Julio Verne
Cinco semanas en globo
I
El final
de un discurso muy aplaudido. ‑
Presentación
del doctor Samuel Fergusson. ‑
«
Excelsior. » ‑ Retrato de cuerpo entero del doctor. ‑
Un
fatalista convencido. ‑ Comida en el Traveller’s
Club. ‑
Numerosos brindis de circunstancias
El día 14 de enero de 1862 había
asistido un numeroso auditorio a la sesión de la Real Sociedad Geográfica de
Londres, plaza de Waterloo, 3. El presidente, sir Francis M .... comunicaba a
sus ilustres colegas un hecho importante en un discurso frecuentemente
interrumpido por los aplausos.
Aquella notable muestra de elocuencia finalizaba con unas
cuantas frases rimbombantes en las que el patriotismo manaba a borbotones:
«Inglaterra ha marchado siempre a la cabeza de las naciones
(ya se sabe que las naciones marchan universalmente a la cabeza unas de otras)
por la intrepidez con que sus viajeros acometen descubrimientos geográficos. (Numerosas muestras de aprobación.) El
doctor Samuel Fergusson, uno de sus gloriosos hijos, no faltará a su origen. (Por doquier.¡No! ¡No!) Su tentativa,
si la corona el éxito (gritos de: ¡La
coronará!), enlazará, completándolas, las nociones dispersas de la cartografía
africana (vehemente aprobación), y si fracasa (gritos de: ¡Imposible! ¡Imposible!), quedará consignada
en la Historia como una de las más atrevidas concepciones del talento humano. (Entusiasmo frenético.)»
‑¡Hurra! ¡Hurra! ‑aclamó la asamblea, electrizada por tan
conmovedoras palabras.
‑¡Hurra por el intrépido Fergusson! ‑exclamó uno de los
oyentes más expansivos.
Resonaron entusiastas gritos. El nombre de Fergusson
salió de todas las bocas, y fundados motivos tenemos para creer que ganó mucho
pasando por gaznates ingleses. El salón de sesiones se estremecio.
Allí se hallaba, sin embargo, un sinfín de intrépidos
viajeros, envejecidos y fatigados, a los que su temperamento inquieto había
llevado a recorrer las cinco partes del mundo. Todos ellos, en mayor o menor
medida, habían escapado física o moralmente a los naufragios, los incendios,
los tomahawk de los indios, los rompecabezas de los salvajes, los horrores del
suplicio o los estómagos de la Polinesia. Pero nada pudo contener los latidos
de sus corazones durante el discurso de sir Francis M .... y la Real Sociedad
Geográfica de Londres, sin duda, no recuerda otro triunfo oratorio tan
completo.
Pero en Inglaterra el entusiasmo no se reduce a vanas
palabras. Acuña moneda con más rapidez aun que los volantes de la Royal Mint.[L1] Se abrió, antes de levantarse la sesión, una suscripción a favor del
doctor Fergusson que alcanzó la suma de dos mil quinientas libras. La
importancia de la cantidad recaudada guardaba proporción con la importancia de
la empresa.
Uno de los miembros de la sociedad interpeló al presidente
para saber si el doctor Fergusson seria presentado oficialmente.
‑El doctor está a disposición de la asamblea ‑respondió
sir Francis M...
‑¡Que entre! ¡Que entre! ‑gritaron todos‑. Bueno es que
veamos con nuestros propios ojos a un hombre de tan extraordinaria audacia.
‑Acaso tan increíble proposición ‑dijo un viejo comodoro
apoplético‑ no tenga más objeto que embaucarnos.
‑¿Y si el doctor Fergusson no existiera? ‑preguntó una voz
maliciosa.
‑Tendríamos que inventarlo ‑respondió un miembro bromista
de aquella grave sociedad.
‑Hagan pasar al doctor Fergusson ‑dijo sencillamente sir
Francis M...
Y el doctor entró entre estrepitosos aplausos, sin conmoverse
lo más mínimo.
Era un hombre de unos cuarenta años, de estatura y
constitución normales; el subido color de su semblante ponía en evidencia un
temperamento sanguíneo; su expresión era fría, y en sus facciones, que nada
tenían de particular, sobresalía una nariz asaz voluminosa, a guisa de
bauprés, como para caracterizar al hombre predestinado a los descubrimientos;
sus ojos, de mirada muy apacible y más inteligente que audaz, otorgaban un gran
encanto a su fisonomía; sus brazos eran largos y sus pies se apoyaban en el
suelo con el aplomo propio de los grandes andarines
Toda la persona del doctor respiraba una gravedad
tranquila, que no permitía ni remotamente acariciar la idea de que pudiese ser
instrumento de la más insignificante farsa.
Así es que los hurras y los aplausos no cesaron hasta que,
con un ademán amable, el doctor Fergusson pidió un poco de silencio. A
continuación se acercó al sillón dispuesto expresamente para él y desde allí,
en pie, dirigiendo a los presentes una mirada enérgica, levantó hacia el
cielo el índice de la mano derecha, abrió la boca y pronunció esta sola
palabra:
‑¡Excelsior!
¡No! ¡Ni una interpelación inesperada de los señores
Dright y Cobden, ni una demanda de fondos,extraordinarlos por parte de lord
Palmerston para fortificar los peñascos de Inglaterra, habían obtenido nunca un
éxito tan completo! El discurso de sir Francis M... había quedado atrás, muy
atrás. El doctor se manifestaba a la vez sublime, grande, sobrio y
circunspecto; había pronunciado la palabra adecuada a la situación: «¡Excelsior!»
El viejo comodoro, completamente adherido a aquel hombre
extraordinario, reclamó la inserción «íntegra» del discurso de Samuel Fergusson
en los Proceedings of the
Royal Geographical Society of London[L2].
¿Quién era, pues, aquel doctor, y cuál la empresa que iba
a acometer?
El padre del joven Fergusson, denodado capitán de la Marina
inglesa, había asociado a su hijo, desde su más tierna edad, a los peligros y
aventuras de su profesión. Aquel digno niño, que no pareció haber conocido
nunca el miedo, anunció muy pronto un talento despejado, una inteligencia de
investigador, una afición notable a los trabajos científicos; mostraba, además,
una habilidad poco común para salir de cualquier atolladero; no se apuró nunca
por nada de este mundo, ni siquiera a la hora de servirse por vez primera en la
comida del tenedor, cosa en la que los niños no suelen sobresalir.
Su imaginación se inflamó muy pronto con la lectura de
las empresas audaces y de las exploraciones marítimas. Siguió con pasión los
descubrimientos que señalaron la primera parte del siglo XIX y soñó con la
gloria de los Mungo‑Park, de los Bruce, de los Caillié, de los Levaillant, e
incluso un poco, según creo, con la de Selrik, el Robinsón Crusoe, que no le
parecía inferior. ¡Cuántas horas bien ocupadas pasó con él en la isla de Juan
Fernández! Aprobó con frecuencia las ideas del marinero abandonado; discutió
algunas veces sus planes y sus proyectos. Él habría procedido de otro modo, tal
vez mejor; en cualquier caso, igual de bien. Pero, desde luego, jamás habría
dejado aquella isla de bienaventuranza, donde era tan feliz como un rey sin
súbditos... No, ni siquiera en el caso de que le hubieran nombrado primer lord
del Almirantazgo.
Dejo a la consideración del lector si semejantes tendencias
se desarrollaron durante su aventurera juventud lanzada a los cuatro vientos.
Su padre, hombre instruido, no dejaba de consolidar aquella perspicaz
inteligencia con estudios continuados de hidrografía, física y mecánica,
acompañados de algunas nociones de botánica, medicina y astronomía.
A la muerte del digno capitán, Samuel
Fergusson tenía veintidós años de edad y había dado ya la vuelta al mundo.
Ingresó en el cuerpo de ingenieros bengalíes y se distinguió en varias
acciones; pero la existencia de soldado no le convenía, dada su escasa
inclinacion a mandar y menos aún a obedecer. Dimitió y, ya cazando, ya
herborizando, remontó hacia el norte de la península india y la atravesó desde
Calcuta a Surate. Un simple paseo de aficionado.
Desde Surate le vemos pasar a Australia, y tomar parte, en
1845, en la expedición del
capitán Sturt, encargado de descubrir ese mar Caspio que se supone existe en
el centro de Nueva Holanda.
En 1850, Samuel Fergusson regresó a Inglaterra
y, más dominado que nunca por la fiebre de los descubrimientos, acompañó hasta
1853 al capitán Mac Clure en la
expedición que costeó el continente americano desde el estrecho de Behring
hasta el cabo de Farewel.
A pesar de todas las fatigas, y bajo todos los climas,
Fergusson resistía maravillosamente. Se hallaba a sus anchas en medio de las
mayores privaciones. Era el perfecto viajero, cuyo estómago se reduce o se
dilata a voluntad, cuyas piernas se estiran o se encogen según la improvisada
cama, y que se duerme a cualquier hora del día y despierta a cualquier hora de
la noche.
Nada menos asombroso por consiguiente, que hallar a
nuestro infatigable viajero visitando desde 1855 hasta 1857 todo el oeste del
Tíbet en compañía de los hermanos Schtagintweit, para traernos de aquella exploración
observaciones etnográficas de lo más curioso.
Durante aquellos viajes, Samuel Fergusson fue el corresponsal
más activo e interesante del Daily Telegraph,
ese periódico que cuesta un penique y cuya tirada, que asciende a ciento
cuarenta mil ejemplares diarios, apenas logra abastecer a sus millones de
lectores.
Así pues, el doctor era hombre bien conocido, pese a no
pertenecer a ninguna institución científica, ni a las Reales Sociedades
Geográficas de Londres, París, Berlín, Viena o San Petersburgo, ni al Club de
los Viajeros, ni siquiera a la Royal Politechnic Institution, donde su amigo,
el estadista Kokburn, metía mucho ruido.
Un día Kokburn le propuso, para darle
gusto, resolver el siguiente problema: dado el número de millas recorridas
por el doctor alrededor del mundo, ¿cuántas millas más ha andado su cabeza que
sus pies, teniendo en cuenta la diferencia de los radios? O bien, conociendo el
número de millas recorridas por los pies y por la cabeza del doctor, calcular
su estatura con toda exactitud.
Pero Fergusson continuaba manteniéndose alejado de las
sociedades científicas, pues era feligrés militante, no parlante; le parecía
emplear mejor el tiempo investigando que discutiendo, y prefería un
descubrimiento a cien discursos.
Cuéntase que un inglés se trasladó a Ginebra con intención
de visitar el lago. Le metieron en un carruaje antiguo en el que los asientos
estaban de lado, como en los ómnibus, y a él le tocó por casualidad estar
sentado de espaldas al lago. El carruaje realizó pacíficamente su viaje
circular y nuestro inglés, aunque ni una sola vez volvió la cabeza, regresó a
Londres perdidamente enamorado del lago de Ginebra.
El doctor Fergusson, por su parte, durante sus viajes se
había vuelto más de una vez, y de tal modo que había visto mucho. No hacía más
que obedecer a su naturaleza, y tenemos más de un motivo valedero para creer
que era algo fatalista, aunque de un fatalismo muy ortodoxo, pues contaba
consigo mismo y hasta con la Providencia; se sentía más bien empujado a los
viajes que atraído por ellos y recorría el mundo a la manera de una locomotora,
la cual no se dirige, sino que es dirigida por el camino.
‑Yo no sigo mi camino ‑decía el doctor con frecuencia‑;
el camino me sigue a mí.
A nadie asombrará, pues, la indiferencia y sangre fría con
que acogió los aplausos de la Real Sociedad; estaba muy por encima de tales
miserias, exento de orgullo y más aún de vanidad; le parecía muy sencilla la
proposición que había dirigido al presidente, sir Francis M .... y ni siquiera
se percató del inmenso efecto que había producido.
Después de la sesión, el doctor fue conducido al
Traveller's Club, en Pall Mall, donde se celebraba un soberbio banquete. Las
dimensiones de las piezas servidas a la mesa guardaban proporción con la
importancia del personaje, y el esturión que figuraba en tan espléndida comida
no medía ni un centímetro menos que el propio Samuel Fergusson.
Se hicieron numerosos brindis con vinos de Francia en
honor de los célebres viajeros que se habían ilustrado en las tierras de
África. Se bebió a su salud o en su memoria, y por orden alfabético, lo que es
muy inglés: por Abbadie, Adams, Adamson, Anderson, Arnaud, Baikie, Baldwin,
Barth, Batuoda, Beke, Beltrame, Du Berba, Binbanchi, Bolohnesi, Bolwik,
Bolzoni, Bonnemain, Brisson, Browne, Bruce, Brun‑Rollet, Burchell, Burtckhardt,
Burton, Caillaud, Caillié, Campbell, Chapman, Clapperton, Clol Rey, Colomien,
Courval, Cumming, Cunny, Debono, Decken, Denham, Desavamchers, Dicksen,
Dickson, Dochard, Duchaillu, Duncan, Durand, Duroulé, Duveyrier, Erchardt,
D'Escayrac de Lautore, Ferret, Fresnel, Gallnier, Galton, Geoffroy, Golberry,
Hahn Hahn, Harnier, Hecquart, Heuglin, Homernann, Houghton, Imbert Kaufmann,
Knoblecher, Krapf, Kummer, Lafaille, Lafargue, Laing, Lambert, Lamiral,
Lamprière, John Lander, Richard Lander, Lefebre, Lejean, Levaillan,
Livingstone, Maccarthie, Magglar, Maizan, Malzac, Moffat, Mollien, Monteiro,
Morrison, Mungo‑Park, Neimans, Overweg, Panett, Partarrieau, Pascal, Pearse,
Peddie, Peney, Petherick, Poncet, Puax, Raffene, Rath, Rebmann, Richardson, Riley,
Ritchie, Rochet D'Aricourt, Rongawi, Roscher, Ruppel Saugnier, Speke, Steidner,
Tribaud, Thompson, Thornton, Toole, Tousny, Trotter, Tuckey, Tyrwitt, Vaudey,
Veyssiére, Vincent, Vinco, Vogel, Warhlberg, Warington, Washington, Werne, Wild
y, por último, por el doctor Samuel Fergusson, el cual, con su increíble
tentativa, debía enlazar los trabajos de aquellos viajeros y completar la serie
de los descubrimientos africanos.
II
Un
artículo del Daily Telegraph. ‑ Guerra de
Periódicos
científicos. ‑ El señor Petermann apoya a su
amigo el
doctor Fergusson. ‑ Respuesta del sabio Koner.
‑
Apuestas comprometidas. ‑ Varias proposiciones
hechas
al doctor
Al día siguiente, en su número del 15 de enero, el Daily Telegraph publicó un artículo
concebido en los siguientes términos:
África desvelará por fin el secreto de sus vastas soledades.
Un Edipo moderno nos dará la clave del enigma que no han podido descifrar los
sabios de sesenta siglos. En otro tiempo, buscar el nacimiento del Nilo, fontes Nili quoerere, se consideraba una
tentativa insensata, una irrealizable quimera.
El doctor Barth, siguiendo hasta Sudán el camino trazado
por Denham y Clapperton; el doctor Livingstone, multiplicando sus intrépidas
investigaciones desde el cabo de Buena Esperanza hasta el golfo de Zambeze; y
los capitanes Burton y Speke, con el descubrimiento de los Grandes Lagos
interiores, abrieron tres caminos a la civilización moderna. Su punto de
intersección, al cual no ha podido llegar ningún viajero, es el corazón mismo
de África. Hacia ahí deben encaminarse todos los esfuerzos.
Pues bien, los trabajos de aquellos atrevidos pioneros de
la ciencia quedarán enlazados gracias a la audaz tentativa del doctor Samuel
Fergusson, cuyas importantes exploraciones han tenido ocasión de apreciar más
de una vez nuestros lectores.
El intrépido descubridor (discoverer) se propone atravesar en globo toda África de este a
oeste. Si no estamos mal informados, el punto de partida de su sorprendente
viaje será la isla de Zanzíbar, en la costa oriental. En cuanto al punto de
llegada, tan sólo la Providencia lo sabe.
Ayer se presentó oficialmente en la Real Sociedad
Geográfica la propuesta de esta exploración científica, y se concedieron dos
mil quinientas libras para sufragar los gastos de la empresa.
Tendremos a nuestros lectores al corriente de tan audaz
tentativa, sin precedente en los fastos geográficos.
Como era de esperar, el artículo del Daily Telegraph causó un gran alboroto. Levantó las tempestades de
la incredulidad, y el doctor Fergusson pasó por un ser puramente quimérico,
inventado por el señor Barnum, que después de haber trabajado en Estados
Unidos, se disponía a «hacer» las islas Británicas.
En Ginebra, en el número de febrero de los Boletines de
la Sociedad Geográfica, apareció una respuesta humorística; su autor se burlaba,
con no poco ingenio, de la Real Sociedad de Londres, del Traveller's Club y del
fenomenal esturión.
Pero el señor Petermann, en sus Mittneilungen, publicados
en Gotha, impuso el más absoluto silencio al periódico de Ginebra. El señor
Petermann conocía personalmente al doctor Fergusson y salía garante de la empresa
de su valeroso amigo.
Todas las dudas se invalidaron muy pronto. En Londres se
hacían los preparativos del viaje; las fábricas de Lyon habían recibido el
encargo de una importante cantidad de tafetán para la construcción del
aeróstato; y el Gobierno británico ponía a disposición del doctor el transporte
Resolute, al mando del capitán
Pennet.
Brotaron estímulos, estallaron felicitaciones. Los pormenores
de la empresa aparecieron muy circunstanciados en los Boletines de la Sociedad
Geográfica de París y se insertó un artículo notable en los Nuevos Anales de viajes, geografía, historia
y arqueología de V. A. Malte-Brun. Un minucioso trabajo publicado en Zeitschrift Algemeine Erd Kunde por el
doctor W. Kouer, demostró la posibilidad del viaje, sus probabilidades de
éxito, la naturaleza de los obstáculos y las inmensas ventajas de la locomoción
por vía aérea; no censuró más que el punto de partida; creía preferible salir
de Massaua, ancón de Abisinia, desde el cual James Bruce, en 1768, se había
lanzado a la exploración del nacimiento del Nilo. Admiraba sin reserva alguna
el carácter enérgico del doctor Fergusson y su corazón cubierto con un triple
escudo de bronce que concebía e intentaba semejante viaje.
El North American
Review vio, no sin disgusto, que estaba reservada a
Inglaterra tan alta gloria; procuro poner en ridículo la proposición del
doctor, y le indicó que, hallándose en tan buen camino, no parase hasta
América.
En una palabra, sin contar los diarios del mundo entero,
no hubo publicación científica, desde el Journal des Missions evangéliques
hasta la Revue algérienne et coloniale, desde los Annales de la Propagation de la Foi hasta el Church Missionary Intelligencer, que no considerase el hecho bajo todos sus aspectos.
En Londres y en toda Inglaterra se
hicieron considerables apuestas: primero, sobre la existencia real o supuesta
del doctor Fergusson; segundo, sobre el viaje en sí, que no se intentaría,
según unos, y según otros se emprendería pronto; tercero, sobre si tendría o
no éxito; y cuarto, sobre las probabilidades o improbabilidades del regreso del
doctor Fergusson. En el libro de las apuestas se consignaron enormes sumas,
como si se hubiese tratado de las carreras de Epsom.
Así pues, crédulos e incrédulos, ignorantes y sabios,
fijaron todos su atención en el doctor, el cual se convirtió en una celebridad
sin sospecharlo. Dio gustoso noticias precisas de sus proyectos
expedicionarios. Hablaba con quien quería hablarle y era el hombre más franco
del mundo. Se le presentaron algunos audaces aventureros para participar de la
gloria y peligros de su tentativa, pero se negó a llevarlos consigo sin dar
razón de su negativa.
Numerosos inventores de mecanismos aplicables a la
dirección de los globos le propusieron su sistema, pero no quiso aceptar
ninguno. A los que le preguntaban si acerca del particular había descubierto
algo nuevo, les dejó sin ninguna explicación, y siguió ocupándose, con una
actividad creciente, de los preparativos de su viaje.
III
El amigo
del doctor. ‑ De cuándo databa su amistad. ‑
Dick
Kennedy en Londres. ‑ Proposición inesperada,
pero
nada tranquilizadora. ‑ Proverbio poco
consolador.
‑ Algunas palabras acerca del martirologio
africano.
‑ Ventajas del globo aerostático. ‑ El secreto
del
doctor Fergusson
El doctor Fergusson tenía un amigo. No era éste una
réplica de sí mismo, un alter ego, pues
la amistad no podría existir entre dos seres absolutamente idénticos.
Pero, si bien poseían cualidades y aptitudes diferentes y
un temperamento distinto, Dick Kennedy y Samuel Fergusson vivían animados por
un mismo y único corazón, cosa que, lejos de molestarles, les complacía.
Dick Kennedy era escocés en toda la aceptación de la
palabra; franco, resuelto y obstinado. Vivía en la aldea de Leith, cerca de
Edimburgo, un verdadero arrabal de la «Vieja
Ahumada».[L3] A veces practicaba la pesca, pero en todas partes y siempre era un
cazador determinado, lo que nada tiene de particular en un hijo de Caledonia algo
aficionado a recorrer las montañas de Highlands. Se le citaba como un
maravilloso tirador de escopeta, pues no sólo partía las balas contra la hoja
de un cuchillo, sino que las partía en dos mitades tan iguales que, pesándolas
luego, no se hallaba entre una y otra diferencia apreciable.
La fisonomía de Kennedy recordaba mucho la de Halbert
Glendinning tal como lo pintó Walter Scott en El Monasterio. Su estatura
pasaba de seis pies ingleses[L4] aunque agraciado y esbelto, parecía estar dotado de una fuerza
hercúlea. Un rostro muy tostado por el sol, unos ojos vivos y negros, un
atrevimiento natural muy decidido, algo, en fin, de bondad y solidez en toda
su persona, predisponía en favor del escocés.
Los dos amigos se conocieron en la India, donde servían en
un mismo regimiento. Mientras Dick cazaba tigres y elefantes, Samuel cazaba
plantas e insectos. Cada cual podía blasonar de diestro en su especialidad, y
más de una planta rara cogió el doctor, cuya conquista le costó tanto como un
buen par de colmillos de marfil.
Los dos jóvenes nunca tuvieron ocasión de salvarse la vida
uno a otro ni de prestarse servicio alguno, por lo que su amistad permanecía
inalterable. Algunas veces les alejó la suerte, pero siempre les volvió a unir
la simpatía.
Al regresar a Inglaterra, les separaron con frecuencia las
lejanas expediciones del doctor, pero este, a la vuelta, no dejó nunca de ir,
no ya a preguntar por su amigo el escoces, sino a pasar con él algunas semanas.
Dick hablaba del pasado, Samuel preparaba el porvenir; el
uno miraba hacia adelante, el otro hacia atrás. De ello resultaba que Fergusson
tenía el ánimo siempre inquieto, mientras que Kennedy disfrutaba de una perfecta
calma.
