VIDRIOS A LA DERIVA
Samuel R. Delany
I
A veces bajo al puerto, chapaleando arena con mi pie rígido en el extremo de mi pierna rígida encajada en mi rígida cadera, con mi brazo inútil colgando, para empaparme de nuevo en humedad, beber en las profundidades con viejos camaradas desembarcados, sintiéndome viejo, roto, compadeciéndome a mí mismo, riendo más y más ruidosamente. La tercera parte de mi rostro que quedó destrozada en el accidente fue remendada con injertos de piel de mi pecho, de modo que lo que quedó de mi boca distorsiona todos los sonidos altos; una chapucera reconstrucción sartoria. Tengo también un pecho velludo. El vello de mi pecho es distinto del pelo de la barba, y crece debajo de mi ojo derecho. Y: mi barba es rojiza, el vello de mi pecho castaño, en tanto que los cabellos que se rizan sobre mi nuca y mis orejas son rubios, veteados de gris.
A causa de mi horrible aspecto, y de lo huraño de mi temperamento, paso la mayor parte del tiempo en la casa de madera, cristal y aluminio que el Cuerpo Acuático me cedió junto con mi pensión. Allí tengo alfombras turcas, cacharros de cobre, mi viola, que ya no puedo tocar, y mis libros.
Pero, a veces, cuando la dorada bruma enturbia la mañana, bajo a la playa y cojeo descalzo por la húmeda orilla del mar, en busca de vidrios a la deriva. Aquella mañana era brumosa, y el sol manchaba la niebla a través del agua como un cucharón de azófar. Me encaramé a lo alto de las rocas, miré hacia abajo a través de las altas hierbas en dirección a la espumeante caleta donde ella estaba tendida, y parpadeé.
Sus largos cabellos casi cubrían las agallas situadas en la parte inferior de su nuca y las incisiones secundarias que discurrían a lo largo de su espalda. Ella me vio.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó, frunciendo sus ojos azules.
—Busco vidrios a la deriva.
—¿Qué?
—Ahí hay un ejemplar.
Señalé a un punto cerca de ella y bajé de las rocas como un cangrejo con una pata rígida.
—¿Dónde está?
Ella se volvió, medio dentro, medio fuera del agua, con las membranas de sus dedos ahuecando nódulos de piedra negra.
Mientras el agua practicaba frías aberturas entre mis dedos, recogí el lechoso fragmento que se encontraba junto a su codo.
—¿Ves?
—¿Qué… qué es eso?
Ella levantó su fría mano hasta la mía. Por un instante, la luz a través de la lechosa gema y la pálida película de mis propias membranas arrancó el biombo de sus manos.
—Vidrio a la deriva —dije—. ¿Sabes cuántas botellas de Coca-Cola, cuántos trozos de cristal y cuántas escorias de silicio industrial van a parar al mar?
—Yo conozco las botellas de Coca-Cola.
—Se rompen, y las mareas arrastran los pedazos mar adentro y mar afuera sobre el fondo arenoso, gastando los bordes, cambiando su forma. A veces, los productos químicos del vidrio reaccionan en contacto con los productos químicos del mar para cambiar de color. A veces aparecen vetas en un trozo de cristal, regulares y geométricas. Cuando los trozos se secan, se hacen opacos. Pero si se introducen de nuevo en el agua vuelven a hacerse transparentes.
—¡Ohhh! —exhaló ella, como si la belleza del fragmento triangular que reposaba en la palma de mi mano la asaltara como un perfume. Luego me miró a la cara, frunciendo el tercer párpado que utilizamos como lente de corrección para la visión submarina.
Contempló la ruina de mi rostro en silencio.
Luego, su mano se acercó a mi pie, cuyas membranas habían quedado desgarradas en el accidente. Empezaba a intuir quién era yo. Busqué en ella el horror, pero sólo vi una leve tristeza.
La insignia que figuraba en la hebilla de su cinturón me reveló que ella era Técnico Biológico. Allí en la casa había un uniforme similar de escamas imitadas, plegado en el fondo de un cajón del armario ropero, y en la hebilla del Cinturón podía leerse: Aforador de Profundidades. Yo llevaba ahora unos tejanos muy raídos y una camisa roja de algodón, sin botones.
Ella alargó la mano hasta mi nuca, echó hacia atrás el cuello de mi camisa y tocó las leves hendiduras de mis agallas, repasando sus contornos con sus fríos dedos.
—¿Quién eres? —preguntó finalmente.
—Cal Svenson.
Ella se deslizó en el agua, boca arriba.
—Entonces, eres el que sufrió aquel terrible… Pero eso ocurrió hace muchos años. Abajo todavía hablan de ello…
Se interrumpió.
Del mismo modo que el mar alisa la superficie de un trozo de vidrio, embota también las alas y las sensibilidades de las personas que trabajan en sus profundidades. Y según el último informe del Departamento de Marina, hay actualmente setecientos cincuenta mil hombres y mujeres que han sido dotados de agallas y membranas y enviados a las profundidades del mar, donde no hay tormentas, a lo largo de las costas americanas.
—¿Vives en la playa? ¿Cerca de aquí, quiero decir? Pero hace tanto tiempo…
—¿Qué edad tienes tú?
—Dieciséis años.
—Yo tenía dos años más que tú cuando ocurrió el accidente.
—¿Tenías dieciocho?
—Y ahora tengo el doble. Lo cual significa que ocurrió hace casi veinte años. Y veinte años son mucho tiempo.
—Todavía hablan de ello.
—Yo casi lo he olvidado —dije—. De veras. Dime, ¿te gusta la música?
—Mucho.
—¡Estupendo! Ven a mi casa y podrás echarle un vistazo a mi viola eléctrica. Prepararé un poco de té. Tal vez puedas quedarte a almorzar…
—Tengo que presentar mi informe en el Cuartel General a las tres. Tork ha de recibir las últimas instrucciones para el tendido del cable de gran potencia, con Jonni y la tripulación —Hizo una pausa, sonrió—. Pero puedo tomar el remolque submarino y presentarme allí en media hora, si me marcho a las dos y media.
Por el camino me enteré de que se llamaba Ariel. Opinó que el patio era encantador, y el mosaico provocó sus «¡Oh, mira!» y «¿Lo has hecho tú?» media docena de veces. (Lo había hecho yo, en los primeros años de soledad.) Lo que más le gustó fue la lucha del calamar y la ballena, el tiburón herido y el buzo. Me dijo que no disponía de mucho tiempo para leer pero que estaba impresionada por todos los libros. Me escuchó con atención mientras yo desgranaba mis recuerdos. Me habló de su trabajo, mientras yo preparaba dos docenas de ostras Rockefeller y el agua silbaba en la tetera. Soy un individuo relativamente solitario. Me gusta verme acompañado por muchachas hermosas.
II
—¡Eh, Juao! —grité a través de la escollera.
Juao agitó la cabeza en mi dirección desde el centro de sus redes, con el sol brillando sobre sus desnudos hombros, con el sol perdido en sus enmarañados cabellos. Me acerqué al lugar donde estaba sentado, cosiendo como una araña.
—He estado pescando sobre el banco de coral que me indicaste —me dijo de buenas a primeras—. Subirás a casa a echar un trago, ¿eh?
—Estupendo.
—En seguida termino con esto.
Hay un tipo de brasileño que se encuentra a lo largo del litoral en los pueblos de pescadores, viejo, pero sin edad. Se ve a uno de esos hombres y se piensa que puede tener cincuenta años, que puede tener sesenta… Y probablemente tendrá el mismo aspecto cuando cumpla los ochenta y cinco. Juao era uno de ellos. En cierta ocasión calculamos su edad. Es siete horas más viejo que yo.
Nos hicimos amigos poco antes del accidente, cuando quedé atrapado en sus redes mientras trabajaba en el tendido de unas líneas en la Corriente Vorea. Muchos individuos hubieran resuelto el problema sacando su cuchillo y abriéndose paso a través de las redes, destruyendo así de cincuenta y cinco a sesenta dólares de material. Esta suma es la que ingresa aquí mensualmente un pescador, por término medio. Pero yo esperé a que me sacaran a la superficie y permanecí sentado en su barca mientras me desenredaban. Aquello fue el principio de nuestra amistad Y desde entonces, para compensarle por el día de pesca que le había hecho perder, empecé a sugerirle los lugares en los cuales debía pescar. Y cuando la pesca es buena, Juao me invita a un trago.
