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martes, 5 de agosto de 2008

ICARO DE LAS TINIEBLAS -- BOB SHAW

ICARO DE LAS TINIEBLAS
Bob Shaw

* * *
Bob Shaw, oriundo de Belfast, Irlanda del Norte, trasladado a
Inglaterra huyendo de la guerra civil estallada en su país, es quizá
más consciente que los mismos norteamericanos de lo que supone
la gigantesca ola de violencia que azota el mundo contemporáneo.
En Dark Icarus nos ofrece un ingenioso relato futurista en el que la
gente posee la facultad cotidiana de volar por los aires mediante
unidades individuales de antigravedad, y las pesquisas que una
policía de tráfico aéreo realiza en torno a un asesino que ha
encontrado nuevos caminos para el crimen...
* * *
_
El cadáver del polizonte se deslizaba oblicuamente a una altura de unos tres mil
metros, en dirección a la zona de control de Birmingham. Era una noche de invierno
y la temperatura que imperaba a esa altura, por debajo de los cero grados, había
agarrotado sus miembros y recubierto enteramente su cuerpo de una oscura
escarcha. La sangre, que había fluido por entre el resquebrajado blindaje, habíase
congelado sobre la especie de cangrejo que rodeaba el pecho del hombre con los
émulos de pinzas. El cuerpo, en correcta posición de vuelo, se mecía indefenso a
merced de incontroladas corrientes, experimentando un extraño deslizamiento a
través del espacio. Situada sobre la cintura, podía verse una insistente luz del
tamaño de un guisante que parpadeaba en progresivo descenso, bajo una espesa
capa de hielo.
Robert Hasson, sargento de la Policía del Aire, se encontraba más cansado e
irritable que si hubiera realizado una jornada de ocho horas de vuelo. Había
permanecido en el cuartel general hasta la hora del almuerzo, dictando y recibiendo
informes, ocupado en formalidades con el propósito de obtener un balance de sus
gastos y pagos en el curso de los dos últimos meses. Y entonces, justo cuando se
disponía a marcharse a casa, bastante disgustado, fue requerido en la oficina del
capitán Nunn para echar una nueva ojeada sobre el asunto de los Ángeles Wellwyn.
Los cuatro Ángeles detenidos
–Joe Sullivan, Flick Bugatti, Denny Johnston y Toddy Thomas– se encontraban
sentados a un lado del despacho, pudiendo verse todavía sobre sus cuerpos los
engranajes de vuelo.
–Le diré qué es lo que me molesta de todo este asunto –decía Bunny Ormerod,
el anciano abogado, con la actitud propia de su oficio–. La indiferencia rutinaria de la
policía. La despreciativa dureza con que los rancios burócratas aceptan la trágica
muerte de un niño. –Ormerod se volvió protectoramente hacia los cuatro Ángeles,
con cierta complicidad en su gesto–. Uno podría llegar a pensar que se trata de
cotidiana rutina.
Hasson se encogió de hombros.
–Así es, prácticamente –dijo.
Ormerod abandonó su boca a una indolente mueca, al tiempo que giraba el
objetivo de la pequeña filmadora prendida de su camisa de seda hacia la figura de
Hasson.
–¿Tendría la amabilidad de repetir esa declaración? –preguntó.
Hasson posó la mirada directamente sobre el objetivo del aparato registrador,
ahora enteramente al descubierto.
–Prácticamente, cada día o cada noche, sucede que algún retrasado mental se
ajusta un mecanismo contragravitatorio, se pone a volar a una velocidad de
quinientos o seiscientos kilómetros por hora y, pensando que es Supermán,
merodea por entre los bloques de viviendas. Entonces estás perdido. Y no exagero.
Créame, yo no los condeno por cagarse en las paredes de los edificios. –Hasson
advirtió que Nunn se removía tras su abarrotada mesa, pero continuó obstinadamente–.
El asunto sólo nos concierne cuando comienzan a despanzurrar a la gente.
Sólo entonces me pongo a perseguirlos.
–Usted los caza abajo.
–No hago otra cosa.
–Me refiero a la forma en que usted captura a estos niños.
Hasson miró a los Ángeles con frialdad.
–No veo aquí ningún niño. El más joven de esta banda tiene dieciséis años.
Ormerod dirigió una sonrisa de conmiseración hacia los cuatro Ángeles vestidos
de negro.
–Vivimos en un mundo difícil y complejo, sargento –dijo–. Para un joven que tiene
dieciséis años, no es fácil, precisamente a causa de su edad, la comprensión del
mundo que lo rodea.
–Mierda –comentó Hasson. Miró nuevamente a los Ángeles y señaló a un
rechoncho y barbudo mozalbete sentado tras ellos–. Tú, Toddy, acércate.
Los ojos de Toddy parpadearon brevemente.
–¿Para qué? –preguntó.
–Quiero que enseñes tus insignias a Mr. Ormerod.
–Ni hablar. No quiero –respondió Toddy con engreimiento –. Me parece un
abuso.
Hasson suspiró, se dirigió hacia el grupo formado por los cuatro Ángeles, agarró
a Toddy por las solapas y lo condujo hasta donde Ormerod estaba como si lo que
arrastraba no fuera sino un fardo de cuero barato. Tras él se escuchó un rumor de
frenéticas protestas y el crujido de las sillas al moverse, en tanto Toddy era
arrancado del coto protector de sus compañeros. La oportunidad de expresar sus
sentimientos mediante la acción, por limitada que ésta fuera, proporcionaba a
Hasson una satisfacción cercana a cualquier efectiva terapéutica.
Nunn se irguió a medias y exclamó:
–Sargento, ¿qué supone usted que está haciendo?
Hasson: ignorándolo por completo, se dirigió a Ormerod.
–¿Ve este emblema? ¿La «F» grande con alas? ¿Sabe qué significa?
–Para mí no tiene más interés que lo que pueda significar su propia conducta,
sargento –respondió Ormerod, al tiempo que una de sus manos, en un ademán
pretendidamente casual, bloqueaba el objetivo de su pequeña filmadora. Hasson
comprendió el gesto: la reciente legislación estipulaba que los tribunales rehusaran
considerar cualquier evidencia filmada a menos que fuera entregado como prueba
todo el carrete –y era evidente que Ormerod no quería registrar la existencia de la
insignia.
