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lunes, 1 de septiembre de 2008

SCIFI -- LA GUERRA TERMINO -- ALGIS BUDRYS

SCIFI -- LA GUERRA TERMINO -- ALGIS BUDRYS

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La Guerra Terminó
Algis Budrys

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Un ligero viento soplaba sobre la polvorienta meseta donde la nave espacial
estaba siendo aprovisionada de combustible y Frank Simpson, expectante, con su
atuendo de vuelo, cubrió con sus membranas nictitantes unos ojos irritados.
Continuó abstraído en su espera, mirando de hito en hito el casco recién
terminado.
Allá en lo alto, el frío sol de Castle brillaba débilmente a través de unas nubes
escarchadas. Una fila de hombres se extendía desde la cabria con su cuadernal,
en el borde de la plataforma, hasta los bastidores enrejados para el combustible,
visibles en la base del casco roblonado. Cada vez que desde la ranura se izaba un
bloque desnudo de combustible, pasaba de mano en mano, hasta ocupar su sitio
en la nave. Un equipo de reserva permanecía silenciosamente a un lado; cuando
un hombre flaqueaba en la línea de trabajo, era sustituido por otro de la reserva.
Los hombres enfermos o moribundos se hacinaban amodorrados en un lugar
dispuesto para ellos, apartado de la zona de trabajo, donde se mantenían en una
silenciosa espera. Algunos de ellos estuvieron manejando el combustible desde su
llegada de la pila de preparación, a seiscientos kilómetros en línea recta a través
de las llanuras, casi mil por vía férrea. Simpson no se sorprendió que estuvieran
muriéndose, ni les prestó atención. Su tarea estaba en la nave y pronto se
encontraría en ella.
Se quitó la película de suciedad que cubría sus mejillas, extrayéndola de los surcos
de su cuero con la uña córnea del índice. Mirando a la nave, se dio cuenta que
nada nuevo experimentaba. No se sentía impresionado por su tamaño, ni
complacido por la innata gracia de su diseño, ni excitado por la proximidad de su
objetivo. Sólo le impulsaba la ansiedad por hallarse a bordo, cerrar las puertas,
soltar amarras, maniobrar los mandos, poner en funcionamiento los motores y
adelante, ¡adelante! Desde que nació, probablemente desde la primera conciencia
clara de sí mismo, este impulso se desarrolló siempre igual, como un demonio que
lo aguijoneaba a su espalda. Cada uno de aquellos hombres sobre la plataforma
sentía lo mismo. Sólo que Simpson iba hacia delante, pero esto no significaba un
triunfo para él.
Volvió la espalda en dirección a Castle Town, que se divisaba a lo lejos en el
horizonte, al otro lado de las grandes llanuras que terminaban al pie de esta
meseta.
Castle Town era su ciudad natal. Pensó para sí con sorna que difícilmente podría
haber sido otra. ¿En qué otro sitio de Castle se podría vivir que no fuera Castle
Town? Recordaba el albergue retirado de su familia sin ningún sentimiento
especial de afecto. Pero mientras se hallaba allí, en pie, soportando el fino viento,
enturbiado por la polvareda, lo apreciaba en su memoria. Era un lugar recogido y
confortable, rodeado por el rico y húmedo aroma de la tierra. Una rampa se
extendía hasta la superficie; a su término se abrían unos cuantos palmos de terreno
bien apisonado por el peso de varias generaciones de su familia, que
descansaban allí extáticamente para saturarse del poco frecuente calor del sol.
Alzó los hombros contra el frío de la meseta y le acometió el deseo de hallarse más
allá de las llanuras, donde Castle Town yacía a un lado de la amplia colina, sobre
un riachuelo escondido que se arrastraba serpenteando.
Castle Town le recordaba a su padre y le parecía oírlo:
¡Ésta es la generación Frank! La generación que verá la nave terminada y a uno
de nosotros tripulándola. ¡Podrías ser tú, Frank!
Tampoco olvidaba el largo proceso, hecho de duro trabajo, de cierta aptitud innata
y un poco de suerte, que lo había llevado allí para pilotar esta nave hacia las
estrellas.
Y al volver a la realidad, dio la espalda a las llanuras y a Castle Town, para
contemplar la nave una vez más.