Hacía veinte años que duraba la cosa. Durante ese tiempo mi vida había quedado destrozada y atada a la tierra firme. Y Juao había casado a sus cinco hermanas, se había casado él y había tenido dos hijos. Yo había acompañado a Juao y a Amalia, su esposa, en el helicóptero-ambulancia hasta Brasilia, y me había quedado en el vestíbulo con Juao, y le había consolado mientras lloraba y había tratado de explicarle cómo un mundo que podía coger a un niño pre-púber con una semana de operaciones quirúrgicas convertirle en un ser anfibio que podía existir durante un mes en cualquiera de los dos lados de la superficie del mar, podía revelarse impotente ante un cáncer endocrino complicado con una grave insuficiencia renal. Juao y yo regresamos a la aldea solos, en autobús, tres días antes de nuestro cumpleaños: tres días antes de que yo cumpliera veintitrés años, y Juao veintitrés años y siete horas.
—Esta mañana —dijo Juao— he recibido una carta que quiero que me leas. Se refiere a los chicos. Vamos a echar un trago. —Echamos a andar a lo largo del puerto hacia la plaza—. ¿Crees que la carta dice que aceptan a los chicos?
—Es del Cuerpo Acuático. Y cuando rechazan a alguien se limitan a enviar una tarjeta postal. El problema es: ¿qué opinas tú de ello?
—Tú eres una buena persona. Si mis hijos crecen como tú, todo irá bien.
—Pero estás preocupado, de todos modos.
Yo había estado apremiando a Juao para que inscribiera a los niños en el Cuerpo Acuático Internacional, desde que me convertí en su padrino. Las operaciones tenían que efectuarse poco antes de la pubertad. Eso significaría que estarían mucho tiempo lejos de la aldea durante su período de adiestramiento… y que eventualmente podían ser destinados a cualquiera de los océanos del mundo. Pero los dos chiquillos sin madre no habían tenido una vida fácil con Juao y con su hermanas. El Cuerpo significaría para ellos educación, viajes, trabajo interesante, las cosas que para un niño representan la buena vida. No parecerían dos veces más viejos cuando cumplieran los treinta y cinco años; y hay pocos anfihombres que tengan mi aspecto.
—La preocupación forma parte de la vida. Pero el trabajo es peligroso. ¿Sabes que hay un anfihombre que intentará tender un cable por debajo del Slash?
Fruncí el entrecejo.
—¿Otra vez?
—Sí. Eso era lo que intentabas hacer tú cuando el mar te destrozó, ¿no es cierto?
—¿No hay modo de que sea menos exagerado? —pregunté—. ¿Y quién va a ponerle el cascabel al gato, esta vez?
—Un joven anfihombre llamado Tork. En los muelles hablan de él como de un hombre muy valiente.
—¿Por qué diablos continúan en su intento de tender el cable allí? La línea a través del Slash no es imprescindible…
—A causa de los peces —dijo Juao—. Me contaste los motivos hace veinte años. Los peces están todavía allí, y los pescadores que no podemos bucear estamos todavía aquí. Si los chicos van siendo operados, habrá menos pescadores. Pero, actualmente… Se encogió de hombros—. Tienen que tender la línea a través del trayecto que recorren los bancos de peces o por debajo del Slash.
Juao sacudió la cabeza.
En efecto, los grandes cables conductores de energía del Cuerpo Acuático habían sido tendidos a lo largo del suelo del océano para proporcionar fuerza eléctrica a sus minas y granjas submarinas, para que funcionaran sus pozos de petróleo —yo mismo había ayudado a obturar muchos de aquellos pozos incendiados—, para sus rebaños de ballenas y sus plantas de destilación química. Los cables transportaban una corriente de doscientas sesenta fases. En algunos sectores del suelo del océano, o en sectores de agua con cierto contenido mineral, esto provocaba una inductancia en la propia agua que a veces —y el que pudiera detallar exactamente por qué no ocurría siempre obtendría probablemente un premio Nobel— expulsaba a los peces hacia zonas situadas a veinticinco y treinta millas, a no ser que las líneas se tendieran en el fondo de aquellos desfiladeros que se hunden en el suelo del océano.
—Ese Tork piensa en los pescadores. Es una buena persona, también.
Enarqué mis cejas —la única que me quedaba, exactamente— y traté de recordar lo que mi pequeña Ondina me había dicho de él aquella mañana. Y no recordé gran cosa.
—Le deseo suerte —dije.
—¿Qué sientes al pensar que ese joven va a descender hasta el mismo fondo coralífero del Slash?
Medité unos instantes.
—Creo que le odio.
Juao alzó la mirada.
—Es una imagen en un espejo en el cual me miro, y me veo obligado a considerar lo que yo era —continué—. Le envidio la posibilidad de obtener el éxito en algo que para mí resultó un fracaso. Pero deseo que lo consiga.
Detrás de nosotros oí el golpeteo de unas sandalias sobre el hormigón. Me volví a tiempo para sujetar a mi ahijada con mi brazo sano. Mi ahijado había agarrado mi brazo inútil y tiraba de él.
—¡Tío Cal!
—¡Hola, tío Cal! ¿Qué nos has traído?
—¡Dejadle en paz! —les riñó su padre.
Y, Dios les bendiga, ignoraron a su padre.
—¿Qué nos has traído?
—¿Qué nos has traído, tío Cal?
—Si me soltáis un momento, os lo enseñaré.
De modo que retrocedieron, verdiojos y emocionados. Observé a Juao, que a su vez nos observaba: pupilas castañas sobre bolas de marfil, y en el ojo izquierdo la mancha de una vena formando diminutos arroyos. Amaba a sus hijos, los cuales no tardarían en ser tan extraños para él como los peces que capturaba en sus redes. También él estaba mirando la cosa horrible en que yo me había convertido, preguntándose qué destino aguardaba a su propia progenie. Y estaba contemplando el mundo girando y envejeciendo, arrullado por las olas, reflejado en aquel espejo.
Me resultaba imposible ver el aspecto real que adquieren desde un pueblo de pescadores la explosión demográfica, las incipientes colonias de la Luna y Marte y el aprovechamiento de las profundidades del océano. Pero me acerco más que otros muchos, y sé lo que no comprendo.
Rebusqué en mi bolsillo y saqué el opaco fragmento que había traído de la playa.
—Aquí está. ¿Os gusta?
Y ellos se inclinaron encima de mis membranosos y extraños dedos.
En el supermercado, que es el edificio de mayor tamaño del pueblo, Juao compró unas tortas variadas. «Su aroma y su sabor son más intensos que los del chocolate», susurraba la caja cuando era levantada de la estantería.
Yo acababa de leer precisamente un artículo acerca de las nuevas técnicas de envasado vocal en una revista de los Estados Unidos que había llegado la semana anterior, de modo que estaba preparado y me quedé en la sección de verduras para evitar la tentación. Luego nos dirigimos a casa de Juao. La carta resultó ser lo que yo había esperado Los niños tenían que tomar el autobús para Brasilia al día siguiente. Mis ahijados se pondrían en camino para convertirse en peces.
Nos sentamos en los escalones del porche y bebimos y contemplamos los asnos y los ciclomotores, los hombres con pantalones bombachos y las mujeres con echarpes amarillos y faldas de vivos colores, cargadas con ristras de ajos y cestos de cebollas. De cuando en cuando desfilaban unos uniformes con las escamas verdes de los anfihombres.
Finalmente, Juao se cansó de estar allí y se marchó a descabezar un sueño. Yo había pasado la mayor parte de mi vida en el litoral de países acostumbrados a la siesta, pero mis primeros diez años de formación transcurrieron en una granja colectiva danesa, y la costumbre no arraigó nunca en mí. De modo que pasé por encima de mi ahijada, que se había quedado dormida sobre el primer peldaño, y crucé el pueblo en dirección a la playa.
III
A medianoche Ariel salió del mar, trepó a las rocas y repiqueteó con sus uñas en mi pared de cristal.
Mucho antes yo me había tendido sobre la piel de cordero, delante del hogar, para leer. Me quedé dormido. El concienzudo cronometrador me había preguntado si necesitaba algo, y al no obtener respuesta había interrumpido el Concierto para violoncello de Dvorak que estaba en su segundo tiempo, apagado la lámpara de pie y dejado de añadir troncos al fuego, de modo que ahora, al despertarme, el hogar estaba alfombrado de brasas.