–Échele una ojeada, ande. –Hasson repitió la descripción de la insignia para que
fuera recogida por la grabadora de sonido adjunta a la fumadora–. Significa que
nuestro niño entre comillas ha practicado actos sexuales agarrado a su presa en
libre caída. Y está orgulloso de ello, ¿no, Toddy?
–¿Mister Ormerod? –Los ojos de Toddy se detuvieron suplicantes en la cara del
abogado.
–Por su propio bien, sargento, creo que debería dejar marchar a mi cliente –dijo
Ormerod. Su pequeña mano mariposeaba todavía frente al objetivo de la filmadora.
–Claro que sí. –De un zarpazo arrancó Hasson la filmadora de la camisa de
Ormerod, dejando un agujero en su lugar, y la irguió frente al pecho de los Ángeles
y sus ordenadas insignias. Apartó luego a Toddy de su lado y devolvió la filmadora a
Ormerod con un amanerado y sarcástico gesto de cortesía.
–No debió hacerlo, Hasson. –Los aristocráticos modales de Ormerod
comenzaban a dejar paso a la ira que permanecía oculta–. Su comportamiento
explica a gritos que se trata de una venganza personal contra mi cliente.
Hasson rió.
–Toddy no es su cliente. Usted fue contratado por el padre de Joe Sullivan para
intentar salvarlo de una acusación de homicidio impremeditado, y ocurre que el
simplón de Toddy se encuentra en el mismo lío.
Joe Sullivan, sentado entre los otros tres Ángeles, abrió la boca para responder
pero al punto cambió de idea. Parecía mejor preparado que sus compañeros.
–Vale, Joe –le dijo Hasson–. Recuerdas perfectamente que la voz cantante debe
llevarla el picapleitos. –Sullivan pareció resentirse y guardó silencio con la mirada
puesta sobre los azules nudillos de sus puños apretados.
–Me parece que no sacamos nada en claro –dijo Ormerod a Nunn–. Tengo que
hablar en privado con mis clientes.
–Hágalo –soltó Hasson–. Dígales que se borren la pintura de guerra. ¿No es eso
lo que le preocupa? A ver si la próxima vez me encuentro con algo mejor. –Aguardó
impasible, en tanto Ormerod y dos policías acompañaban a los cuatro Ángeles fuera
de la habitación.
–No le entiendo –dijo Nunn tan pronto como los otros hubieron salido–. ¿Qué es
lo que cree estar haciendo exactamente? Ese chico puede declarar que usted lo ha
estado maltratando...
–Ese chico, como usted lo llama, sabe dónde podemos encontrar al Fogonero.
Todos ellos lo saben.
–Ha sido usted demasiado duro con ellos.
–No lo afirme tan aprisa. –Hasson sabía perfectamente cuándo se sobrepasaba y
cuándo no, pero era demasiado obstinado para retractarse y reconocer sus
excesos.
–¿Qué quiere decir? –Nunn hizo una mueca remilgada que, sin embargo no tenía
nada de inofensiva.
–¿Por qué se me ha obligado a hablar con ese hato de chulos en esta oficina?
¿Qué pasa con los despachos disponibles en el piso de abajo? ¿Acaso sólo somos
una banda de asesinos los que no hemos obtenido dinero del viejo Sullivan por bajo
manga?
–¿Está usted diciendo que yo he aceptado dinero de Sullivan?
Hasson reflexionó un momento.
–No creo que sea ése su caso –dijo–. Permítame aclararle un punto. Sé a ciencia
cierta que esos cuatro han volado con el Fogonero. Si pudiera estar solo con
cualquiera de ellos, al menos media hora, entonces yo...
–Usted mismo se ha quemado, Hasson. Parece no darse cuenta de que no se
puede ir por el mundo sin saber el suelo que se pisa. Usted es un policía del aire, y
esto significa que la gente no quiere nada con usted. Hace cien años los
automovilistas no aguantaban a la policía de tráfico sólo porque ésta los obligaba a
obedecer unas cuantas normas de sentido común; ahora cualquier persona puede
volar por los aires, mejor incluso que los pájaros, y la gente se encuentra con que
también hay policías por allí arriba, amargándolos, Has–son. Usted amarga a la
gente y la gente le odia a usted.
–Eso no me quita el sueño.
–No pienso en ningún momento que tema usted los gajes del trabajo policial,
Hasson. De veras que no. Sólo quiero decir que, en esa obsesión suya por el mítico
Fogonero, usted quiere saltarse las reglas del juego.
Hasson empezó a excitarse, percatándose de que Nunn estaba llevando la
conversación hacia un tema importante.
–El Fogonero es real –dijo–. Yo lo he visto.
–Tanto si existe como si no, voy a impedirle volar a usted.
–No puede hacer eso –exclamó Hasson súbitamente.
–¿Por qué no? –preguntó Nunn, mirándolo atentamente.
–Porque... –Hasson luchaba por encontrar los términos exactos, cualesquiera
términos, cuando el comunicador esférico del escritorio de Nunn titiló con rojos
destellos, indicando la presencia de un mensaje urgente.
–Sí –dijo Nunn en dirección a la esfera.
–Señor, hemos registrado una angustiosa llamada automática –contestó una voz
masculina–. Alguien vuela sin control a unos trescientos metros. Creemos que
puede ser Inglis.
–¿Muerto?
–Hemos intentado establecer contacto por radio, señor, pero no contesta.
–Ya. Hay que evitar que cause algún accidente. Envíe alguien por él. Quiero un
informe completo.
–Sí, señor.
–Yo subiré por él –dijo Hasson, lanzándose hacia la puerta.
–No podrá con el tráfico que hay a estas horas. –Nunn se puso en pie y dio una
vuelta a la mesa–. Además, usted está cesante de vuelo. Ya se lo dije, Hasson.
Hasson pensó que estaba sobrepasando los límites de la especial indulgencia
para con los miembros de la Patrulla Aérea.
–Si es Lloyd Inglis el que está arriba, subiré por él ahora mismo –dijo–. Y si está
muerto... me prohibiré a mí mismo el poder volar. Permanentemente. ¿De acuerdo?
Nunn movió la cabeza indeciso.