Fueron necesarias varias generaciones para su construcción y otras para aprender
cómo roblonar del primer jabalcón al primer formero. Hubo que buscar por todo el
planeta una fuente de combustible apropiado. Cientos de equipos de exploración,
algunos de los cuales jamás regresaron, desaparecieron en territorios
desconocidos y no consignados en los mapas, que rodeaban las llanuras. Por fin
fue descubierta y se inició la construcción de la pila. Durante la elaboración del
combustible murieron muchos de los operarios, sin que se conocieran todavía las
causas.
La nave creció lentamente en la meseta, año tras año, en el foco de las vías por las
que circulaban los vagones procedentes de los pozos del mineral y de los talleres
metalúrgicos, donde unos operarios luchaban entre juramentos y maldiciones con
la fundición ardiente que salpicaba en los moldes, mientras otros se laceraban las
manos al limar las rebadas de las piezas fundidas.
Los obreros de las grúas, izaron cada pieza junto a la plataforma, lugar designado
para construir la nave, hacia lo alto, donde el aire era fino y el terreno circundante
se encontraba a cientos de kilómetros, allá abajo, donde los pacientes equipos se
atrafagaban con la descarga de los vagones que llegaban sin cesar, dejando las
huellas de las pesadas piezas en sus hombros encallecidos.
Ahora, todo culminaba felizmente y podía partir.
El crujido de la grava lo hizo volver la cabeza hacia la izquierda. Vio a Vilmer
Edgeworth que subía en aquella dirección, llevando una caja sellada de metal
enmohecido.
Aquí está dijo Edgeworth, entregándole la caja. Edgeworth era un hombre
brusco y descortés, que a Simpson nunca le agradó mucho. Tomó de sus manos la
caja.
Edgeworth siguió su ojeada hacia la nave.
Casi dispuesta ya, al parecer comentó.
El aprovisionamiento de combustible está casi listo. Ahora roblonarán esas
últimas planchas sobre los bastidores y en seguida podré irme explicó Simpson.
Sí. Ya puede irse convino Edgeworth. ¿Por qué?
¿Eh?
¿Por qué se va? repitió Edgeworth. ¿Dónde se dirige? ¿Sabe pilotar una nave
espacial? ¿En qué hemos volado nosotros hasta ahora?
Simpson lo miró con asombro.
¿Por qué? estalló. ¡Porque necesito hacerlo, porque todos hemos trabajado
con toda el alma en ello durante generaciones, para que yo pudiese partir!
Sacudió violentamente la caja metálica bajo las mandíbulas de Edgeworth.
Edgeworth retrocedió varios pasos.
No estoy tratando de detenerlo dijo.
La rabia de Simpson se desvaneció ante la disculpa.
Perfectamente dijo, conteniéndose. Miró a Edgeworth con curiosidad. ¿Por
qué hace entonces esas preguntas?
Edgeworth sacudió la cabeza.
No lo sé dijo. Nunca había logrado contener su exaltación. Tras su primer
impulso, sus modales perdieron mucho de su seguridad habitual. Mejor dicho
prosiguió, no sé que pensar. Algo no marcha bien. ¿Por qué estamos haciendo
esto? Ni siquiera comprendemos lo que aquí hemos construido. Escuche, ¿sabe
que allá se encuentran pueblos como Castle Town, pero mucho más pequeños?
Están habitadas por hombrecillos diminutos, de unas tres pulgadas de altura, que
andan sobre sus manos y sus pies, y que van desnudos. No pueden hablar y
carecen de manos.
¿Qué tiene eso que ver?
La cabeza de Edgeworth oscilaba.
No lo sé. ¿Ha visto alguna vez el osario?
¿Para qué?
Nadie pensó hacerlo, pero yo sí. Escuche, nuestros antepasados eran más
pequeños que nosotros. Sus huesos eran más pequeños. Cada generación que
precedía tenía los huesos más pequeños.
¿Y cree que eso supone algo para mí?
No admitió Edgeworth. El aliento le silbaba un poco entre los dientes. No
significa nada para mí tampoco. Pero necesitaba decírselo a alguien.
¿Por qué? repuso Simpson.
¿Eh?