Ariel llamó de nuevo, y yo levanté la cabeza del almohadón. El uniforme verde, el ámbar de sus cabellos… todo color se había fundido bajo la plateada luz del exterior. Me arrastré a través de la alfombra hasta la pared de cristal, pulsé el botón y el cristal se deslizó hacia abajo penetrando en el suelo. La brisa acarició mi rostro mientras caía la barrera.
—¿Qué deseas? —pregunté—. Y, a propósito, ¿qué hora es?
—Tork está en la playa, esperándote.
La noche era cálida pero ventosa. Debajo de rocas unas escamas plateadas se perseguían mutuamente. Había pleamar.
Me froté el rostro con las manos.
—¿El nuevo jefe? ¿Por qué no le has traído aquí? ¿Y para qué quiere verme?
Ariel tocó mi brazo.
—Vamos. Nos esperan todos en la playa.
—¿Todos?
—Tork y los otros.
Cruzamos el patio y nos adentramos por el sendero que bajaba hasta la playa. El mar rugía a la luz de la luna. En la playa había un grupo de gente reunida alrededor de una fogata. Ariel marchaba a mi lado.
Dos de los pescadores del pueblo se acompañaban el uno al otro con sus guitarras, sentados sobre una vieja bañera puesta boca abajo. Su canto, ronco y rítmico, vibraba a través de la arena. Unos dientes de tiburón trepidaban sobre el escote de una vieja que bailaba. Otros estaban sentados sobre un bote volcado, comiendo.
En un extremo de la fogata, sobre una cacerola de dos pies de diámetro, el aceite chirriaba a través de rosadas islas de camarones. Una mujer cargaba la cacerola, otra la vaciaba.
—¡Tío Cal!
—¡Mira, ha venido el tío Cal!
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunté—. ¿No tendríais que estar acostados?
—Papá Juao dijo que podíamos venir. Él también vendrá, pronto.
Me volví hacia Ariel.
—¿Por qué se han reunido?
—Porque mañana, al amanecer se procederá al tendido del cable.
Alguien venía corriendo por la playa, agitando una botella en cada mano.
—No querían hablarte de la reunión —dijo Ariel—. Pensaban que podía lastimar tu orgullo.
—¿Mi qué?
—Si te enterabas que daban tanta importancia al trabajo en el cual habías fracasado…
—Pero…
—…podías sentirte dolido en tu amor propio. No querían entristecerte. Pero Tork quiere verte. Yo le dije que no te entristecerías. De modo que fui en busca tuya.
—Supongo que tengo que darte las gracias.
—¿Tío Cal?
Pero la voz era más recia y más profunda que la de un niño.
Estaba sentado sobre un tronco, algo apartado del fuego, comiendo una batata. La llama oscilaba sobre sus morenos pómulos, en sus cabellos, húmedos y negros. Se puso en pie, se acercó a mí, con la mano extendida. Extendí la mía y nos saludamos.
—Bien. —Estaba sonriendo—. Ariel me dijo que vendrías. Mañana voy a tender la línea a través del Slash. —Las escamas de su uniforme brillaban debajo de sus brazos. Era muy robusto. Pero no podía mantenerse quieto. Lo supe por el cabrilleo de las escamas. —Yo… —Se interrumpió. Me recordó a un bailarín nervioso y feliz—. Quería hablar contigo acerca del cable —pensé en un águila, pensé en un tiburón—. Y acerca del… accidente. Si no te importa.
—Desde luego que no —dije—. Si algo de lo que pueda contarte te sirve de ayuda…
—¿Te das cuenta, Tork? —dijo Ariel—. Te dije que hablaría contigo de ello.
Pude oír el cambio en el ritmo de la respiración de Tork.
—¿De veras no te importa hablar del accidente?
Sacudí la cabeza y me di cuenta de algo relacionado con aquella voz. Era la voz de un muchacho que podía imitar la de un hombre. Tork no tenía más de diecinueve años.
—Pronto vamos a ir a pescar —me dijo Tork—. ¿Vendrás con nosotros?
—Si no molesto…
Una botella pasó de manos de la mujer de la cacerola a las de uno de los guitarristas, luego a las de Ariel, a las mías, a las de Tork.
Tork bebió, se secó la boca con el dorso de la mano pasó la botella a otro y apoyó una mano en mi hombro.
—Vamos hacia el agua.
Echamos a andar, alejándonos del fuego. Algunos de los pescadores se nos quedaron mirando. Algunos de los anfihombres miraron, y apartaron la mirada.
—¿Te llaman tío Cal todos los niños del pueblo?
—No. Sólo mis ahijados. Su padre y yo somos amigos desde que yo tenía tu edad.
—¡Oh! Creí que era un apodo. Por eso te llamé tío Cal.
Alcanzamos la arena húmeda donde una luz anaranjada corveteaba a nuestros pies. El casco roto de una embarcación oscilaba a la luz de la luna. Tork se sentó en el borde del casco. Yo me senté a su lado. El agua venía a chocar contra nuestras rodillas.
—¿No hay ningún otro lugar para tender el cable? —pregunté—. ¿No hay otro modo de solucionarlo que no sea a través del Slash?
—Iba a preguntarte qué opinabas de todo el asunto. Pero creo que no tendré necesidad de hacerlo. —Tork se encogió de hombros—. A este lado de la bahía, todos los proyectos han crecido enormemente y reclaman más energía. Las nuevas operaciones sobrecargan de un modo abrumador las antiguas líneas. El pasado julio hubo un corte de corriente en Cayena. Todo el pueblo se quedó sin luz durante dos días, y doce anfihombres murieron por exceso de exposición a las frías corrientes de las profundidades Si tendemos los cables más arriba, nos exponemos a perjudicar nuestras propias operaciones de pesca, así como las de los pescadores del litoral.
Asentí.
—Cal, ¿qué te pasó en el Slash?
Ansioso, asustado Tork. Yo estaba recordando ahora, no el accidente, sino la medianoche anterior, paseando por la playa, invadido por oleadas de miedo y de anticipación. Algunos de los indios brasileños todavía envían mensajes haciendo nudos en fibras de palma. En aquel momento podían haber desenrollado mis entrañas, o las de Tork esta noche, para leer nuestros respectivos horóscopos.
La madre de Juao conocía el lenguaje de los nudos, pero él y sus hermanos no se molestaron nunca en aprenderlo, porque querían ser modernos, y, al igual que chiquillos, confundían aún con el modernismo las nuevas ignorancias, careciendo de conocimientos actuales.
—Cuando yo era un niño —dijo Tork—, nos desafiábamos entre chiquillos a recorrer las tablas a lo largo del borde del embarcadero del transbordador. El sol quemaba y las tablas se combaban sobre el agua, y si las embarcaciones estaban dentro y uno caía entre las embarcaciones y el emparrillado de pilotes, podía matarse. —Sacudió la cabeza—. ¡La de tonterías que hacen los chiquillos! Eso era cuando yo tenía ocho o nueve años, antes de convertirme en anfibio.
—¿Dónde ocurría?
Tork alzó la mirada.
—¡Oh! En Manila. Soy filipino.
El mar lamía nuestras rodillas y el casco roto debajo de nosotros.
—¿Qué pasó en el Slash?
—Hay una grieta volcánica cerca de la base del Slash.
—Lo sé.
—Y el mar es tan sensible allá abajo como una mujer de cincuenta años con un nuevo peinado. Tuvimos una avalancha. El cable se rompió. Y las chispas eran tan violentas y brillantes que levantaron gotas de espuma a más de cincuenta pies por encima de la superficie, según me dijeron.
—¿Qué provocó la avalancha?
Me encogí de hombros.
—Pudo haber sido una desdichada coincidencia. Allí se producen continuos desprendimientos de rocas. Pudo haber sido el ruido de las máquinas, a pesar de que las habíamos tapado muy bien. Pudo haber sido algo relacionado con la inductancia de los cables más pequeños para las máquinas. O tal vez alguien tropezó con la piedra que lo sostenía todo.
Una mano se convirtió en un puño y se hundió en la otra.
Alguien llamó:
—¡Cal!