–¿Quiere matarse?
–Tal vez. –Hasson cerró la puerta y corrió hacia sus aparejos de vuelo.
Dejando a sus pies la cúpula del cuartel general de policía, Hasson emergió a un
firmamento llameante, surcado por innumerables ríos de fuego. La mayor parte del
tráfico estaba compuesta por viajeros procedentes del sur, que regresaban de una
agotadora jornada de trabajo; una minoría de usuarios provenía de diversos puntos
ubicados en la agitada zona de control de Birmingham. Las luces intermitentes
colocadas en hombros y tobillos de miles y miles de viajeros volantes chisporroteaban
y parpadeaban, alterando su paralaje en virtud de las falsas olas de
avance y retroceso a lo largo del constante flujo. Confundidas en la distancia, la
proximidad y la lejanía conferían una apariencia de orden en forma de enhiestas
columnas verticales. Hasson sabía, sin embargo, que la apariencia no correspondía
a ninguna realidad... Había quienes se precipitaban en cruces y adelantamientos,
concediendo la mínima atención posible a los cambios de luces y al contingente
peligro de colisión. Eran justamente los que se consolaban a sí mismos pensando
en la disminución progresiva de las posibilidades de choque con cualquier otro
infractor; pues no era sólo propio de los habituales agentes de ventas trasnochadores
el volar salvajemente. Estaba también el borracho, el drogado, el
antisocial, el inepto, el suicida, el buscador de emociones fuertes, el criminal: toda
una amplia gama de tipos que no estaban preparados para las responsabilidades
inherentes al vuelo personal, en cuyas manos los aparejos antigravitatorios se
convertían en instrumentos de muerte.
Hasson puso al máximo de intensidad sus luminosas señales de policía. Con la
pistola de tintura al alcance de la mano, Hasson ascendió con cautela, elevándose
hasta que las luminosas estelas de la ciudad conformaron a sus pies un infinito
laberinto de brillantes trazos regulares. Cuando el altímetro adosado a la pantalla de
su visor le informó que se encontraba a una altura de doscientos metros, comenzó a
prestar mayor atención a las funciones del radar. Se trataba de la altitud media que
frecuentaba la mayor parte de los voladores. Sin embargo, continuó ascendiendo
con creciente atención, ya inmerso en una densa oscuridad que podía albergar
perfectamente el peligro de encontrarse de repente con otro ser lanzado a mortal
velocidad. Los aéreos ríos de viajeros volantes se distinguían ahora como estratos
separados. Pese a la tiniebla, aquéllos no evitaban las grandes velocidades, adelantándose
unos a otros como fugitivas estelas de luz.
Al alcanzar poco más de los ochocientos metros, Hasson comenzó a sentir un
leve relajamiento. Se encontraba enfrascado en el problema de cómo trasladar a
Inglis cuando súbitamente, radar y alarmas sonoras le avisaron de algún peligro.
Volvió la mirada en la dirección señalada por los alertas. Ante el terreno barrido por
sus propios faros apareció la figura de un hombre volando sin luces, lanzado a
extrema velocidad. Veterano en miles de lances parecidos, Hasson tuvo tiempo de
calcular con un margen de escaso error su viraje. En la fracción de un segundo
apuntó con su pistola y disparó una nube de indeleble tizne. El otro pasó a través de
ella –rápido vislumbre de rostro pálido y azotado por la soberbia, y oscuros ojos
incapaces de ver– y desapareció entre una estruendosa ráfaga de turbulencia.
Hasson llamó al cuartel general e informó detalladamente del suceso, añadiendo de
su cosecha que el delincuente podía estar bajo el efecto de alguna sobredosis de
droga. En un sector que alberga un millón de personas surcando los aires, era
prácticamente imposible –y molesto– la captura del agresor; pero sus arreos de
vuelo y equipo en general habían sido marcados a perpetuidad y la reposición de
los mismos utensilios no estaba al alcance de todos los bolsillos.
Al alcanzar los tres mil metros, Hasson estabilizó la fuerza de su antigravitación y
tomó una dirección hipotética que le sirviera de referencia para la 1ª búsqueda de
Inglis, iniciando un deslizamiento horizontal con los ojos bien abiertos e interrogando
la oscuridad que le rodeaba. Sus faros iluminaron una espesa neblina,
descubriéndose inmerso en una zona de velada visibilidad que le hacia imposible
detentar cualquier objeto situado más allá. La zona limitaba el vuelo personal que no
fuera provisto de calentadores especiales; Hasson sintió que el frío comenzaba a
traspasarlo. La corriente del tráfico quedaba abajo, cálida y segura.
Unos cuantos minutos más tarde el radar de Hasson registró la presencia de un
objeto frente a él. Horadando la oscuridad con los faros alcanzó a descubrir la figura
de Lloyd Inglis, que se deslizaba grotescamente por entre los ríos de negro aire.
Supo al mismo tiempo que su amigo estaba muerto y comenzó a girar en torno
suyo, respetando los límites de la interferencia de campo, hasta que descubrió la
grieta en la placa pectoral de Inglis. La herida parecía haber sido producida por una
lanza.
La última semana Inglis y Hasson patrullaban rutinariamente por los alrededores
de Bedford cuando descubrieron un grupo de ocho voladores sin luz. La explosión
de una pequeña linterna, desprendida de las manos dé Inglis, permitió descubrir
brevemente las siluetas, entre las cuales ambos hombres entrevieron el delgado
contorno de una lanza. La tenencia de cualquier objeto sólido estaba prohibida para
cualquier persona con aparejos de vuelo, pues representaba un serio peligro para
los otros voladores y para cualquier caminante de tierra firme; es más, no era
frecuente el uso de armas aun entre los delincuentes del aire. Todo parecía indicar
que habían dado con el Fogonero. Extendiendo redes y lazos, Inglis y Hasson se
lanzaron a su persecución. En el curso de la caza organizada perecieron dos
personas: una de ellas, una joven mujer que también volaba sin luces, lanzada de
cabeza contra uno de la banda; el otro había sido uno de los líderes del grupo, que
acabó casi partido por la mitad al caer sobre la antena de una emisora de radio.