¿Qué objeto tiene esta conversación? preguntó Simpson. ¿A quién le
importan los huesos viejos? ¿Quién mira en los osarios? Lo único importante aquí
es la nave. Hemos sudado y nos hemos esclavizado por ella. Hemos muerto y
hemos viajado por lugares ignorados, hemos trabajado en minas y hemos fundido
y moldeado metales para construirla, cuando podíamos trabajar para nuestro
propio provecho. Hemos luchado con el tiempo, con nuestros cuerpos débiles, con
las distancias, para arrastrar esas cargas hasta aquí, las hemos izado y hemos
construido la nave. ¡Ahora debo irme!
Veía a Edgeworth a través de una neblina roja. Parpadeó con impaciencia.
Lentamente, su reacción agresiva contra cualquier obstáculo se disolvió en su
corriente sanguínea y pudo sentirse un poco avergonzado.
Lo siento, Edgeworth murmuró. Sacudió violentamente la cabeza en dirección a
la nave, al escuchar el sonido de las machotas de roblonar que martilleaban sus
oídos. Los depósitos de combustible estaban siendo plateados por encima y la
larga línea de cargadores, con las manos ociosas, se dejaban caer al suelo para
descansar, mientras observaban la terminación de la nave.
Me voy agregó Simpson. Se puso la caja metálica bajo el brazo y avanzó
lentamente hacia la escalera de la nave, pasando entre los hombres tumbados.
Ninguno lo miró. Para ellos no tenía importancia. Era la nave lo que interesaba.
El interior de la nave estaba casi completamente hueco, enrejado con una celosía
de ristreles que convergían en una serie de pesados aros de acero. Montada a
prueba de golpes en el cilindro de espacio libre interior a los aros, se hallaba una
pesada y compleja maquinaria, llena de alambres y de tubos esmeradamente
soldados, formando un conjunto encajado en arcilla refractaria y protegido por
placas de goma silicosa. Una pesada trama de alambre corría desde las aberturas
del blindaje final de acero prensado y conectaba la máquina a un generador. Otros
alambres corrían a los postecillos que se proyectaban desde el blindaje
galvanizado del casco interior. Nadie sabía su finalidad. Una cuadrilla distinta lo
había construido, mientras se iban formando las secciones del casco y esta tarea
les llevó años. Simpson miraba las costuras del blindaje, realizado por medio del
procedimiento llamado «soldadura autógena», según le explicó el capataz.
Debajo del compartimiento principal se hallaban las máquinas con su pesada
culata de plomo.
¿Para qué esto? recordó haber preguntado cuando lo vio nivelar en su sitio.
No lo sé, y fui yo quien lo hizo construir. el capataz de la cuadrilla extendió los
brazos con desamparo. La nave sólo... no la encuentro en forma... sin eso.
¿Pretende decir que no volaría sin una tonelada de peso muerto?
No. No... no lo creo. Creo que podría volar, pero usted moriría, como los hombres
que manejaban el combustible, antes de llegar a su destino. El capataz meneó la
cabeza. Creo que es eso.
En el morro de la nave, pendiente sobre la cabeza de Simpson al arrimarse a la
escalera interior junto a la compuerta de aire, estaba la cabina de pilotaje.
Contenía una cama con suspensión cardán y también pedestales para los
controles enraizados en el ahusado casco y que convergían en el lecho. El morro
era sólido y Simpson se admiraba de haberlo diseñado así. Sospechaba que hubo
algún procedimiento especial de construcción. Después de una última mirada a su
alrededor, trepó escalera arriba, hasta la cama, moviéndose torpemente con la
caja bajo el brazo. Una vez en la cama, encontró un marco que sobresalía de su
armazón. La caja se ajustaba a él en forma exacta, con grapas de resorte que la
mantendrían bien sujeta.
Se acomodó en la cama, asegurando sus caderas y su pecho con anchas correas.
Intentó alcanzar los controles, hasta que los encontró todos a una distancia cómoda
para su manejo.
«Aquí estoy pensó para sí, estoy dispuesto .»
Sus dedos recorrieron una hilera de conmutadores. En el vientre de la nave algo
resonó y las macilentas luces de emergencia se apagaron al quedar encendidas
las de maniobra. Un juego de pantallas se elevó sobre su cabeza, dentro del
sistema de mecanismos de la nave, que le proporcionó una perfecta visión del
espacio exterior. Dirigió una última mirada a la plataforma y a los hombres de
vigilancia, al cielo y a las llanuras. En lo alto del morro de la nave, muy por encima
de las llanuras, pensó que podría divisar la colina de Castle Town.