Alcé la mirada. Juao, con las perneras de los pantalones enrolladas hasta la rodilla, los faldones de la camisa al viento, estaba de pie junto a nosotros. El viento levantó los cabellos de la nuca de Tork; y el fuego rugía en la playa.
Tork alzó también la mirada.
—Están preparándose para capturar un gran pez —anunció Juao.
Los hombres estaban empujando ya sus barcas. Tork palmeó mi hombro.
—Vamos, Cal. Pescaremos ahora.
Juao me alcanzó y me dijo:
—Tú vendrás en mi barca, Cal.
El agua golpeaba los costados de las barcas mientras nos encaramábamos a ellas.
Juao empuñó los remos. Alrededor de nosotros los anfihombres verdes penetraron en el mar, se adentraron en él y desaparecieron.
Juao empezó a remar. La luz de la luna resbaló por sus brazos. Sobre la playa, la fogata fue haciéndose más pequeña.
—¿Dónde está Tork? —me preguntó Ariel, una hora más tarde, junto a la fogata.
Los hombres estaban apartando del fuego el enorme pescado que habían capturado poco antes.
—Descabezando un sueño.
—¡Oh! Dijo que quería trocear el pescado…
—Dentro de unas horas le aguardaba una dura tarea. ¿De veras quieres despertarle?
—No, voy a dejarle que duerma.
Pero Tork se acercaba ya a nosotros, apartando de la frente sus chorreantes cabellos; era evidente que acababa de chapuzarse en el mar.
Nos dirigió una sonrisa y se dirigió a la mesa donde los hombres habían colocado el pescado. Le recuerdo allí, de pie, moviendo arriba y abajo el brazo armado con el enorme cuchillo (detalles, sí, esas son las cosas que uno recuerda), deteniéndose para repartir las porciones, para reanudar inmediatamente su tarea.
Aquella noche, con la música y el golpear de los pies sobre la arena, con los cantos deslizándose de un lado a otro por encima de la fogata, con los gritos de júbilo que expresaban el placer infantil de los pescadores, hicimos más ruido que el mar.
IV
El autobús de las ocho y media llegó casi puntual.
—No creo que ellos quieran ir —dijo la hermana de Juao, que acompañaba a los niños al Cuartel General del Cuerpo Acuático en Brasilia.
—Están cansados —dijo Juao—. Anoche no debieron quedarse levantados hasta tan tarde. Vamos, subid al autobús. Decidle adiós al tío Cal.
—Adiós.
—Adiós.
En situaciones como aquélla, los niños no suelen dar pruebas de una gran imaginación. Y sospeché que mis ahijados estaban sufriendo los efectos de su primera (o de una de sus primeras) resaca. Habían estado muy callados toda la mañana.
Me incliné para darles un beso.
—Cuando vengáis a pasar vuestro primer fin de semana, os llevaré a explorar estos alrededores submarinos. Para entonces ya podréis recoger vuestro propio coral.
La hermana de Juao, con los ojos llorosos, abrazó a los niños, me abrazó a mí, abrazó a Juao y subió al autobús.
Alguien se asomó a la ventanilla para gritarle a uno de los que se quedaban que no olvidara algo. El autobús dio la vuelta a la plaza y se dirigió hacia la autopista. Echamos a andar a través de la calle donde los dueños del café estaban sacando sillas de lona a la terraza.
—Les echaré de menos —dijo Juao, tras un prolongado silencio.
—Y yo también —dije.
Al pasar junto al puerto vimos una multitud congregada ante uno de los muelles.
—Me pregunto si habrán tropezado con alguna dificultad para tender…
Una mujer profirió un grito. Se abrió paso entre la multitud, dejando caer huevos y cebollas. Empezó a tirarse del pelo y a chillar. Era la mujer que la noche anterior se encargaba de vaciar la cacerola de los camarones. Otras mujeres acudieron en su ayuda.
Un grupo de hombres se desperdigó por las calles del pueblo. Agarré por el brazo a un anfihombre que corría y le pregunté:
—¿Qué diablos pasa?
—¡Una explosión! —balbuceó—. ¡Acaban de traer a las víctimas de la explosión en el Slash!
—¿Cómo ha sido?
—Hace un par de horas. Habían recorrido la cuarta parte del camino, cuando se produjo una avalancha, al parecer provocada por un volcán submarino. Todavía hay perturbaciones sísmicas.
Juao estaba corriendo hacia el muelle. Solté al anfihombre al cual había estado interrogando y cojeé detrás de mi amigo, me abrí paso entre la multitud y me encontré ante un paisaje de lona y de escamas verdes. Estaban sacando los cadáveres del submarino y depositándolos sobre una lona extendida a través del muelle. Los cadáveres de los anfihombres son devueltos a sus países de origen para que la familia decida cómo quieren enterrarlos. Cuando el volcán submarino entró en erupción, la lava que desprendió era en su mayor parte silicio fundido.
Tres de los cadáveres sólo tenían leves quemaduras por sus hinchados rostros (uno de ellos sangraba aún por el oído), supuse que habían muerto a causa de la conmoción sónica. Pero había otros casi completamente incrustados en una masa de cristal negro y opaco.
—¿Y Tork? —pregunté—. ¿Es uno de ellos?
Tardé tres cuartos de hora en averiguar que uno de los cadáveres casi imposibles de identificar era el de Tork.
Juao me invitó a tomar un vaso de leche en un café de la plaza. Permaneció inmóvil largo rato, hasta que finalmente se frotó su blanco bigote, echó su silla hacia atrás y apoyó sus manos en sus rodillas.
—¿En qué estás pensando? —le pregunté.
—En que ya es hora de arreglar las redes. Mañana por la mañana saldré a pescar. —Me miró con una expresión indecisa—. ¿Dónde debo pescar mañana, Cal?
—El contenido mineral sobre el Slash tiene que ser muy alto. Esta noche se reunirán allí montones de algas. Éstas atraerán a una legión de pececillos. Y éstos, a su vez, atraerán a numerosos peces de mayor tamaño.
Juao asintió.
—De acuerdo. Mañana llevaré mi barco allí.
—Hasta la vista, Juao.
Eché a andar cojeando hacia la playa.
V
Trepé penosamente hasta lo alto de las rocas.
—¿Ariel?
Estaba allí, arrodillada en el suelo, con la cabeza inclinada. De cuando en cuando, sus hombros se estremecían de un modo espasmódico.
Me acerqué más a ella.
—¿Ariel?
Ella levantó la cabeza y contempló fijamente el océano.
Los afectos de los jóvenes son muy importantes y muy frágiles.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
Ariel me miró ahora, pero en sus ojos había una expresión ausente. Y su rostro estaba agotado. Sacudió la cabeza.
¿Dieciséis años? ¿Quién fue el psicólogo que hace un centenar de años afirmó que los «adolescentes» no eran más que adultos físicos y mentales sin ninguna tarea útil?
—¿Quieres venir a casa?
Ariel continuó sacudiendo la cabeza.
Al cabo de un rato dije:
—Supongo que enviarán el cadáver de Tork a Manila.
—Tork no tenía familia —me explicó Ariel—. Le enterrarán aquí, en el mar.
—¡Oh! —dije.
Y el tosco vidrio volcánico, arrastrado a través de las arenas del océano, cambiando de forma…
—Tú eras… Tork te gustaba mucho, ¿verdad? Parecíais estar muy encariñados el uno con el otro.
—Sí. Era un muchacho muy agradable… —Entonces captó el significado de mis palabras—. No —dijo—. ¡Oh, no! Yo estaba… yo estaba comprometida con Jonni… aquel muchacho de California. ¿No le viste anoche en la reunión? Los dos éramos de Los Angeles, pero nos conocimos aquí. Y ahora… Esta tarde enviarán su cadáver a California.
—Lo siento. De veras que lo siento, Ariel.
Ariel empezó a mirar a su alrededor.
—¿No te apetece una taza de té, Ariel?
Suspiró profundamente.
—Gracias —dijo, tratando de sonreír—. Pero no podré quedarme mucho rato.
Echamos a andar hacia la casa, dejando el mar a nuestra izquierda. En el preciso instante en que llegábamos al patio, Ariel volvió la cabeza.
—¿Cal?
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Aquellas nubes. Allí, a través del agua. Son las únicas que hay en el cielo. ¿Proceden de la erupción del Slash?
Parpadeé.
