No hay camino al paraíso de Charles Bukowski
NO HAY CAMINO AL PARAÍSO
CHARLES BUKOWSKI
Yo estaba sentado en un bar de Western Avenue. Era alrededor de medianoche y me
encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes,
nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros...
Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar;
como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.
Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno,
un bello cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no dí la vuelta para mirarla, seguí
con mi vaso. La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que
todos los demás asientos estaban acíos. De hecho, éramos las únicas personas que
había en el bar sin contar al encargado. Pidió un vino seco. Entonces me
preguntó lo que estaba bebiendo.
—Escocés con agua —contesté
—Y sírvale al señor un escocés con agua —le dijo al barman.
Bueno, esto no era muy normal.
Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los
puso sobre la barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban
apropiadamente vestidos y parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos
hombres.
—Ahora los hacen así —dijo ella—. Son muy caros. Me costaron cerca de 2000
dólares cada uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2400. No conozco el
proceso de fabricación pero probablemente sea ilegal.
Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a
una de las pequeñas mujeres.
—¡Tú, perra! —dijo—. No quiero saber nada más de ti.
—¡No, George, no puedes hacerme esto! —gritaba ella llorando—. ¡Yo te amo! ¡Me
mataré! ¡Te necesito!
—No me importa —dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo,
encendiéndolo con gesto altivo—. Tengo derecho a hacer lo que se me dé la gana.
—Si tú no la quieres —dijo el otro hombrecito —yo me quedo con ella, yo la amo.
—Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.
—Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.
—Lo sé, pero le amo de todos modos.
Entonces el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.
—Creo que se me está formando un triángulo —dijo la señorita que me había
invitado al whisky–. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie.
George va de bajada, se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.
—¿No es triste mirar todo esto? Eh... ¿Cómo te llamas?
—Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus
hijos.
—Yo soy Hank. ¿Pero no es triste...?
—No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios
amores, una suerte horrible, a decir verdad.
—Todos tenemos una suerte horrible.
—Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me
entretengo en mirarlos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo
todo presente. Lo malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a
hacer el amor. Es la parte más difícil para mí.
—¿Son sexys?
—¡Muy, muy sexys. Dios, me ponen de verdad caliente!
—¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo.
Podremos mirarlos juntos.
—Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.
—¿Y lo hacen a menudo?
—Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.
Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.
—Escucha —decía Marty—, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna...
—No —decía la pequeña Anna—, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra
manera.
George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando
a calentarse.
—Ruthie está empezando a calentarse —le dije a Dawn.
—Sí que lo está. Está empezando de verdad.
Yo también me estaba poniendo cachondo. Abracé a Dawn y la besé.
—Mira —dijo ella—, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar
a casa y que lo hagan allí.
—Pero entonces no podré verlo.
—Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.
—De acuerdo —dije— vámonos.
Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la
jaula. Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero.
Miré a Dawn. Era realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo
podía haber fracasado con los hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar
unas relaciones... Los hombrecitos le habían costado 8000 dólares. Todo eso sólo
para alejarse de las relaciones sexuales sin alejarse de ellas. Su casa estaba
cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y fuimos hacia la
puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.
—Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trobador. ¿Verdad que es
grande? —me preguntó.
—Sí que lo es —contesté.
Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café.
Entonces se metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de
vino. La trajo en compañía de dos copas.
—Perdona —dijo— pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?
—Soy escritor.
—¿Y vas a escribir algo acerca de esto?
—Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.
—Mira —dijo Dawn —George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el
dedo. ¿Un poco de hielo?
—Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tío va bien derecho.
—No sé —dijo Dawn—, pero de verdad que me pone cachonda el mirarlos. Quizás es
porque son tan pequeños. Realmente me calientan.
—Entiendo lo que quieres decir.
—Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.
—Sí, allá van.
—¡Míralos!
—¡Dios o la puta!
Abracé a Dawn. Coimenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de
mirarme a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de
nuevo a los ojos. Yo seguía siempre su mirada.
El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.
—Mira —decía Marty—, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo
también. Incluso las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!
—¿Oíste eso? —le pregunté a Dawn—. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad
eso?
—Espero que sea verdad —dijo Dawn.