Después de su viaje al Tibet, el doctor estuvo dos años
sin hablar de expediciones nuevas. Dick llegó a imaginar que se habían
apaciguado los instintos de viaje e impulsos aventureros de su amigo, lo que le
complacía en extremo. La cosa, se decía a sí mismo, tenía un día u otro que
concluir de mala manera. Por más que se tenga don de gentes, no se viaja
impunemente entre antropófagos y fieras. Kennedy procuraba, pues, tener a raya
a Samuel, que había hecho ya bastante por la ciencia y demasiado para la
gratitud humana.
El doctor no respondía una palabra; permanecía pensativo y
después se entregaba a secretos cálculos, pasando las noches en operaciones de
numeros y experimentos con aparatos singulares de los que nadie se percataba.
Se percibía que en su cerebro fermentaba un gran pensamiento.
‑¿Qué estará tramando? ‑se preguntó Kennedy en enero,
cuando su amigo se separó de él para volver a Londres.
Una mañana lo supo por el artículo del Daily Telegraph.
‑¡Misericordia! ‑‑exclamó‑. ¡Insensato! ¡Loco! ¡Atravesar
África en un globo! ¡Es lo único que nos faltaba! ¡He aquí en lo que meditaba
desde hace dos años!
Sustituyan todos esos signos de admiración por puñetazos
enérgicamente asestados en la cabeza, y se harán una idea del ejercicio al que
se entregaba el buen Dick mientras profería semejantes palabras.
Cuando la vieja Elspteh, que era su ama de llaves, insinuó
que podía tratarse muy bien de una chanza, él respondió:
‑¡Una chanza! No, le conozco demasiado, ya sé yo de qué
pie cojea. ¡Viajar por el aire! ¡Ahora se le ha ocurrido tener envidia de las
águilas! ¡No, no se irá! ¡Yo le ataré corto! ¡Si le dejase, el día menos
pensado se nos iría a la Luna!
Aquella misma tarde, Kennedy, inquieto y también
incomodado, tomó el ferrocarril en General Rallway Station, y al día siguiente
llegó a Londres.
Tres cuartos de hora después se apeó de un coche de
alquiler junto a la pequeña casa del doctor, en Soho Square, Greek Street, se
encaramó por la escalera y llamó a la puerta cinco veces seguidas.
Le abrió Fergusson en persona.
‑¿Dick? ‑dijo sin mucho asombro.
‑El mismo ‑respondió Kennedy.
‑¡Cómo, mi querido Dick! ¿Tú en Londres durante las
cacerías de invierno?
‑Yo en Londres.
‑¿Y qué te trae por aquí?
‑La necesidad de impedir una locura que no tiene nombre.
‑¿Una locura? ‑preguntó el doctor.
‑¿Es cierto lo que dice este periódico? ‑replicó Kennedy,
mostrando el número del Daily Telegraph.
‑¡Ah! ¿Te refieres a eso? ¡Qué indiscretos son los
periódicos! Pero, siéntate, Dick.
‑No quiero sentarme. ¿De verdad tienes la intención de
emprender ese viaje?
‑Ya lo creo. Estoy haciendo los preparativos y pienso...
‑¿Dónde están esos preparativos, que quiero hacerlos
pedazos? ¿Dónde están?
El digno escocés estaba verdaderamente furioso.
‑Calma, mi querido Dick ‑repuso el doctor‑. Comprendo tu
cólera. Estás ofendido conmigo porque hasta ahora no te he contado nada acerca
de mis nuevos proyectos.
‑¡Y a eso le llamas nuevos proyectos!
‑Estaba muy ocupado ‑añadió Samuel sin admitir la
interrupción‑, he tenido que hacer muchas cosas. Pero, tranquilízate, no
hubiera partido sin escribirte...
‑Me río yo...
‑Porque tengo intención de llevarte conmigo.
El escocés dio un salto digno de un camello.
‑¿Conque ésas tenemos? ‑repuso‑. ¿Pretendes que nos
encierren a los dos en el hospital de Betlehem?[L5]
~He contado positivamente contigo, carísimo Dick, y te he
escogido a ti excluyendo a muchos aspirantes. ‑Kennedy estaba atónito‑. Cuando
me hayas escuchado durante diez minutos ‑respondió tranquilamente el doctor‑,
me darás las gracias.
‑¿Hablas en serio?
‑Muy en serio.
‑¿Y si me niego a acompañarte?
‑No te negarás.
‑Pero ¿y si me niego?
‑Me iré solo.
‑Sentémonos ‑dijo el cazador‑, y hablemos desapasionadamente.
Puesto que no bromeas, vale la pena discutir el asunto.
‑Discutamos almorzando, si no tienes en ello inconveniente,
mi querido Dick.
Los dos amigos se sentaron a la mesa frente a frente,
entre un montón de emparedados y una enorme tetera.
‑Amigo Samuel ‑dijo el cazador‑, tu proyecto es insensato.
¡Es de realización imposible! ¡Es de todo punto impracticable!
‑Eso lo veremos después de haberlo intentado.
‑Precisamente eso es lo que no hay que hacer, intentarlo.
‑¿Por qué?
‑¿Y los peligros y obstáculos de todo género?
‑Los obstáculos ‑contestó gravemente Fergusson- se han
inventado para ser vencidos. En cuanto a los peligros, ¿quién puede estar
seguro de que los evita? Todo es peligro en la vida. Peligroso puede ser
sentarse a la mesa o ponerse el sombrero; además, es preciso considerar lo que
debe suceder como si hubiese ya sucedido, y no ver más que el presente en el
porvenir, puesto que el porvenir no es sino un presente algo más lejano.
~¿Qué dices? ‑replicó Kennedy, encogiéndose de hombros‑.
Eres un fatalista.
‑Fatalista en el buen sentido de la palabra. No nos
preocuparemos de lo que la suerte nos reserva y no olvidemos jamás nuestro
proverbio inglés: «Haga lo que haga, no se ahogará quien ha nacido para ser
ahorcado.»
No había nada que responder, lo que no impidió a Kennedy
eslabonar una serie de argumentos fáciles de imaginar, pero que resultaría
interminable reproducir aquí.
‑En fin ‑dijo, después de una hora de discusión‑, si te
empeñas en atravesar África, si ello es necesario para tu felicidad, ¿por qué
no tomas los caminos ordinarios?
‑¿Por qué? ‑respondió el doctor, animándose‑. ¡Porque
hasta ahora todas las tentativas han fracasado! ¡Porque desde Mungo‑Park,
asesinado en el Níger, hasta Vogel, que desapareció en el Wadal; desde Oudney,
muerto en Murmur, y Clapperton, muerto en Sackatou, hasta Maizan, hecho
pedazos; desde el mayor Laing, asesinado por los tuaregs, hasta Roscher de
Hamburgo, degollado a principios del 1860, se han inscrito numerosas víctimas
en el martirologio africano! ¡Porque luchar contra los elementos, contra el
hambre, la sed y la fiebre, contra los animales feroces y contra tribus más
feroces aún es imposible! ¡Porque lo que no se puede hacer de una manera, debe
intentarse de otra! ¡En fin, porque cuando no se puede pasar por en medio, se
pasa por un lado o por encima!
‑¡Si no se tratase más que de pasar! ‑replicó Kennedy‑.
¡Pero es posible caerse!
‑Y bien ‑repuso el doctor con la mayor sangre fría‑, ¿qué
puedo temer? Como supondrás, he tomado mis precauciones para no sufrir una
caída del globo; y, si éste me fallase, me hallaría en tierra en las
condiciones normales de los exploradores. Pero mi globo no me fallará; ni
siquiera considero tal posibilidad.
‑Pues es menester considerarla.
‑No, amigo Dick. No pienso separarme de mi globo hasta que
haya llegado a la costa occidental de África. Con él, todo es posible; sin él,
quedo expuesto a los peligros y obstáculos naturales de tan difícil
expedicion; con él, ni el calor, ni los torrentes, ni las tempestades, ni el simún,
ni los climas insalubres, ni los animales salvajes, ni los hombres pueden
inspirarme miedo alguno. Si tengo demasiado calor, subo; si tengo frío, bajo;
si encuentro una montaña, la salvo; si un precipicio, lo paso; si un río, lo
atravieso; si una tempestad, la domino; si un torrente, lo cruzo como un
pájaro. Avanzo sin cansarme, me detengo sin necesidad de reposo. Planeo sobre
ciudades desconocidas. Vuelo con la rapidez del huracán, tan pronto por las
regiones más elevadas de la atmósfera como a cien pasos de tierra, y el mapa de
África se abre ante mis ojos en el gran atlas del mundo.
El buen Kennedy empezaba a emocionarse, y sin embargo, el
espectáculo evocado le producía vértigo. Contemplaba a Samuel con admiración,
pero también con miedo; le parecía que estaba ya balanceándose en el espacio.
‑Veamos ‑dijo‑. Reflexionemos un poco, amigo Samuel. ¿Has
hallado pues, el medio de dirigir los globos?
‑Por supuesto que no. Es una utopía.
‑Entonces, irás...
‑A donde quiera la Providencia; pero será del este al
oeste.
‑¿Por qué?
‑Porque cuento con valerme de los vientos alisios, cuya
dirección es constante.
‑¡Es verdad! ‑exclamó Kennedy, reflexionando‑. Los vientos
alisios... Seguramente... En rigor, se puede... Algo hay...
‑¡Si hay algo! No, amigo mío, hay más que algo. El
Gobierno inglés ha puesto un transporte a mi disposición, y está también
resuelto que crucen tres o cuatro buques por la costa occidental hacia la época
presunta de mi llegada. Dentro de tres meses, todo lo más, me hallaré en
Zanzibar, donde hincharé mi globo, y desde allí nos lanzaremos...
‑¿Nos lanzaremos? ‑exclamó Dick.
‑¿Te atreverás a hacerme aún alguna nueva objeción?
Habla, amigo Kennedy.
‑¡Una objeción! Se me ocurren más de mil; pero entre
otras, dime: si tienes previsto conocer el país, si tienes previsto subir y
bajar a tu albedrío, no lo podrás hacer sin perder gas; hasta ahora no se ha
podido proceder de otra manera, lo que ha impedido siempre las largas peregrinaciones
por la atmósfera.
‑Querido Dick, sólo te diré una cosa: yo no perderé ni un
átomo de gas, ni una molécula.
‑¿Y bajarás cuando quieras?
‑Cuando quiera.
‑¿Cómo?
‑El cómo es mi secreto, amigo Dick. Ten confianza, y que
mi divisa sea la tuya: ¡Excelsior!
‑Pues bien, ¡Excelsior!
‑respondió el cazador, que no sabía una palabra de latín.
Sin embargo, estaba decidido a oponerse por todos los
medios posibles a la partida de su amigo. De momento fingió adherirse a su
parecer y se contentó con observar. En cuanto a Samuel, fue a activar sus
preparativos.
IV
Exploraciones
africanas. ‑ Barth, Richardson,
Overweg, Werne, Brun‑Rollet, Peney, Andrea
Debono,
Miani, Guillaume Lejean, Bruce, Krapf y
Rebmann, Maizan, Roscher, Burton y Speke
La línea aérea que el doctor Fergusson se proponía seguir
no había sido escogida al azar; su punto de partida fue cuidadosamente
estudiado, y no sin razón el explorador resolvió verificar la ascensión desde
la isla de Zanzíbar. Esta isla, situada cerca de la costa oriental de África,
se encuentra a 60 de latitud austral, es decir, cuatrocientas
treinta millas geográficas debajo del ecuador.
De aquella isla acababa de partir la última expedición
enviada por los Grandes Lagos en busca del nacimiento del Nilo.
Pero conviene indicar qué exploraciones esperaba enlazar
el doctor Fergusson unas con otras.
Destacan dos: la del doctor Barth, en 1849, y la de los
tenientes Burton y Speke, en 1858.
El doctor Barth es un hamburgués que obtuvo para sí y para
su compatriota Overweg el permiso de unirse a la expedición del inglés
Richardson, encargado de una misión en Sudán.
Sudán es un vasto país situado entre los 150 y
los 100 de latitud norte, es decir, que para llegar a él es menester
penetrar mas de mil quinientas millas en el interior de África.
Hasta entonces aquella comarca únicamente era conocida
por el viaje de Denham, Clapperton y Oudney, verificado entre 1822 y 1824.
Richardson, Barth y Overweg, ansiosos de llevar más lejos sus investigaciones,
llegan a Túnez y a Trípoli, como sus antecesores, y luego a Murzuk, capital
del Fezzán.
Abandonan entonces la línea recta y tuercen en dirección
oeste, hacia Ghat, guiados, no sin dificultades, por los tuaregs. Después de
mil escenas de saqueo, vejaciones y ataques a mano armada, su caravana llega en
octubre al vasto oasis del Asben. El doctor Barth se separa de sus compañeros,
hace una excursión a la ciudad de Agadés y se incorpora de nuevo a la
expedición, la cual vuelve a ponerse en marcha el 12 de diciembre. Ésta llega
a la provincia de Damergu, donde los tres viajeros se separan, y Barth, que
toma el camino de Kano, llega a este punto a fuerza de paciencia y pagando
considerables tributos.
A pesar de una fiebre intensa, deja la ciudad de Kano el 7
de marzo, acompañado por un solo criado. El principal objeto de su viaje es
reconocer el lago Chad, del cual le separan aún trescientas cincuenta millas.
Avanza, pues, hacia el este y alcanza la ciudad de Zuricolo, en Bornu, que es
el núcleo del gran imperio central de África. Allí se entera de la muerte de
Richardson, debida a la fatiga y las privaciones. Llega a Kuka, capital de
Bornu, a orillas del lago. Al cabo de tres semanas, el 14 de abril, doce meses
y medio después de haber salido de Trípoli, alcanza la ciudad de Ngornu.
Le volvemos a encontrar partiendo el 29 de marzo de 1851,
con Overweg, para visitar el reino de Adamaua, al sur del lago. Llega a la
ciudad de Yola, un poco más abajo de los 90 de latitud norte; es el
límite extremo alcanzado al sur por tan atrevido viajero.
En agosto vuelve a Kuka, desde donde recorre sucesivamente
el Mandara, el Baguirmi y el Kanem, y alcanza como límite extremo al este la
ciudad de Mesena, situada a 170 20’ de longitud oeste.[L6]
El 25 de noviembre de 1852, después de la muerte de
Overweg, su último compañero, se adentra por el oeste, visita Sokoto, atraviesa
el Níger y llega al fin a Tombuctú, donde se consume durante ocho largos
meses, sometido a las vejaciones del jeque, los malos tratos y la miseria.
Pero la presencia de un cristiano en la ciudad no puede tolerarse por más
tiempo y los fuhlahs amenazan con sitiarla. El doctor sale de ella el 17 de
marzo de 1854, se refugia en la frontera, donde permanece treinta y tres días
en la indigencia más completa, regresa a Kano en noviembre y vuelve a entrar en
Kuka, desde donde toma de nuevo el camino de Denham, tras cuatro meses de espera.
A últimos de agosto de 1855 se traslada a Trípoli y llega a Londres el 6 de
septiembre, después de haber perdido a todos sus compañeros.
He aquí lo que fue el audaz viaje de Barth.
El doctor Fergusson anotó cuidadosamente que se había
detenido a 40 de latitud norte y 170 de longitud oeste.
Veamos ahora lo que hicieron los tenientes Burton y Speke
en África oriental.
Las diversas expediciones que remontaron el Nilo no
pudieron llegar jamás a su misterioso nacimiento. Según el relato del médico
alemán F. Werne, la expedición intentada en 1840, bajo los auspicios de Mehemed
Alí, se detuvo en Gondokoro, entre los paralelos 40 y 50
norte.
En 1855, Brun‑Rollet, un saboyano nombrado cónsul de
Cerdeña en Sudán oriental, en sustitución de Vaudey, que había muerto en
activo, partió de Kartum y, bajo el seudónimo de Zacub, traficante de goma y
marfil, llegó a Belenia, más allá del grado 4, y regresó enfermo a Kartum,
donde murió en 1857.
Ni el doctor Peney, jefe de los servicios médicos
egipcios, el cual, en un pequeño vapor, llegó un grado más abajo de Gondokoro y
murió extenuado en Kartum; ni el veneciano Miani, que recorriendo las cataratas
situadas debajo de Gondokoro, alcanzó el paralelo 20, ni el
negociante maltés Andrea Debono, que llevó más lejos aún su excursión por el
Nilo, pudieron franquear el infranqueable límite.
En 1859, Guillaume Lejean, encargado por el Gobierno
francés de una misión especial, se trasladó a Kartum por el mar Rojo y embarcó
en el Nilo con veintiún hombres de tripulación y veinte soldados; pero no pudo
pasar de Gondokoro y corrió los mayores peligros entre los negros insurrectos.
La expedición dirigida por el señor D'Escayrac de Lautore intentó también en
vano llegar al famoso nacimiento.
El mismo término fatal detuvo siempre a los viajeros. Los
enviados de Nerón habían alcanzado en su época los 90 de latitud;
por consiguiente, en dieciocho siglos no se avanzo mas que cinco o seis grados,
es decir, de trescientas a trescientas sesenta millas geográficas.
Algunos viajeros intentaron llegar al origen del Nilo
tomando un punto de partida en la costa oriental de África.
De 1768 a 1772, el escocés Bruce salió de Massaua, puerto
de Abisinia, recorrió el Tigré, visitó las minas de Axum, vio el nacimiento del
Nilo donde no estaba y no obtuvo ningún resultado importante.
En 1844, el doctor Krapf, misionero anglicano, fundaba un
establecimiento en Mombasa, en la costa de Zanguebar, y en compañía del
reverendo Rebmann descubría dos montañas a trescientas millas de la costa. Se
trata de los montes Kilimanjaro y Kenia, que De Heuglin y Thornton, acaban de
escalar en parte.
En 1845, el francés Malzan desembarcaba solo en Bagamoyo,
frente a Zanzíbar, y llegaba a Deje‑la‑Mhora, cuyo jefe le hacía perecer
víctima de los más crueles suplicios.
En agosto de 1859, el joven viajero Roscher, natural de
Hamburgo, partía con una caravana de mercaderes árabes y alcanzaba el lago Nyassa,
donde fue asesinado mientras dormía.
Por último, en 1857, los tenientes Burton y Speke,
oficiales ambos del Ejército de Bengala, fueron enviados por la Sociedad
Geográfica de Londres para explorar los Grandes Lagos africanos. Salieron de
Zanzíbar el 17 de junio y se encaminaron directamente al oeste.
Después de cuatro meses de padecimientos inauditos, de
que les hubiesen robado el equipaje y hubieran matado a sus porteadores,
llegaron a Kazeh, centro de reunión de traficantes y caravanas. Se habría dicho
que estaban en la Luna; allí recogieron precisos documentos acerca de las
costumbres, el gobierno, la religión, la fauna y la flora del país. Después se
dirigieron hacia el primero de los Grandes Lagos, el Tanganica, situado entre
los 30 y los 80 de latitud austral; llegaron a él el 14
de febrero de 1858 y visitaron las diversas tribus de las orillas, en su
mayor parte caníbales.
Partieron de allí el 26 de mayo y regresaron a Kazeh el 20
de junio. En Kazeh, Burton, rendido de fatiga, permaneció enfermo algunos
meses; durante este tiempo, Speke realizó una incursión de más de trescientas
millas en dirección norte, hasta el lago Ukereue, avistándolo el 3 de agosto;
pero sólo pudo ver su embocadura, a 20 3’ de latitud.
El 25 de agosto había regresado a Kazeh y reanudaba con
Burton el camino hacia Zanzíbar, país que los dos intrépidos viajeros vieron de
nuevo en marzo del año siguiente. Entonces volvieron a Inglaterra, y la
Sociedad Geográfica de París les concedió su premio anual.
El doctor Fergusson fijó mucho su atención en que los dos
exploradores no habían traspasado ni los 20 de latitud austral, ni
los 290 de longitud este.
Tratábase, pues, de enlazar las exploraciones de Burton y
Speke con las del doctor Barth, lo que equivalía a salvar una extensión de
país de más de doce grados.
V
Sueños
de Kennedy. ‑ Artículos y pronombres en
plural ‑
Insinuaciones de Dick. ‑ Paseo por el mapa de
África. ‑
Lo que queda entre las dos puntas del compás.
‑
Expediciones actuales. ‑ Speke y Grant. ‑ Krapf, De
Decken y
De Heuglin
El doctor Fergusson activaba afanoso los preparativos de
su marcha. Él mismo dirigía la construcción de su aeróstato, introduciendo
ciertas modificaciones acerca de las cuales guardaba un silencio absoluto.
Se había dedicado, desde mucho tiempo atrás, al estudio
de la lengua árabe y de varios idiomas mandingas, en los cuales, gracias a sus
aptitudes políglotas, hizo rápidos progresos.
Entretanto, su amigo el cazador no le dejaba ni a sol ni a
sombra, pues sin duda temía que el doctor tomase el portante sin decirle una
palabra; seguía dirigiéndole acerca del particular las arengas más persuasivas,
sin persuadir con ellas a Samuel Fergusson, y se deshacía en súplicas
patéticas que no conmovían lo más mínimo a éste. Dick notaba que su amigo se le
escapaba de las manos.
El pobre escocés era, en realidad, digno de lástima. No
podía mirar sin terror la azulada bóveda del cielo, al dormirse experimentaba
balanceos vertiginosos y todas las noches soñaba que se despeñaba desde
inconmensurables alturas.
Debemos añadir que, durante tan terribles pesadillas, se
cayó dos o tres veces de la cama. Su primer impulso fue mostrar a Fergusson la
señal de un fuerte golpe que había recibido en la cabeza.
‑¡Y no llega ni a un metro de altura! ‑exclamó con candor
seráfico‑. ¡Ni a un metro! ¡Y el chichón es como un huevo! ¡Juzga tú mismo!
Aquella insinuación melancólica no conmovió al doctor.
‑Nosotros no caeremos ‑dijo.
‑¿Y si caemos?
‑No caeremos.
La convicción del doctor dejó a Kennedy sin respuesta.
Lo que exasperaba particularmente a Dick era que el doctor
parecía dar muestras de una abnegación absoluta hacia él; le consideraba
irrevocablemente destinado a ser su compañero aéreo. Eso ya no era objeto de
duda alguna. Samuel abusaba de un modo insoportable del pronombre de primera
persona en plural.
‑«Nosotros» vamos adelantando..., «nosotros» estaremos en
disposicion .... «nosotros» partiremos el día...
Y del adjetivo posesivo en singular:
‑«Nuestro» globo..., «nuestro» esquife..., «nuestra»
exploración...
Y también en plural:
‑«Nuestros» preparativos..., «nuestros» descubrimientos
.... «nuestras» ascensiones...
Dick sentía escalofríos, a pesar de que estaba decidido a
no marchar; sin embargo, no quería contranar demasiado a su amigo. Confesemos,
no obstante, que, sin darse él mismo cuenta de ello, había hecho que le enviaran
poco a poco de Edimburgo algunos trajes apropiados y sus mejores escopetas de
caza.