—Creo que sí. Vamos dentro.
Samuel R. Delany
I
A veces bajo al puerto, chapaleando arena con mi pie rígido en el extremo de mi pierna rígida encajada en mi rígida cadera, con mi brazo inútil colgando, para empaparme de nuevo en humedad, beber en las profundidades con viejos camaradas desembarcados, sintiéndome viejo, roto, compadeciéndome a mí mismo, riendo más y más ruidosamente. La tercera parte de mi rostro que quedó destrozada en el accidente fue remendada con injertos de piel de mi pecho, de modo que lo que quedó de mi boca distorsiona todos los sonidos altos; una chapucera reconstrucción sartoria. Tengo también un pecho velludo. El vello de mi pecho es distinto del pelo de la barba, y crece debajo de mi ojo derecho. Y: mi barba es rojiza, el vello de mi pecho castaño, en tanto que los cabellos que se rizan sobre mi nuca y mis orejas son rubios, veteados de gris.
A causa de mi horrible aspecto, y de lo huraño de mi temperamento, paso la mayor parte del tiempo en la casa de madera, cristal y aluminio que el Cuerpo Acuático me cedió junto con mi pensión. Allí tengo alfombras turcas, cacharros de cobre, mi viola, que ya no puedo tocar, y mis libros.
Pero, a veces, cuando la dorada bruma enturbia la mañana, bajo a la playa y cojeo descalzo por la húmeda orilla del mar, en busca de vidrios a la deriva. Aquella mañana era brumosa, y el sol manchaba la niebla a través del agua como un cucharón de azófar. Me encaramé a lo alto de las rocas, miré hacia abajo a través de las altas hierbas en dirección a la espumeante caleta donde ella estaba tendida, y parpadeé.
Sus largos cabellos casi cubrían las agallas situadas en la parte inferior de su nuca y las incisiones secundarias que discurrían a lo largo de su espalda. Ella me vio.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó, frunciendo sus ojos azules.
—Busco vidrios a la deriva.
—¿Qué?
—Ahí hay un ejemplar.
Señalé a un punto cerca de ella y bajé de las rocas como un cangrejo con una pata rígida.
—¿Dónde está?
Ella se volvió, medio dentro, medio fuera del agua, con las membranas de sus dedos ahuecando nódulos de piedra negra.
Mientras el agua practicaba frías aberturas entre mis dedos, recogí el lechoso fragmento que se encontraba junto a su codo.
—¿Ves?
—¿Qué… qué es eso?
Ella levantó su fría mano hasta la mía. Por un instante, la luz a través de la lechosa gema y la pálida película de mis propias membranas arrancó el biombo de sus manos.
—Vidrio a la deriva —dije—. ¿Sabes cuántas botellas de Coca-Cola, cuántos trozos de cristal y cuántas escorias de silicio industrial van a parar al mar?
—Yo conozco las botellas de Coca-Cola.
—Se rompen, y las mareas arrastran los pedazos mar adentro y mar afuera sobre el fondo arenoso, gastando los bordes, cambiando su forma. A veces, los productos químicos del vidrio reaccionan en contacto con los productos químicos del mar para cambiar de color. A veces aparecen vetas en un trozo de cristal, regulares y geométricas. Cuando los trozos se secan, se hacen opacos. Pero si se introducen de nuevo en el agua vuelven a hacerse transparentes.
—¡Ohhh! —exhaló ella, como si la belleza del fragmento triangular que reposaba en la palma de mi mano la asaltara como un perfume. Luego me miró a la cara, frunciendo el tercer párpado que utilizamos como lente de corrección para la visión submarina.
Contempló la ruina de mi rostro en silencio.
Luego, su mano se acercó a mi pie, cuyas membranas habían quedado desgarradas en el accidente. Empezaba a intuir quién era yo. Busqué en ella el horror, pero sólo vi una leve tristeza.
La insignia que figuraba en la hebilla de su cinturón me reveló que ella era Técnico Biológico. Allí en la casa había un uniforme similar de escamas imitadas, plegado en el fondo de un cajón del armario ropero, y en la hebilla del Cinturón podía leerse: Aforador de Profundidades. Yo llevaba ahora unos tejanos muy raídos y una camisa roja de algodón, sin botones.
Ella alargó la mano hasta mi nuca, echó hacia atrás el cuello de mi camisa y tocó las leves hendiduras de mis agallas, repasando sus contornos con sus fríos dedos.
—¿Quién eres? —preguntó finalmente.
—Cal Svenson.
Ella se deslizó en el agua, boca arriba.
—Entonces, eres el que sufrió aquel terrible… Pero eso ocurrió hace muchos años. Abajo todavía hablan de ello…
Se interrumpió.
Del mismo modo que el mar alisa la superficie de un trozo de vidrio, embota también las alas y las sensibilidades de las personas que trabajan en sus profundidades. Y según el último informe del Departamento de Marina, hay actualmente setecientos cincuenta mil hombres y mujeres que han sido dotados de agallas y membranas y enviados a las profundidades del mar, donde no hay tormentas, a lo largo de las costas americanas.
—¿Vives en la playa? ¿Cerca de aquí, quiero decir? Pero hace tanto tiempo…
—¿Qué edad tienes tú?
—Dieciséis años.
—Yo tenía dos años más que tú cuando ocurrió el accidente.
—¿Tenías dieciocho?
—Y ahora tengo el doble. Lo cual significa que ocurrió hace casi veinte años. Y veinte años son mucho tiempo.
—Todavía hablan de ello.
—Yo casi lo he olvidado —dije—. De veras. Dime, ¿te gusta la música?
—Mucho.
—¡Estupendo! Ven a mi casa y podrás echarle un vistazo a mi viola eléctrica. Prepararé un poco de té. Tal vez puedas quedarte a almorzar…
—Tengo que presentar mi informe en el Cuartel General a las tres. Tork ha de recibir las últimas instrucciones para el tendido del cable de gran potencia, con Jonni y la tripulación —Hizo una pausa, sonrió—. Pero puedo tomar el remolque submarino y presentarme allí en media hora, si me marcho a las dos y media.
Por el camino me enteré de que se llamaba Ariel. Opinó que el patio era encantador, y el mosaico provocó sus «¡Oh, mira!» y «¿Lo has hecho tú?» media docena de veces. (Lo había hecho yo, en los primeros años de soledad.) Lo que más le gustó fue la lucha del calamar y la ballena, el tiburón herido y el buzo. Me dijo que no disponía de mucho tiempo para leer pero que estaba impresionada por todos los libros. Me escuchó con atención mientras yo desgranaba mis recuerdos. Me habló de su trabajo, mientras yo preparaba dos docenas de ostras Rockefeller y el agua silbaba en la tetera. Soy un individuo relativamente solitario. Me gusta verme acompañado por muchachas hermosas.
II
—¡Eh, Juao! —grité a través de la escollera.
Juao agitó la cabeza en mi dirección desde el centro de sus redes, con el sol brillando sobre sus desnudos hombros, con el sol perdido en sus enmarañados cabellos. Me acerqué al lugar donde estaba sentado, cosiendo como una araña.
—He estado pescando sobre el banco de coral que me indicaste —me dijo de buenas a primeras—. Subirás a casa a echar un trago, ¿eh?
—Estupendo.
—En seguida termino con esto.
Hay un tipo de brasileño que se encuentra a lo largo del litoral en los pueblos de pescadores, viejo, pero sin edad. Se ve a uno de esos hombres y se piensa que puede tener cincuenta años, que puede tener sesenta… Y probablemente tendrá el mismo aspecto cuando cumpla los ochenta y cinco. Juao era uno de ellos. En cierta ocasión calculamos su edad. Es siete horas más viejo que yo.
Nos hicimos amigos poco antes del accidente, cuando quedé atrapado en sus redes mientras trabajaba en el tendido de unas líneas en la Corriente Vorea. Muchos individuos hubieran resuelto el problema sacando su cuchillo y abriéndose paso a través de las redes, destruyendo así de cincuenta y cinco a sesenta dólares de material. Esta suma es la que ingresa aquí mensualmente un pescador, por término medio. Pero yo esperé a que me sacaran a la superficie y permanecí sentado en su barca mientras me desenredaban. Aquello fue el principio de nuestra amistad Y desde entonces, para compensarle por el día de pesca que le había hecho perder, empecé a sugerirle los lugares en los cuales debía pescar. Y cuando la pesca es buena, Juao me invita a un trago.