Pero ya no le quedaba tiempo. Sus manos recorrían rápidamente los mandos. Las
luces dispuestas al efecto destellaban en el tablero y a su espalda los motores
auxiliares se hallaban trabajando también a pleno rendimiento. Tiró hacia sí de las
palancas de maniobra y las macizas máquinas comenzaron a ronronear. Recorrió
ágilmente los enclavamientos para asegurar el curso normal del combustible. Abrió
la boca y comenzó a jadear, falto de aliento. Sintió tambalearse la nave y
experimentó un relámpago de pánico. Pero un instante después había recobrado
la calma. Todo iba bien. La nave acababa de romper sus amarras. Todo iba bien,
la nave funcionaba y el viaje comenzaba. Por fin se hallaba en el espacio.
Las pantallas traseras estaban empañadas por el halo de las ardientes arenas. La
nave rugía sordamente en su volar hacia el cielo, cegando a los espectadores que
la observaban desde la meseta tras ella.
Nunca en su vida imaginó que algo semejante existía más allá del cielo. No había
nubes, ni cortinas de polvo, ni ondulaciones estremecidas en la atmósfera, ni
resplandores difusos de luz. Únicamente estrellas y nada más que estrellas, sin
nada que las velara, esparcidas por la negrura, agrupándose en nebulosas
espirales, que se coagulaban y en sábanas de luz, gigantescas lentes y ovas de
galaxias, un sol tras otro y tras otro. Los miraba con admiración, mientras la maciza
nave se lanzaba contra ellas, enteramente aturdido. Pero cuando llegó el momento
de maniobrar los controles, que hasta entonces había dejado muy sueltos, lo hizo
precisa y perfectamente. La máquina, anidada en su red de estructuras, engulló
más y más potencia del generador. Cuando comprendió con perfecta claridad por
qué la nave exigió un diseño complejo, se hallaba ya en el hiperespacio. Lo
atravesó como una exhalación en la más completa oscuridad, hasta que de pronto,
se vio fuera de él otra vez. Mientras los sonidos de alarma resonaban por todo el
fuselaje, apareció ante él una gigantesca nave interestelar.
Cortó rápidamente toda la potencia de marcha, excepto los circuitos de señales y
luces y mantuvo una mano protectora sobre la caja metálica, preguntándose que
contenía, de dónde habría venido. Y esperó.
Simpson empujó apresuradamente el cierre interior del escotillón que hacía
posible el acceso a la nave terrícola y se detuvo, mirando a los dos extranjeros que
lo aguardaban.
Su piel era tersa y de un blanco tostado, con protuberancias fibrosas de aspecto
suave amoldadas a la forma de sus cráneos. «Aspecto suave», sería también una
adecuada descripción de conjunto. De piel flexible como la tela, sus rostros
aparecían redondos y sus facciones turbiamente definidas. Blandos. Pulposos. Los
contempló con disgusto y aversión.
Uno de ellos cuchicheó al oído del otro, probablemente para que Simpson no
pudiera escucharlo:
¿Terrícola? ¿Que viene de...? ¡No puedo creerlo!
¿Cómo hubiera podido aprender lo suficiente para llegar hasta aquí? repuso el
otro rápidamente. Reflexione, Hudston. Ya me oyó al teléfono. Ha adquirido un
acento terrible y algunos modismos extraños, pero se trata de un terrícola, sin duda
alguna.
Simpson iba descifrando sus blandas entonaciones. Debió encolerizarse, pero no
lo hizo. Al contrario, algo pugnaba por salir de su garganta, algo enterrado, algo
que había comenzado no con él sino con generaciones pasadas y que ahora
surgía a la luz:
¡La guerra ha terminado! gritó. ¡Ha terminado! ¡La hemos ganado!
El primer terrícola lo miró con asombro, enarcando una ceja.
¿De verdad? ¿Qué guerra es esa? No tenía noticia de ninguna guerra.