Finalmente, todo cuanto los policías pudieron mostrar después de tantos inútiles
esfuerzos era un grupo de cuatro segundones de los Ángeles
Wellwyn. El Fogonero, portador de la lanza, había desaparecido amparado en el
anonimato.
Ahora, mientras inspeccionaba el cuerpo congelado de su antiguo camarada,
Hasson comprendió que el Fogonero había actuado bajo el impulso de la venganza.
Había identificado a sus víctimas a través del reportaje periodístico sobre el arresto
de Joe Sullivan. Maldiciendo con tristeza y amargura, Hasson inclinó su cuerpo,
quedando horizontal por el peso de sus útiles de vuelo. Súbitamente, se dejó caer
sobre el rígido cadáver pasando los brazos en torno suyo; inmediatamente ambos
cuerpos iniciaron un rápido descenso, a causa de la recíproca anulación de los
campos antigravitatorios. No desconociendo los trucos de la libre caída, Hasson se
esmeró para atar una cuerda a uno de los ojales del cinturón de Inglis, hecho lo cual
alejó el cuerpo de sí. Mientras los dos cuerpos se separaban más allá de la
distancia de interferencia de campo, la violencia de la fuerza del aire en torno a ellos
desaparecía gradualmente. Hasson consultó su posición y vio que había caído poco
más de cien metros. Sujetó la cuerda largada a su cintura y se dirigió hacia el
Oeste, en dirección a cualquier lugar donde pudiera descender mediante los conmutadores
de nivelación. Muy por debajo de él se apreciaba el tráfico de la zona de
control de Birmingham, arremolinándose como una galaxia de dorados tonos; pero
Hasson –situado ahora en el centro de su propio universo, de blanca y neblinosa
luz– – se encontraba aislado de todo ello, absorbido por sus pensamientos.
Lloyd Inglis, el bebedor de cerveza, el amante de los libros, el nunca tacaño Lloyd
– estaba muerto. Y antes que él otros habían caído: diaspar, Singleton, Larmor, y
luego McMeekin. La mitad de los hombres que desde siete años atrás compusieron
el equipo de Hasson había muerto en el cumplimiento de su deber... ¿y para qué?
Para un policía era insoportable la existencia de esta humanidad agraciada con la
libertad tridimensional que proporcionaban los utensilios de vuelo. Utilizando la
propia gravedad de la Tierra, volviéndola contra sí misma, el vuelo había sido
posible. Era algo fácil, no demasiado costoso, incluso divertido... e imposible de
controlar. Tan sólo en las Islas Británicas había ocho millones de voladores individuales,
y cada uno de ellos era como un superhombre impaciente por desatar su
intemperancia y 'lanzarse en busca del ocaso sobre el curvo horizonte del mundo.
La aviación había ido progresivamente desapareciendo del cielo, casi de la noche a
la mañana, y no porque no fuera en definitiva una necesidad sino porque resultaba
peligroso deslizarse entre núcleos atestados de insoportables novatos con su recién
estrenado juguete. En cambio, el alado delincuente nocturno, el Icaro de las
tinieblas, era el verdadero héroe de la época. ¿Dónde estaba la solución para un
policía del aire?, se preguntaba Hasson. Quizás el tradicional concepto de policía,
perro guardián de la responsabilidad ajena, no era ya del todo válido. Quizás el
inevitable precio de la libertad consistiera en una lenta lluvia de cuerpos
destrozados sobre la tierra, en tanto la hipotética autoridad iba menguando...
El ataque cogió a Hasson por sorpresa.
Sobrevino tan rápidamente que fue simultánea la doble peligrosidad de la
alarmante cercanía y el desplazamiento del aire tras el cuerpo atacante. Hasson se
dobló, vio la lanza negra, viró para esquivarla, recibió un terrible golpe tangencial
producido por el viento y salió catapultado mientras giraba sobre sí mismo. Todo
ello en la fracción de un segundo. La caída, causada por la momentánea
interferencia de campos antigravitatorios, no había sido gran cosa. Desconectó los
faros y luces de vuelo en un acto de precaución refleja; luego forcejeó para desasir
sus brazos de la cuerda que lo unía al cadáver, ahora enrollada en torno suyo por
efecto de su rotación. Cuando obtuvo cierta estabilidad permaneció completamente
inmóvil, intentando darse cuenta de la situación. Su cadera derecha estaba
resintiéndose desde el impacto, pero, dentro del margen que le permitían sus
sensaciones, podía asegurar que ninguno de sus huesos se había roto. Se preguntó
entonces si su atacante se habría marchado, satisfecho con un único embate, o si
permanecía por allí en espera de continuar lo que no habría sido sino el comienzo
de un duelo.
–Eres un tío rápido, Hasson –dijo una voz en la oscuridad –. Más rápido que tu
compinche. Pero eso no te salvara.
–¿Quién eres? –gritó Hasson mientras buscaba el mando del radar.
–Lo sabes perfectamente. Soy el Fogonero.
–Eso es una horterada. –Hasson mantenía la firmeza de su voz mientras
comenzaba a desplegar sus redes y lazos–. ¿Cuál es tu verdadero nombre? Te
pregunto por el que puede leerse en los libros psiquiátricos que comentan tu caso.
La tiniebla río.
–Muy bien, sargento Hasson. Eres un chico impaciente: pretendes ganar tiempo,
intentas amoscarme y quieres saber mi nombre. Todo a la vez.
–No necesito ganar tiempo. Acabo de lanzar un mensaje por radio.
–Quieres ganar el tiempo que tardarán en venir los encargados de encontrarte
muerto.
–¿Por qué muerto? ¿Por qué quieres matarme?
–Porque te dedicas a cazar a mis amigos y a impedirles que vuelen.
–Son una amenaza para ellos mismos, y también para el resto de la gente.
–Eres tú quien los obliga a ser una amenaza. Te engañas a ti mismo, Hasson.
Sólo eres un poli al que le gusta rastrear a la gente para acabar con ella. Voy a
enviarte a tierra por ser tan buen poli: voy a enviaros a ti y a los lazos con los que
quieres auxiliarte.
–¿Lazos? –gritó Hasson en dirección a la voz.