Un día, después de reconocer que aun teniendo mucha
suerte había mil probabilidades contra una de salir mal del negocio, fingió
acceder a los deseos del doctor; pero, para retardar el viaje todo lo posible y
ganar tiempo, esgrimió una serie de argumentos de lo más variados. Insistió
en la utilidad de la expedición y en su oportunidad... ¿El descubrimiento del
origen del Nilo era absolutamente necesario? ... ¿Contribuiría en algo al bienestar
de la humanidad? ... Cuando finalmente se consiguiese civilizar a las tribus
de África, ¿serían éstas más felices ?... Además, ¿quién podía asegurar que no
estuviese en ellas la civilización más adelantada que en Europa? Nadie... Y,
amén de todo, ¿no se podía esperar algún tiempo ... ? Un día u otro se
atravesaría África de un extremo a otro, y de una manera menos azarosa...
Dentro de un mes, o de seis, o de un año, algún explorador llegaría sin
duda...
Aquellas insinuaciones producían un efecto enteramente
contrario al perseguido, y la impaciencia del doctor aumentaba.
‑¿Quieres, pues, desgraciado Dick, pérfido amigo, que sea
para otro la gloria que nos aguarda? ¿Quieres que traicione mi pasado? ¿Quieres
que retroceda ante obstáculos de poca importancia? ¿Quieres que pague con
cobardes vacilaciones lo que por mí han hecho el Gobierno inglés y la Real
Sociedad de Londres?
‑Pero... ‑respondió Kennedy, que era muy aficionado a
esta conjunción.
‑Pero ‑replicó el doctor‑ ¿no sabes que mi viaje ha de
concurrir al éxito de las empresas actuales? ¿Ignoras que nuevos exploradores
avanzan hacia el centro de Africa?
‑Sin embargo...
‑Escúchame atentamente, Dick, y contempla este mapa.
Dick lo miró con resignacion.
‑Remonta el curso del Nilo ‑dijo el doctor Fergusson.
‑Lo remonto ‑respondió dócilmente el escocés.
‑Llega a Gondokoro.
‑Ya he llegado.
Y Kennedy pensaba cuán fácil era un viaje semejante... en
el mapa.
‑Coge una punta de este compás ‑prosiguió el doctor‑, y
apóyala en esta ciudad, de la cual apenas han podido pasar los más audaces.
‑Ya está.
‑Ahora busca en la costa la isla de Zanzíbar, a 60
de latitud sur.
‑Ya la tengo.
‑Sigue ahora ese paralelo y llega a Kazeh.
‑Hecho.
‑Sube por el grado treinta y tres de longitud hasta la
embocadura del lago Ukereue, en el punto en que se detuvo el teniente Speke.
‑Ya estoy. Un poco más y caigo de cabeza al lago.
‑Pues bien, ¿ sabes lo que tenemos derecho a suponer,
según los datos suministrados por las tribus ribereñas?
‑No tengo ni idea.
‑Pues voy a decírtelo. Este lago, cuyo extremo inferior
se halla a 20 30’ de latitud, debe de extenderse igualmente a 20
50’ Por encima del ecuador.
‑¿De veras?
‑Y de este extremo septentrional surge una corriente de
agua que necesariamente ha de ir a parar al Nilo, si es que no es el propio
Nilo.
‑Realmente curioso.
‑Apoya la otra punta del compás en este extremo del lago
Ukereue.
‑Apoyada, amigo Fergusson.
‑¿Cuántos grados cuentas entre los dos puntos? ~dijo
Fergusson.
‑Apenas dos.
‑¿Sabes cuánto suma todo, Dick?
‑No.
‑Pues apenas ciento veinte millas, es decir, nada.
‑Casi nada, Samuel.
‑¿Y sabes lo que pasa en este momento?
‑¿Yo?
‑Voy a decírtelo. La Sociedad Geográfica ha considerado
muy importante la exploración de este lago entrevisto por Speke. Bajo sus
auspicios, el teniente, en la actualidad capitán Speke se ha asociado al
capitán Grant, del ejército de las Indias, y ambos se han puesto a la cabeza de
una numerosa expedición generosamente subvencionada. Se les ha confiado la
misión de remontar el lago y volver a Gondokoro. Han recibido una subvención
de más de cinco mil libras, y el gobernador de El Cabo ha puesto a su
disposición soldados hotentotes. Partieron de Zanzibar a últimos de octubre de
1860. Al mismo tiempo, el inglés John Petherick, cónsul de Su Majestad en
Kartum, ha recibido del Foreign Office unas setecientas libras; debe equipar un
buque de vapor en Kartum, abastecerlo suficientemente y zarpar para Gondokoro,
donde aguardará la caravana del capitán Speke y se hallará en disposición de
proporcionarle víveres.
‑Bien pensado ‑dijo Kennedy.
‑Ya ves que el tiempo apremia si queremos participar en
esos trabajos de exploración. Y eso no es todo; mientras hay quien marcha a
paso seguro en busca del nacimiento del Nilo, otros viajeros se dirigen audazmente
hacia el corazón de África.
‑¿A pie? ‑preguntó Kennedy.
‑A pie ‑repitió el doctor, sin percatarse de la insinuación‑.
El doctor Krapf se propone encaminarse al oeste por el Djob, río situado debajo
del ecuador. El barón De Decken ha salido de Mombasa, ha reconocido las
montañas de Kenia y de Kilimanjaro y penetra en el centro.
‑¿A pie también?
‑Todos a pie o montados en mulos.
~Para lo que yo quiero significar es exactamente lo mismo ‑replicó
Kennedy.
‑Por último ‑prosiguió el doctor‑, De Heuglin, vicecónsul
de Austria en Kartum, acaba de organizar una expedición muy importante, cuyo
principal objeto es indagar el paradero del viajero Vogel, que en 1853 fue enviado
a Sudán para asociarse a los trabajos del doctor Barth. En 1856 salió de Bornu
y resolvió explorar el desconocido país que se extiende entre el lago Chad y
el Darfur. Desde entonces no ha aparecido. Cartas recibidas en Alejandría, en
junio de 1860, informan que fue asesinado por orden del rey de Wadai; pero
otras, dirigidas por el doctor Hartimann al padre del viajero, afirman,
basándose en el relato de un fellatah de Bornu, que Vogel se encuentra
prisionero en Wara y que, por consiguiente, no están perdidas todas las
esperanzas. Bajo la presidencia del duque regente de Sajonia‑Coburgo-Gotha, se
ha formado una comisión de la que es secretario mi amigo Petermann; se han
cubierto los gastos de la expedición con una suscripcion nacional en la que han
participado muchísimos sabios. El señor De Heuglin partió de Massaua en junio;
mientras busca las huellas de Vogel, debe explorar todo el país comprendido
entre el Nilo y el Chad, es decir, enlazar las operaciones del capitán Speke
con las del doctor Barth. ¡Y entonces África habrá sido cruzada de este a oeste![L7]
‑Y bien ‑respondió el escocés‑, puesto que todo enlaza
sin nosotros tan perfectamente, ¿qué vamos a hacer allí?
El doctor Fergusson dio la callada por respuesta,
contentándose con encogerse de hombros.
VI
Un
criado excepcional ‑ Distingue los satélites de
Júpiter.
‑ Controversia entre Dick y Joe. ‑ La duda
y la
creencia. – El peso. ‑Joe‑Wellington. ‑ Recibe
media
corona
El doctor Fergusson tenía un criado que respondía con
diligencia al nombre de Joe. Era de una índole excelente. Su amo, cuyas
órdenes obedecia e interpretaba siempre de una manera inteligente, le inspiraba
una confianza absoluta y una adhesión sin límites. Era un Caleb, aun cuando
estaba siempre de buen humor y no refunfuñaba; no habría salido tan buen
criado si lo hubieran mandado construir expresamente. Fergusson se confiaba
enteramente a él para las minuciosidades de su existencia, y hacía
perfectamente. ¡Raro y honrado Joe! ¡Un criado que dispone la comida de su
señor y tiene su mismo paladar; que arregla su maleta y no olvida ni las medias
ni las camisas; que posee sus llaves y sus secretos, y ni sisa ni murmura?
¡Pero qué hombre era también el doctor para el digno Joe!
¡Con qué respeto y confianza acogía éste sus decisiones! Cuando Fergusson
había hablado, preciso era para responderle haber perdido el juicio. Todo lo
que pensaba era justo; todo lo que decía, sensato; todo lo que mandaba,
practicable; todo lo que emprendía, posible; todo lo que concluía, admirable.
Aunque hubiesen hecho a Joe pedazos, lo que sin duda habría repugnado a
cualquiera, no le habrían hecho modificar en lo más mínimo el concepto que le
merecía su amo.
Así es que cuando el doctor concibió el proyecto de
atravesar África por el aire, para Joe la empresa fue cosa hecha. No había
obstáculos posibles. Desde el momento en que Fergusson había resuelto partir,
podía decirse que ya había llegado..., acompañado de su fiel servidor, porque
el buen muchacho, aunque nadie le había dicho una palabra, sabía que formaría
parte del pasaje.
Por otra parte, prestaría grandes servicios gracias a su
inteligencia y su maravillosa agilidad. Si hubiese sido preciso nombrar un
profesor de gimnasia para los monos del Zoological Garden, muy espabilados por
cierto, sin lugar a dudas Joe habría obtenido la plaza. Saltar, encaramarse,
volar y ejecutar mil suertes imposibles eran para él cosa de juego.
Si Fergusson era la cabeza y Kennedy el brazo, Joe sería
la mano. Ya había acompañado a su señor en varios viajes, y a su manera poseía
cierto barniz de la ciencia apropiada; pero se distinguía principalmente por
una filosofía apacible, un optimismo encantador; todo le parecía fácil,
lógico, natural, y, por consiguiente, desconocía la necesidad de gruñir o de
quejarse.
Poseía, entre otras cualidades, una capacidad visual
asombrosa. Compartía con Moestlín, el profesor de Kepler, la rara facultad de
distinguir sin anteojos los satélites de Júpiter y de contar en el grupo de
las Pléyades catorce estrellas, las últimas de las cuales son de novena
magnitud. Pero no se envanecia por eso; todo lo contrario, saludaba de muy
lejos y, llegado el caso sabía sacar partido de sus ojos.
Con la confianza que Joe tenía en el doctor, no son de
extrañar, pues las incesantes discusiones que se producían entre el señor
Kennedy y el digno criado, si bien guardando siempre el debido respeto.
El uno dudaba, el otro creía; el uno era la prudencia
clarividente, el otro la confianza ciega; y el doctor se encontraba entre la
duda y la creencia, aunque debo confesar que no le preocupaba ni la una ni la
otra.
‑¿Y bien, muchacho?
‑El momento se acerca. Parece que nos embarquemos para la
Luna.
‑Querrás decir la tierra de la Luna, que no queda ni mucho
menos tan lejos. Pero, no te preocupes pues tan peligroso es lo uno como lo
otro.
‑¡Peligroso! ¡Con un hombre como el doctor Fergusson!
¡Imposible!
‑No quisiera matar tus ilusiones, mi querido Joe, pero lo
que él trata de emprender es simplemente una locura. No partirá.
‑¿Que no partirá? ¿Acaso no ha visto su globo en el taller
de los señores Mitchell, en el Borough[L8]?
‑Me guardaré mucho de ir a verlo.
‑¡Pues se pierde un hermoso espectáculo, señor mío! ¡Qué
cosa tan preciosa! ¡Qué corte tan elegante!
¡Qué esquife tan encantador! ¡Estaremos a nuestras anchuras
ahí adentro!
‑¿Cuentas, pues, con acompañar a tu señor?
‑¡Yo le acompañaré a donde él quiera! ‑replicó Joe con
convicción‑. ¡Faltaría más! ¡Dejarle ir solo, cuando juntos hemos recorrido el
mundo! ¿Quién le sostendría cuando estuviese fatigado? ¿Quién le tendería una
mano vigorosa para saltar un precipicio? ¿Quién le cuidaría si cayese enfermo?
No, señor Dick, Joe permanecerá siempre en su puesto junto al doctor, o, por
mejor decir, alrededor del doctor Fergusson.
‑¡Buen muchacho!
‑Además, usted vendrá con nosotros ‑repuso Joe.
‑¡Sin duda! ‑dijo Kennedy-. Os acompañaré para impedir
hasta el último momento que Samuel cometa una locura semejante. Le seguiré, si
es preciso, hasta Zanzíbar, a fin de que la mano de un amigo le detenga en su
proyecto insensato.
‑Usted no detendrá nada, señor Kennedy, salvo su respeto.
Mi señor no es un cabeza loca; siempre medita mucho lo que va a emprender y,
cuando ha tomado una resolución, no hay quien le apee de ella.
‑Eso lo veremos.
‑No alimente semejante esperanza. En fin, lo importante
es que venga. Para un cazador como usted, África es un pais maravilloso y, por
consiguiente, no se arrepentirá del viaje.
‑Dices bien, no me arrepentiré; sobre todo si ese terco
se rinde al fin a la evidencia.
‑A propósito –dijo Joe‑, ya sabrá que hoy nos pesan.
‑¡Cómo! ¿Nos pesan?
‑Exacto, vamos a pesarnos los tres: usted, mi señor, y yo.
‑¿Como los jockeys?
‑Como los jockeys. Pero, tranquilícese, no se le hará
adelgazar si pesa demasiado. Se le aceptará tal como es.
‑Pues yo no me dejaré pesar ‑dijo el escocés.
‑Pero señor, parece que es necesario para la máquina.
‑¿Qué me importa a mí la máquina?
‑¡Le debe importar! ¿Y si por falta de cálculos exactos
no pudiéramos subir?
‑¡Qué más quisiera yo!
‑Pues sepa, señor Kennedy, que mi señor vendrá enseguida
a buscarnos.
‑No iré.
‑No querrá hacerle un desaire, ¿verdad?
‑Se lo haré.
‑¡Bueno! ‑exclamó Joe, riendo‑. Habla así porque no está
él delante; pero cuando le diga a la cara: «Dick (perdone la confianza), Dick,
necesito saber exactamente tu peso», irá, yo respondo de ello.
‑No iré.
En aquel momento entró el doctor en su gabinete de
trabajo, donde tenía lugar esta conversacion, y miro a Kennedy, el cual se
sintió como encogido.
‑Dick ‑dijo el doctor‑, ven con Joe; necesito saber cuánto
pesáis los dos.
‑Pero...
‑No hará falta que te quites el sombrero. Ven.
Y Kennedy fue con él.
Entraron los tres en el taller de los señores Mitchell,
donde había preparada una de esas balanzas, llamadas romanas. Preciso era,
efectivamente, que el doctor conociese el peso de sus compañeros para
establecer el equilibrio de su aeróstato. Hizo, pues, subir a Dick a la
plataforma de la balanza, y éste, sin oponer resistencia murmuró:
‑Está bien, está bien. La verdad es que esto no compromete
a nada.
‑Ciento cincuenta y tres libras ‑dijo el doctor, apuntando
la cifra en su libreta de notas.
‑¿Peso demasiado? .
‑No, señor Kennedy ‑replicó Joe‑. Además, yo soy ligero y
eso compensara.
Y, diciendo esto, Joe ocupó con entusiasmo el sitio del
Cazador, el cual estuvo a punto de derribar la balanza al bajar. Joe se colocó
en la actitud del Wellington que remeda a Aquiles en la entrada de Hyde Park,
y, aunque no llevaba el escudo, estaba magnífico.
‑Ciento veinte libras ‑escribió el doctor.
‑¡Bravo! ‑exclamó Joe, sonriendo sin saber muy bien por
qué.
‑Ahora yo ‑dijo Fergusson, y añadió por propia cuenta
ciento treinta y cinco libras.
‑Señor ‑intervino Joe‑, si fuese
necesario para la expedición, yo, absteniéndome de comer, podría adelgazar
perfectamente unas veinte libras.
‑No hace falta, muchacho ‑respondió el doctor- puedes
comer cuanto quieras. Toma media corona para atracarte como te venga en gana.
VII
Pormenores
geométricos. ‑ Cálculo de la capacidad del
globo. ‑
El aeróstato doble. ‑ La envoltura. ‑ La
barquilla.
‑ El aparato misterioso. ‑ Los víveres. ‑ La
adición
final
El doctor Fergusson se ocupaba desde hacía mucho tiempo de
todos los pormenores de su expedición. Como se supondrá, el globo, el
maravilloso vehículo destinado a transportarle por aire, fue objeto de su constante
solicitud.
En primer lugar, y para no dar al aeróstato dimensiones
excesivas, resolvió hincharlo con gas hidrógeno, que es catorce veces y media
más ligero que el aire. La producción del hidrógeno es fácil, y es el gas que
ha dado en los experimentos aerostáticos resultados más satisfactorios.
El doctor, calculando con la mayor exactitud, concluyó
que el peso de los objetos indispensables para su viaje y de su aparato daba un
total de cuatro mil libras; por consiguiente, fue preciso averiguar cuál sería
la fuerza ascensional capaz de levantar este peso, y cuál por tanto sería la
capacidad del aparato.
Un peso de cuatro mil libras está representado por un
desplazamiento de aire de cuarenta y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete pies
cúbicos, lo que equivale a decir que cuarenta y cuatro mil ochocientos cuarenta
y siete pies cúbicos de aire pesan unas cuatro mil libras.
Dando al globo esta capacidad de cuarenta y cuatro mil
ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos y llenándolo, en lugar de aire, de
gas hidrógeno, que, por ser catorce veces y media más ligero, sólo pesa
doscientas setenta y seis libras, se produce una ruptura de equilibrio, es
decir una diferencia de tres mil setecientas veinticuatro libras. Esta
diferencia entre el peso del gas contenido en el globo y el peso del aire
circundante constituye la fuerza ascensional del aeróstato.
Sin embargo, si se introdujesen en el globo los cuarenta
y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos de gas de que hablamos,
éste quedaría totalmente lleno, cosa inadmisible, pues, a medida que el globo
sube a las capas menos densas del aire, el gas que contiene tiende a dilatarse
y no tardaría en romper la envoltura. Así pues no se suelen llenar más que dos
terceras partes.
Pero el doctor, a consecuencia de cierto proyecto que
solamente él conocía, resolvió no llenar más que la mitad de su aeróstato, y
como tenía que llevar cuarenta y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete pies
cúbicos de hidrógeno, dio a su globo una capacidad casi doble.
Lo concibió con esa forma alargada que se sabe es la
preferible. El diámetro horizontal era de cincuenta pies y el vertical de setenta y cinco;[L9] así obtuvo un esferoide, cuya capacidad ascendía, en cifras redondas,
a noventa mil pies cúbicos.
Si el doctor Fergusson hubiese podido emplear dos globos,
habrían aumentado sus probabilidades de éxito, porque en caso de romperse uno
en el aire, es posible, echando lastre, sostenerse por medio del otro. Pero la
maniobra de dos aeróstatos resulta muy difícil cuando se trata de que conserven
una fuerza de ascension igual.
Después de haber reflexionado largamente, Fergusson
mediante una disposicion ingeniosa, reunió las ventajas que ofrecen dos globos
evitando sus inconvenientes. Construyó dos de desigual volumen y metió uno
dentro de otro. El globo exterior, que conservó las dimensiones citadas,
contuvo otro más pequeño, de la misma forma, que sólo tenía cuarenta y cinco
pies de diámetro horizontal y sesenta y ocho de diámetro vertical. La capacidad
de este globo interior no era, pues, mas que de sesenta y siete mil pies
cúbicos. Debía nadar en el fluido que lo envolvía, y de uno a otro globo se
abría una válvula que, en caso necesario, permitia ponerlos en comunicacion uno
con otro.
Esta disposición presentaba la ventaja de que, si era
preciso dar salida al gas para bajar, se dejaría escapar el del globo grande;
de este modo, aun en caso de que hubiera que vaciarlo por completo, el pequeño
quedaría intacto. Entonces era posible desembarazarse de la cubierta exterior
como de un peso inútil, y el segundo aeróstato, al quedar solo, no ofrecía al
viento el asidero que le dan los globos medio hinchados.
Además, en caso de accidente, por ejemplo, si el globo
exterior sufría un desgarrón, se jugaba con la ventaja de que el otro quedaba
ileso.
Los dos aeróstatos se construyeron con un tafetán asargado
de Lyon, untado de gotapercha. Esta sustancia gomorresinosa está dotada de una
impermeabilidad absoluta, y es resistente a los ácidos y los gases. El tafetán
se puso doble en el polo superior del globo, donde se realiza casi todo el
esfuerzo.
Esta envoltura podía retener el fluido durante un tiempo
ilimitado. Pesaba media libra por cada nueve pies cuadrados. Como la superficie
del globo exterior era de once mil seiscientos pies cuadrados, su envoltura
pesaba seiscientas cincuenta libras. La envoltura del segundo globo tenía
nueve mil doscientos pies cuadrados de superficie, y no pesaba, por
consiguiente, más que quinientas diez libras, o sea, en total mil ciento
sesenta libras.
La red destinada a sostener la barquilla era de cuerda de
cáñamo muy sólida. Las dos válvulas fueron objeto de cuidados minuciosos, tal
como lo hubiera sido el gobernalle de un buque.
La barquilla, de forma circular y de un diámetro de quince
pies, era de mimbre. Estaba reforzada con una ligera armadura de hierro y
revestida en su parte inferior de resortes elásticos destinados a amortiguar
los choques. Su peso y el de la red no excedían de doscientas ochenta libras.
El doctor hizo construir, además, cuatro cajas de palastro
de un grosor de dos líneas, unidas entre sí por medio de tubos provistos de
llaves. Agregó a ellas un serpentín de unas dos pulgadas de diámetro, que
terminaba en dos ramas rectas de longitud desigual, la mayor de las cuales
medía veinticinco pies y la más corta, quince.
Las cajas de palastro fueron colocadas en la barquilla de
modo que ocupasen el menor espacio posible. El serpentín, que no tenía que
ajustarse hasta más adelante, fue empaquetado separadamente, al igual que una
pila eléctrica de Bunsen de gran potencia. El aparato había sido tan
ingeniosamente ideado que no pesaba más de setecientas libras, incluyendo en
ellas veinticinco galones de agua contenidos en una caja especial.
Los instrumentos destinados al viaje consistieron en dos
barómetros, dos termómetros, dos brújulas, un sextante, dos cronómetros, un
horizonte artificial y un altacimut para medir los objetos lejanos e
inaccesibles. El observatorio de Greenwich se había puesto a disposición del doctor,
pese a que éste no se proponía hacer experimentos de física, sino únicamente
reconocer su dirección y determinar la posición de los principales ríos,
montañas y poblaciones.
Se proveyó de tres anclas de hierro a toda prueba, así
como de una escala de seda ligera y resistente, de cincuenta pies de longitud.
Calculó igualmente el peso exacto de los víveres, que
consistían en café, té, galletas, carne salada y pemmican, preparacion que, en un pequeño
volumen, contiene muchos elementos nutritivos. Independientemente de una
considerable reserva de aguardiente, dispuso dos cajas de agua que contenían
veintidós galones cada una.
El consumo de estos alimentos haría disminuir poco a poco
el peso sostenido por el aeróstato. Y debe saberse que el equilibrio de un
globo en la atmósfera es de una sensibilidad extremada. La pérdida de un peso
casi insignificante basta para producir un desplazamiento muy apreciable.
