EL LADRÓN
GUY DE MAUPASSANT
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—Si se lo cuento, no me van a creer.
—Cuéntelo de todos modos.
—Lo haré. Pero antes desearía dejar bien sentado que mi historia es verdadera en todos sus puntos, por más inverosímil que parezca. Sólo los pintores no se sorprenderían, especialmente los viejos, porque han conocido esa época en que el espíritu burlón prevalecía de tal modo que estaba presente aun en las circunstancias más graves.
Y el viejo artista se sentó a horcajadas en una silla.
Esto ocurría en el comedor de un hotel de Barbizon.
El artista continuó:
—Esa noche habíamos cenado en la casa del pobre Sorieul, ya fallecido, el más entusiasta de todos. Éramos sólo tres: Sorieul, yo y Le Poittevin, creo; pero no me atrevo a afirmar que fuera él. Hablo, claro está, del pintor de marinas, Eugéne Le Poittevin, muerto también, y no del paisajista, sibarita y lleno de talento.
»Decir que habíamos cenado en casa de Sorieul, significa que todos estábamos un poco ebrios. Sólo Le Poittevin había conservado su cordura, algo enturbiada es cierto, pero todavía lúcida. Entonces éramos jóvenes. Echados sobre la alfombra, discutíamos sobre toda clase de temas en la pequeña habitación que lindaba con el estudio del pintor. Sorieul, con la espalda en el suelo y las piernas sobre una silla, hablaba de batallas, discutía acerca de los uniformes del Imperio; súbitamente se puso de pie, sacó del gran armario de accesorios un traje completo de húsar, y se vistió con él. Después conminó a Le Poittevin a vestirse de granadero. Como éste se resistiera, lo acorralamos y, después de haberlo desvestido, lo introdujimos en un inmenso uniforme, en el que casi desapareció.
»Yo mismo me disfracé de coracero. Y Sorieul nos mandó hacer un ejercicio complicado. Después gritó:
»—Ya que esta noche somos veteranos, bebamos como veteranos.
»Preparamos un ponche que fue encendido y bebido; luego, por segunda vez, la llama se elevó sobre la vasija llena de ron. Y cantamos a plena voz antiguas canciones, canciones que hace muchos años entonaban los viejos soldados del ejército.
»De pronto Le Poittevin, que a pesar de todo era dueño de sí, nos hizo callar; después de un silencio que duró algunos instantes, dijo a media voz:
—Estoy seguro de que alguien está andando por el taller.
»Sorieul se puso de pie como pudo y gritó:
—¡Un ladrón! ¡Qué oportunidad! —y en seguida comenzó a cantar La Marsellesa.
»Después se precipitó sobre una panoplia y nos armó, según correspondía a nuestros uniformes. A mí me tocó una especie de mosquete y un sable; Le Poittevin recibió un gigantesco fusil con bayoneta, y Sorieul, no encontrando lo que necesitaba, cogió una pistola de fuste que deslizó en su cintura, y comenzó a blandir un hacha de abordaje. Luego abrió con precaución la puerta del altillo y el ejército entró en el territorio sospechoso.
»Cuando llegamos al centro de la vasta habitación, repleta de telas inmensas, de muebles, de objetos curiosos e inesperados, Sorieul nos dijo:
»—Yo me nombro general. Celebremos un consejo de guerra. Tú, el coracero, cortarás la retirada del enemigo, es decir, cerrarás con llave la puerta. Tú, el granadero, serás mi escolta.
»Ejecuté la orden recibida; después, me reuní con el grueso de las tropas, que efectuaba un reconocimiento.
»En el momento en que iba a unirme a ellos detrás de un gran biombo, estalló un enorme estruendo. Me lancé hacia allí, llevando una vela en la mano. Le Poittevin acababa de atravesar, de un golpe de bayoneta, el pecho de un maniquí al cual Sorieul cortó la cabeza a hachazos. Una vez reconocido el error, el general ordenó:
»—Seamos prudentes —y las operaciones recomenzaron.
»Después de veinte minutos habíamos registrado todas las esquinas y rincones del altillo, sin éxito; entonces, Le Poittevjn tuvo la idea de abrir un inmenso ropero. Era oscuro y profundo; yo estiré el brazo con que sostenía la luz y retrocedí, estupefacto: allí estaba un hombre, un hombre vivo, que me había mirado.
»Inmediatamente cerré el ropero con dos vueltas de llave, y celebramos un nuevo consejo.
»Las opiniones estaban muy divididas. Sorieul quería encerrar al ladrón, Le Poittevin sugería asediarlo por hambre. Yo propuse hacer saltar el armario con pólvora.
»El consejo de Le Poittevin prevaleció, y mientras él montaba guardia con su gran fusil, nosotros fuimos a buscar el resto del ponche y las pipas; después, nos instalamos ante la puerta cerrada y bebimos por el prisionero.
»Al cabo de media hora, Sorieul dijo:
»—Bueno, yo quisiera ver al prisionero de cerca. ¿Por qué no nos apoderamos de él por la fuerza?