Simpson pareció confuso. Se sintió también vacío, aturdido y perplejo ante lo que
brotó de su laringe. No sabía que respuesta dar. Quiso decir algo más, pero nada
se le ocurría. Vacilante, ofreció la caja metálica al terrícola.
¡Déjeme ver eso! exclamó rápidamente el segundo terrícola, tomando la caja
de manos de Simpson. Miró fijamente la tapa. ¡Santo cielo!
¿Qué es, almirante? preguntó Hudston. El segundo terrícola le mostró en
silencio el sello sobre la tapa, que nunca había significado algo para Simpson ni
para ningún otro habitante de Castle.
T.S.N. Servicio de Correos deletreó Hudston. Pero qué diablos... ¡Oh, ya
comprendo, señor! Fue disuelto, en el siglo veinticuatro, ¿verdad?
A finales del veintitrés murmuró el almirante. Cuando se completó la cadena
de radio hiperespacial.
¿Cuatrocientos años, señor? ¿Dónde la encontraría este hombre?
El almirante estaba examinando la caja. La tapa, que todo el mundo en Castle
creía sellada, se abrió de pronto. El almirante sacó una colección de mapas
arrugados y un libro con cubiertas de cuero debajo de ellos. Ninguno de ambos
terrícolas prestaba la menor atención a Simpson. Este se removía incómodo y
observó en la pared metálica como algunas varillas oscilaban para seguir sus
movimientos.
El almirante cepilló cuidadosamente la cubierta del libro, que mostraba un título en
oro: «Cuaderno de Bitácora Oficial, TSNS Hare».
¡Muy bien, ahora estamos llegando a alguna parte! ojeó cautelosamente
algunas de las primeras páginas, para comprobar la fecha. Luego prosiguió.
Asuntos de trámite. Vayamos al grano, si es que lo hay.
Se detuvo y miró a Simpson otra vez durante un momento, sacudió la cabeza
violentamente y continuó su búsqueda.
¡Aquí está, Hudston! Escuche: «Siguiendo a toda velocidad, rumbo al Sistema
Solar. Todo bien» leyó. «En 0600 GST, Gobierno Provisional Eglin concluida
tregua pendiente armisticio. Signatarios fueron...» Bueno, esto no interesa. Todos
se han convertido en polvo desde hace mucho tiempo. Veamos lo que le ocurrió a
él. El almirante volvió algunas páginas. Aquí lo tenemos. Esto es lo consignado
el siguiente día. Se interrumpe aquí, como verá, y termina más adelante:
«Prosiguiendo a toda velocidad, rumbo al Sistema Solar. En hiperespacio. Todo
bien. Tiempo estimado de llegada, Base Griffon, + 2d, 8 hrs».
Observe esa tachadura, Hudston. Debe habérsele movido el brazo. Ahora:
«Continuación del cuaderno de bitácora: Combate casual con buque patrulla de
Eglin, al parecer ignorante de la tregua, resultado con avería grave por torpedo,
compartimientos D-4, D-5, D-6, D-7. Nave sin gobierno. Máquinas y generador
hiperespacial semiaveriados y nave definitivamente fuera de combate, creyéndose
navegación por ahora imposible. Sufrido quemaduras superficiales y fracturas
simples en pierna derecha y brazo izquierdo».
Aquí está lo registrado al día siguiente: «Nave todavía sin gobierno y máquinas y
generador continúan semiaveriados. Casi todos los instrumentos de a bordo
desprendidos o en corto-circuito por choque explosión. Navegación imposible.
Nave ahora cayendo dentro y fuera de hiperespacio a intervalos casuales.
Intentando desconectar generador sin conseguirlo. Se sospecha avería compleja
progresiva en circuitos del coordinador y rejillas de modulación».
¿Por qué no pidió ayuda, señor?
El almirante miró de soslayo a Hudston.
Le era imposible. No podía comunicar a mayor velocidad que la luz, a menos que
enviara correos. Estaba confuso, Hudston. Herido y atrapado. Y esa, dicho sea de
paso, es la última anotación. Lo restante es un corto diario:
«Aterrizaje forzoso alrededor de 1.200 GST en un planeta pequeño, deshabitado
y desconocido. Las constelaciones no proporcionan ninguna orientación, ni aun por
Proyección Naútica. Estoy aquí al azar.