El doctor no olvidó ni una tienda para cubrir una parte de
la barquilla, ni las mantas para dormir durante el viaje, ni las escopetas del
cazador con las correspondientes municiones.
He aquí el resumen de sus diferentes cálculos:
Fergusson ………………………………………. 135 libras
Kennedy
................................................................... 153 >>
Joe
............................................................................ 120
>>
Peso del primer globo
............................................. 650
>>
Peso del segundo globo
..........................................
510 >>
Barquilla y red
......................................................... 280
>>
Anclas, instrumentos, escopetas, mantas,
tienda, utensilios varios
..........................................
190 >>
Carne, pemmican,
galletas, té, café, aguardiente ..
386 >>
Agua
......................................................................... 400
>>
Aparato
.................................................................... 700
>>
Peso del hidrógeno
................................................. 276 >>
Lastre
....................................................................... 200
>>
TOTAL .............................................. 4,000
>>
Así se desglosaban las cuatro mil libras que el doctor
Fergusson se proponía echar a volar; no llevaba mas que doscientas libras de
lastre, «sólo para casos imprevistos», decía él, porque, gracias a su aparato,
no creía tener que recurrir a ellas.
VIII
Importancia de Joe. ‑ El comandante del
Resolute.-
El arsenal de Kennedy. ‑ Arreglos. ‑
Banquete di
despedida. ‑ Partida del 21 de febrero. ‑
Sesiones
científicas del doctor. ‑ Dwveyrier y Livingstone.‑
Pormenores del viaje aereo. ‑ Kennedy
reducido
al silencio
Hacia el 10 de febrero, los preparativos tocaban a su fin.
Los aeróstatos, encerrados uno dentro de otro, estaban totalmente terminados.
Habían sido sometidos a una fuerte presión de aire comprimido, dando buena
prueba de su solidez y demostrando que se había procedido a su construcción
con el mayor esmero.
Joe no cabía en sí de gozo. Iba incesantemente de Greek
Street a los talleres de los señores Mitchell, siempre atareado, pero
comunicativo, explicando detalles del asunto hasta a los que no se los pedían y
sintiéndose orgulloso por encima de todo de acompanar a su señor. Se me antoja
que incluso enseñando el aeróstato, desarrollando las ideas y los planes del
doctor, y dando a conocer a éste a través de una ventana entreabierta o cuando
pasaba por la calle, el digno muchacho ganó alguna que otra media corona. Pero
no hay que reprochárselo; tenía derecho a especular un poco con la admiración y
curiosidad de sus contemporáneos.
El 16 de febrero, el Resolute
ancló delante de Greenwich. Era un buque de hélice de ochocientas
toneladas de porte, muy rápido, que ya había tenido a su cargo el
abastecimiento de la última expedición de sir James Ross a las regiones
polares. Pennet, su comandante, pasaba por hombre de trato agradable y estaba
muy interesado en el viaje del doctor, a quien apreciaba desde hacía mucho
tiempo. Pennet parecía más un sabio que un soldado, lo cual no impedía a su
buque llevar cuatro piezas de artillería, que no habían hecho nunca daño a
nadie y que servían solamente para producir los estrépitos más pacíficos del
mundo.
Se acondicionó la bodega del Resolute para acomodar en ella el aeróstato, que fue transportado
con las mayores precauciones el día 18 de febrero. Se almacenó de la mejor
manera posible para prevenir cualquier accidente, y en presencia del propio
Fergusson se estibaron la barquilla y sus accesorios, las anclas, las cuerdas,
los víveres y las cajas de agua que debían llenarse a la llegada.
Se embarcaron diez toneladas de ácido sulfúrico y otras
tantas de hierro viejo para obtener gas hidrógeno. Esta cantidad era más que
suficiente, pero convenía estar preparado para posibles pérdidas. El aparato
destinado a producir el gas, compuesto de unos treinta barriles, fue colocado
al fondo de la bodega.
Estos preparativos finalizaron al anochecer del día 18 de
febrero. Dos camarotes cómodamente dispuestos aguardaban al doctor Fergusson y
a su amigo Kennedy. Este último, mientras juraba que no partiría, se trasladó a
bordo con un verdadero arsenal de caza, dos excelentes escopetas de dos cañones
que se cargaban por la recámara, y una carabina de toda confianza de la
fábrica de Purdey Moore y Dickson, de Edimburgo. Con semejante arma, el
cazador no tenía ningún problema para alojar, a una distancia de dos mil pasos,
una bala en el ojo de un camello. Llevaba también dos revólveres Colt de seis
disparos para los imprevistos, su frasco de pólvora, su cartuchera, y
perdigones y balas en cantidad suficiente, aunque sin traspasar los límites
prescritos por el doctor.
El día 19 de febrero se acomodaron a bordo los tres viajeros,
que fueron recibidos con la mayor distinción por el capitán y sus oficiales. El
doctor, preocupado por la expedición, se mostraba distante; Dick estaba conmovido,
aunque no quería aparentarlo; y Joe, que brincaba de alegría y hablaba por los
codos, no tardó en convertirse en la distracción de la tripulación, entre la
que se le había reservado un puesto.
El día 20, la Real Sociedad Geográfica ofreció un gran
banquete de despedida al doctor Fergusson y a Kennedy. El comandante Pennet y
sus oficiales asistieron al festín, que fue muy animado y abundante en libaciones
halagüeñas. Se hicieron numerosos brindis para asegurar a todos los invitados
una existencia centenaria. Sir
Francis M... presidía con emoción contenida, pero
rebosante de dignidad.
Dick Kennedy, para su gran sorpresa, recibió buena parte
de las felicitaciones báquicas. Tras haber bebido «a la salud del intrépido
Fergusson, la gloria de Inglaterra», se bebió «a la salud del no menos valeroso
Kennedy, su audaz compañero».
Dick se puso colorado como un pavo, lo que se tomó por
modestia. Aumentaron los aplausos, y Dick se puso más colorado aún.
Durante los postres llegó un mensaje de la reina, que
cumplimentaba a los viajeros y hacía votos por el éxito de la empresa.
Ello requirió nuevos brindis «por Su Muy Graciosa
Majestad».
A medianoche los convidados se separaron, después de una
emocionada despedida, sazonada con entusiastas apretones de manos.
Las embarcaciones del Resolute
aguardaban en el puente de Westminster. El comandante tomó el mando,
acompañado de sus pasajeros y de sus oficiales, y la rápida corriente del
Támesis les condujo hacia Greenwich.
A la una todos dormían a bordo.
Al día siguiente, 21 de febrero, a las tres de la madrugada,
las calderas estaban a punto; a las cinco levaron anchas y el Resolute, a impulsos de su hélice, se
deslizó hacia la desembocadura del Támesis.
Huelga decir que, a bordo, las conversaciones no tuvieron
más objeto que la expedición del doctor Fergusson. Tanto viéndole como
oyéndole, el doctor inspiraba una confianza tal que, a excepción del escocés,
nadie ponía ya en duda el éxito de la empresa.
Durante las largas horas de ocio del viaje, el doctor daba
un verdadero curso de geografía en la cámara de los oficiales. Aquellos jóvenes
se entusiasmaban con la narración de los descubrimientos hechos durante cuarenta
años en África. El doctor les contó las exploraciones de Barth, Burton, Speke
y Grant, y les describió aquella misteriosa comarca objeto de las investigaciones
de la ciencia. En el norte, el joven Duveyrier exploraba el Sáhara y llevaba a
París a los jefes tuaregs. Por iniciativa del Gobierno francés se preparaban
dos expediciones que, descendiendo del norte y dirigiéndose hacia el oeste,
coincidirían en Tombuctú. En el sur, el infatigable Livingstone continuaba
avanzando hacia el ecuador y, desde marzo de 1862, remontaba, en compañía de
Mackenzie, el río Rovuma. El siglo XIX no concluiría ciertamente sin que África
hubiera revelado los secretos ocultos en su seno por espacio de seis mil años.
El interés de los oyentes aumentó cuando el doctor les dio
a conocer en detalle los preparativos de su viaje. Todos quisieron verificar
sus cálculos; discutieron, y el doctor participó en la discusión con toda franqueza.
En general, les asombraba la cantidad relativamente escasa
de víveres con que contaba. Un día, uno de los oficiales le interrogó acerca
del particular.
‑¿Eso les sorprende? ‑preguntó Fergusson.
‑Sin duda.
‑Pero ¿cuánto suponen que durará mi viaje? ¿Meses enteros?
Están en un error; si se prolongase, estaríamos perdidos; no lo lograríamos.
Sepan que no hay más de tres mil quinientas millas, pongamos cuatro mil, de
Zanzíbar a la costa de Senegal. Pues bien, recorriendo doscientas cuarenta
millas cada doce horas, velocidad menor a la de nuestros ferrocarriles, si se
viaja día y noche bastarán siete días para atravesar África.
‑Pero entonces no podría ver, ni dibujar planos geográficos,
ni reconocer el país.
‑¿Cómo? ‑respondió el doctor‑. Si soy dueño de mi globo,
si subo o bajo a mi arbitrio, me detendré cuando me parezca bien, sobre todo
cuando corra peligro de que me arrastren corrientes demasiado violentas.
‑Y encontrará esas corrientes ‑dijo el comandante Pennet‑.
Hay huracanes en los que la velocidad del viento sobrepasa las doscientas
cincuenta millas por hora.
‑¿Se dan cuenta? ‑replicó el doctor‑. Con una rapidez tal
cruzaría África en doce horas; me levantaría en Zanzíbar y me acostaría en San
Luis.
‑Pero ‑repuso el oficial‑ ¿acaso podría un globo ser
arrastrado a una velocidad semejante?
‑Es cosa que se ha visto ‑respondió Fergusson.
‑¿Y el globo resistió?
‑Perfectamente. Fue en la época de la coronación de
Napoleón, en 1804. El aeronauta Garnerin lanzó en París, a las once de la
noche, un globo, con la siguiente inscripción en letras de oro: «París, 25
frimario año XIII, coronación del emperador Napoleón por S. S. Pío VII.» A día
siguiente, a las cinco de la mañana, los habitantes de Roma veían el mismo
globo balancearse sobre el Vaticano, recorrer la campiña romana y caer en el
lago de Braciano. Así pues, señores, un globo puede resistir tan considerable
velocidad.
‑Un globo, sí; pero un hombre... ‑balbució tímidamente
Kennedy.
‑¡Un hombre también! Porque no lo olviden, un globo
siempre está inmóvil con relación al aire que lo circunda; no es él el que
avanza, sino la propia masa de aire. Si encendemos una vela en la barquilla, la
llama no oscilará siquiera. Un aeronauta que se hubiese hallado en el globo de
Garnerin, no habría sufrido ningún daño a causa de la velocidad. Además, yo no
trato de alcanzar una rapidez semejante, y si durante la noche puedo enganchar
el ancla en algún árbol o algún accidente del terreno, no dejaré de hacerlo.
Llevamos víveres para dos meses, y nada impedirá que nuestro hábil cazador nos
proporcione caza en abundancia cuando tomemos tierra.
‑¡Ah! ¡Señor Kennedy! ¡Dará golpes maestros! ‑dijo un
joven guardiamarina, mirando al escocés con envidia.
‑Sin contar ‑repuso otro‑ con que a su placer se asociará
una gran gloria.
‑Señores ‑respondió el cazador‑, soy muy sensible ... a
sus cumplidos..., pero no me corresponde aceptarlos ...
‑¡Cómo! ‑exclamaron todos‑. ¿No partirá?.
‑No partiré.
‑¿No acompañará al doctor Fergusson?
‑No sólo no le acompañaré, sino que mi presencia aquí no
tiene más objeto que intentar detenerle hasta el último momento.
Todas las miradas se dirigieron al doctor.
‑No le hagan caso -respondió éste con calma‑. Es un asunto
que no se debe discutir con él; en el fondo, sabe perfectamente que partirá.
‑¡Por san Patricio! ‑exclamó Kennedy-. juro...
‑No jures nada, amigo Dick. Estás medido y pesado, y
también lo están tu pólvora, tus escopetas y tus balas; así que no hablemos
más del asunto.
Y de hecho, desde aquel día hasta la llegada a Zanzíbar,
Dick no dijo esta boca es mía. No habló ni del asunto ni de ninguna otra cosa.
Calló.
IX
Se dobla
el cabo. ‑ El castillo de proa. ‑ Curso de
cosmografía
por el profesor Joe. ‑ De la dirección de los
globos. ‑
De la investigación de las corrientes
atmosféricas.
‑ ¡Eureka!
El Resolute avanzaba
rápidamente hacia el cabo de Buena Esperanza. El tiempo se mantenía sereno,
aunque el mar se pico un poco.
El 30 de marzo, veintisiete días después de la salida de
Londres, se perfiló en el horizonte la montaña de la Mesa. La ciudad de El
Cabo, situada al pie de un anfiteatro de colinas, apareció a lo lejos, y muy
pronto el Resolute ancló en el
puerto. Pero el comandante no hacía escala allí, sino para proveerse de
carbón, lo que fue cosa de un día, y al siguiente el buque se dirigió hacia el
sur para doblar la punta meridional de África y entrar en el canal de
Mozambique.
No era aquél el primer viaje por mar de Joe, de manera
que éste no tardó en hallarse a bordo como en su propia casa. Todos le querían
por su franqueza y su buen humor. Gran parte de la celebridad de su señor repercutía
en él. Se le escuchaba como a un oráculo, y no se equivocaba más que cualquier
otro.
Mientras el doctor prosegula su curso en la cámara de los
oficiales, Joe se despachaba a gusto en el castillo de proa y hacía historia a
su manera, procedimiento seguido por los más eminentes historiadores de todos
los tiempos.
Se trataba, como era natural, del viaje
aéreo. Joe consiguió, no sin trabajo, que aceptasen la empresa los espiritus
recalcitrantes; pero, una vez aceptada, la imaginación de los marineros,
estimulada por los relatos de Joe, ya no concibió nada que fuese imposible.
El ameno narrador persuadía a su auditorio de que después
de aquel viaje emprenderían otros muchos. Aquél no era más que el primer
eslabón de una larga serie de empresas sobrehumanas.
‑Creedme, camaradas; cuando se ha probado este género de
locomoción, no se puede prescindir de él; así es que, en nuestra próxima
expedición, en lugar de ir de lado, iremos hacia adelante sin dejar de subir.
‑¡Bueno! ‑exclamó un oyente, maravillado‑. Entonces
llegaréis a la Luna.
‑¡A la Luna! ‑respondió Joe con desdén‑. ¡No, eso es
demasiado común! A la Luna va todo el mundo. Además, allí no hay agua y es
preciso llevar una enorme cantidad de provisiones; e incluso atmósfera en
frascos, por poco interés que se tenga en respirar.
‑¡Con tal de que haya ginebra! ‑dijo un marinero muy
aficionado a esta bebida.
‑Tampoco, camarada. ¡No! Nada de Luna. Recorreremos esas
hermosas estrellas, esos encantadores planetas de los que tantas veces me ha
hablado mi señor. Visitaremos primero Saturno...
‑¿ El que tiene un anillo? ‑preguntó el contramaestre.
‑¡Sí, un anillo nupcial! Lo que ocurre es que se ignora
el paradero de su mujer.
‑¡Cómo! ¿Tan alto irán? ‑preguntó un grumete, atónito‑. Su
señor debe de ser el diablo.
‑¿El diablo? ¡Es demasiado bueno para ser el diablo!
‑¿Y después de Saturno? ‑preguntó uno de los más
impacientes del auditorio.
‑¿Después de Saturno? Haremos una visita a Júpiter, un
extraño país donde los días no son más que de nueve horas Y media, lo cual
resulta cómodo para los perezosos, y donde los años, por extraño que parezca
duran doce años, lo cual ofrece ventajas para los que no tienen más que seis
meses de vida. ¡Eso prolonga algo su existencia!
‑¿Doce años? ‑repuso el grumete.
‑Sí, pequeño, en esas tierras tú mamarías aún, y aquel de
allá, que roza la cincuentena, sería un chiquillo de cuatro anos y medio.
‑¡No puede ser! ‑exclamaron unánimes todos los hombres que
se hallaban en el castillo de proa.
‑Es la pura verdad ‑‑dijo Joe con aplomo‑. Pero ¿que
queréis? Cuando uno se empeña en vegetar en este mundo, no aprende nada y es
tan ignorante como una marsopa. ¡Pasead un poco por Júpiter y veréis! ¡Es menester,
sin embargo, saber comportarse allí arriba, pues hay satélites que no son
tolerantes!
Y todos reían, pero sólo le creían hasta cierto punto.. Y
él les hablaba de Neptuno, donde los marineros son muy bien recibidos, y de
Marte, donde los militares imponen su autoridad, lo cual acaba por resultar
fastidioso. En cuanto a Mercurio, es un pícaro país de ladrones y mercaderes,
tan parecidos unos a otros que difícilmente se les distingue. Y, por último, de
Venus les pintaba un cuadro verdaderamente encantador.
‑Y cuando volvamos de esta expedición ‑dijo el ameno
narrador‑ se nos condecorará con la Cruz del Sur, que brilla allá arriba en el
ojal del buen Dios.
‑¡Y bien merecida la tendréis! ‑admitieron los marineros.
Así, en alegres pláticas, transcurrían las largas tardes
en el castillo de proa. Mientras tanto, las conversaciones instructivas del
doctor seguian su camino.
Un día, hablando de la dirección de los globos, se le
pidió a Fergusson que diese acerca del particular su parecer.
‑Yo no creo ‑dijo‑ que se pueda llegar a dirigir un globo.
Conozco todos los sistemas que se han ensayado o ideado, y ni uno solo es
practicable. Como comprenderán, me he ocupado de esta cuestión, de interés
capital para mí. Sin embargo, no he podido resolverla con los medios
suministrados por los conocimientos actuales de la mecánica. Sería preciso
descubrir un motor de un poder extraordinario y de una ligereza imposible. Y
aun así, no se podrían contrarrestar las corrientes de cierta importancia.
Además, hasta ahora se ha pensado más en dirigir la barquilla que el globo, lo
cual es un error.
‑Existe, sin embargo ‑replicó un oficial‑, una gran
relación entre un aeróstato y un buque, y éste puede dirigirse a voluntad.
‑No ‑respondió el doctor Fergusson‑. Existe muy poca
relación o ninguna. El aire es infinitamente menos denso que el agua, en la
cual el buque no se sumerge más que hasta cierto punto, mientras que el
aeróstato se abisma por completo en la atmósfera y permanece inmóvil con
relación al fluido circundante.
‑¿Cree entonces que la ciencia aerostática ha dicho ya su
última palabra?
‑¡No tanto! ¡No tanto! Es preciso buscar otra cosa; si no
se puede dirigir un globo, al menos hay que intentar mantenerlo en las
corrientes atmosféricas favorables. Éstas, a medida que se sube, se vuelven
mucho más uniformes y son constantes en su direccion; ya no las perturban los
valles y las montañas que surcan la superficie del planeta, y eso, como muy
bien sabe, es la principal causa de las variaciones del viento y de la
irregularidad de su soplo. Una vez determinadas estas zonas, el globo no tendrá
más que colocarse en las corrientes que le convengan.
‑Pero, entonces ‑repuso el comandante Pennet‑, para
alcanzarlas será menester subir o bajar constantemente. He ahí la verdadera
dificultad, mi querido doctor.
‑¿Por qué, mi querido comandante?
‑Entendámonos: sólo supondrá una dificultad y un obstáculo
para los viajes de largo recorrido, no para los simples paseos aéreos.
‑¿Y tendría la bondad de decirme por qué?
‑Porque para subir es imprescindible soltar lastres, y
para bajar es imprescindible perder gas, y con tanto subir y bajar las
provisiones de gas y de lastre se agotan enseguida.
‑He ahí la cuestión, amigo Pennet. He ahí la única
dificultad que debe procurar allanar la ciencia. No se trata de dirigir globos;
se trata de moverlos de arriba abajo sin gastar ese gas que constituye su
fuerza, su sangre, su alma, si es lícito hablar así.
‑Tiene razon, mi querido doctor, pero esa dificultad aún
no está resuelta, ese medio todavía no se ha encontrado.
‑Perdone, se ha encontrado.
‑¿Quién lo ha encontrado?
‑¡Yo!
‑¿Usted?
‑Comprenderá que, de otro modo, no me aventuraría a
cruzar África en globo. ¡A las veinticuatro horas me quedaría sin gas!
‑Pero no habló de eso en Inglaterra.
‑¿Para qué? Quería evitar una
discusión pública; me parecía algo inútil. Hice experimentos preparatorios en
secreto y quedé satisfecho de ellos. No tenía necesidad de más.
‑Y bien, mi querido Fergusson, ¿sería una imprudencia
preguntarle su secreto?
‑En absoluto. El medio es muy sencillo, señores; ahora lo verán.
El auditorio redobló su atención y el doctor tomó
tranquilamente la palabra.
X
Ensayos
anteriores. ‑ Las cinco cajas del doctor. ‑ El
soplete
de gas. ‑ El calorífero. ‑ Manera de maniobrar.
‑ Exito
seguro
‑Se ha intentado muchas veces, señores, subir o bajar a
voluntad sin perder el gas o el lastre del globo. Un aeronauta francés, el
señor Mounier, pretendía alcanzar este objetivo comprimiendo aire en un
receptáculo interior Un belga, el doctor Van Hecke, por medio de alas y paletas
desplegaba una fuerza vertical que en la mayor parte de los casos hubiera sido
insuficiente. Los resultados prácticos obtenidos por estos medios han sido
insignificantes.
»Yo he resuelto abordar la cuestión más directamente.
Desde luego, suprimo por completo el lastre, salvo que me obligue a recurrir a
él algún caso de fuerza mayor, como, por ejemplo, la rotura del aparato o la necesidad
de elevarme con gran rapidez para evitar un obstáculo imprevisto.
»Mis medios de ascensión y descenso consisten únicamente
en dilatar o contraer, por medio de distintas temperaturas, el gas almacenado
en el interior del aeróstato. Y he aquí cómo obtengo este resultado.
»Han visto que, con la barquilla, embarcaron unas cajas
cuyo uso desconocen sin duda. Hay cinco cajas.
»La primera contiene unos veinticinco galones de agua, a
la cual añado algunas gotas de ácido sulfúrico para aumentar su conductibilidad
y la descompongo por medio de una potente pila de Bunsen. El agua, como saben,
se compone de dos volúmenes de gas hidrógeno y un volumen de gas oxígeno.
»Este último, bajo la acción de la pila, pasa por el polo
positivo a una segunda caja. Una tercera, colocada encima de la segunda y de
doble capacidad, recibe el hidrógeno que llega por el polo negativo.
»Dos espitas, una de las cuales tiene doble abertura que
la otra, ponen en comunicación estas dos cajas con otra, que es la cuarta y se
llama caja de mezcla. En ella, en efecto, se mezclan los dos gases procedentes
de la descomposición del agua. La capacidad de esta caja de mezcla viene a ser
de cuarenta y un pies cúbicos.