La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos. La besé a lo
largo del cuello.
—Te amo —dije.
—¿De verdad? ¿De verdad?
—Sí, de alguna manera, sí...
—De acuerdo —dijo la pequeña Anna al pequeño Marty— podemos hacerlo nosotros
también, pero que quede claro que yo no te quiero.
Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las
bragas. Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la
pequeña Anna. Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente
del mundo estuviese haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del
mundo. Nos fuimos al dormitorio y allí se la metí a Dawn en una larga y
tranquila cabalgada...
Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el
Playboy.
—Estuvo tan bien —dijo.
—Fue un placer —contesté.
Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.
—¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? —me preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún
tiempo.
—No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil.
Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh oh», dijo Dawn. Se
levantó y salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.
Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.
—¡Oh, Dios mío!
—Qué ha pasado?
—Anna se lo hizo.
—¿Qué le hizo?
—¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!
—¡Uau!
—¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!
—Ese hijo de puta —decía la pequeña Anna desde la mesita de café —si yo no puedo
tener a George, nadie lo tendrá.
—¡Ahora las dos me pertenecéis! —dijo Marty.
—Ah no, tienes que elegir una de nosotras —dijo Anna.
—¿A cuál prefieres? —preguntó Ruthie.
—Yo os amo a las dos. dijo Marty.
—Ha parado de sangrar —dijo Dawn —se está quedando frío.
Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.
—Quiero decir —dijo Dawn —que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no
quiero seguir por más tiempo.
—Creo que te amo, Dawn —dije.
—Mira —dijo ella—. ¡Marty está abrazando a Ruthie!
—¿Crees que van a hacerlo?
—No sé. Parecen excitados.
Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.
—¡Dejadme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Dejadme salir! —gritaba.
George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había
quitado las bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e
inteligente. Podía volver a estar enamorado. Era posible. Nos besamos. Me
sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces me levanté y eché a correr. Sabía
donde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor. El tiempo era un bobo
con un banjo. Seguía corriendo. Su larga cabellera me caía por la cara.
—¡Mataré a todo el mundo! —gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su
jaula de alambre a las tres de la madrugada.
CHARLES BUKOWSKI
Yo estaba sentado en un bar de Western Avenue. Era alrededor de medianoche y me
encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes,
nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros...
Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar;
como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.
Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno,
un bello cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no dí la vuelta para mirarla, seguí
con mi vaso. La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que
todos los demás asientos estaban acíos. De hecho, éramos las únicas personas que
había en el bar sin contar al encargado. Pidió un vino seco. Entonces me
preguntó lo que estaba bebiendo.
—Escocés con agua —contesté
—Y sírvale al señor un escocés con agua —le dijo al barman.
Bueno, esto no era muy normal.
Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los
puso sobre la barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban
apropiadamente vestidos y parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos
hombres.
—Ahora los hacen así —dijo ella—. Son muy caros. Me costaron cerca de 2000
dólares cada uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2400. No conozco el
proceso de fabricación pero probablemente sea ilegal.
Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a
una de las pequeñas mujeres.
—¡Tú, perra! —dijo—. No quiero saber nada más de ti.
—¡No, George, no puedes hacerme esto! —gritaba ella llorando—. ¡Yo te amo! ¡Me
mataré! ¡Te necesito!
—No me importa —dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo,
encendiéndolo con gesto altivo—. Tengo derecho a hacer lo que se me dé la gana.
—Si tú no la quieres —dijo el otro hombrecito —yo me quedo con ella, yo la amo.
—Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.
—Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.
—Lo sé, pero le amo de todos modos.
Entonces el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.
—Creo que se me está formando un triángulo —dijo la señorita que me había
invitado al whisky–. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie.
George va de bajada, se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.
—¿No es triste mirar todo esto? Eh... ¿Cómo te llamas?
—Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus
hijos.
—Yo soy Hank. ¿Pero no es triste...?
—No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios
amores, una suerte horrible, a decir verdad.
—Todos tenemos una suerte horrible.
—Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me
entretengo en mirarlos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo
todo presente. Lo malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a
hacer el amor. Es la parte más difícil para mí.
—¿Son sexys?
