada de eso. Creo que trataría de invertir los cambios de un modo lento y tranquilo. Si este planeta es normalmente inadecuado para ellos, entonces lo mantendría así. No creo que tuvieran que ser rechazados. Creo que, simplemente, no vendrían.
—O quizá lo trataran de alguna otra forma.
—No lo creo —dijo Karl—, porque ya lo han tratado de este modo. Si pensaran poder hacerlo con flotas de naves espaciales y cañones super-zap, lo estarían haciendo ya. No… ésta es su forma de hacer las cosas y, si no funciona, pueden intentarlo en algún otro sitio.
Wheeler empezó a estirarse pensativamente del labio. Karl dijo con suavidad:
—Todo lo que se necesitaría sería alguien que supiera lo que estaba haciendo, con suficiente capacidad de mando y que tuviera la habilidad de hacerlo pagar. Hasta puede que ellos organicen la vida de un hombre… para conseguir la clase de hombre que necesitan.
Y antes de que Wheeler pudiera contestar, Karl levantó su escalpelo.
—Quisiera que hiciese usted algo por mí —pidió en tono penetrante, con un nuevo tono de mando, que era el propio tono de Wheeler—. Quiero que lo haga porque yo lo he hecho y que me condenen si deseo ser el único hombre en el mundo que lo ha hecho.
Inclinándose sobre la cabeza del ataúd, hizo una incisión a lo largo de la línea del cabello de una sien a otra. Después, apoyando los codos contra el borde de la caja y afirmando una mano con ayuda de la otra, introdujo el escalpelo directamente en el centro de la frente y después hacia abajo, en dirección a la nariz, partiéndola exactamente en dos partes. Continuó hacia abajo, a través del labio superior, después del inferior rodeando el punto de la barbilla y bajándolo hacia el cuello. Después, se incorporó.
—Ponga las manos en sus mejillas —ordenó.
Wheeler frunció brevemente el ceño (¿cuánto tiempo hacía que nadie le había hablado de aquella manera? ), dudó y a continuación hizo lo que se le decía.
—Ahora, apriete las manos hacia abajo.
La incisión se amplió ligeramente bajo la presión y entonces, abruptamente, la carne cedió y toda la piel del rostro se desprendió. La inesperada falta de resistencia hizo que las manos de Wheeler fueran a parar al fondo del ataúd y se encontró cara a cara, a pocos centímetros de distancia, con el cuerpo.
Al igual que los pulmones y los riñones, los ojos —¿ojos?— pasaron al medio, muy ligeramente reducidos en el centro.
La pupila era ovalada con su eje alargado transversal. La piel era de un color lavanda pálido, con vasos amarillos y en el lugar de la nariz había un agujero de franjas fibrosas. La boca era circular; los dientes no estaban situados exactamente en forma radial; había muy poca barbilla. Sin moverse, Wheeler cerró los ojos, los mantuvo así durante un segundo o dos y después, valientemente, los volvió a abrir.
Karl se apresuró a rodear el extremo del ataúd y pasó un brazo alrededor del pecho de Wheeler. Éste se dejó caer pesadamente sobre él, por un momento, y a continuación se incorporó rápidamente, apartando el brazo.
—No tenía por qué haber hecho eso.
—Sí, creo que tenía que hacerlo —dijo Karl—. ¿Acaso habría querido ser usted la única persona en el mundo que hubiese pasado por una cosa así sin tener a nadie a quien poder contárselo?
Y después de todo, Wheeler fue capaz de reír.
Una vez que hubo terminado, Karl dijo:
—Alcánceme esta tapa.
Muy obedientemente, Cleveland Wheeler acercó la tapa del ataúd y la colocaron entre los dos.
—Apriete ese botón.
Karl apretó el botón y ambos observaron cómo el ataúd se deslizaba hacia el cuadrado de llamas. Después, se marcharon.
Joe Trilling tenía una forma divertida de ganarse la vida. Era una buena forma de vida aunque, desde luego, no ganaba tanto como podía haberlo hecho en la ciudad. En compensación, vivía en las montañas, a poco menos de un kilómetro de un pueblecito pintoresco, entre el aire sano, y los bosques de pinos y abedules, junto con grandes cantidades de laurel silvestre, y él era su propio jefe. No existía mucha competencia en lo que hacía.