Hacía veinte años que duraba la cosa. Durante ese tiempo mi vida había quedado destrozada y atada a la tierra firme. Y Juao había casado a sus cinco hermanas, se había casado él y había tenido dos hijos. Yo había acompañado a Juao y a Amalia, su esposa, en el helicóptero-ambulancia hasta Brasilia, y me había quedado en el vestíbulo con Juao, y le había consolado mientras lloraba y había tratado de explicarle cómo un mundo que podía coger a un niño pre-púber con una semana de operaciones quirúrgicas convertirle en un ser anfibio que podía existir durante un mes en cualquiera de los dos lados de la superficie del mar, podía revelarse impotente ante un cáncer endocrino complicado con una grave insuficiencia renal. Juao y yo regresamos a la aldea solos, en autobús, tres días antes de nuestro cumpleaños: tres días antes de que yo cumpliera veintitrés años, y Juao veintitrés años y siete horas.
—Esta mañana —dijo Juao— he recibido una carta que quiero que me leas. Se refiere a los chicos. Vamos a echar un trago. —Echamos a andar a lo largo del puerto hacia la plaza—. ¿Crees que la carta dice que aceptan a los chicos?
—Es del Cuerpo Acuático. Y cuando rechazan a alguien se limitan a enviar una tarjeta postal. El problema es: ¿qué opinas tú de ello?
—Tú eres una buena persona. Si mis hijos crecen como tú, todo irá bien.
—Pero estás preocupado, de todos modos.
Yo había estado apremiando a Juao para que inscribiera a los niños en el Cuerpo Acuático Internacional, desde que me convertí en su padrino. Las operaciones tenían que efectuarse poco antes de la pubertad. Eso significaría que estarían mucho tiempo lejos de la aldea durante su período de adiestramiento… y que eventualmente podían ser destinados a cualquiera de los océanos del mundo. Pero los dos chiquillos sin madre no habían tenido una vida fácil con Juao y con su hermanas. El Cuerpo significaría para ellos educación, viajes, trabajo interesante, las cosas que para un niño representan la buena vida. No parecerían dos veces más viejos cuando cumplieran los treinta y cinco años; y hay pocos anfihombres que tengan mi aspecto.
—La preocupación forma parte de la vida. Pero el trabajo es peligroso. ¿Sabes que hay un anfihombre que intentará tender un cable por debajo del Slash?
Fruncí el entrecejo.
—¿Otra vez?
—Sí. Eso era lo que intentabas hacer tú cuando el mar te destrozó, ¿no es cierto?
—¿No hay modo de que sea menos exagerado? —pregunté—. ¿Y quién va a ponerle el cascabel al gato, esta vez?
—Un joven anfihombre llamado Tork. En los muelles hablan de él como de un hombre muy valiente.
—¿Por qué diablos continúan en su intento de tender el cable allí? La línea a través del Slash no es imprescindible…
—A causa de los peces —dijo Juao—. Me contaste los motivos hace veinte años. Los peces están todavía allí, y los pescadores que no podemos bucear estamos todavía aquí. Si los chicos van siendo operados, habrá menos pescadores. Pero, actualmente… Se encogió de hombros—. Tienen que tender la línea a través del trayecto que recorren los bancos de peces o por debajo del Slash.
Juao sacudió la cabeza.
En efecto, los grandes cables conductores de energía del Cuerpo Acuático habían sido tendidos a lo largo del suelo del océano para proporcionar fuerza eléctrica a sus minas y granjas submarinas, para que funcionaran sus pozos de petróleo —yo mismo había ayudado a obturar muchos de aquellos pozos incendiados—, para sus rebaños de ballenas y sus plantas de destilación química. Los cables transportaban una corriente de doscientas sesenta fases. En algunos sectores del suelo del océano, o en sectores de agua con cierto contenido mineral, esto provocaba una inductancia en la propia agua que a veces —y el que pudiera detallar exactamente por qué no ocurría siempre obtendría probablemente un premio Nobel— expulsaba a los peces hacia zonas situadas a veinticinco y treinta millas, a no ser que las líneas se tendieran en el fondo de aquellos desfiladeros que se hunden en el suelo del océano.
—Ese Tork piensa en los pescadores. Es una buena persona, también.
Enarqué mis cejas —la única que me quedaba, exactamente— y traté de recordar lo que mi pequeña Ondina me había dicho de él aquella mañana. Y no recordé gran cosa.
—Le deseo suerte —dije.
—¿Qué sientes al pensar que ese joven va a descender hasta el mismo fondo coralífero del Slash?
Medité unos instantes.
—Creo que le odio.
Juao alzó la mirada.
—Es una imagen en un espejo en el cual me miro, y me veo obligado a considerar lo que yo era —continué—. Le envidio la posibilidad de obtener el éxito en algo que para mí resultó un fracaso. Pero deseo que lo consiga.
Detrás de nosotros oí el golpeteo de unas sandalias sobre el hormigón. Me volví a tiempo para sujetar a mi ahijada con mi brazo sano. Mi ahijado había agarrado mi brazo inútil y tiraba de él.
—¡Tío Cal!
—¡Hola, tío Cal! ¿Qué nos has traído?
—¡Dejadle en paz! —les riñó su padre.
Y, Dios les bendiga, ignoraron a su padre.
—¿Qué nos has traído?
—¿Qué nos has traído, tío Cal?
—Si me soltáis un momento, os lo enseñaré.
De modo que retrocedieron, verdiojos y emocionados. Observé a Juao, que a su vez nos observaba: pupilas castañas sobre bolas de marfil, y en el ojo izquierdo la mancha de una vena formando diminutos arroyos. Amaba a sus hijos, los cuales no tardarían en ser tan extraños para él como los peces que capturaba en sus redes. También él estaba mirando la cosa horrible en que yo me había convertido, preguntándose qué destino aguardaba a su propia progenie. Y estaba contemplando el mundo girando y envejeciendo, arrullado por las olas, reflejado en aquel espejo.
Me resultaba imposible ver el aspecto real que adquieren desde un pueblo de pescadores la explosión demográfica, las incipientes colonias de la Luna y Marte y el aprovechamiento de las profundidades del océano. Pero me acerco más que otros muchos, y sé lo que no comprendo.
Rebusqué en mi bolsillo y saqué el opaco fragmento que había traído de la playa.
—Aquí está. ¿Os gusta?
Y ellos se inclinaron encima de mis membranosos y extraños dedos.
En el supermercado, que es el edificio de mayor tamaño del pueblo, Juao compró unas tortas variadas. «Su aroma y su sabor son más intensos que los del chocolate», susurraba la caja cuando era levantada de la estantería.
Yo acababa de leer precisamente un artículo acerca de las nuevas técnicas de envasado vocal en una revista de los Estados Unidos que había llegado la semana anterior, de modo que estaba preparado y me quedé en la sección de verduras para evitar la tentación. Luego nos dirigimos a casa de Juao. La carta resultó ser lo que yo había esperado Los niños tenían que tomar el autobús para Brasilia al día siguiente. Mis ahijados se pondrían en camino para convertirse en peces.
Nos sentamos en los escalones del porche y bebimos y contemplamos los asnos y los ciclomotores, los hombres con pantalones bombachos y las mujeres con echarpes amarillos y faldas de vivos colores, cargadas con ristras de ajos y cestos de cebollas. De cuando en cuando desfilaban unos uniformes con las escamas verdes de los anfihombres.
Finalmente, Juao se cansó de estar allí y se marchó a descabezar un sueño. Yo había pasado la mayor parte de mi vida en el litoral de países acostumbrados a la siesta, pero mis primeros diez años de formación transcurrieron en una granja colectiva danesa, y la costumbre no arraigó nunca en mí. De modo que pasé por encima de mi ahijada, que se había quedado dormida sobre el primer peldaño, y crucé el pueblo en dirección a la playa.
III
A medianoche Ariel salió del mar, trepó a las rocas y repiqueteó con sus uñas en mi pared de cristal.
Mucho antes yo me había tendido sobre la piel de cordero, delante del hogar, para leer. Me quedé dormido. El concienzudo cronometrador me había preguntado si necesitaba algo, y al no obtener respuesta había interrumpido el Concierto para violoncello de Dvorak que estaba en su segundo tiempo, apagado la lámpara de pie y dejado de añadir troncos al fuego, de modo que ahora, al despertarme, el hogar estaba alfombrado de brasas.