»En la parte superior de esta caja hay un tubo de platino,
provisto de una llave.
»Ya habrán comprendido, señores, que el aparato que les
describo es, simplemente, un soplete de gas oxígeno e hidrogeno, cuyo calor
supera el del fuego de una fragua.
»Establecido esto, paso a la segunda parte del aparato.
»De la parte inferior del globo, que está herméticamente
cerrado, salen dos tubos separados por un pequeño intervalo. El uno arranca de
las capas superiores del gas hidrógeno, y el otro de las inferiores.
»Estos dos tubos están provistos, de trecho en trecho, de
sólidas articulaciones de caucho que les permiten adaptarse a las oscilaciones
del aeróstato.
»Los dos bajan hasta la barquilla y se pierden en una caja
cilíndrica de hierro, llamada caja de calor, cerrada en ambos por dos fuertes
discos del mismo metal.
»El tubo que sale de la región inferior del globo pasa a
la caja cilíndrica por el disco inferior y, penetrando en él, adopta entonces
la forma de un serpentín helicoidal, cuyos anillos superpuestos ocupan casi
toda la altura de la caja. Antes de salir, el serpentín pasa a un pequeño cono,
cuya base cóncava, en forma de esférico, se dirige hacia abajo.
»Por el vértice de este cono sale el segundo tubo, que se
traslada, como he dicho, a las partes superiores del globo.
»El casquete esférico del pequeño cono es de platino,
para que no se funda por la acción del soplete, pues éste se halla colocado en
el fondo de la caja de hierro, en el centro del serpentín helicoidal, y el
extremo de la llama roza ligeramente el casquete.
»Todos saben, señores, lo que es un calorífero destinado
a calentar las habitaciones, y saben también cómo actúa. El aire de la
habitación, tras pasar por los tubos, vuelve a una temperatura más elevada. El
aparato que acabo de describir no es, en realidad, más que un calorífero.
»¿Qué ocurre entonces? Una vez encendido el soplete, el
hidrógeno del serpentín y del cono cóncavo se calienta y sube rápidamente por
el tubo, que lo conduce a las regiones superiores del aeróstato. Debajo se
forma el vacío, que atrae el gas de las regiones inferiores, el cual se
calienta a su vez y es continuamente reemplazado. Así se establece en los tubos
y el serpentín una corriente sumamente rápida de gas, que sale del globo y
vuelve a él calentándose sin cesar.
»Ahora bien, los gases aumentan 1/480 de su volumen por
grado de calor. Por lo tanto, si fuerzo 180 la temperatura[L10], el hidrógeno del aeróstato se dilatará 18/480, o mil seiscientos
setenta y cuatro pies cúbicos;' por consiguiente, desplazará mil seiscientos
setenta y cuatro pies cúbicos de aire más, lo cual aumentará mil seiscientas libras
su fuerza ascensional que equivale a un desprendimiento de lastre de igual
peso. Si aumento 1800 la temperatura[L11], el gas experimentará una dilatación de 180/480, desplazará dieciséis
mil setecientos cuarenta pies cúbicos más y su fuerza ascensional se
incrementará mil seiscientas libras.
»Como ven, señores, puedo obtener fácilmente desequilibrios
considerables. El volumen del aeróstato ha sido calculado de manera que,
estando medio hinchado, desplace un peso de aire exactamente igual al de la envoltura
del hidrógeno y la barquilla con los viajeros y todos los accesorios. En ese
punto, se halla en equilibrio en el aire, sin subir ni bajar.
»Para verificar la ascensión, doy al gas una temperatura
superior a la temperatura ambiente por medio del soplete. Con este exceso de
calor, obtiene una tensión más fuerte e hincha más el globo, que sube tanto más
cuanto más dilato el hidrógeno.
»El descenso se realiza, naturalmente, moderando el calor
del soplete y dejando que baje la temperatura. La ascension sera, pues,
generalmente mucho más rápida que el descenso. Pero esta circunstancia resulta
favorable, pues no tengo ningún interés en bajar rápidamente, mientras que una
pronta marcha ascensional es lo que me permite evitar los obstáculos. Los
peligros están abajo, no arriba.
»Además, como les he dicho, tengo cierta cantidad de
lastre que me permitirá elevarme con más prontitud aun en caso necesario. La
válvula situada en el polo superior del globo no es más que una válvula de
seguridad. El globo conserva siempre la misma carga de hidrógeno, siendo las
variaciones de temperatura que produzco en ese medio de gas cerrado las que
provocan todos los movimientos de ascension y descenso.
»Ahora, señores, añadiré un detalle práctico.
»La combustión del hidrógeno y del oxígeno en la punta del
soplete produce únicamente vapor de agua. He dotado, por ello, a la parte
inferior de la caja cilíndrica de hierro de un tubo de desprendimiento con
válvula que funciona a menos de dos atmósferas de presión; por consiguiente,
desde el momento en que alcanza esta presión, el vapor se escapa por sí mismo.
»He aquí cifras muy exactas.
»Veinticinco galones de agua descompuesta en sus elementos
constitutivos, dan 200 libras de oxígeno y 25 de hidrógeno. Esto representa en
la presión atmosférica, mil ochocientos noventa pies cúbicos del primero y tres
mil setecientos ochenta del segundo; en total cinco mil seiscientos setenta
pies cúbicos de mezcla.
»La espita del soplete, enteramente abierta, consume
veintisiete pies cúbicos por hora, con una llama por lo menos diez veces más
potente que la de las farolas de alumbrado. Por término medio, pues, para
mantenerme a una altura poco considerable, no quemaré más de nueve pies
cúbicos por hora, por lo que mis veinticinco galones de agua representan
seiscientas treinta horas de navegación aérea, es decir, algo más de veintiséis
días.
»Y como puedo bajar a mi arbitrio, y renovar por el camino
la provisión de agua, mi viaje puede prolongarse indefinidamente.
»He aquí mi secreto, señores. Es sencillo, y, como todas
las cosas sencillas, no puede dejar de tener éxito. La dilatación y la
contracción del gas del aeróstato, tal es mi medio, que no exige ni alas
embarazosas ni motor mecánico. Un calorífero para producir las variaciones de
temperatura y un soplete para calentarlo; eso no es incómodo ni pesado.
»Creo, pues, haber reunido todas las condiciones para el
éxito.
Así terminó su discurso el doctor Fergusson, y fue
cordialmente aplaudido. No había objeción alguna que hacer; todo estaba
previsto y resuelto.
-Sin embargo ‑dijo el comandante‑, puede ser peligroso.
¿Qué importa ‑respondió sencillamente el doctor‑, si es
practicable?
XI
Llegada
a Zanzíbar. ‑ El cónsul inglés. ‑ Mala
disposición
de los habitantes. ‑ La isla de Kumbeni. ‑
Los
hacedores de lluvia. ‑ Hinchan el globo. ‑ Partida
del 18
de abril. ‑ último adiós. ‑ El Victoria
Un viento constantemente favorable había acelerado la
marcha del Resolute hacia el lugar de
su destino. La navegación del canal de Mozambique fue particularmente
apacible. La travesía marítima era un buen presagio de la aérea. Todos
deseaban llegar pronto y ayudar al doctor Fergusson en sus últimos
preparativos.
El buque avistó por fin la ciudad de Zanzíbar, situada en
la isla del mismo nombre, y el 15 de abril, a las once de la mañana, ancló en
el puerto.
La isla de Zanzíbar pertenece al imán de Mascate, aliado
de Francia y de Inglaterra, y es indudablemente la más bella de sus colonias.
El puerto recibe muchos buques de los países vecinos.
La isla está separada de la costa africana por un canal,
cuya anchura mayor no pasa de treinta millas.
Existe un gran comercio de caucho, marfil y, sobre todo,
ébano, porque Zanzíbar es el gran mercado de esclavos. Allí se concentra todo
el botín conquistado en las batallas que los jefes del interior libran
incesantemente. El tráfico se extiende por toda la costa oriental, e incluso
en las latitudes del Nilo, y G. Lejean ha visto allí tratar abiertamente bajo
pabellón francés.
Apenas llegó el Resolute,
el cónsul inglés de Zanzíbar subió a bordo y se puso a disposición del
doctor, de cuyos proyectos le habían tenido al corriente desde hacía un mes
los periódicos de Europa. Pero hasta entonces había formado parte de la
numerosa falange de los incrédulos.
‑Dudaba ‑dijo, tendiéndole la mano a Samuel Fergusson‑,
pero ahora ya no dudo.
Ofreció su propia casa al doctor, a Dick Kennedy y,
naturalmente, al bravo Joe.
Por el cónsul tuvo el doctor conocimiento de varias cartas
que había recibido del capitán ‑Speke. El capitán y sus compañeros habían
tenido que pasar mucha hambre y muchos contratiempos antes de llegar al país de
Ugogo. No avanzaban sino con una gran dificultad y no pensaban poder dar
noticias inmediatas de su situación y paradero.
‑He aquí peligros y privaciones que nosotros podremos
evitar ‑dijo el doctor.
El equipaje de los tres viajeros fue trasladado a la casa
del cónsul. Se disponían a desembarcar el globo en la playa de Zanzíbar, pues
cerca del asta de las banderas de señalización había un sitio favorable, junto
a una enorme construcción que lo hubiera puesto a cubierto de los vientos del
este. Aquella gran torre, semejante a un tonel inmenso junto al cual la cuba de
Heidelberg habría parecido un insignificante barril, servía de fuerte, y en su
plataforma vigilaban unos beluchíes, armados con lanzas, especie de soldados
haraganes y vocingleros.
Sin embargo, durante el desembarco del aeróstato, el
cónsul recibió aviso de que la población de la isla se opondría a ello por la
fuerza. No hay nada tan ciego como el apasionamiento fanático. La noticia de la
llegada de un cristiano que iba a elevarse por los aires fue recibida con
indignación, y los negros, más conmocionados que los árabes, vieron en este
proyecto intenciones hostiles a su religión, figurándose que se dirigía contra
el Sol y la Luna, que son objeto de veneración para las tribus africanas. Así
pues, resolvieron oponerse a expedición tan sacrílega.
El cónsul conferenció acerca del particular con el doctor
Fergusson y el comandante Pennet. Éste no quería retroceder ante las amenazas;
pero su amigo le hizo entrar en razón.
‑Ya sé ‑le dijo‑ que acabaremos metiéndonos a esa gente en
el bolsillo, y en caso necesario los propios soldados del imán nos prestarán
auxilio; pero, mi querido comandante, un accidente sobreviene en el momento
menos pensado, y bastaría un golpe cualquiera para causar al globo una avería
irreparable que comprometiera el viaje irremisiblemente. Es, pues, preciso, que
andemos con pies de plomo.
‑¿Qué haremos, pues? Si desembarcamos en la costa de
África, tropezaremos con las mismas dificultades. ¿Qué podemos hacer?
‑Es muy sencillo ‑respondió el cónsul‑. ¿Ven aquellas
islas situadas más allá del puerto? Desembarquen en una de ellas el aeróstato,
aposten a los marineros formando un cinturón de protección, y no correrán
ningún peligro.
‑Perfectamente ‑dijo el doctor‑. Y allí podremos con toda
libertad concluir nuestros preparativos.
El comandante aprobó el consejo y el Resolute se acercó a la isla de Kumbeni. Durante la madrugada del
16 de abril, el globo fue puesto a buen recaudo en medio de un claro, entre los
extensos bosques que cubrían aquella tierra.
Clavaron en el suelo dos palos de 80 pies de alto, situados
a una distancia similar uno de otro; un juego de poleas sujeto a su extremo
permitió levantar el aeróstato por medio de un cable transversal. El globo
estaba entonces enteramente deshinchado. El globo interior se hallaba unido al
vértice del exterior, de modo que subían los dos a un mismo tiempo.
En el apéndice inferior de uno y otro, se fijaron los dos
tubos de introducción del hidrógeno.
El día 17 se invirtió en disponer el aparato destinado a
producir el gas; se componía de 30 toneles, en los que se verificaba la
descomposición del agua por medio de pedazos de hierro viejo y acido sulfúrico
sumergidos en una gran cantidad de agua. El hidrógeno pasaba a un gran tonel
central tras haber sido lavado, y desde allí subía por los tubos de
introducción a los dos aeróstatos. De esta manera, ambos recibían una cantidad
de gas perfectamente determinada.
Para esta operación fue preciso echar mano de mil
ochocientos sesenta y seis galones de ácido sulfúrico, dieciséis mil cincuenta
libras de hierro y novecientos sesenta y seis galones de agua.
Esta operación empezó aproximadamente a las tres de la
mañana del día siguiente y duró casi ocho horas. Al otro día, el aeróstato,
cubierto con su red, se balanceaba graciosamente sobre la barquilla, sostenido
por un gran número de sacos llenos de tierra. Se montó con el mayor cuidado el
aparato de dilatación, y los tubos que salían del aeróstato fueron adaptados a
la caja cilíndrica.
Las anclas, las cuerdas, los instrumentos, las mantas de
viaje, la tienda, los víveres y las armas ocuparon en la barquilla el puesto
que tenían asignado; la aguada se hizo en Zanzíbar. Las doscientas libras de
lastre se distribuyeron entre cincuenta sacos colocados en el fondo de la
barquilla, pero al alcance de la mano.
Hacia las cinco de la tarde finalizaban estos preparativos.
Unos centinelas montaban guardia alrededor de la isla, y las embarcaciones del Resolute surcaban el canal.
Los negros seguían manifestando su cólera con gritos,
muecas y contorsiones. Los hechiceros recorrían los grupos irritados y acababan
de exasperar los ánimos; algunos fanáticos trataron,de ganar la isla a nado,
pero se les rechazó fácilmente.
Entonces empezaron los sortilegios y los encantamientos;
los hacedores de lluvia, que pretendían tener poder sobre las nubes, llamaron
en su auxilio a los huracanes y a las «lluvias
de piedra»; [L12]cogieron hojas de todas las especies de árboles del país y las cocieron
a fuego lento, mientras mataban un cordero clavándole una larga aguja en el
corazón. Pero, a pesar de todas sus ceremonias, el cielo permaneció sereno y
puro.
Entonces los negros se entregaron a furiosas orgías
embriagándose con tembo, aguardiente
que se extrae del cocotero, o con una cerveza sumamente fuerte llamada togwa. Sus cantos, sin melodía apreciable, pero con un ritmo muy
exacto, duraron hasta muy entrada la noche.
Hacia las seis, una última comida
reunió a los viajeros alrededor de la mesa del comandante y de sus oficiales.
Kennedy, a quien nadie dirigía pregunta alguna, murmuraba en voz baja palabras
incomprensibles, con la mirada fija en el doctor Fergusson.
La comida fue triste. La aproximación del momento supremo
inspiraba a todos penosas reflexiones. ¿Qué reservaba el destino a aquellos
audaces viajeros? ¿Volverían a hallarse entre sus amigos, a sentarse junto al
fuego del hogar? Si les llegaban a faltar los medios de transporte, ¿que seria
de ellos en el seno de tribus feroces, en aquellas comarcas inexploradas, en
medio de desiertos inmensos?
Estas ideas, vagas hasta entonces y a las que todos se
inclinaban poco, en aquel momento asaltaban las imaginaciones sobreexcitadas.
El doctor Fergusson, tan frío e impasible como siempre, habló de varias cosas
para disipar aquella tristeza comunicativa, pero sus esfuerzos fueron vanos.
Como se temía alguna demostración contra la persona del
doctor y de sus compañeros, los tres se quedaron a dormir a bordo del Resolute. A las seis de la mañana
salieron de su camarote y se trasladaron de nuevo a la isla de Kumbeni.
El globo se balanceaba ligeramente, mecido por el viento
del este. Los sacos de tierra que lo retenían habían sido reemplazados por
veinte marineros. El comandante Pennet y sus oficiales asistían a aquella
solemne marcha.
En aquel momento Kennedy se dirigió al doctor, le cogió la
mano y le dijo:
‑¿Es cosa decidida tu marcha, Samuel?
‑Muy decidida, mi querido Dick.
‑¿He hecho yo cuanto de mí dependía para impedir este
viaje?
‑Todo.
‑Entonces tengo sobre el particular la conciencia
tranquila y te acompaño.
‑Ya lo sabía ‑respondió el doctor, dejando que aflorase a
su semblante una furtiva emoción.
Se acercaba el instante de los últimos adioses. El comandante
y los oficiales abrazaron con efusión a sus intrépidos amigos, sin exceptuar
al digno Joe, que estaba muy contento y satisfecho. Todos quisieron que el doctor
Fergusson les diese un apretón de manos.
A las nueve, los tres compañeros de viaje ocuparon su
puesto en la barquilla. El doctor encendió el soplete y avivó la llama de modo
que produjese un calor rápido. El globo, que se mantenía junto al suelo en
perfecto equilibrio, empezó a levantarse a los pocos minutos. Los marineros
tuvieron que aflojar un poco las cuerdas que lo retenían. La barquilla se elevó
unos veinte pies.
-¡Amigos míos -exclamó el doctor, puesto en pie entre sus
dos compañeros y quitándose el sombrero‑, pongámosle a nuestro buque aéreo un
nombre que le dé suerte! ¡Llamémosle Victoria!
Resonó un hurra formidable.
‑¡Viva la reina! ¡Viva Inglaterra!
En aquel momento la fuerza ascensional del aeróstato
aumentó prodigiosamente. Fergusson, Kennedy y Joe dirigieron un último adiós a
sus amigos.
‑¡Suelten las cuerdas! ‑exclamó el doctor.
Y el Victoria se
elevó por los aires rápidamente, mientras las cuatro piezas de artillería del Resolute atronaban el espacio en su
honor.
XII
Travesía
del estrecho. ‑ El Mrima. ‑ Conversación de
Dick y proposición de Joe. ‑ Receta para el café. ‑
El
uzaramo. ‑ El desventurado Maizan. ‑
El monte
Duthumi. ‑ Las cartas del doctor. ‑
Noche
sobre un nopal
El aire era puro y el viento moderado. El Victoria subió casi perpendicularmente a
una altura de mil quinientos pies, que fue indicada por una depresión de dos
pulgadas menos dos líneas en la columna barométrica.
A aquella altura, una corriente más marcada impelió al
globo hacia el suroeste. ¡Qué magnífico espectáculo se extendía ante los ojos
de los viajeros! La isla de Zanzíbar se ofrecía por completo a la vista y
destacaba en un color más oscuro, como sobre un vasto planisferio; los campos
tomaban la apariencia de muestras de varios colores; y grandes ramilletes de
árboles indicaban los bosques y las selvas.
Los habitantes de la isla parecían como insectos. Los
hurras y los gritos se perdían poco a poco en la atmósfera, y sólo los
cañonazos del buque vibraban en la concavidad inferior del aeróstato.
‑¡Qué hermoso es todo esto! ‑exclamó Joe, rompiendo por
primera vez el silencio.
No obtuvo respuesta. El doctor estaba ocupado observando
las variaciones barométncas y tomando nota de los pormenores de su ascensión.
Kennedy miraba y no tenía ojos para verlo todo.
Los rayos del sol, uniendo su calor al del soplete, aumentaron
la presión del gas. El Victoria subió a una altura de dos mil
quinientos pies.
El Resolute presentaba el aspecto de un barquichuelo, y
la costa africana aparecía al oeste como una inmensa orla de espuma.
‑¿No dicen nada? ‑preguntó Joe.
‑Miramos ‑respondió el doctor, dirigiendo su anteojo
hacia el continente.
‑Lo que es yo, si no hablo, reviento.
‑Habla cuanto quieras, Joe; nadie te lo impide.
Y Joe hizo él solo un espantoso
consumo de onomatopeyas. Los « ¡oh! », los « ¡ah! » y los « ¡eh! » brotaban de
sus labios a borbotones.
Durante la travesía del mar, el doctor creyó conveniente
mantenerse a aquella altura que le permitía observar la costa más extensamente.
El termómetro y el barómetro, colgados dentro de la tienda entreabierta, se
hallaban constantemente al alcance de su vista, y otro barómetro, colocado
exteriormente, serviría durante la guardia de noche.
Al cabo de dos horas, el Victoria, a una velocidad de poco
más de ocho millas, se aproximó sensiblemente a la costa. El doctor resolvió
acercarse a tierra; moderó la llama del soplete, y muy pronto el globo bajó a
trescientos pies del suelo.
Se hallaba sobre el Mrima, nombre que lleva aquella
porcion de la costa oriental de África. Protegían sus orillas espesos
manglares, y la marea baja permitía distinguir sus gruesas raíces roídas por
los dientes del océano índico. Los dunas que formaban en otro tiempo la línea
costera ondulaban en el horizonte, y el monte Nguru alzaba su pico al
noroeste.
El Victoria pasó cerca de una aldea que el doctor reconocio
en el mapa como Kaole. Toda la población reunida lanzaba aullidos de cólera y
de miedo; dirigieron en vano algunas flechas a ese monstruo de los aires que se
balanceaba majestuosamente sobre aquellos impotentes furores.
El viento conducía hacia el sur, lo que, lejos de inquietar
al doctor, le complació, porque le permitía seguir el derrotero trazado por
los capitanes Burton y Speke.
Kennedy se había vuelto tan hablador como Joe, y los dos
se dirigían mutuamente frases admirativas.
‑¡Se acabaron las diligencias! ‑decía el uno.
‑¡Y los buques de vapor! ‑decía el otro.
‑¡Y los ferrocarriles ‑respondía Kennedy‑, con los que se
atraviesan los países sin verlos!
‑¡No hay como un globo! ‑exclamaba Joe‑. Se anda sin
sentir, y la naturaleza se toma la molestia de pasar ante tus ojos.
‑¡Qué espectáculo! ¡Qué asombro! ¡Qué éxtasis! ¡Un sueño
en una hamaca!
‑¿Y si almorzásemos? ‑preguntó Joe, a quien el aire libre
abría el apetito.
‑Buena idea, muchacho.
‑¡Oh! ¡Los preparativos no serán largos! Galletas y carne
en conserva.
‑Y café a discreción ‑añadió el doctor‑. Te permito tomar
prestado un poco de calor de mi soplete, que tiene de sobra. Así no tendremos
que temer un incendio.
‑Sería terrible ‑repuso Kennedy‑. Parece que llevemos
encima un polvorín.
‑No tanto ‑respondió Fergusson‑. Si el gas se inflamase,
se consumiría poco a poco y bajaríamos a tierra, lo que sin duda sería un
contratiempo; pero, no temáis, nuestro aeróstato está herméticamente cerrado.
‑Comamos, pues ‑dijo Kennedy.
‑Coman, señores ‑‑dijo Joe‑, y yo, al mismo tiempo que les
imito, prepararé un café del que me hablarán después de haberlo tomado.
‑El hecho es ‑repuso el doctor‑ que Joe, amén de mil
virtudes, tiene un talento especialísimo para preparar esa bebida deliciosa;
la elabora con una mezcla de varias procedencias que nunca me ha querido dar a
conocer.
‑Pues bien, mi señor, a la altura en que nos hallamos
puedo confiarle mi receta. Se reduce simplemente a mezclar moca, bourbon y rio‑nunez
en partes iguales.