—¡Muy, muy sexys. Dios, me ponen de verdad caliente!
—¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo.
Podremos mirarlos juntos.
—Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.
—¿Y lo hacen a menudo?
—Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.
Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.
—Escucha —decía Marty—, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna...
—No —decía la pequeña Anna—, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra
manera.
George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando
a calentarse.
—Ruthie está empezando a calentarse —le dije a Dawn.
—Sí que lo está. Está empezando de verdad.
Yo también me estaba poniendo cachondo. Abracé a Dawn y la besé.
—Mira —dijo ella—, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar
a casa y que lo hagan allí.
—Pero entonces no podré verlo.
—Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.
—De acuerdo —dije— vámonos.
Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la
jaula. Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero.
Miré a Dawn. Era realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo
podía haber fracasado con los hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar
unas relaciones... Los hombrecitos le habían costado 8000 dólares. Todo eso sólo
para alejarse de las relaciones sexuales sin alejarse de ellas. Su casa estaba
cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y fuimos hacia la
puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.
—Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trobador. ¿Verdad que es
grande? —me preguntó.
—Sí que lo es —contesté.
Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café.
Entonces se metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de
vino. La trajo en compañía de dos copas.
—Perdona —dijo— pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?
—Soy escritor.
—¿Y vas a escribir algo acerca de esto?
—Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.
—Mira —dijo Dawn —George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el
dedo. ¿Un poco de hielo?
—Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tío va bien derecho.
—No sé —dijo Dawn—, pero de verdad que me pone cachonda el mirarlos. Quizás es
porque son tan pequeños. Realmente me calientan.
—Entiendo lo que quieres decir.
—Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.
—Sí, allá van.
—¡Míralos!
—¡Dios o la puta!
Abracé a Dawn. Coimenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de
mirarme a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de
nuevo a los ojos. Yo seguía siempre su mirada.
El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.
—Mira —decía Marty—, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo
también. Incluso las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!
—¿Oíste eso? —le pregunté a Dawn—. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad
eso?
—Espero que sea verdad —dijo Dawn.
La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos. La besé a lo
largo del cuello.
—Te amo —dije.
—¿De verdad? ¿De verdad?
—Sí, de alguna manera, sí...
—De acuerdo —dijo la pequeña Anna al pequeño Marty— podemos hacerlo nosotros
también, pero que quede claro que yo no te quiero.
Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las
bragas. Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la
pequeña Anna. Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente
del mundo estuviese haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del
mundo. Nos fuimos al dormitorio y allí se la metí a Dawn en una larga y
tranquila cabalgada...
Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el
Playboy.
—Estuvo tan bien —dijo.
—Fue un placer —contesté.
Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.
—¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? —me preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún
tiempo.
—No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil.
Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh oh», dijo Dawn. Se
levantó y salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.
Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.
—¡Oh, Dios mío!
—Qué ha pasado?
—Anna se lo hizo.
—¿Qué le hizo?
—¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!
—¡Uau!
—¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!
—Ese hijo de puta —decía la pequeña Anna desde la mesita de café —si yo no puedo
tener a George, nadie lo tendrá.
—¡Ahora las dos me pertenecéis! —dijo Marty.
—Ah no, tienes que elegir una de nosotras —dijo Anna.
—¿A cuál prefieres? —preguntó Ruthie.
—Yo os amo a las dos. dijo Marty.
—Ha parado de sangrar —dijo Dawn —se está quedando frío.
Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.
—Quiero decir —dijo Dawn —que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no
quiero seguir por más tiempo.
—Creo que te amo, Dawn —dije.
—Mira —dijo ella—. ¡Marty está abrazando a Ruthie!
—¿Crees que van a hacerlo?
—No sé. Parecen excitados.
Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.
—¡Dejadme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Dejadme salir! —gritaba.
George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había
quitado las bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e
inteligente. Podía volver a estar enamorado. Era posible. Nos besamos. Me
sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces me levanté y eché a correr. Sabía
donde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor. El tiempo era un bobo
con un banjo. Seguía corriendo. Su larga cabellera me caía por la cara.
—¡Mataré a todo el mundo! —gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su
jaula de alambre a las tres de la madrugada.
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