Lo que él hacía era fabricar simulacros de especímenes médicos, la mayoría de ellos para las fuerzas armadas, aunque tenía numerosos pedidos de las escuelas médicas, productoras de cine y algún que otro individuo ocasional, a quien no hacía preguntas. Podía hacer un modelo de cualquier cosa en el interior, fijándolo o penetrando un cuerpo o cualquier parte de él. Podía hacer modelos para que fuesen observados, o sentidos, olidos y palpados. Podía proporcionar gangrena que olía mal, o tiroides húmedas, con verdadera humedad. Podía fabricar un modelo único, o bien hacerlo en cadena. Para decirlo en pocas palabras: el doctor Joe Trilling era el mejor en lo que hacía.
—El golpe —le dijo Karl (en circunstancias mucho más relajadas que las anteriores; ahora de día, ante unas cervezas)— el verdadero golpe fue el momento del rostro. ¡Dios, Joe! ¡Ése sí que fue un hermoso trabajo!
—Sólo cosas de aquí y de allá. La parte más hermosa fue tu idea… que le pusiera las manos encima.
—¿Qué quieres decir?
—He estado pensando en eso —dijo Joe—. No creo que ni tú mismo té dieras cuenta de lo brillante que era ese golpe. Está muy bien el haber montado un espectáculo para ese tipo, pero haber conseguido que pusiera las manos, así como los ojos y el cerebro en ello… ése fue un golpe maestro, digno de un genio. Es como… bueno, recuerdo cuando era niño y regresaba a casa procedente de la escuela y puse la mano sobre la barandilla de una cerca y alguien había escupido en ella —expuso la mano y la sacudió—. A pesar de todos los años pasados, aún puedo recordar lo que sentí. No lo he podido borrar de mi memoria durante todos estos años y ni siquiera todos esos lavados han podido borrarlo. Es algo más que una cuestión cerebral o psíquica, Karl… es algo más que el recuerdo de un episodio. Creo que existe una especie de mecanismo de recuerdo en las propias células, especialmente en las manos, que puede ser invocado. Lo que intento decir es que, independientemente del tiempo que pueda vivir, Cleve Wheeler va a sentir siempre esa piel deslizándose bajo las palmas de sus manos, y eso le va a situar frente a frente con aquel rostro. No, tú eres el genio, no yo.
—¡Bah! Tú sabías lo que estabas haciendo. Yo no —aseguró Karl.
—¡Un cuerno que no lo sabías!
Joe se reclinó muy hacia atrás en su tumbona de jardín, hasta ese punto podía elevar su cerveza y mirar hacia el sol a través de ella, desde abajo. Observando al mismo tiempo las burbujas en una perspectiva nebulosa (porque se hinchan a medida que suben), murmuró:
—¿Karl?
—¿Sí?
—¿Has oído hablar alguna vez de la navaja de Occam?
—Mmm… Hace ya mucho tiempo. Es un principio filosófico. O lógico, o algo así. Veamos… Dado un efecto y una elección de posibles causas, la causa más simple siempre es la que, con mayor probabilidad, será verdad. ¿Es eso?
—No demasiado exacto, pero lo bastante cerca —dijo Joe Trilling, perezosamente—. Mmm… Tú eras quien solía proclamar que la lógica es autosuficiente y que no es necesario que tenga nada que ver con la verdad.
—Y sigo proclamándolo.
—Muy bien. Tú y yo sabemos que la codicia y el descuido humano se bastan por sí mismos para destruir este planeta. Pero nosotros no pensamos que eso fuera suficiente para las personas como Cleve Wheeler, que son las que realmente pueden hacer algo al respecto, así que le construimos un extraterrestre que respiraba una atmósfera sucia y densa. Quiero decir que él no habría hecho nada por salvar el mundo de haber tenido únicamente nuestras razones, así es que le proporcionamos una emprendedora razón propia. Sacada exclusivamente de nuestras cabezas.
—Dictada por todos los factores de que disponíamos. Sí. ¿Adónde vas a parar, Joe?
—¡Oh!… Sólo quiero decir que nuestro complicado truco es en el fondo bien simple, en el sentido de que lo redujo todo a una sola causa. La navaja de Occam trocea las cosas hasta dejar únicamente las causas más simples. Las causas aisladas, por sí solas, tienen una mayor oportunidad de ser correctas.
Karl dejó su jarra de cerveza con un golpe.
—Nunca había pensado en eso. He estado demasiado ocupado para pensar en eso. Supón que tuviéramos razón.
Se miraron el uno al otro, temblando.
Finalmente, Karl preguntó:
—¿Qué buscamos ahora, Joe… naves espaciales?