Hubo otra risa y el Fogonero empezó a cantar: «Yo puedo verte en las tinieblas
porque yo soy el Fogonero; puedo volar contigo aunque no adviertas que estoy
ahí.» Las conocidas palabras crecían chillonamente a medida que su origen se
aproximaba. Y, repentinamente, iluminada por el tráfico que abajo circulaba y por
las estrellas que chisporroteaban arriba, –Hasson distinguió la forma de un hombre
corpulento. Advirtió algo espantoso e inhumano en sus mecanismos de volar.
Hasson, suspirando por el arma de fuego que le había sido denegada por la
tradición de la policía británica, observó algo.
–¿Dónde está la lanza?
–¿Quién la necesita? Déjala estar.
El Fogonero extendió sus brazos y, aun en medio de la confusión, aun sin la
menor referencia de puntos en el espacio, hízose evidente que aquel hombre era un
gigante, un ser que no tenía ninguna necesidad de otras armas que las que la
naturaleza le había concedido.
Hasson pensó en la lanza cayendo pesadamente sobre un concurrido suburbio
tres mil metros más abajo, y un odio helado comenzó a serpear dentro de él
reconciliándolo con la futura pelea, a despecho de los resultados. Mientras el Fogonero
se preparaba, Hasson volteó un lazo en lentos círculos, inclinando sus
aparejos para contrarrestar la inercia que las vueltas del lazo provocaban. Alzó las
piernas preparándolas para algún rápido golpe, al tiempo que acababa de
desembarazarse de la cuerda que hacía del cuerpo de Inglis un fantasmal
espectador de los acontecimientos. Sintióse nervioso y excitado, pero no
particularmente asustado desde que el Fogonero había descartado el empleo de la
lanza. El combate aéreo tenía características especiales que no se daban en el
comúnmente sostenido sobre suelo firme, donde tenía primacía la participación de
los instintos; el combate aéreo debía ser aprendido y practicado necesariamente, e
incluso los mismos profesionales nunca abandonaban cierta inseguridad de
aficionado, a despecho de la fuerza y la inteligencia del otro. El Fogonero, por
ejemplo, había cometido un serio error al permitir a Hasson la estabilidad necesaria
para el uso agresivo de sus piernas.
Pese a sus bravatas, el Fogonero, según se podía apreciar vagamente,
vectoraba la nivelación de sus aparejos con apenas perceptibles movimientos de
hombros. Es un buen volador, pensó Hasson, aunque no sea tan bueno en la teoría
del combate...
El Fogonero cayó como una exhalación, aunque no tan rápido como debiera
haberlo hecho. Hasson experimentó algo parecido a una desbordante lujuria cuando
se contempló a sí mismo con tiempo suficiente para calcular y colocar su golpe justo
donde quería. Había escogido un punto vulnerable, exactamente bajo el visor, y
cuando propinó la patada su movimiento fue imprevistamente contrarrestado por la
abrupta caída provocada por la mutua supresión de los dos campos
contragravitatorios, conllevando empero suficiente energía como para reventar el
cuello de un hombre. De cualquier modo que fuera había fallado y el Fogonero, al
tiempo que apartaba la cabeza, asió la erecta pierna de Hasson. Ambos hombres
cayeron de nuevo, ahora en condiciones desiguales, pues Hasson sujetaba todavía
el cuerpo de Inglis, cuyo campo contragravitatorio se encontraba demasiado lejos
para ser suprimido. Un segundo después, el Fogonero, usando la fuerza de sus
enormes brazos, quebró la pierna de Hasson doblándola al revés por la articulación
de la rodilla.
Aturdido por el dolor, Hasson sintió su cabeza sin fuerzas siquiera para pensar.
Flotó en la negrura durante un tiempo indefinido, agitando los brazos
incontroladamente, contraído su rostro en desesperada mueca. Lejanamente
percibía el movimiento de la nebulosa espiral que se agitaba a miles de metros
debajo de ellos; precisamente por allí, interponiéndose entre esa imagen lejana y su
aturdida mirada, una oscura silueta se movía amenazan te. Una parte del cerebro
de Hasson informó de que era imposible entretenerse con reacciones primarias;
intentó desesperadamente recuperar el equilibrio físico, pensando que si la vida
debía continuar para él sólo iría mediante el ejercicio de la inteligencia. Pero,
¿estaba en disposición de pensar cuando el dolor invadía su cuerpo un ejército que
arrojara insoportables bombas de mortero continuamente sobre su cerebro?
En principio, se dijo Hasson a sí mismo, debes zafarte de Lloyd Inglis. Y
comenzó a manipular el nudo que la cuerda formaba en la hebilla de su cinturón;
entonces la voz del Fogonero sonó cerca de él, a sus espaldas.
–¿Cómo te gustaría, Hasson? –El tono de la voz era triunfal–. Eso es para
mostrarte que puedo participar de tu propio juego. Pero podemos también intentar
jugar al mío.
Hasson aceleró sus movimientos sobre el nudo, al tiempo que tiraba de la
cuerda. El cuerpo de Inglis se encontraba ya próximo y finalmente apareció con su
interferencia radial. Manteniéndolo en esa provechosa cercanía, Hasson e Inglis comenzaron
a caer. Al instante, pudo verse al Fogonero lanzarse en picado sobre
ellos, alargando un brazo y atrapando el cuerpo de Hasson, cayendo el trífido grupo
en confuso descenso. Remolinos de fuego comenzaron a expandirse bajo ellos.
–Este es mi juego –cantaba el Fogonero en la conjunta caída–. Puedo cabalgar
sobre ti durante todo el camino hasta el suelo, porque yo soy el Fogonero.
Hasson, conociendo los trucos típicos del aire, acalló su dolor y alcanzó el
interruptor general de energía, pero dudó un momento sin atreverse a accionarlo.
En la interacción de dos cuerpos, la extinción de un campo contragravitatorio restauraría
al otro su normal funcionamiento, desatándose una fuerza que repelería a
ambos entre sí. Éste era un dato previo en el juego del Fogonero, pues todo
consistía en una prueba de nervios, en la que el continuo descenso y la recíproca
anulación de campo contragravitatorio desafiaba la fortaleza y resistencia de los
contrincantes. Aquí, sin embargo, la situación se complicaba por la presencia de
Inglis, el silencioso compañero que ya había perdido: su campo contragravitatorio
anulaba el de los otros dos, a despecho de la muerte de cualquiera, a me–nos que...