Pocos instantes después, tres
humeantes y aromáticas tazas ponían punto final de un sustancial almuerzo,
sazonado por el buen humor de los comensales; luego, cada cual volvió a su
punto de observación.
El país destacaba por su prodigiosa fertilidad. Senderos
tortuosos y estrechos desaparecían bajo bóvedas de verdor. Se pasaba por encima
de campos cultivados de tabaco, maíz y centeno en plena madurez, y recreaban
la vista vastos arrozales con sus tallos rectos y sus flores de color purpúreo.
Se distinguían carneros y cabras encerrados en grandes jaulas colocadas en
alto, sobre pilotes, para preservarlas de la voracidad de los leopardos. Una
vegetación espléndida cubría aquel suelo pródigo. En muchas aldeas se
reproducían escenas de gritos y asombro a la vista del Victoria, y el
doctor Fergusson se mantenía prudentemente fuera del alcance de las flechas.
Los habitantes, agrupados alrededor de sus chozas contiguas, perseguían largo
tiempo a los viajeros con vanas imprecaciones.
Al mediodía, el doctor, consultando el mapa, estimó que se
hallaba sobre el país de Uzaramo[L13]. La campiña se presentaba erizada de cocoteros, papayos y algodoneros,
sobre los cuales el Victoria parecía reírse. Tratándose de África, a
Joe aquella vegetación le parecía muy natural. Kennedy veía liebres y
codornices que le pedían por favor una perdigonada; pero no quiso complacerlas,
pues, siendo imposible cobrarlas, no hubiera hecho más que gastar pólvora en
salvas.
Los aeronautas navegaban a una velocidad de doce millas
por hora, y pronto se hallaron a 380 20’ de longitud sobre la aldea
de Tounda.
‑Allí es ‑dijo el doctor‑ donde Burton y Speke sufrieron
calenturas violentas y por un instante creyeron su expedición comprometida. A
pesar de que todavía no se hallaban demasiado alejados de la costa, ya se
hacían sentir rudamente las fatigas y las privaciones.
En efecto, en aquella comarca reina
una malaria perpetua, cuyo ataque el doctor sólo pudo evitar elevando el globo
por encima de las miasmas de aquella tierra húmeda, cuyas emanaciones absorbía
el ardiente sol.
De vez en cuando divisaban una caravana que descansaba en
un kraal, aguardando el fresco de la noche para proseguir su camino. Un kraal
es un vasto espacio rodeado de espinos, una especie de vallado o seto vivo
donde los traficantes se ponen al abrigo de los animale dañinos y de las tribus
merodeadoras de la comarca. Se veía a los indígenas correr y dispersarse al ver
al Victoria. Kennedy deseaba contemplarlos de cerca, a lo que Samuel se
opuso constantemente.
‑Los jefes ‑dijo‑ van armados con mosquetes, y nuestro
globo ofrece un blanco fácil para alojar en él una bala.
‑Y un balazo, ¿echaría abajo el globo? ‑preguntó Joe.
‑Inmediatamente, no; pero el agujero se haría grande muy
pronto, y por él se escaparía todo el gas.
‑Mantengámonos, pues, a una distancia respetable de esos
tunantes. ¿Qué pensarán de nosotros, viéndonos volar por el aire? Estoy seguro
de que desean adorarnos.
‑Que nos adoren, pero de lejos ‑respondió el doctor‑. No
les quiero ver de cerca. Mirad, el país toma otro aspecto. Las aldeas son más
escasas; los inangles han desaparecido; a esta latitud la vegetación se
detiene. El terreno se vuelve montuoso y preludia montañas proximas.
‑En efecto ‑dijo Kennedy‑, me parece que por aquel lado
distingo algunas prominencias.
‑Hacia el oeste... Son las primeras cordilleras del
Urizara; el monte Duthumi, sin duda, detrás del cual espero que podamos
refugiarnos para pasar la noche. Voy a activar la llama del soplete, pues
debemos mantenernos a una altura de entre quinientos y seiscientos pies.
‑Es una magnífica idea, señor, la que ha tenido ‑dijo
Joe-, la maniobra no es difícil ni fatigosa: se da vuelta a una llave y no hay
necesidad de más.
‑Aquí estamos mejor ‑afirmó el cazador, cuando el globo
hubo subido; el reflejo de los rayos del sol en la arena roja resultaba
insoportable.
‑¡Qué árboles tan magníficos! ‑exclamó Joe‑. Aunque son una
cosa muy natural, son hermosísimos. Con menos de una docena se podría hacer un
bosque.
‑Son baobabs ‑respondió el doctor Fergusson‑. Mirad, allí
hay uno cuyo tronco tendrá cien pies de circunferencia. Fue acaso al pie de
este mismo árbol donde en 1845 pereció el francés Malzan, pues nos hallamos
sobre la aldea de Deje‑la‑Mhora, donde se aventuró a entrar solo y fue apresado
por el jefe de la comarca. Le amarraron al pie de un baobab, y aquel negro
feroz, mientras sonaba el canto de guerra, le cortó lentamente las articulaciones
una tras otra; al llegar a la garganta se detuvo para afilar su cuchillo
embotado y arrancó la cabeza del desventurado mártir antes de que estuviese
enteramente cortada. El pobre francés tenía veintiséis años.
‑¿Y Francia no ha vengado un crimen semejante? ‑preguntó
Kennedy.
‑Francia reclamó, y el sald de Zanzíbar hizo cuanto pudo
para dar caza al asesino, pero todas sus pesquisas fueron inútiles.
‑Suplico que no nos detengamos en el camino ‑dijo Joe‑;
subamos, subamos, señor, hágame caso.
‑Encantado, Joe, ya que el monte Duthumi se alza ante
nosotros. Si mis cálculos son exactos, antes de las siete de la tarde lo
habremos pasado.
‑¿No viajaremos de noche? ‑preguntó el cazador.
~No, mientras podamos evitarlo. Con precauciones y vigilancia,
no habría peligro; pero no basta atravesar África, es preciso verla.
‑Hasta ahora no tenemos motivo de queja, señor. ¡El país
más cultivado y fértil del mundo, en lugar de un desierto! ¡Como para creer a
los geógrafos!
‑Aguarda, Joe, aguarda; veremos más adelante.
Hacia las seis y media de la tarde, el Victoria se
encontró frente al monte Duthumi; para salvarlo, tuvo que elevarse a más de
tres mil pies. Al efecto, el doctor no tuvo más que elevar 180 la temperatura[L14]. Bien puede decirse que maniobraba el globo con habilidad. Kennedy le
indicaba los obstáculos que tenía que salvar, y el Victoria volaba por
los aires rozando la montaña.
A las ocho descendía la vertiente opuesta, cuya pendiente
era más suave. Echaron las anclas fuera de la barquilla, y una de ellas,
encontrando las ramas de un enorme nopal, se agarró firmemente a ellas. Joe se
deslizó por la cuerda y la sujetó con la mayor solidez. Luego le tendieron la
escala de seda, y se encaramó por ella con gran agilidad. El aeróstato, al abrigo
de los vientos del este, permanecía casi inmóvil.
Los viajeros prepararon la cena y, excitados por su paseo
aéreo, abrieron una amplia brecha en sus provisiones.
‑¿Cuánto camino hemos recorrido hoy? ‑preguntó Kennedy,
engullendo inquietantes bocados.
El doctor fijó su posición por medio de observaciones
lunares y consultó el excelente mapa que le servía de guía, el cual pertenecía
al atlas Der Neuster Entedekungen in
Africa, publicado en Ghota por su sabio amigo Potermann y que éste le había
enviado. Aquel atlas debía servir para todo el viaje del doctor, pues contenía
el itinerario de Burton y Speke a los Grandes Lagos, Sudán según el doctor
Barth, el bajo Senegal según Guillaume Lejean, y el delta del Níger por el
doctor Baikie.
Fergusson se había provisto también de una obra que en un
solo volumen reunía todas las nociones adquiridas sobre el Nilo. Titulábase The sources of the Nil, being a general survey of the basin of that
river and of its heab stream
with the history of the Nilotic discovery by Charles Beke, th. D.
Poseía igualmente los excelentes mapas publicados en los
Boletines de la Sociedad Geográfica de Londres, y no podía escapársele ningún
punto de las comarcas descubiertas.
Consultando el mapa, vio que su rumbo latitudinal era de 20
o ciento veinte millas oeste.
Kennedy observó que el camino se dirigía hacia el
mediodía. Pero esta dirección satisfacía al doctor, el cual queria reconocer,
en la medida de lo posible, las huellas de sus predecesores.
Se resolvió dividir la noche en tres partes, a fin de
turnarse en la vigilancia. El doctor comenzaba su guardia a las nueve, Kennedy
a las doce y Joe a las tres.
Así pues, Kennedy y Joe, envueltos en
sus mantas, se tendieron bajo la tienda y durmieron a pierna suelta mientras el
doctor Fergusson velaba.
XIII
Cambio
de tiempo. ‑ La fiebre de Kennedy. ‑ La
medicina
del doctor. ‑ Viaje por tierra. ‑ La cuenca de
Imengé. ‑
El monte Rubeho. ‑A seis mil pies. ‑ Un
alto en
el camino del día
La noche transcurrió en calma. Sin embargo, el sábado por
la mañana, Kennedy sintió cansancio y escalofríos al despertarse. El tiempo
cambiaba; el cielo, cubierto de densas nubes, parecía prepararse para un nuevo
diluvio. Un triste país, Zungomero, donde llueve continuamente, excepto tal vez
unos quince días en el mes de enero.
Una violenta lluvia no tardó en envolver a los viajeros;
debajo de ellos, los caminos cortados por nullabs,
especie de torrentes momentáneos se volvían impracticables, además de
estar cubiertos de matorrales espinosos y llanas gigantescas. Se percibían
claramente esas emanaciones de hidrógeno sulfurado de las que habla el capitán
Burton.
‑Según él ‑dijo el doctor‑, y tiene razón, se diría que
hay un cadáver oculto detrás de cada matorral.
‑Es un maldito pais ‑respondió Joe‑, y me parece que el
señor Kennedy se encuentra mal por haber pasado en él la noche.
‑En efecto, tengo una fiebre bastante alta ‑dijo el señor
Kennedy.
‑Nada tiene de particular, mi querido Dick; nos hallamos
en una de las regiones más insalubres de África. Pero no permaneceremos en
ella mucho tiempo. En marcha.
Gracias a una diestra maniobra de Joe, el ancla se desenganchó,
y, por medio de la escala, el hábil gimnasta volvió a subir a la barquilla. El
doctor dilató considerablemente el gas y el Victoria remontó el vuelo,
impelido por un viento bastante fuerte.
Aparecía alguna que otra choza en medio de aquella niebla
pestilente. El país cambiaba de aspecto. En Africa ocurre con frecuencia que
una región mefítica y de poca extensión confina comarcas absolutamente salubres.
Kennedy sufría visiblemente; la calentura abatía su
vigorosa naturaleza.
‑Sería mala cosa caer enfermo ‑dijo, envolviéndose en su
manta y echándose bajo la tienda.
‑Un poco de paciencia, mi querido Dick ‑respondló el
doctor Fergusson‑, y pronto recobrarás completamente la salud.
-¡Ojalá, Samuel! Si en tu botiquín de viaje tienes alguna
droga para curarme, adminístramela sin perder tiempo. La tragaré a ojos
cerrados.
‑Tengo un medicamento mejor que todas las drogas, amigo
Dick, y naturalmente, voy a darte un febrífugo que no costará nada.
‑¿Y cómo lo harás?
‑Muy sencillo. Subiré encima de estas nubes que nos
envuelven y me alejaré de esta atmósfera pestilente. Diez minutos te pido para
dilatar el hidrógeno.
No habían transcurrido los diez minutos cuando los
viajeros estaban ya fuera de la zona húmeda.
‑Aguarda un poco, Dick, y notarás la influencia del aire
puro y del sol.
‑¡Vaya un remedio! ‑dijo Joe‑. ¡Es maravilloso!
‑¡No! ¡Es totalmente natural!
‑Eso no lo pongo en duda.
‑Envió a Dick a tomar aires, como se hace todos los días
en Europa, y del mismo modo que en la Martinica le enviaría a los Pitons [L15]para librarle de la fiebre amarilla
‑La verdad es que este globo es un paraíso ‑dijo Kennedy,
ya más aliviado.
‑O por lo menos conduce a él ‑respondió Joe cor gravedad.
Era un espectáculo curioso el que ofrecían las nubes
aglomeradas en aquel momento debajo de la barquilla. Rodaban unas sobre otras,
y se confundían en un resplandor magnífico reflejando los rayos del sol. El Victoria
llegó a una altura de 4.000 pies. El termómetro indicaba algún descenso en la
temperatura. No se veía ya la tierra. A unas cincuenta millas al oeste, el
monte Rubeho levantaba su cabeza centelleante. Formaba el límite del país de
Ugogo, a 360 20’ de longitud. El viento soplaba a una velocidad de
veinticinco millas por hora, pero los viajeros no se percataban de su rapidez,
ni siquiera tenían sensación de locomoción.
Tres horas después, la predicción del doctor se realizaba.
Kennedy no experimentaba ningún escalofrío y almorzó con apetito.
‑¡Y que aún haya quien tome sulfato de quinina! ‑dijo con
satisfacción.
‑Decididamente ‑exclamó Joe‑, aquí es donde me retiraré
cuando sea viejo.
Hacia las diez de la mañana, la atmósfera se despejo. Se
hizo un agujero en las nubes, la tierra reapareció y el Victoria se
acercó a ella insensiblemente. El doctor Fergusson buscaba una corriente que le
llevase al noroeste, y la encontró a seiscientos pies del suelo. El terreno se
volvía accidentado, incluso montuoso. Al este, el distrito de Zungomero se
borraba con los últimos cocoteros de aquella latitud.
Luego, las crestas de una montaña se presentaron más
acentuadas. Algunos picos se levantaban en distintos puntos del horizonte. Era
preciso vigilar constantemente los conos agudos que parecían surgir inopinadamente.
‑Nos hallamos entre los rompientes ‑dijo Kennedy.
‑Puedes estar tranquilo, amigo Dick, no tropezamos.
‑¡Hermosa manera de viajar! ‑replicó Joe.
En efecto, el doctor manejaba el globo con una destreza
maravillosa.
-Si tuviésemos que andar por este terreno encharcado ‑dijo‑,
nos arrastraríamos por un lodo insalubre. Desde nuestra salida de Zanzíbar
hasta llegar donde estamos, la mitad de nuestras bestias de carga habrían
muerto de fatiga, y nosotros pareceríamos espectros y llevaríamos la
desesperación en el alma. Estaríamos en incesante lucha con nuestros guías y
expuestos a su brutalidad desenfrenada. Durante el día nos agobiaría un calor
húmedo, insoportable, sofocante. Durante la noche, experimentaríamos un frío
con frecuencia intolerable, y acabarían con nuestra paciencia las picaduras de
ciertas moscas, cuyo aguijón atraviesa la tela más gruesa y es capaz de volver
loco a cualquiera. ¡Ya no digo nada de las bestias salvajes y de las tribus
feroces!
‑¡Dios nos libre de unas y otras! ‑replicó
simplemente Joe.
‑No exagero nada ‑prosiguió el doctor Fergusson‑, pues no
se pueden leer las narraciones de los viajeros que han tenido la audacia de
penetrar en estas comarcas sin que se le llenen los ojos de lágrimas.
Hacia las once pasaban la cuenca de Imengé; las tribus
esparcidas por aquellas colinas amenazaban en vano con sus armas al Victoria,
que llegaba, por fin, a las últimas ondulaciones montuosas que preceden al
Rubeho y forman la tercera y más elevada cordillera de las montañas de
Usagara.
Los viajeros distinguían perfectamente la conformación
orográfica del país. Aquellas tres ramificaciones, de las que el Duthumi forma
el primer eslabón, están separadas unas de otras por vastas llanuras
longitudinales; las elevadas lomas se componen de conos redondeados, entre los
cuales las gargantas están sembradas de pedruscos erráticos y guijarros. El
declive mas acusado de aquellas montañas se halla frente a la costa de
Zanzíbar; las pendientes occidentales no son mas que llanuras inclinadas. Las
depresiones del terreno están cubiertas de una tierra negra y fértil donde la
vegetación es vigorosa. Varios riachuelos se infiltran hacia el este y afluyen
al Kingani, entre gigantescos ramos de sicomoros, tamarindos, guayabas y palmeras.
‑¡Atención! ‑dijo el doctor Fergusson‑. Nos acercamos al
Rubeho, cuyo nombre significa en la lengua del pais «paso de los vientos».
Haremos bien en doblar a cierta altura los agudos picachos. Si mi mapa es
exacto, subiremos hasta una altura de más de cinco mil pies.
‑¿Alcanzaremos con frecuencia esas zonas superiores ?
‑Rara vez; la altura de las montañas de África es menor,
según parece, que la de las de Europa y Asia. Pero, de todos modos, el Victoria
las salvará sin dificultad alguna.
En poco tiempo el gas se dilató, bajo la acción del calor
y el globo tomó una marcha ascensional muy pronunciada. La dilatación del
hidrógeno no ofrecía ningun peligro, y la vasta capacidad del aeróstato no
estaba llena más que en sus tres cuartas partes. El barómetro, mediante una
depresión de unas ocho pulgadas, indicó una elevación de seis mil pies.
‑¿Podríamos estar subiendo así mucho tiempo? ‑preguntó
Joe.
‑La atmósfera terrestre ‑respondió el
doctor‑ tiene una altura de seis mil toesas. Con un globo muy grande, iríamos
lejos. Eso es lo que hicieron los señores Brioschi y Gay‑Lussac, pero empezó a
manarles sangre de la boca y los oídos. Les faltaba aire respirable. Hace unos
años, dos audaces franceses, los señores Barral y Bixio, se lanzaron también a
las altas regiones, pero su globo se rasgó...
‑¿Y cayeron? ‑preguntó al momento Kennedy.
‑Sin duda, pero
como deben caer los sabios,
sin hacerse ningún daño.
‑¡Pues bien, señores ‑dijo Joe‑, son ustedes libres de
caer cuantas veces lo deseen! Pero yo, que no soy más que un ignorante,
prefiero permanecer en un justo término medio, ni demasiado alto, ni demasiado
bajo. No hay que ser ambicioso.
A seis mil pies, la densidad del aire ha disminuido ya
sensiblemente; el sonido se mueve con dificultad y la voz se oye mucho menos.
Los objetos se ven confusamente. La mirada no percibe más que grandes moles
bastante indeterminadas; los hombres y los animales se vuelven absolutamente
invisibles; los caminos parecen cintas, y los lagos, estanques.
El doctor y sus compañeros se sentían en un estado
anormal; una corriente atmosférica de gran velocidad los arrastraba más allá de
las montañas áridas, cuyas cimas coronadas de nieve deslumbraban; su aspecto
convulsionado demostraba algún trabajo neptuniano de los primeros días del
mundo.
El sol brillaba en su cenit, y los
rayos caían a plomo sobre aquellas desiertas cimas. El doctor hizo un dibujo
exacto de las montañas, formadas por cuatro cumbres situadas casi en línea
recta, de las cuales la más septentrional es la más alargada.
El Victoria no tardó en descender por la vertiente
opuesta del Rubeho, costeando una llanura poblada de árboles de un verde muy
sombrío. A esta llanura sucedieron crestas y barrancos colocados en una
especie de desierto que precedía al país de Ugogo. Más abajo se presentaban
llanuras amarillentas, tostadas, agrietadas, salpicadas a trechos de plantas
salinas y de matorrales espinosos.
Algunos bosquecillos, que más adelante se convirtieron en
verdaderas selvas, embellecieron el horizonte. El doctor se aproximó a tierra,
echaron las anclas, y una de ellas quedó agarrada a las ramas de un corpulento
sicomoro.
Joe, deslizándose rápidamente, sujetó el ancla con
precaución; el doctor dejó el soplete funcionando para conservar en el
aeróstato cierta fuerza ascensional que lo mantuvo en el aire. El viento había
calmado casi súbitamente.
‑Ahora, amigo Dick ‑dijo Fergusson‑, coge dos escopetas,
una para ti y otra para Joe, y procurad entre los dos traer unos buenos filetes
de antilope para la comida de hoy.
‑¡De caza! ‑exclamó Kennedy.
Echó la escala y bajó. Joe fue brincando de una a otra
rama y aguardó, desperezándose, a Kennedy. El doctor, aliviado del peso de sus
dos compañeros, pudo apagar el soplete.
‑No eche a volar, señor ‑exclamó Joe.
‑Tranquilo, muchacho, estoy sólidamente anclado. Voy a
poner en orden mis apuntes. Cazad bien y sed prudentes. Yo, desde aquí,
observaré el terreno y a la menor sospecha que conciba dispararé la carabina.
El tiro será la señal de reunión.
‑De acuerdo ‑respondió el cazador.
XIV
El
bosque de gomeros. ‑ El antílope azul ‑ La señal de
reunión.
‑ Un asalto inesperado. ‑ El Kanyemé. ‑ Una
noche en
el aire. ‑ El Mabunguru. ‑Jihoue‑la‑Mkoa. ‑
Provisión
de agua. ‑ Llegada a Kazeb
El país, árido, seco, formado de una tierra arcillosa que
el calor agrietaba, parecía desierto. De vez en cuando se encontraban algunos
vestigios de caravanas, osamentas blanquecinas de hombres y animales, medio
roídas y mezcladas con el polvo.
Dick y Joe, después de una media hora de marcha, se internaron
en un bosque de gomeros, al acecho y con el dedo en el gatillo de la escopeta.
No sabían con quién tendrían que habérselas. Joe, sin ser un tirador de primera,
manejaba bien un arma de fuego.
‑Caminar sienta bien, señor Dick, aunque el terreno que
pisamos no es muy cómodo ‑dijo Joe, tropezando con los fragmentos de cuarzo de
que estaba sembrado el suelo.
Kennedy indicó con un gesto a su compañero que callase y
se detuviese. Faltaban perros, y la agilidad de Joe, por mucha que fuese, no
equivalía al olfato de un pachón o de un podenco.
En el lecho de un torrente, en el que quedaban algunas
aguas estancadas, saciaba su sed un grupo de unos diez antílopes. Aquellos
graciosos animales, olfateando un peligro, parecían inquietos; entre sorbo y
sorbo de agua, levantaban la cabeza con azoramiento, husmeando con sus hocicos
las emanaciones de los cazadores.
Kennedy rodeó unos matorrales, en tanto que Joe permanecía
inmóvil. Llegó a tiro de los antílopes y disparó su escopeta. El grupo
desapareció rápidamente, quedando sólo un antílope macho que cayó como herido
por un rayo. Kennedy se precipitó sobre su víctima.
Era un magnífico ejemplar de un azul claro, casi ceniciento,
con el vientre y la parte anterior de las patas de una blancura deslumbradora.
‑¡Buen tiro! ‑exclamó el cazador‑. Es una especie de
antilope muy rara, y espero poder preparar su piel para conservarla.