Ariel llamó de nuevo, y yo levanté la cabeza del almohadón. El uniforme verde, el ámbar de sus cabellos… todo color se había fundido bajo la plateada luz del exterior. Me arrastré a través de la alfombra hasta la pared de cristal, pulsé el botón y el cristal se deslizó hacia abajo penetrando en el suelo. La brisa acarició mi rostro mientras caía la barrera.
—¿Qué deseas? —pregunté—. Y, a propósito, ¿qué hora es?
—Tork está en la playa, esperándote.
La noche era cálida pero ventosa. Debajo de rocas unas escamas plateadas se perseguían mutuamente. Había pleamar.
Me froté el rostro con las manos.
—¿El nuevo jefe? ¿Por qué no le has traído aquí? ¿Y para qué quiere verme?
Ariel tocó mi brazo.
—Vamos. Nos esperan todos en la playa.
—¿Todos?
—Tork y los otros.
Cruzamos el patio y nos adentramos por el sendero que bajaba hasta la playa. El mar rugía a la luz de la luna. En la playa había un grupo de gente reunida alrededor de una fogata. Ariel marchaba a mi lado.
Dos de los pescadores del pueblo se acompañaban el uno al otro con sus guitarras, sentados sobre una vieja bañera puesta boca abajo. Su canto, ronco y rítmico, vibraba a través de la arena. Unos dientes de tiburón trepidaban sobre el escote de una vieja que bailaba. Otros estaban sentados sobre un bote volcado, comiendo.
En un extremo de la fogata, sobre una cacerola de dos pies de diámetro, el aceite chirriaba a través de rosadas islas de camarones. Una mujer cargaba la cacerola, otra la vaciaba.
—¡Tío Cal!
—¡Mira, ha venido el tío Cal!
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunté—. ¿No tendríais que estar acostados?
—Papá Juao dijo que podíamos venir. Él también vendrá, pronto.
Me volví hacia Ariel.
—¿Por qué se han reunido?
—Porque mañana, al amanecer se procederá al tendido del cable.
Alguien venía corriendo por la playa, agitando una botella en cada mano.
—No querían hablarte de la reunión —dijo Ariel—. Pensaban que podía lastimar tu orgullo.
—¿Mi qué?
—Si te enterabas que daban tanta importancia al trabajo en el cual habías fracasado…
—Pero…
—…podías sentirte dolido en tu amor propio. No querían entristecerte. Pero Tork quiere verte. Yo le dije que no te entristecerías. De modo que fui en busca tuya.
—Supongo que tengo que darte las gracias.
—¿Tío Cal?
Pero la voz era más recia y más profunda que la de un niño.
Estaba sentado sobre un tronco, algo apartado del fuego, comiendo una batata. La llama oscilaba sobre sus morenos pómulos, en sus cabellos, húmedos y negros. Se puso en pie, se acercó a mí, con la mano extendida. Extendí la mía y nos saludamos.
—Bien. —Estaba sonriendo—. Ariel me dijo que vendrías. Mañana voy a tender la línea a través del Slash. —Las escamas de su uniforme brillaban debajo de sus brazos. Era muy robusto. Pero no podía mantenerse quieto. Lo supe por el cabrilleo de las escamas. —Yo… —Se interrumpió. Me recordó a un bailarín nervioso y feliz—. Quería hablar contigo acerca del cable —pensé en un águila, pensé en un tiburón—. Y acerca del… accidente. Si no te importa.
—Desde luego que no —dije—. Si algo de lo que pueda contarte te sirve de ayuda…
—¿Te das cuenta, Tork? —dijo Ariel—. Te dije que hablaría contigo de ello.
Pude oír el cambio en el ritmo de la respiración de Tork.
—¿De veras no te importa hablar del accidente?
Sacudí la cabeza y me di cuenta de algo relacionado con aquella voz. Era la voz de un muchacho que podía imitar la de un hombre. Tork no tenía más de diecinueve años.
—Pronto vamos a ir a pescar —me dijo Tork—. ¿Vendrás con nosotros?
—Si no molesto…
Una botella pasó de manos de la mujer de la cacerola a las de uno de los guitarristas, luego a las de Ariel, a las mías, a las de Tork.
Tork bebió, se secó la boca con el dorso de la mano pasó la botella a otro y apoyó una mano en mi hombro.
—Vamos hacia el agua.
Echamos a andar, alejándonos del fuego. Algunos de los pescadores se nos quedaron mirando. Algunos de los anfihombres miraron, y apartaron la mirada.
—¿Te llaman tío Cal todos los niños del pueblo?
—No. Sólo mis ahijados. Su padre y yo somos amigos desde que yo tenía tu edad.
—¡Oh! Creí que era un apodo. Por eso te llamé tío Cal.
Alcanzamos la arena húmeda donde una luz anaranjada corveteaba a nuestros pies. El casco roto de una embarcación oscilaba a la luz de la luna. Tork se sentó en el borde del casco. Yo me senté a su lado. El agua venía a chocar contra nuestras rodillas.
—¿No hay ningún otro lugar para tender el cable? —pregunté—. ¿No hay otro modo de solucionarlo que no sea a través del Slash?
—Iba a preguntarte qué opinabas de todo el asunto. Pero creo que no tendré necesidad de hacerlo. —Tork se encogió de hombros—. A este lado de la bahía, todos los proyectos han crecido enormemente y reclaman más energía. Las nuevas operaciones sobrecargan de un modo abrumador las antiguas líneas. El pasado julio hubo un corte de corriente en Cayena. Todo el pueblo se quedó sin luz durante dos días, y doce anfihombres murieron por exceso de exposición a las frías corrientes de las profundidades Si tendemos los cables más arriba, nos exponemos a perjudicar nuestras propias operaciones de pesca, así como las de los pescadores del litoral.
Asentí.
—Cal, ¿qué te pasó en el Slash?
Ansioso, asustado Tork. Yo estaba recordando ahora, no el accidente, sino la medianoche anterior, paseando por la playa, invadido por oleadas de miedo y de anticipación. Algunos de los indios brasileños todavía envían mensajes haciendo nudos en fibras de palma. En aquel momento podían haber desenrollado mis entrañas, o las de Tork esta noche, para leer nuestros respectivos horóscopos.
La madre de Juao conocía el lenguaje de los nudos, pero él y sus hermanos no se molestaron nunca en aprenderlo, porque querían ser modernos, y, al igual que chiquillos, confundían aún con el modernismo las nuevas ignorancias, careciendo de conocimientos actuales.
—Cuando yo era un niño —dijo Tork—, nos desafiábamos entre chiquillos a recorrer las tablas a lo largo del borde del embarcadero del transbordador. El sol quemaba y las tablas se combaban sobre el agua, y si las embarcaciones estaban dentro y uno caía entre las embarcaciones y el emparrillado de pilotes, podía matarse. —Sacudió la cabeza—. ¡La de tonterías que hacen los chiquillos! Eso era cuando yo tenía ocho o nueve años, antes de convertirme en anfibio.
—¿Dónde ocurría?
Tork alzó la mirada.
—¡Oh! En Manila. Soy filipino.
El mar lamía nuestras rodillas y el casco roto debajo de nosotros.
—¿Qué pasó en el Slash?
—Hay una grieta volcánica cerca de la base del Slash.
—Lo sé.
—Y el mar es tan sensible allá abajo como una mujer de cincuenta años con un nuevo peinado. Tuvimos una avalancha. El cable se rompió. Y las chispas eran tan violentas y brillantes que levantaron gotas de espuma a más de cincuenta pies por encima de la superficie, según me dijeron.
—¿Qué provocó la avalancha?
Me encogí de hombros.
—Pudo haber sido una desdichada coincidencia. Allí se producen continuos desprendimientos de rocas. Pudo haber sido el ruido de las máquinas, a pesar de que las habíamos tapado muy bien. Pudo haber sido algo relacionado con la inductancia de los cables más pequeños para las máquinas. O tal vez alguien tropezó con la piedra que lo sostenía todo.
Una mano se convirtió en un puño y se hundió en la otra.
Alguien llamó:
—¡Cal!