Hasson pudo liberar un brazo de la tenaza paródicamente lasciva en que lo tenía
el Fogonero y atrajo hacia sí el cuerpo de Inglis. Tanteó buscando el interruptor
general de energía del hombre muerto, pero sólo encontró una lisa capa de sangre
helada.
Los antes lejanamente brillantes horizontes volvíanse cercanos, con su flujo de
tráfico abriéndose como una planta carnívora. El aire, a causa de la velocidad de
caída, rugía de manera ensordecedora. Hasson intentó romper el helado casquete
que cubría el interruptor del artefacto de Inglis, pero instantáneamente el brazo del
Fogonero se aferró en torno a su cuello, obligándole a torcer la cabeza.
–No conseguirás escaparte de mí –gritó al oído de Hasson–. No conseguirás huir
como un cagón. Quiero comprobar lo bien que botas en el suelo.
Continuaban cayendo.
Hasson, todavía preso por el nudo que la cuerda formaba en la hebilla de su
cinturón, se resintió del peso de Inglis y se dispuso a desembarazarse de él de una
vez por todas. Sin embargo, pensó entonces que ganaría muy poco con ello. Cualquier
niñato juguetón mantendría la interferencia de campo hasta el último
momento, pero hasta tan postrer instante que, aun con su mecanismo funcionando
a la máxima potencia, el golpe contra el suelo seria inevitable. El Fogonero, conocedor
de su resistencia, probablemente intentaba prevenirse de ser destrozado en el
impacto. El juego era un desafío a muerte, de manera que deshacerse del cuerpo
de Inglis no conducía a nada.
Habían descendido casi dos mil metros y les faltaban ya pocos segundos para
penetrar en el campo de acción de los niveladores de las vías aéreas. El Fogonero
comenzó a jadear con excitación, restregándose contra Hasson como un perro en
celo. Sujetando a Inglis con la mano izquierda, Hasson usó la derecha para sujetar
el extremo de la cuerda en torno al alzado muslo del Fogonero, anudándola
violentamente. Todavía se encontraba en esta operación cuando irrumpieron en
plena zona de tráfico. Las luces relampagueaban por todas partes y la vertiginosa
galaxia se cernió sobre sus cuerpos. Los contornos de las calles podían apreciarse
bajo ellos, divisándose claramente la circulación de tráfico rodado. Supo Hasson
entonces que estaba cerca el momento en que el Fogonero liberaría el abrazo.
–Gracias por el paseo –gritó el Fogonero de súbito, con la voz entrecortada por
efecto de la caída –. A ver si llegas pronto.
Hasson encendió sus faros y acabó de apretar el nudo, provocando la atención
del Fogonero. Éste miró el nudo en torno a su muslo. Su cuerpo sufrió una
convulsión al comprobar que era él y no Hasson quien permanecía sujeto al muerto
y mortal policía del aire. Dio un empellón a Hasson y comenzó a arañar la cuerda.
Hasson quedó libre a merced del viento, sabiendo que la cuerda resistiría aun ante
la fuerza del gigantesco Fogonero. Al ponerse en funcionamiento el campo contragravitatorio,
pareció que alas invisibles comenzaban a agitarse; entonces volvió la
vista atrás. Vio ambos cuerpos cayendo, el uno gritando frenéticamente, rebasar el
alcance de sus luces, rumbo a un mortal impacto con la tierra.
Hasson no disponía de tiempo para perderlo en introspecciones estériles su
propio aterrizaje forzoso estaba a punto de suceder y requeriría de toda su destreza
y experiencia para salir airoso y con vida–, pero no podía dejar de considerar que no
le era satisfactoria la forma en que el Fogonero había encontrado la muerte. Nunn y
los otros estaban equivocados con él.
–Aun así, –pensó durante los precipitados últimos segundos, –he estado cazando
como un halcón por demasiado tiempo. Este será mi último vuelo.
Sin temor, se preparó para el irracional abrazo de la tierra.


FIN

ARTHUR C. CLARKE -- LA LUZ DE LAS TINIEBLAS

La Luz de las Tinieblas
Arthur C. Clarke
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No soy uno de esos africanos que se avergüenzan de su tierra porque en
cincuenta años ha progresado menos que Europa en quinientos. Pero si en algo
liemos dejado de avanzar lo de prisa que debíamos, se debe a dictadores como
Chaka; y por eso, sólo debemos reprochárnoslo a nosotros mismos. Si la culpa es
nuestra, también será nuestra la responsabilidad de remediarlo.
Es más, yo tenía razones más poderosas que la mayoría para desear destruir al
Gran Jefe, al Omnipotente, a El-que-Todo-lo-Ve. Era de mi propia tribu, estaba
emparentado conmigo por intermedio de una de las esposas de mi padre, y había
empezado a perseguir a nuestra familia desde el momento en que subió al poder.
Aunque no intervinimos en política, dos de mis hermanos desaparecieron, y otro
murió en un inexplicable accidente de automóvil. Mi propia libertad, de eso cabía
muy poca duda, se debía en gran medida a que era uno de los pocos científicos
del país que gozaban de fama internacional.
Como muchos de mis compatriotas intelectuales, tardé en volverme contra Chaka
porque pensé que como les ocurrió a los alemanes en 1930, que también se
dejaron llevar por el camino equivocado- hay veces en que la dictadura es el único
medio de evitar el caos político. Quizá el primer signo de nuestro catastrófico error
fue cuando Chaka abolió la constitución y adoptó el nombre del emperador zulú
del siglo XIX, de quien estaba genuinamente convencido que era su
reencarnación. A partir de ese momento, su megalomanía fue rápidamente en
aumento. Como todos los tiranos, no se fiaba de nadie y se consideraba rodeado
de conspiraciones.
Esta convicción tenía sus fundamentos. El mundo conoce al menos seis atentados
contra su vida, merced a la publicidad que se les ha dado; pero además hay otros
que se han mantenido en secreto. El fracaso de todos ellos hizo que aumentara la
confianza de Chaka en su propio destino, y confirmó la fe fanática de sus
seguidores en su inmortalidad. Al volverse más desesperada la oposición, las
contramedidas del Gran Jefe se hicieron más crueles... y más bárbaras. El
régimen de Chaka no ha sido el primero, ni siquiera en Africa, que ha torturado a
sus enemigos; pero fue el primero en transmitirlo por televisión.