»Yo grité: “¡Bravo!” Cada uno se lanzó sobre sus armas; la puerta del ropero fue abierta y Sorieul, provisto de su pistola, que no estaba cargada, se precipitó el primero.
»Los demás le seguimos, gritando. Se armó un tumulto impresionante en medio de la oscuridad, y después de cinco minutos de una lucha insólita, sacamos a la luz a una especie de viejo bandido de cabellos blancos, sórdido y miserable.
»Le atamos de pies y manos; después lo sentamos en un sofá. El no dijo una sola palabra.
»Entonces Sorieul, presa de una borrachera solemne, se volvió hacia nosotros:
»—Ahora vamos a juzgar a este miserable.
»Yo estaba tan borracho que esta propuesta me pareció completamente natural.
»Le Poittevin fue encargado de defender al prisionero, y yo de presentar la acusación.
»Fue condenado a muerte por unanimidad, salvo una excepción: la de su defensor.
»—Ahora lo ejecutaremos —dijo Sorieul. Pero un escrúpulo le asaltó—: Este hombre no debe morir privado del socorro de la religión —dijo—. ¿Y si fuéramos a buscar a un sacerdote? —Se objetó que era muy tarde. Entonces Sorieul me propuso que yo cumpliera esa función, y exhortó al criminal a confesarse ante mí.
»El hombre llevaba ya cinco minutos observándolo todo con ojos desorbitados, preguntándose seguramente con qué clase de gente se había topado. Entonces dijo con una voz hueca, quemada por el alcohol:
»—Sin duda estaréis bromeando.
»Pero Sorieul lo obligó a arrodillarse, y por temor a que sus padres hubieran olvidado bautizarlo, volcó sobre su cráneo un vaso de ron..
»Después dijo:
»—Confiésate ante este señor; tu última hora ha llegado.
»Desesperado, el viejo granuja se echó a gritar: “’Socorro!” con tal fuerza que hubo que amordazarlo para no despertar a todos los vecinos. Entonces el hombre se echó al suelo, rodando y retorciéndose, golpeando los muebles y rompiendo las telas. Al fin Sorieul, impacientado, gritó:
»—¡Terminemos con él! —Y viendo al miserable echado en el suelo, oprimió el gatillo de su pistoleta. El gatillo cayó con un chasquido seco. Imitando el ejemplo, yo disparé a mi vez. Mi fusil, que era a piedra, lanzó unas chispas que me sorprendieron.
Entonces Le Poittevin pronunció gravemente estas palabras:
»—¿Tenemos derecho a matar a este hombre?
»Sorieul, estupefacto, respondió:
»—¡Pero si lo hemos condenado a muerte!
»Le Poittevin le respondió:
»—No se fusila a los civiles; este hombre debe ser entregado al verdugo. Es necesario conducirlo al cuerpo de guardia.
El argumento nos pareció concluyente. Cogimos al hombre, y como no podía andar, lo colocamos, fuertemente amarrado, sobre una tabla de madera que Le Poittevin y yo nos encargamos de transportar, mientras Sorieul, armado hasta los dientes, cerraba la marcha.
»Frente al puesto de guardia, el centinela nos detuvo. Llamó a su jefe que nos reconoció, y como solía ser testigo de nuestras farsas diarias, de nuestras bromas, de nuestros inverosímiles inventos, se limitó a reír y rechazó a nuestro prisionero.
»Sorieul insistió; entonces el soldado nos invitó severamente a volver a nuestras casas sin hacer ruido.
»La tropa se puso en camino y regresó al altillo. Yo pregunté:
—¿Qué haremos con el ladrón?
Le Poittevin, enternecido, afirmó que debía estar muy cansado. En efecto, tenía un aspecto agonizante, atado de aquel modo, amordazado y ligado a la tabla.
»Yo me sentí invadido por un arrebato de piedad, una compasión de borracho, y, quitándole la mordaza, le pregunté:
»—Dígame, compañero, ¿cómo se encuentra?
»El gimió:
»—¡Ya no aguanto más, cielos! Entonces Sorieul se sintió paternal. Lo liberó de todas sus ataduras lo hizo sentarse, lo tuteó, y, para reconfortarlo, nos pusimos los tres a preparar rápidamente un nuevo ponche. El ladrón, tranquilo en su sofá, nos contemplaba. Cuando la bebida estuvo pronta, le tendimos un vaso; le hubiéramos sostenido con gusto la cabeza; por fin, brindamos.
»El prisionero bebió como todo un regimiento. Pero viendo que el día amanecía, se puso de pie y con mucha serenidad nos dijo:
—Me veo en la obligación de dejaros, pues es hora de que regrese a casa.
»Nos quedamos desolados; quisimos retenerle un poco más, pero él se negó a permanecer más tiempo.
Entonces le estrechamos la mano y Sorieul, con su vela, iluminó el vestíbulo, diciéndole:
—Tenga cuidado con el escalón de la puerta trasera.
Todos nos reímos abiertamente cuando finalizó el narrador. Este se puso de pie, encendió su pipa y agregó, mirándonos de frente:
—Pero lo más curioso de mi historia es que es cierta.
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