Alcé la mirada. Juao, con las perneras de los pantalones enrolladas hasta la rodilla, los faldones de la camisa al viento, estaba de pie junto a nosotros. El viento levantó los cabellos de la nuca de Tork; y el fuego rugía en la playa.
Tork alzó también la mirada.
—Están preparándose para capturar un gran pez —anunció Juao.
Los hombres estaban empujando ya sus barcas. Tork palmeó mi hombro.
—Vamos, Cal. Pescaremos ahora.
Juao me alcanzó y me dijo:
—Tú vendrás en mi barca, Cal.
El agua golpeaba los costados de las barcas mientras nos encaramábamos a ellas.
Juao empuñó los remos. Alrededor de nosotros los anfihombres verdes penetraron en el mar, se adentraron en él y desaparecieron.
Juao empezó a remar. La luz de la luna resbaló por sus brazos. Sobre la playa, la fogata fue haciéndose más pequeña.
—¿Dónde está Tork? —me preguntó Ariel, una hora más tarde, junto a la fogata.
Los hombres estaban apartando del fuego el enorme pescado que habían capturado poco antes.
—Descabezando un sueño.
—¡Oh! Dijo que quería trocear el pescado…
—Dentro de unas horas le aguardaba una dura tarea. ¿De veras quieres despertarle?
—No, voy a dejarle que duerma.
Pero Tork se acercaba ya a nosotros, apartando de la frente sus chorreantes cabellos; era evidente que acababa de chapuzarse en el mar.
Nos dirigió una sonrisa y se dirigió a la mesa donde los hombres habían colocado el pescado. Le recuerdo allí, de pie, moviendo arriba y abajo el brazo armado con el enorme cuchillo (detalles, sí, esas son las cosas que uno recuerda), deteniéndose para repartir las porciones, para reanudar inmediatamente su tarea.
Aquella noche, con la música y el golpear de los pies sobre la arena, con los cantos deslizándose de un lado a otro por encima de la fogata, con los gritos de júbilo que expresaban el placer infantil de los pescadores, hicimos más ruido que el mar.
IV
El autobús de las ocho y media llegó casi puntual.
—No creo que ellos quieran ir —dijo la hermana de Juao, que acompañaba a los niños al Cuartel General del Cuerpo Acuático en Brasilia.
—Están cansados —dijo Juao—. Anoche no debieron quedarse levantados hasta tan tarde. Vamos, subid al autobús. Decidle adiós al tío Cal.
—Adiós.
—Adiós.
En situaciones como aquélla, los niños no suelen dar pruebas de una gran imaginación. Y sospeché que mis ahijados estaban sufriendo los efectos de su primera (o de una de sus primeras) resaca. Habían estado muy callados toda la mañana.
Me incliné para darles un beso.
—Cuando vengáis a pasar vuestro primer fin de semana, os llevaré a explorar estos alrededores submarinos. Para entonces ya podréis recoger vuestro propio coral.
La hermana de Juao, con los ojos llorosos, abrazó a los niños, me abrazó a mí, abrazó a Juao y subió al autobús.
Alguien se asomó a la ventanilla para gritarle a uno de los que se quedaban que no olvidara algo. El autobús dio la vuelta a la plaza y se dirigió hacia la autopista. Echamos a andar a través de la calle donde los dueños del café estaban sacando sillas de lona a la terraza.
—Les echaré de menos —dijo Juao, tras un prolongado silencio.
—Y yo también —dije.
Al pasar junto al puerto vimos una multitud congregada ante uno de los muelles.
—Me pregunto si habrán tropezado con alguna dificultad para tender…
Una mujer profirió un grito. Se abrió paso entre la multitud, dejando caer huevos y cebollas. Empezó a tirarse del pelo y a chillar. Era la mujer que la noche anterior se encargaba de vaciar la cacerola de los camarones. Otras mujeres acudieron en su ayuda.
Un grupo de hombres se desperdigó por las calles del pueblo. Agarré por el brazo a un anfihombre que corría y le pregunté:
—¿Qué diablos pasa?
—¡Una explosión! —balbuceó—. ¡Acaban de traer a las víctimas de la explosión en el Slash!
—¿Cómo ha sido?
—Hace un par de horas. Habían recorrido la cuarta parte del camino, cuando se produjo una avalancha, al parecer provocada por un volcán submarino. Todavía hay perturbaciones sísmicas.
Juao estaba corriendo hacia el muelle. Solté al anfihombre al cual había estado interrogando y cojeé detrás de mi amigo, me abrí paso entre la multitud y me encontré ante un paisaje de lona y de escamas verdes. Estaban sacando los cadáveres del submarino y depositándolos sobre una lona extendida a través del muelle. Los cadáveres de los anfihombres son devueltos a sus países de origen para que la familia decida cómo quieren enterrarlos. Cuando el volcán submarino entró en erupción, la lava que desprendió era en su mayor parte silicio fundido.
Tres de los cadáveres sólo tenían leves quemaduras por sus hinchados rostros (uno de ellos sangraba aún por el oído), supuse que habían muerto a causa de la conmoción sónica. Pero había otros casi completamente incrustados en una masa de cristal negro y opaco.
—¿Y Tork? —pregunté—. ¿Es uno de ellos?
Tardé tres cuartos de hora en averiguar que uno de los cadáveres casi imposibles de identificar era el de Tork.
Juao me invitó a tomar un vaso de leche en un café de la plaza. Permaneció inmóvil largo rato, hasta que finalmente se frotó su blanco bigote, echó su silla hacia atrás y apoyó sus manos en sus rodillas.
—¿En qué estás pensando? —le pregunté.
—En que ya es hora de arreglar las redes. Mañana por la mañana saldré a pescar. —Me miró con una expresión indecisa—. ¿Dónde debo pescar mañana, Cal?
—El contenido mineral sobre el Slash tiene que ser muy alto. Esta noche se reunirán allí montones de algas. Éstas atraerán a una legión de pececillos. Y éstos, a su vez, atraerán a numerosos peces de mayor tamaño.
Juao asintió.
—De acuerdo. Mañana llevaré mi barco allí.
—Hasta la vista, Juao.
Eché a andar cojeando hacia la playa.
V
Trepé penosamente hasta lo alto de las rocas.
—¿Ariel?
Estaba allí, arrodillada en el suelo, con la cabeza inclinada. De cuando en cuando, sus hombros se estremecían de un modo espasmódico.
Me acerqué más a ella.
—¿Ariel?
Ella levantó la cabeza y contempló fijamente el océano.
Los afectos de los jóvenes son muy importantes y muy frágiles.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
Ariel me miró ahora, pero en sus ojos había una expresión ausente. Y su rostro estaba agotado. Sacudió la cabeza.
¿Dieciséis años? ¿Quién fue el psicólogo que hace un centenar de años afirmó que los «adolescentes» no eran más que adultos físicos y mentales sin ninguna tarea útil?
—¿Quieres venir a casa?
Ariel continuó sacudiendo la cabeza.
Al cabo de un rato dije:
—Supongo que enviarán el cadáver de Tork a Manila.
—Tork no tenía familia —me explicó Ariel—. Le enterrarán aquí, en el mar.
—¡Oh! —dije.
Y el tosco vidrio volcánico, arrastrado a través de las arenas del océano, cambiando de forma…
—Tú eras… Tork te gustaba mucho, ¿verdad? Parecíais estar muy encariñados el uno con el otro.
—Sí. Era un muchacho muy agradable… —Entonces captó el significado de mis palabras—. No —dijo—. ¡Oh, no! Yo estaba… yo estaba comprometida con Jonni… aquel muchacho de California. ¿No le viste anoche en la reunión? Los dos éramos de Los Angeles, pero nos conocimos aquí. Y ahora… Esta tarde enviarán su cadáver a California.
—Lo siento. De veras que lo siento, Ariel.
Ariel empezó a mirar a su alrededor.
—¿No te apetece una taza de té, Ariel?
Suspiró profundamente.
—Gracias —dijo, tratando de sonreír—. Pero no podré quedarme mucho rato.
Echamos a andar hacia la casa, dejando el mar a nuestra izquierda. En el preciso instante en que llegábamos al patio, Ariel volvió la cabeza.
—¿Cal?
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Aquellas nubes. Allí, a través del agua. Son las únicas que hay en el cielo. ¿Proceden de la erupción del Slash?
Parpadeé.
—Creo que sí. Vamos dentro.