Aun así, a pesar del horror y la indignación que esto provocó en el mundo, y la
vergüenza que yo sentí, no habría hecho nada si el destino no me hubiera
colocado el arma en la mano. No soy hombre 4e acción, y aborrezco la violencia,
pero en cuanto me di cuenta del poder que poseía, mi conciencia no me dio
tregua. Tan pronto como los técnicos de la NASA tuvieron instalado su equipo y
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entregaron el Sistema Infrarrojo de Comunicaciones Hughes Mark X comencé a
hacer planes.
Parece extraño que mi país, uno de los más atrasados del mundo, juegue un
papel capital en la conquista del espacio. Se debe a un puro accidente geográfico,
que de ningún modo ha sido del gusto de rusos y americanos. Pero no hay nada
que ellos puedan hacer al respecto; Umbala se halla situada en el ecuador,
directamente debajo de las órbitas de todos los planetas. Y posee un elemento
natural único e inestimable: el volcán apagado conocido con el nombre de cráter
Zambue.
Cuando se extinguió el Zambue, hace más de un millón de años, la lava se retiró
poco a poco, solidificándose en una serie de terrazas y formando un cuenco de
una milla de diámetro y mil pies de profundidad. Fue necesario el mínimo
movimiento de tierras, así como la menor longitud de cable para convertirlo en el
mayor radiotelescopio de la Tierra. Y debido a que este gigantesco reflector está
fijo examina cualquier porción concreta del firmamento tan sólo durante unos
minutos cada veinticuatro horas, a medida que la Tierra gira sobre su eje. Este era
el precio que los científicos estaban dispuestos a pagar por la posibilidad de recibir
las señales que las sondas y las naves emitían desde los mismísimos confines del
sistema solar.
Chaka era un problema que no habían previsto. Se había hecho con el poder
cuando la obra estaba casi terminada, y tuvieron que avenirse con él como
pudieron. Afortunadamente, sentía un respeto supersticioso por la ciencia, y
necesitaba todos los rublos y dólares que pudiera sacarles. La Contribución
Ecuatoriana al Programa Espacial quedó a salvo de su megalomanía; y desde
luego, ayudó a reforzarla.
El Gran Plato había quedado instalado el día que hice yo mi primera visita a la
torre que se alza en su centro. Era un mástil vertical de más de mil quinientos pies
de altura, el cual soportaba las antenas que confluían en el foco del inmenso
cuenco. Un pequeño ascensor con capacidad para tres hombres subía lentamente
hasta lo más alto.
Al principio, no había nada digno de ver, aparte del deslucido brillo de la salsera
de láminas de aluminio, curvada hacia arriba a una media milla en todo mi
alrededor. Pero luego me elevé por encima del borde del cráter y pude ver la tierra
hasta una distancia mucho más lejana de lo que yo había esperado. La
prominencia azulenca y nevada que emergía de la bruma de poniente era el
monte Tampala, el segundo pico más elevado de Africa, separado de mi por una
infinidad de millas de jungla. A través de esa jungla, en las grandes curvas
intrincadas, culebreaban las cenagosas aguas del río Nya... la única ruta que
millones de compatriotas míos habían conocido. Unos cuantos claros, una línea de
ferrocarril y el resplandor blanco y lejano de la ciudad eran los únicos signos de
vida humana. Una vez más sentí esa opresiva sensación de desesperanza que
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siempre me asalta cuando contemplo Umbala desde el aire y comprendo la
insignificancia del hombre frente a la jungla eternamente dormida.
Tras un clic, la caja del ascensor se detuvo en el cielo, a un cuarto de milla del
suelo. Al salir me encontré en una reducida habitación pertrechada de cables
coaxiales y de instrumentos. Aún quedaba un trecho por recorrer, pues una
estrecha escala subía, a través del tejado, a una plataforma que tenía poco más
de una yarda cuadrada. No era un lugar muy apropiado para quien fuese propenso
al vértigo; no había siquiera un pasamanos que sirviera de protección. El cable
central del pararrayos daba cierta seguridad, así que me estuve agarrado
firmemente a él todo el tiempo que permanecí en esa almadía metálica de forma
triangular, tan próxima a las nubes.
La magnificencia del panorama y la euforia de sentir un ligero, aunque
omnipresente peligro, me hicieron olvidar el paso del tiempo. Me sentía como un
dios, completamente alejado de los asuntos terrenos, superior a todos los demás
hombres. Y entonces comprendí, con una certeza matemática, que aquí había un
desafío que Chaka jamás podría ignorar.
El coronel Mtanga, su jefe de Seguridad, se opondría; pero sus protestas serían
desoídas. Conociendo a Chaka, uno podía predecir con absoluta seguridad que el
día de la inauguración oficial estaría aquí, solo, durante un buen rato, dominando
su imperio con la mirada. Su escolta personal permanecería en el recinto de abajo,
una vez registrado todo por si habían colocado alguna bomba. No podrían hacer
nada para salvarle cuando disparara yo desde tres millas de distancia y a través
de la cadena de montañas que se extiende entre el radiotelescopio y mi
observatorio. Me alegraba de que hubiera montañas por medio; aunque
complicaban el problema, me protegerían de toda sospecha. El coronel Mtanga
era un hombre muy inteligente, pero probablemente no podría concebir que
existiera un arma capaz de disparar en ángulo. Y él buscaría un fusil, aunque no
encontraría ninguna bala.
Regresé al laboratorio y empecé mis cálculos. No había transcurrido mucho
tiempo, cuando descubrí mi primer error. Puesto que había visto cómo hacía un
agujero la luz concentrada del rayo láser en un trozo de sólido acero en una
milésima de segundo, supuse que mi Mark X podía matar a un hombre. Pero la
cosa no es tan sencilla. En determinados aspectos, el hombre es un material más
duro que el acero. En su mayor parte es agua, la cual tiene diez veces la
capacidad de calor de cualquier metal. El haz de luz que perfora una plancha de
blindaje o lleva un mensaje hasta Plutón -cosa para la que había sido proyectado
el Mark X- produciría en el hombre una quemadura dolorosa, pero completamente
superficial. Lo peor que podía hacerle a Chaka, desde una distancia de tres millas,
era un agujero en la multicolor manta tribal que tan pomposamente vestía para
probar que aún se consideraba un hijo del pueblo.