‑¿Qué dice, señor Dick?
‑Lo que oyes. ¡Mira qué pelaje tan espléndido!
‑Pero el doctor Fergusson no admitirá un exceso de peso.
‑¡Tienes razón, Joe! Triste cosa es, sin embargo, no
aprovechar nada de una pieza tan magnífica.
‑¿Nada? No, señor Dick; vamos a sacar del animal todas las
ventajas nutritivas que posee, y, con su permiso, lo haré ahora mismo pedazos
tan bien como pudiera hacerlo el síndico de la ilustre corporación de
carniceros de Londres.
‑Pues ya puedes empezar, camarada; aunque debes saber que,
a fuer de cazador, me desenvuelvo tan bien desollando una res como matándola.
‑Estoy seguro de ello, señor Dick, como lo estoy también de
que, en menos que canta un gallo, con tres piedras armará una parrilla. Leña
seca no falta, y sólo le pido unos minutos para utilizar sus ascuas.
‑La operación no es muy larga ‑replicó Kennedy.
Y procedió de inmediato a la construcción de la parrilla,
de la que unos instantes después salían numerosas llamas.
Joe sacó del cuerpo del antilope una docena de chuletas y
trozos de lomo, que se convirtieron muy pronto en un asado delicioso.
‑El amigo Samuel ‑dijo el cazador‑ se va a chupar los
dedos de gusto.
‑¿Sabe lo que estoy pensando, señor Dick?
‑¿En qué has de pensar más que en lo que estás haciendo?
‑Pues, no, señor. Pienso en la cara que pondríamos si no
encontráramos el globo.
‑¡Vaya una ocurrencia! ¿Había el doctor de abandonarnos?
‑Pero ¿y si se desenganchara el ancla?
‑Imposible. Y aunque se desenganchara, ya sabría Samuel
bajar con su globo.
‑Pero ¿y si el viento se lo llevase?
‑Mala cosa sería; pero, no hagas semejantes suposiciones
que nada tienen de agradable.
‑No hay nada imposible en este mundo, señor, y es por
tanto preciso preverlo todo...
En aquel mismo momento se oyó un tiro.
‑¡Oh! ‑gritó Joe.
‑¡Mi carabina! Conozco su detonación.
‑¡Una señal!
‑¡Un peligro nos amenaza!
‑¡A él tal vez! ‑replicó Joe.
‑¡En marcha!
Los
cazadores recogieron en un momento la carne que habían asado y empezaron a
desandar el camino, guiándose por las ramas que Kennedy había esparcido con esa
intención. La espesura de la arboleda les impedía ver el Victoria, del
cual no podían estar lejos.
Se oyó un segundo disparo.
‑La cosa apremia ‑dijo Joe.
‑¡Otro tiro!
‑Eso tiene trazas de una defensa personal.
‑¡Corramos!
Y echaron a correr con todo el vigor de sus piernas. Al
salir del bosque vieron el Victoria, con el doctor en la barquilla.
‑¿Qué pasa, pues? ‑preguntó Kennedy.
‑¡Dios del cielo! ‑exclamó Joe.
‑¿Qué ves?
‑¡Mire! ¡Una caterva de negros asaltan el globo!
En efecto, a dos millas de donde ellos
estaban, unos treinta individuos se agolpaban, gesticulando, gritando y
brincando, al pie del sicomoro. Algunos, encaramándose por el árbol, subían
hasta las ramas más altas. El peligro parecia inminente.
‑¡Mi señor está perdido! ‑exclamó Joe.
‑¡Calma, Joe, y apunta bien! En nuestras manos tenemos la
vida de cuatro de esos monigotes. ¡Adelante!
Habían avanzado una milla con suma rapidez, cuando partió
de la barquilla otro tiro que derribó a uno de aquellos demonios que se
encaramaba por la cuerda del ancla. Un cuerpo sin vida cayó de rama en rama y
quedó colgado a veinte pies del suelo, con las piernas y los brazos extendidos.
‑¿Por dónde diablos se sostiene ese bárbaro? ‑exclamó
Joe.
‑¿Qué nos importa? ‑respondió Kennedy‑. ¡Corramos!
¡Corramos!
‑¡Ah, señor Kennedy! ‑exclamó Joe, sin poder contener la
risa‑. ¡Por el rabo! ¡Es un mono! ¡Un asalto de monos!
‑Mejor, más vale que sean monos que hombres ‑replicó
Kennedy, precipitándose hacia el grupo vociferante.
Era una manada de cinocéfalos bastante temibles, feroces
y brutales, con un hocico de perro que les daba un aspecto repugnante. Sin
embargo, unos cuantos tiros bastaron para obligarles a abandonar el campo de
batalla, donde dejaron no pocos cadáveres.
Kennedy se encaramó por la escala. Joe subió al sicomoro,
desenganchó el ancla y subió a la barquilla sin dificultad. Algunos minutos
después, el Victoria volvió a remontarse y se dirigía hacia el este a
impulsos de un viento moderado.
‑¡Vaya un asalto! ‑exclamó Joe.
‑Creíamos que estabas rodeado de indígenas.
‑Afortunadamente, no eran más que monos ‑respondió el
doctor.
~De lejos, la diferencia no es grande, amigo Samuel.
‑Ni de cerca tampoco ‑replicó Joe.
‑De cualquier modo ‑repuso Fergusson‑, este ataque de
monos podía haber tenido funestas consecuencias. Si, con sus repetidos tirones
llegan a desenganchar el ancla, no sé adónde me hubiera llevado el viento.
‑¿No se lo decía yo, señor Kennedy?
‑Tenías razón, Joe; pero, aun teniéndola, en aquel momento
estabas asando unas chuletas de antilope cuya visión me abría el apetito.
‑Lo creo ‑respondió el doctor‑. La carne de antílope es
exquisita.
‑Ahora la probaremos señor; la mesa está puesta.
‑En verdad ‑dijo el cazador‑ que estas lonchas de venado
echan un humillo montaraz nada desdeñable.
‑¡Ya lo creo! ‑respondió Joe con la boca llena‑. Yo me
comprometería a no comer mas que antílope todos los días de mi vida, con tal
que no me faltase un buen vaso de grog para digerirlo más fácilmente.
Joe preparó la codiciada pócima y los tres la paladearon
con recogimiento.
‑La cosa marcha ‑dijo.
‑A pedir de boca ‑respondió Kennedy.
‑¿Qué tal, señor Dick? ¿Siente habernos acompañado?
‑¿Quién hubiera sido capaz de impedírmelo? ‑respondió el
cazador resueltamente.
Eran las cuatro de la tarde. El Victoria encontró
una corriente más rápida. El terreno se elevaba insensiblemente, y muy pronto
la columna barométrica indicó una altura de mil quinientos pies sobre el nivel
del mar. El doctor se vio entonces obligado a sostener el aeróstato mediante
una dilatación de gas bastante fuerte, y el soplete funcionaba incesantemente.
Hacia las siete, el Victoria planeaba sobre la
cuenca de Kanyemé. El doctor reconoció al momento aquel vasto desmonte de seis
millas de extensión, con sus aldeas ocultas entre baobabs y güiras. Allí se
encuentra la residencia de uno de los sultanes del país de Ugogo, donde la
civilización está menos atrasada y se comercia rara vez con carne humana; sin
embargo, hombres y animales viven juntos en chozas redondas sin armazón de
madera, que parecen haces de heno.
Después de Kanyemé, el terreno se vuelve árido y
pedregoso; pero a una hora de distancia, cerca de Mdaburu, hay un valle fértil
donde la vegetación recobra todo su vigor. El viento cesó al anochecer, y la
atmósfera pareció dormirse. El doctor buscó en vano una corriente a
diferentes alturas; al constatar la calma de la naturaleza, resolvió pasar la
noche en el aire y, para mayor seguridad, se elevó unos mil pies. El Victoria
permanecía inmóvil, y la noche, magníficamente estrellada, cayó en silencio.
Dick y Joe se tumbaron en su apacible cama y se sumieron
en un profundo sueño durante la guardia del doctor, que fue reemplazado por el
escocés a medianoche.
‑Si se produce cualquier incidente ‑le dijo a Dick‑,
despiértame y, sobre todo, no pierdas de vista el barómetro. El barómetro es
nuestra brújula.
La noche fue fría; llegó a haber 270[L16] de diferencia con la temperatura del día. Con las tinieblas había
empezado el concierto nocturno de los animales, a quienes la sed y el hambre
obligaban a abandonar sus guaridas. Se oyo la voz de soprano de las ranas,
acompañada de los aullidos de los chacales, mientras que los imponentes graves
de los leones sostenían los acordes de aquella orquesta viviente.
Por la mañana, al volver a su puesto, el doctor Fergusson
consultó la brújula, y observó que durante la noche había variado la dirección
del viento. Hacía cosa de dos horas que el Victoría derivaba unas
treinta millas hacia el noreste. Pasaba por encima de Mabunguru, país
pedregoso, sembrado de bloques de sienita bellamente pulida y de gibosos
montículos; masas cónicas, análogas a los peñascos de Karnak, erizaban el
terreno cual dólmenes druídicos; numerosas osamentas de búfalos y elefantes
salpicaban el suelo de blanco, y, exceptuando la parte del este, en que se
levantaban profundos bosques bajo los cuales se ocultaban algunas aldeas, había
pocos árboles.
Hacia las siete, una roca esférica, que tendría dos millas
de extensión, apareció como inmensa concha de galápago.
‑Vamos bien encaminados ‑dijo el doctor Fergusson‑. Allí
está Jihoue‑la‑Mkoa, donde nos detendremos un rato. Quiero renovar la provisión
de agua necesaria para alimentar el soplete. Busquemos un sitio donde
agarrarnos.
‑Pocos árboles hay ‑respondió el cazador.
‑Probemos. Joe, echa las anclas.
El globo, perdiendo poco a poco su fuerza ascensional, se
acercó a tierra; las anclas corrieron hasta que una de ellas hincó una uña en
la hendidura de una roca, y el Victoria quedó sujeto.
No se crea que el doctor, durante las
paradas, pudo apagar completamente el soplete. El equilibrio del globo había
sido calculado al nivel del mar, y como el terreno se elevaba sin cesar, al
hallarse a una altura de seiscientos o setecientos pies, el globo habría tenido
una tendencia a descender más abajo que el propio suelo; por eso era preciso
sostenerlo mediante una dilatación del gas. Sólo en el caso de que, en ausencia
total de viento, el doctor hubiera dejado la barquilla descansar en el suelo,
el aeróstato, libre de un peso considerable, se habría mantenido en el aire
sin ayuda del soplete.
Los mapas indicaban vastas cienagas en la vertiente
occidental de Jihoue‑la‑Mkoa. Joe se dirigió allí solo con un barril que podría
contener unos diez galones; encontró sin trabajo el punto indicado, no lejos
de un poblado desierto, hizo su provision de agua y en menos de tres cuartos
de hora estuvo ya de vuelta. No había visto nada de particular, aparte de
enormes trampas para cazar elefantes; incluso estuvo a punto de caer en una de
ellas, en la que yacía un esqueleto medio roído.
Trajo de su excursion una especie de nísperos que los
monos comían ávidamente. El doctor reconoció el fruto del mbenbú, árbol que abunda en la parte occidental de Jihoue‑la‑Mkoa.
Fergusson aguardaba a Joe con cierta impaciencia, porque en aquella tierra
inhospitalaria una detención, por breve que fuese, le inspiraba siempre
zozobra.
El agua fue embarcada sin dificultad, pues la barquilla
descendió casi al nivel del suelo; Joe, tras desenganchar el ancla, subió con
presteza junto a su señor. En cuanto éste reavivó la llama, el Victoria
reemprendió su ruta por los aires.
Se hallaba entonces a unas cien millas de Kazeh, importante
establecimiento del interior de África, donde, gracias a una corriente del
sureste, podían prometerse los viajeros llegar durante aquel día. Avanzaban a
una velocidad de catorce millas por hora. La conducción del aeróstato se hizo
entonces bastante difícil; no era posible elevarse a gran altura sin dilatar
excesivamente el gas, porque el terreno se hallaba ya a una altura media de
tres mil pies. El doctor prefería, en la medida de lo posible, no forzar su
dilatación, por lo que siguió muy hábilmente las sinuosidades de una pendiente
bastante empinada, y pasó casi rozando las aldeas de Thembo y de Tura‑Wels.
Esta última forma parte del Unyamwezy, magnífica comarca donde los árboles
alcanzan las más colosales dimensiones, especialmente los cactos, que son
gigantescos.
Hacia las dos, con un tiempo magnífico, bajo un sol
ardiente que devoraba la menor corriente de aire, el Victoria planeaba sobre la ciudad de Kazeh,
situada a trescientas cincuenta millas de la costa.
‑Partimos de Zanzíbar a las nueve de
la mañana ‑dijo el doctor Fergusson, consultando sus notas‑, y en dos días de
travesía hemos recorrido más de quinientas millas geográficas. ¡Los capitanes
Burton y Speke invirtieron cuatro meses y medio en hacer el mismo camino!
XV
‑Kazeb. ‑
El mercado bullicioso. ‑ Aparición del
Victoria. ‑
Los waganga. ‑ Los hijos de la Luna. ‑
Paseo
del doctor. ‑ Población. ‑ El tembé real. ‑ Las
mujeres
del sultán. ‑ Una borrachera real. ‑ Joe,
adorado.
‑ Cómo se baila en la Luna. ‑ Peripecia. ‑
Dos
lunas en el firmamento. ‑ Inestabilidad de las
grandezas
divinas
Hablando con propiedad, Kazeh, punto importante del África
central, no es una ciudad; a decir verdad, en el interior no hay ciudades.
Kazeh no es mas que un conjunto de seis vastas excavaciones, repleto de
barracas y chozas con patios y huertecillos cuidadosamente cultivados; allí
crecen cebollas, patatas, berenjenas, calabazas y setas de un sabor delicioso.
El Unyamwezy es la tierra de la Luna por excelencia, el
fértil y espléndido jardín de África. En el centro se encuentra el distrito de
Unyanembé, deliciosa comarca donde viven perezosamente algunas familias de omaníes,
que son arabes de origen muy puro.
Durante mucho tiempo se dedicaron al comercio en el
interior de África y en Arabia; traficaban en gomas, marfil, telas de algodón y
esclavos; sus caravanas surcaban aquellas regiones ecuatoriales, y aún van a
buscar a la costa objetos de lujo y de placer para mercaderes ricos, los
cuales, rodeados de mujeres y criados, llevan en aquella encantadora comarca la
existencia menos agitada y más horizontal posible, siempre tumbados, riendo, fumando
o durmiendo.
Alrededor de esas excavaciones, numerosas barracas de
indígenas, grandes extensiones para los mercados, campos de cannabis y de
datura, hermosos árboles y frescas sombras: eso es Kazeh.
Es el punto de cita general de las caravanas: las del sur,
con sus esclavos y cargamentos de marfil, y las del oeste, que exportan algodón
y abalorios a las tribus de los Grandes Lagos.
Así es que en los mercados reina una agitación perpetua,
una algarabía indescriptible donde se mezclan gritos de vendedores ambulantes
mestizos, ruido de tambores y cornetas, relinchos de mulos, rebuznos de asnos,
cantos de mujeres, chillidos de chiquillos y golpes de vara del imadar[L17], que
en aquella sinfonía pastoral es quien marca el compás.
Allí se exhiben desordenadamente, o, por mejor decir, con
un desorden encantador, telas vistosas, sartas de abalorios, objetos de marfil,
dientes de rinoceronte y de tiburón, algodón, miel, tabaco; allí se llevan a
cabo las más extravagantes transacciones mercantiles, en las que cada objeto
sólo tiene valor en función de los deseos que excita.
De repente, aquella agitación, aquel movimiento, aquel
ruido cesaron como por encanto. El Victoria acababa de aparecer en el
aire; planeaba majestuosamente y descendía poco a poco, sin desviarse de la
vertical. Hombres, mujeres, niños, esclavos, mercaderes, árabes y negros, todos
desaparecieron, agazapándose más que deprisa en los tembés y las chozas.
‑Amigo Samuel ‑dijo Kennedy‑, si seguimos causando el
mismo efecto en todas partes, trabajo nos ha de costar establecer con estas
gentes relaciones mercantiles.
‑Sin embargo ‑dijo Joe‑, podríamos
realizar una operación comercial muy sencilla. Consistiría en bajar
tranquilamente y cargar con las mercancías de más valor, sin cuidarnos de
entrar en tratos con los vendedores. Nos haríamos ricos.
‑¡Sí! ‑replicó el doctor‑. Pero esos indígenas, pasado el
primer sobresalto, no tardarán en volver, movidos por su superstición o su
curiosidad.
‑¿Usted cree, señor?
‑Pronto lo veremos. Por si acaso, será una medida prudente
no acercarse demasiado a ellos. El Victoria no es un globo blindado ni
acorazado; por lo tanto, no está a salvo de balas y flechas.
‑¿Piensas, amigo Samuel, entrar en tratos con esos
africanos?
~¿Por qué no, si se puede? ‑respondió el doctor‑. En Kazeh
debe de haber mercaderes árabes más instruidos y menos salvajes. Recuerdo que
Burton y Speke no tenían bastante boca para alabar la hospitalidad de los
habitantes de este pueblo. Podemos, pues, intentarlo.
El Victoria, tras haberse acercado poco a poco a
tierra, enganchó una de sus anclas en la copa de un árbol, cerca de la plaza
del mercado.
En aquel momento toda la población salía de sus
madrigueras, asomando la cabeza con circunspeccion. Varios waganga, a quienes
se reconocia por sus insignias de conchas conicas, se acercaron resueltamente a
los viajeros. Eran los magos del lugar. Llevaban colgando de la cintura
calabacitas negras untadas con grasa y varios objetos de magia de una suciedad
verdaderamente doctoral.
Poco a poco, la muchedumbre siguió su ejemplo; salieron
de todas partes niños y mujeres, y hubo ruido de tambores, y palmoteos, y
millares de manos levantadas hacia el cielo.
‑Ésa es su manera de orar ‑dijo el doctor Fergusson‑. Si
no me equivoco, estamos llamados a representar un importante papel.
‑Pues bien, señor, represéntelo.
‑Tal vez tú, mi buen Joe, te conviertas en un dios.
‑No lo sentiría, señor; no me disgusta el olor del incienso.
En aquel mismo momento, uno de los magos, un myanga,
hizo un ademán, y el clamor se transformó en un profundo silencio. El hombre
les dirigió algunas palabras a los viajeros, pero en una lengua desconocida.
El doctor Fergusson, que no había entendido absolutamente
nada, dijo lo primero que se le ocurrió en árabe, lengua en la que obtuvo
inmediata y pronta respuesta.
El orador pronunció, con una verbosidad suma, una arenga
muy florida que fue escuchada con religiosa atención; el doctor no tardó en
comprender que el Victoria había sido tomado por la Luna en persona,
amable dios que se había dignado acercarse a la ciudad con sus tres hijos,
honra incomparable que permanecería eternamente grabada en la memoria de
aquella tierra tan amada del Sol.
El doctor respondió, con gran dignidad, que la Luna
realizaba cada mil años una gira por todas las provincias para que sus
adoradores la viesen más de cerca, y les suplicó que le diesen a conocer sus
necesidades y deseos sin miedo de abusar de su divina presencia.
El mago dijo entonces que el sultán, el mwani, enfermo desde hacía muchos años,
imploraba la ayuda del cielo, y que él invitaba a los hijos de la Luna a que
fuesen a visitarle.
El doctor hizo partícipes a sus compañeros de la invitación.
‑¿Y serás capaz de ir a visitar a ese rey negro? ‑preguntó
el cazador.
‑¡Sin duda! ¿Qué inconveniente hay? Me parece que los
ánimos están dispuestos a nuestro favor; la atmósfera está tranquila, no se
mueve ni la hoja de un árbol. Por el Victoria,
nada tenemos que temer.
‑¿Y qué harás?
‑No te preocupes, amigo Dick; con un poco de medicina
saldré del paso. ‑Luego, dirigiéndose al público, añadió‑: La Luna,
compadeciéndose del soberano a quien tan acendrado cariño profesan los hijos
del Unyamwezy, nos ha confiado su curación. ¡Prepárese, pues, a recibirnos!
Los gritos, los cantos y las demostraciones se multiplicaron
y todo aquel hormiguero de cabezas negras se puso de nuevo en movimiento.
‑Ahora, amigos, hay que prepararse para cualquier
eventualidad. En un momento dado, podemos vernos obligados a partir
rápidamente. Así pues, Dick se quedará en la barquilla y, por medio del
soplete, mantendrá una fuerza ascensional suficiente. El ancla está sólidamente
sujeta; no hay que temer nada. Yo bajaré a tierra. Joe me acompañará, pero se
quedará al pie de la escala.
‑¡Cómo! ‑exclamó Kennedy‑. ¿Vas a ir solo a casa de ese
salvaje?
‑¡Señor! ‑le secundó Joe‑. Entonces, ¿no quiere que le
acompañe hasta la conclusión de la aventura?
‑No, iré solo. Estas buenas gentes creen que ha venido a
visitarles su gran diosa la Luna, así que la superstición nos protege. Nada
temáis, pues, y permaneced cada cual en el puesto que le he asignado.
‑Si ése es tu deseo... ‑respondió el cazador.
‑Vigila la dilatación del gas.
‑Puedes marcharte tranquilo.
Los gritos de los indígenas iban en aumento; reclamaban
la intervención del cielo.
‑¡Escuche! ‑dijo Joe‑. Percibo una actitud un tanto
imperiosa hacia la bondadosa Luna y sus divinos hijos.
El doctor, provisto de su botiquín de viaje, bajó a tierra
precedido de Joe. Éste, grave y digno como exigían las circunstancias, se
sentó junto a la escala con las piernas cruzadas a la usanza árabe, y parte de
la multitud formó un círculo respetuoso a su alrededor.
Entretanto, el doctor Fergusson, conducido al son de
numerosos instrumentos y escoltado por un grupo que ejecutaba danzas
religiosas, marchó lentamente hacia el tembé
real, situado en las afueras de la ciudad. Eran las tres, y el sol,
haciéndose sin duda cargo de la solemnidad del acto, resplandecía.
El doctor andaba con dignidad; los waganga lo rodeaban y
contenían a la multitud que se agolpaba a su paso. Al poco se unió a la
comitiva el hijo natural del sultán, un jovencito de buena figura que, según la
costumbre del país, era el único heredero de los bienes paternos, con
exclusión de los hijos legítimos. El príncipe se prosternó reverentemente ante
el hijo de la Luna, el cual, con un ademán solemne, le hizo levantarse.
Después de tres cuartos de hora de marcha por senderos
sombríos, entre el lujo de una vegetación tropical, la entusiasmada procesión
llegó al palacio del sultán, una especie de edificio cuadrado, llamado Ititenya, situado en la ladera de una colina. El techo de bálago, apoyado
en postes de madera que querían parecer esculpidos, formaba como un alero.