»La nave quedó destruida en el choque. Tengo dos piernas rotas y algunas
heridas. Logré salvar el botiquín, por lo que no hay problema. No estoy bien. Sigo
perdiendo sangre por derrame interno y no sé cómo aplicar a las fracturas un
vendaje Stedman.
»Hice una pequeña exploración esta tarde. Desde mi observatorio, no se divisa
más que hierba, pero vi algunas montañas y ríos antes del choque. Hace frío pero
muy moderado, a menos que estemos en verano ahora. Acaso primavera. Me
entristece pensar en el invierno.
»Pienso en cuánto tiempo pasará hasta que en la Tierra sepan que la guerra
terminó.»
Simpson se movió nerviosamente. Otra vez aquellas palabras. Debería haberse
interesado por esta nave y por esta gente. Pero ni siquiera los lisos y macizos
mamparos, dotados de brillante luz propia, ni los dos terrícolas con sus uniformes
escarlata, parecían causarle impresión.
Estaba allí. Lo había conseguido. Y no parecía importarle lo que ocurriera después.
No hay mucho más en el diario dijo el almirante.
«Me siento muy débil hoy. No cabe duda, estoy perdiendo más de lo que puedo
soportar. Ingiero protrombina en terrones como si fuera azúcar, pero sin resultado.
Se me están acabando, de todos modos.
»El alimento será también un problema. En este sitio nada es comestible, excepto
algunos pequeños seres que parecen proceder de un cruce entre perro de las
praderas y lagarto. Pero necesitaré unas dos docenas de ellos para un almuerzo.
»De nada sirve engañarme. Si con mi UI (unidad de información) no puedo
sostener mis entrañas, la vitamina K tampoco será capaz de hacerlo. El alimento,
por tanto, no llegará a constituir un problema.
»Esto me hace pensar algo muy interesante. Dispongo de una UI, elemento que se
supone anida nuestro interior, dotado de vida, y que intenta salir de nuestro cuerpo.
La verdad es que no había pensado mucho en ello, hasta ahora. Siempre me
ocupé de transmitir mis informaciones directamente. Pero ahora este elemento,
por derecho propio, vive dentro de mí. Está construido de tal forma que su finalidad
es que toda la información que poseo llegue al destinatario adecuado. He oído
decir incluso que una UI se ha proyectado fuera de un hombre, atravesando todas
las barreras protectoras hasta entregar un mensaje. Son endiabladamente listas, a
su manera. Nada las detiene, ni nada las rechaza.
»Estoy aquí solo en este lugar solitario donde nadie podrá encontrarme. Si
dispusiera de una nave, podría llegar hasta ella e irme. Forzosamente llegaría, en
un sentido o en otro, a territorio de la Federación. Pero no la tengo. Ni tengo ya
ninguna otra cosa. Me pregunto que podrá hacer ahora mi UI.»
El almirante miró a Hudston.
Aquí termina el diario. Hay una firma... «Norman Castle, oficial alférez, TSN».
Hudston miró distraído al almirante.
Fascinante comentó. Todo un problema para su UI, ¿verdad? Supongo que un
modelo tan primario como el de Castle debió morir con él, sencillamente.
Las UIs nunca mueren, Hudston repuso el almirante lentamente. Cerró el viejo
cuaderno de bitácora y su rostro se contrajo bajo el impacto acumulativo de una
idea. Cuando se tiene una UI, se tienen mil. Y nunca se dan por vencidas su voz
se apagó hasta convertirse en un suspiro. Son demasiado poco inteligentes para
ceder, pero demasiado astutas.
Miró a Simpson.
No creo que la UI de Castle fuese lo bastante evolucionada para tener sentido del
tiempo. Ni para juzgar que su misión había caído en desuso giró rápidamente la
cabeza en dirección a Simpson.
La guerra terminó le dijo. Concluyó hace tiempo. Gracias de todos modos. Ha
cumplido bien su misión.
Simpson no lo oía. Estaba vacío, agotado. Su fuego interior lo había abandonado y
su mente se retraía, perdiendo todo interés en las cosas trascendentales para los
hombres. Cayó bajo la mesa, a cuatro patas como un animal, aullando y
desgarrando sus ropas con mordiscos rabiosos.

F I N

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