Durante un tiempo casi abandoné el proyecto. Pero no desistiría; instintivamente>
sabía que la respuesta estaba allí, y que sólo era cuestión de saber verla. Quizá
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podía utilizar mis invisibles balas de calor para cortar uno de los cables que
sujetaban la torre, con el fin de que se derrumbara cuando Chaka estuviera en lo
alto. Los cálculos indicaban que esto era factible si el Mark X actuaba
ininterrumpidamente durante quince segundos. Un cable, a diferencia del hombre,
no se movería, así que no era necesario aventurarlo todo a un solo impulso de
energía. Podía tomarme el tiempo que quisiera.
Pero dañar el telescopio habría sido una traición a la ciencia, y casi me sentí
aliviado al comprobar que este proyecto era irrealizable. El mástil tenía
incorporados tantos elementos de seguridad que habría sido necesario cortar al
menos tres cables para derribarlo. Había que desechar este plan; se habrían
necesitado horas y horas de ajustes, así como preparar y apuntar el aparato para
cada disparo de precisión.
Tenía que pensar otra cosa; y como los hombres tardan mucho tiempo en ver lo
que es evidente, hasta una semana antes de la inauguración oficial del telescopio
no supe cómo habérmelas con Chaka. El-que-Todo-lo-Ve, el Omnipotente, el
Padre del Pueblo.
A la sazón, mis estudiantes habían coordinado y calibrado el aparato, y estábamos
preparados para las primeras comprobaciones a toda su potencia. Al girar en su
elevador del interior de la cúpula del observatorio, el Mark X parecía exactamente
un gran telescopio de doble cañón reflejo... y, efectivamente, lo era. En uno de
ellos, un espejo de treinta y seis pulgadas centraba el impulso del láser y lo
enfocaba en el espacio; el otro actuaba como receptor de señales y podía
utilizarse también como un visor telescópico superpotente para apuntar el aparato.
Comprobamos su enfilación en el blanco celeste más próximo: la Luna. Ya
avanzada la noche, centré los cables en cruz en medio del pálido creciente y
disparé un impulso. Dos segundos y medio más tarde se produjo un eco tenue. La
cosa marchaba.
Había aún un detalle por arreglar, y tenía que hacerlo yo en absoluto secreto. El
radiotelescopio se hallaba al norte del observatorio, al otro lado de la cordillera que
nos impedía ver directamente. Una milla al Sur había una montaña aislada. Yo la
conocía bastante bien, porque hacía años había ayudado a instalar allí una
estación de rayos cósmicos. Ahora sería utilizada para un fin que jamás habría
imaginado en los tiempos en que mi país era libre.
Justo debajo de la cima se alzaban las ruinas de un viejo fuerte, abandonado
desde hacía siglos. Necesité hacer pocas exploraciones para encontrar el lugar
que necesitaba: una pequeña cueva, de menos de una yarda de alta, entre dos
grandes rocas que habían caído de las antiguas murallas. A juzgar por las
telarañas, hacía generaciones que no había entrado allí un ser humano.
Cuando me agazapé en la abertura pude ver todas las instalaciones del Programa
Espacial, que se extendían en varias millas. Al Este se encontraban las antenas
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de la vieja Estación de Seguimiento del Proyecto Apolo, que había traído a los
primeros hombres de la Luna. Más allá estaba el campo de aterrizaje, por encima
del cual se cernía un avión de transporte con sus propulsores verticales en
funcionamiento. Pero todo lo que a. mi me interesaba era que estuvieran
despejadas las líneas de visión desde este lugar a la cúpula del Mark X, y al
extremo del mástil del radiotelescopio, tres millas al Norte.
Tardé entre días en instalar el espejo plateado, ópticamente perfecto, en su
secreto habitáculo. Los tediosos ajustes micrométricos para dar la exacta
orientación tardaron tanto que temí que no estuviera listo a tiempo. Pero al fin salió
correcto el ángulo, con un error menor que un segundo de arco. Cuando apunté el
telescopio del Mark X al punto secreto de la montaña, pude ver la cordillera que
tenía detrás de mí. El campo visual era pequeño, aunque suficiente; el área del
blanco tenía una yarda, y yo podía apuntar sobre cualquier pulgada de esa zona.
La luz podía recorrer, en cualquiera de los sentidos, la trayectoria que yo había
preparado. Todo cuanto veía por el telescopio visor estaba automáticamente en la
línea de fuego del transmisor.
Me parecía extraño, tres días más tarde, estar sentado tranquilamente en el
observatorio, con los acumuladores eléctricos zumbando en torno mío, y ver a
Chaka entrar en el campo visual del telescopio. Experimenté un fugaz destello de
triunfo, como el astrónomo que ha calculado la órbita de un nuevo planeta y luego
lo descubre en el punto previsto entre las estrellas. El cruel rostro estaba de perfil
cuando lo vi al principio, como si estuviera a sólo unos treinta pies, gracias al
aumento máximo que yo utilizaba. Aguardé pacientemente, con serena confianza,
porque tenía que llegar el momento que yo sabía: aquel en el que Chaka
parecería estar mirando hacia mí. Cuando esto sucedió, cogí con la mano
izquierda la imagen de un antiguo dios, que no debe de tener nombre, y accioné
con la otra el conmutador que disparaba el láser, lanzando mi rayo silencioso e
invisible por encima de las montañas.
Si, era muchísimo mejor así. Chaka merecía la muerte; pero ésta le habría
convertido en un mártir y habría fortalecido el dominio de su régimen. Lo que yo le
tenía reservado era peor que la muerte, desataría entre sus defensores un terror
supersticioso.
Chaka vivía aun; pero El-que-Todo-lo-Ve no volvería a ver ya nunca más. En el
espacio de unos microsegundos le había reducido a una condición inferior a la del
pordiosero más humilde de la calle.
Ni siquiera le había hecho daño. Porque no se siente dolor cuando la delicada
película de la retina se funde por el calor de un millar de soles.

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