Adornaban las paredes largas líneas de arcilla rojiza que intentaban reproducir
figuras de hombres y de serpientes, pareciéndose más al natural éstas que
aquéllos. No había ventanas; sólo una puerta de muy poca consideración. Sin
embargo, el aire circulaba interiormente con la mayor libertad, gracias a la
abertura que dejaba la techumbre al no descansar directamente sobre las
paredes del edificio.
El doctor Fergusson fue recibido con grandes honores por
los guardias y los favoritos, pertenecientes a la hermosa raza de los
wanyamwezi, tipo puro de las poblaciones de África central. Eran hombres
fuertes y robustos, sanos y bien formados. Caían sobre sus hombros los
cabellos divididos en mechones minuciosamente trenzados, y desde las sienes
hasta la boca surcaban sus mejillas numerosas incisiones negras o azules. Sus
orejas, horriblemente grandes, estaban adornadas con discos de madera y placas
de copal, y cubrían su cuerpo con telas pintadas de colores brillantes. Los
soldados iban armados con azagayas, arcos, flechas envenenadas con zumo de
euforbio, cuchillos y largos sables llamados simes, dentados como sierras, amén de con un sinfín de hachas.
El doctor penetró en el palacio, donde a pesar de la
enfermedad del sultán, el estrépito, que era ya terrible, aumentó. En el dintel
de la puerta vio rabos de liebre y crines de cebra colgados a modo de talismán.
Fue recibido por el tropel de esposas de Su Majestad al armonioso son del upatu, especie de címbalo hecho con el
fondo de una cacerola de cobre, y el estruendo del kilindo, un tambor de cinco pies de altura construido con el tronco
ahuecado de un árbol, que dos virtuosos tocaban a puñetazos.
La mayor parte de las mujeres parecían muy guapas, y fumaban,
riendo, thang y tabaco en grandes pipas negras; revelaban muy buenas formas
bajo las largas túnicas dispuestas con gracia y ceñidas al talle con su kilt de fibras de calabaza entretejidas.
Seis de ellas formaban un grupo separado de las demás a
causa del cruel suplicio a que se las tenía destinadas, pese a lo cual
demostraban la misma alegría que el resto. A la muerte del sultán debían ser
enterradas vivas junto al cadáver de éste, para proporcionarle alguna distracción
en su eterna soledad.
El doctor Fergusson, tras haber abarcado todo el conjunto
de una soja ojeada, se acercó a la cama de madera del soberano. Allí vio a un
hombre de unos cuarenta años, completamente embrutecido por orgías de toda
clase y por el cual no se podía hacer nada. Su enfermedad, que se prolongaba
desde hacía años, no era más que una borrachera crónica y continua. El real
borracho casi había perdido el conocimiento, y ni todo el amoníaco del mundo le
habría hecho volver en sí.
Durante la solemne visita, los favoritos y las mujeres se
inclinaban flexionando las rodillas. El doctor, por medio de algunas gotas de
un poderoso estimulante, consiguió reanimar instantáneamente aquel cuerpo embrutecido.
El sultán hizo un movimiento, y ese síntoma, en un hombre casi cadáver que no
daba signos de vida desde hacía horas, fue acogido con gritos en honor del
médico.
Éste, cansado ya de tanta farsa, se abrió paso entre sus
demasiado entusiastas adoradores y salió del palacio para dirigirse al Victoria. Eran las seis de la tarde.
Durante su ausencia, Joe aguardaba
tranquilamente al pie de la escala, siendo objeto de la mayor veneración. Como
verdadero hijo de la Luna, él se dejaba adorar. Para ser una divinidad, su
actitud era la de un buen hombre, nada soberbio e incluso de trato familiar
con las jóvenes africanas, que no se cansaban de contemplarlo. Él les dirigía
las más amables frases.
‑Adorad, señoritas, adorad ‑les decía‑. ¡Aunque hijo de
diosa, no soy más que un pobre diablo!
Le presentaron ofrendas propiciatorias, que normalmente
se depositaban en los mzimu o chozas‑fetiches, y que consistían
en espigas de cebada y en pombé. Joe se creyó en la obligación de probar
aquella especie de cerveza fuerte, pero su paladar, aunque acostumbrado a la
ginebra y el whisky, no pudo resistirla. Hizo una mueca horrible, que sus
adoradores tomaron, por una amable sonrisa.
A continuación, las jóvenes, cantando a coro una melopea,
ejecutaron a su alrededor una danza muy grave.
‑¡Conque sabéis bailar! ‑exclamó el muchacho‑. Pues yo no
he de quedarme corto con vosotras. Os enseñaré un baile de mi país.
Y empezó una giga aturdidora, estirándose, encogiéndose,
retorciéndose, bailando apoyado en los pies, en las rodillas, en las manos,
girando de mil maneras a cuál más extravagante, adoptando actitudes increíbles,
haciendo gestos imposibles, en definitiva, dando a aquellas gentes una extraña
idea de la manera que tienen los dioses de bailar en la Luna.
Y todos aquellos africanos, imitadores como monos,
quisieron reproducir sus maneras, sus cabriolas, sus movimientos; no se
perdían un gesto, no olvidaban una postura, y aquello se convirtió en un
delirio, una tremolina, una tempestad de carne y huesos de la que resulta
imposible dar la más pequeña idea. En lo mejor de la fiesta, Joe vio acercarse
al doctor.
Éste regresaba precipitadamente, en medio de una chusma
aulladora y desordenada. Los magos y los jefes parecían muy enojados. Rodeaban
al doctor, lo empujaban y le amenazaban. ¡Extraño giro! ¿Qué había sucedido?
¿Había sucumbido torpemente el sultán entre las manos de su médico celestial?
Kennedy, desde la barquilla, vio el peligro sin comprender
la causa. El globo, imperiosamente solicitado por la dilatación del gas,
tensaba la cuerda que lo sujetaba, impaciente por elevarse.
El doctor llegó al pie de la escala. Un temor supersticioso
contenía aún a la multitud y le impedía actuar con violencia contra su persona.
El doctor subió rápidamente los escalones y Joe le siguió con agilidad.
‑No hay que perder un instante ‑le dijo su señor‑. ¡No
intentes desenganchar el ancla! ¡Cortaremos la cuerda! ¡Sígueme!
‑Pero ¿qué pasa? ‑preguntó Joe, entrando en la barquilla.
‑¿Qué ha sucedido? ‑dijo Kennedy, con la carabina en la
mano.
‑Mirad ‑respondió el doctor, señalando el horizonte.
‑¿Y bien? ‑preguntó el cazador.
‑¿Y bien? ¡La Luna!
La Luna, en efecto, roja y espléndida, destacaba como un
globo de fuego sobre un fondo azul. ¡Era ella! ¡Ella y el Victoria!
¡O había dos lunas, o los extranjeros eran unos impostores,
unos intrigantes, unos falsos dioses!
Tales habían sido las reflexiones naturales de la muchedumbre.
De ahí el giro que habían dado los acontecimientos.
Joe soltó una carcajada. La población de Kazeh,
comprendiendo que se les escapaba la presa, lanzó prolongados aullidos; arcos
y mosquetes apuntaron hacia el globo.
Pero uno de los magos hizo un signo y todos bajaron las
armas; el mago se encaramó al árbol con intención de coger la cuerda del ancla
y obligar a la máquina a bajar.
Joe cogió un hacha.
‑¿Corto? ‑dijo.
‑Aguarda ‑respondió el doctor.
‑Pero, ese negro...
‑Tal vez podamos salvar el ancla, y me conviene no
perderla. Para cortar siempre habrá tiempo.
El mago, ya en el árbol, rompió las ramas con sus
maniobras y desenganchó el ancla; ésta, violentamente arrastrada por el
aeróstato, agarró entre las piernas al pobre mago, el cual, montado en aquel
hipogrifo inesperado, partió hacia las regiones del aire.
Inmenso fue el asombro de la multitud al ver lanzarse al
espacio a uno de sus waganga.
‑¡Hurra! ‑exclamó Joe, en tanto que el Victoria, gracias a su poder
ascensional, subía con gran rapidez.
‑Se agarra bien ‑dijo Kennedy‑; un paseíto no le vendrá
mal.
‑¿Lo soltaremos de golpe? ‑preguntó Joe.
‑¡No! ‑replicó el doctor‑. Le dejaremos en tierra
tranquilamente, y creo que después de esta aventura su poder de mago crecerá
singularmente en el ánimo de sus contemporáneos.
‑Capaces son de convertirlo en dios ‑exclamó
Joe.
El Victoria había
alcanzado una altura de aproximadamente mil pies. El negro se agarraba a la
cuerda con una energía increíble. Permanecía en silencio y con la mirada fija.
Había en su terror algo de asombro. Un ligero viento del oeste empujaba el
globo más allá de la ciudad.
Media hora después, el doctor, viendo el país desierto,
moderó la llama del soplete y se acercó a tierra. Al llegar a veinte pies de
ella, el negro tomó rápidamente la iniciativa: soltó la cuerda, cayó de pie y
echó a correr hacia Kazeh mientras el Victoria,
súbitamente libre de aquel lastre, subía otra vez a gran altura.
XVI
Signos
de tempestad. – El país de la Luna. – El porvenir
del
continente africano. ‑ La máquina de la última
hora. ‑
Vista del país al ponerse el sol. ‑ Flora y fauna.
‑ La
tempestad. ‑ La zona de fuego. ‑ El cielo estrellado
‑He aquí las consecuencias ‑dijo Joe‑ de hacerse pasar por
hijos de la Luna sin su permiso. Este satélite ha querido jugarnos una mala
pasada. ¿Acaso, señor, ha comprometido su reputación con su medicina?
‑En resumidas cuentas ‑intervino el cazador‑, ¿quien era
el sultán de Kazeh?
‑Un borracho medio muerto ‑respondió el doctor‑, cuya
pérdida será poco sentida. Pero la moraleja de todo lo que ha pasado es que los
honores son efímeros y no conviene aficionarse a ellos demasiado.
‑Es una lástima ‑replicó Joe‑. La cosa me iba a pedir de
boca. ¡Ser adorado! ¡Hacer el dios a mi arbitrio! Pero ¿qué le vamos a hacer?
Ha aparecido la Luna, y muy roja, lo cual demuestra claramente que estaba enfadada.
Durante estos razonamientos y otros varios, en los que Joe
examinó al astro de la noche bajo un punto de vista enteramente nuevo, en el
cielo, por la parte del norte, se acumulaban densas nubes, nubes siniestras y
pesadas. Un viento bastante fuerte, que soplaba a trescientos pies del suelo,
impelía al Victoria hacia el norte‑noreste.
Encima del globo, la bóveda azulada estaba límpida, pero resultaba abrumadora.
Hacia las ocho de la noche, los viajeros se encontraron a
320 40’ de longitud y 40 17’ de latitud. Las corrientes
atmosféricas, bajo la influencia de una tormenta próxima, los empujaban a una
velocidad de treinta y cinco millas por hora. Pasaban rápidamente bajo sus pies
las llanuras onduladas y fértiles de Mfuto. Los aeronautas admiraron aquel
espectáculo.
‑Nos hallamos en pleno país de la Luna ‑dijo el doctor
Fergusson‑. Sin duda ha conservado este nombre que le dio la antigüedad, porque
en él siempre se ha adorado a la Luna. Es verdaderamente una comarca magnífica,
y difícilmente se encontraría en el mundo otra vegetación más bella.
‑Si se la encontrase cerca de Londres ‑respondió Joe‑, no
sería natural, pero sí muy agradable. ¿Por qué tales bellezas están reservadas
a países tan bárbaros?
‑¿Quién sabe ‑replicó el doctor‑ si no se convertirá algún
día esta comarca en el centro de la civilización? Tal vez se establezcan aquí
los pueblos del futuro, cuando, extenuadas, las regiones de Europa no puedan
ya nutrir a sus habitantes.
‑¿Tú crees? ‑preguntó Kennedy.
‑Sin duda, mi querido Dick. Observa la
marcha de los acontecimientos; considera las migraciones sucesivas de los
pueblos y llegarás a la misma conclusion que yo. ¿No es verdad que Asia es la
primera nodriza del mundo? Por espacio tal vez de cuatro mil años, trabaja, es
fecundada, produce, y después, cuando no se ven mas que piedras donde antes
brotaban las doradas mieses de Homero, sus hijos abandonan aquel seno agotado
y marchito. Entonces se dirigen a Europa, joven y vigorosa, que los está
alimentando desde hace ya dos mil años. Pero su fertilidad se agota; sus
facultades productoras disminuyen de día en día; esas enfermedades nuevas que
atacan cada año los productos de la tierra, esas malas cosechas, esos recursos
insuficientes, todo ello es indicio cierto de una vitalidad que se altera, de
una extenuación próxima. Así es que ya vemos a los pueblos precipitarse a los
turgentes pechos de América, como a un manantial que no es inagotable, pero que
aún no está agotado. A su vez, el nuevo continente se hará viejo: sus bosques
vírgenes desaparecerán bajo el hacha de la industria; su suelo se debilitará
por haber producido en exceso lo que en exceso se le ha pedido; allí donde
anualmente se recogían dos cosechas, apenas saldrá una de esas tierras al límite
de sus fuerzas. Entonces África ofrecerá a las nuevas razas los tesoros
acumulados por espacio de siglos en su seno. Estos climas fatales para los extranjeros
se sanearán por medio de la desecación y las canalizaciones, que reunirán en
un lecho común las aguas dispersas para formar una arteria navegable. Y este
país sobre el cual planeamos, más fértil, más rico, más lleno de vida que los
otros, se convertira en un gran reino donde se producirán descubrimientos más
asombrosos aún que el vapor y la electricidad.
‑¡Ah, señr! ‑exclamó Joe‑. Quisiera ver todo eso.
‑Te has levantado demasiado temprano, muchacho.
‑Además ‑dijo Kennedy‑, tal vez sea una epoca muy
desdichada aquella en la que la industria lo absorba todo en su provecho. A
fuerza de inventar máquinas, los hombres acabarán devorados por ellas. Yo
siempre he imaginado que el último día del mundo será aquel en que alguna
inmensa caldera calentada a miles de millones de atmósferas haga estallar
nuestro planeta.
‑Y yo añado ‑dijo Joe‑ que no serán los americanos los que
menos contribuyan a la construcción de esa caldera.
‑¡En efecto ‑respondió el doctor‑, son grandes caldereros!
Pero, prescindiendo ahora de semejantes discusiones, limitémonos a admirar
esta tierra de la Luna, ya que nos hallamos en disposición de verla.
El sol, filtrando sus últimos rayos por el cúmulo de nubes
amontonadas, adornaba con una cresta de oro los menores accidentes del terreno:
árboles gigantescos, hierbas arborescentes, musgos a ras del suelo, todo recibía
su parte de aquel luminoso efluvio. El terreno, ligeramente ondeado, formaba de
vez en cuando pequeñas colinas cónicas. Ninguna montaña limitaba el horizonte.
Inmensas empalizadas cubiertas de maleza, impenetrables setos y junglas
espinosas delimitaban los claros donde se levantaban numerosas aldeas, que los
gigantescos euforbios cercaban de fortificaciones naturales, entrelazándose
con las ramas coraliformes de los arbustos.
Luego, el Malagarasi, principal afluente del lago
Tanganica, empezó a serpentear bajo el follaje. En su seno recogía numerosos
riachuelos, derivados de los torrentes que se formaban en la época de las
crecidas y de los estanques abiertos en la capa arcillosa del terreno. Aquel
panorama, para los que observaban a vista de pájaro, era una red de cascadas
tendida sobre toda la superficie occidental del país.
Animales provistos de gibas monstruosas pacían en las
fértiles praderas y desaparecían bajo las altas hierbas. Los bosques, que
exhalaban magníficas esencias, se ofrecían a la vista como inmensos ramilletes;
pero en aquellos ramilletes se refugiaban de los últimos calores del día
leones, leopardos, hienas y tigres. De vez en cuando, un elefante hacía ondear
la cima de las selvas, y se oía el crujido de los árboles que cedían a sus
ebúrneos colmillos.
‑¡Qué país de caza! ‑exclamó Kennedy, entusiasmado‑. Una
bala disparada al azar, en medio del bosque, tropezaría siempre con una res
digna de ella. ¿No podríamos cazar un poco?
‑No, amigo Dick, se acerca la noche, una noche
amenazadora, escoltada por una tormenta. Y las tormentas son terribles en esta
comarca, cuyo suelo esta dispuesto como una inmensa batería eléctrica.
‑Tiene razón, señor ‑dijo Joe‑; el calor se ha vuelto
sofocante y el viento ha cesado por completo. Este bochorno me dice que se
prepara algo.
‑La atmósfera está sobrecargada de electricidad ‑respondió
el doctor‑. Todo ser viviente es sensible a este estado del aire que precede a la
lucha de los elementos, y confieso que nunca había experimentado tanto como
ahora su influencia.
‑¿No convendría, pues, descender? ‑preguntó el cazador.
‑Al contrario, Dick, preferiría subir; pero temo ser
arrastrado más allá de donde vamos durante estos cruzamientos de corrientes
atmosféricas.
‑¿Quieres, pues, abandonar el rumbo que seguimo desde la
costa?
‑Si puedo ‑respondió Fergusson‑, me dirigiré má
directamente hacia el norte durante siete u ocho grados y procuraré subir hacia
las presuntas latitudes de las fuentes del Nilo. Quizá encontremos algún rastro
de la expedición del capitán Speke, o incluso de la caravana del señor De
Heuglin. Si mis cálculos son exactos, nos hallamos a 320 40’ de
longitud, y quisiera subir directamente hasta más allá del ecuador.
‑¡Mira! ‑exclamó Kennedy, interrumpiendo a su compañero‑.
¡Mira esos hipopótamos que se deslizan fuera de los estanques, esas masas de
carne sanguinolenta y esos cocodrilos que aspiran el aire con estrépito!
‑¡Parece que se ahogan! ‑dijo Joe‑. ¡Ah! ¡Qué manera de
viajar tan deliciosa la nuestra, que nos permite despreciar a toda esa chusma
dañina! ¡Señor Samuel! ¡Señor Kennedy! ¡Miren esas manadas de animales que
marchan en columna cerrada! No bajan de doscientos; son lobos.
‑No, Joe, son perros salvajes; una famosa raza que no teme
luchar contra el león. Su encuentro es para los viajeros el peligro más
terrible. El que tropieza con ellos es inmediatamente despedazado.
‑Pues no será Joe quien se encargue de ponerles bozal ‑respondió
el buen criado‑. Por lo demás, si tal es su naturaleza, no se les puede
reprochar.
Poco a poco, bajo la influencia de la tempestad se imponía
el silencio; parecía que el aire condensado resultaba impropio para transmitir
los sonidos; la atmósfera estaba como acolchada y, al igual que una sala forrada
de gruesos tapices, perdía toda sonoridad. El pájaro remero, la grulla
coronada, los arrendajos rojos y azules, el sinsonte y la moscareta se
ocultaban entre las ramas de los grandes árboles. Toda la naturaleza presentaba
los signos de un cataclismo proximo.
A las nueve de la noche el Victoria permanecía inmóvil
sobre Msené, un gran grupo de aldeas difíciles de distinguir en la penumbra.
Algunas veces, la reverberación de un rayo extraviado en el agua dormida
indicaba hoyos regularmente distribuidos, y, gracias a un último resplandor
crepuscular, pudo la mirada captar la forma tranquila y sombría de las
palmeras, los tamarindos, los sicomoros y los euforbios gigantescos.
‑¡Me ahogo! ‑dijo el escocés, aspirando a pleno pulmón la
mayor cantidad posible de aquel aire enrarecido‑. ¡No nos movemos! ¿Vamos a
bajar?
‑Pero ¿y la tormenta? ‑objetó el doctor, bastante inquieto.
‑Si temes ser arrastrado Por el viento, me parece que no
puedes hacer otra cosa.
‑Tal vez la tormenta no estalle esta noche ‑repuso Joe‑.
Las nubes están muy altas.
‑Una razón más que me impide traspasarlas. Sería menester
subir a mucha altura, perder la tierra de vista y estar toda la noche sin saber
si avanzamos, ni hacia dónde nos dirigimos.
‑Pues decídete, Samuel, porque la cosa urge.
‑Ha sido una fatalidad que cesase el viento ‑repuso Joe‑.
Nos habría alejado de la tormenta.
~En efecto, amigos, es lamentable, ya que las nubes
suponen un peligro para nosotros. Contienen corrientes opuestas que pueden
envolvernos en sus torbellinos y rayos capaces de incendiarnos. Además, la
fuerza de las ráfagas puede precipitarnos al suelo si echamos el ancla en la
copa de un árbol.
‑¿Qué hacemos, pues?
‑Es preciso mantener el Victoria en una zona media
entre los peligros de la tierra y los del cielo. Tenemos suficiente agua para
el soplete, y conservamos intactas las doscientas libras de lastre. En caso
necesario, las utilizaré.
‑Haremos la guardia contigo ‑dijo el cazador.
‑No, amigos. Poned las provisiones a cubierto y acostaos;
yo os despertaré si sobreviene alguna novedad.
‑Pero, señor, ¿por qué no se echa también un poco, puesto
que nada nos amenaza aún?
‑No, muchacho, prefiero vigilar. Estamos inmóviles, y, si
no varían las circunstancias, mañana amaneceremos exactamente en el mismo
sitio.
‑Buenas noches, señor.
‑Buenas noches, si es posible.
Kennedy y Joe se acostaron, y el doctor permaneció solo en
la inmensidad.
Sin embargo, la cúpula de nubes bajaba insensiblemente y
la oscuridad se hacía profunda. Aquella negra bóveda se condensaba alrededor
del globo terrestre como si intentara aplastarlo.
De repente, un potente relámpago, rápido e incisivo, rasgó
las tinieblas; aún no se había cerrado la grieta cuando un espantoso trueno
conmovió las profundidades del cielo.
‑¡Alerta! ‑gritó Fergusson.
Los dos compañeros del doctor, a quienes había despertado
el estampido del trueno, estaban ya a sus órdenes.
‑¿Vamos a bajar? ‑preguntó Kennedy.
‑¡No! El globo se haría pedazos. ¡Subamos antes de que
esas nubes se conviertan en agua y se desencadene el viento!
Acto seguido, activó la llama del soplete en las espirales
del serpentín.
Las tempestades de los trópicos se desarrollan con una
rapidez comparable a su violencia. Un segundo relámpago desgarró la nube, y
otros muchos le sucedieron inmediatamente. Cruzaban el cielo destellos
eléctricos que chisporroteaban bajo las gruesas gotas de lluvia.
‑Hemos tardado demasiado ‑dijo el doctor‑. ¡Ahora tenemos
que atravesar una zona de fuego con nuestro globo lleno de aire inflamable!
‑¡A tierra! ¡A tierra! ‑repetía sin cesar Kennedy.
‑El peligro de ser fulminados por un rayo sería casi el
mismo, y las ramas de los árboles no tardarían en rasgar el globo.
‑¡Subimos, señor Samuel!
‑¡No tan deprisa como yo quisiera!
Durante las borrascas ecuatoriales es muy común, en
aquella parte de África, contar de treinta a treinta y cinco relámpagos por
minutos. El cielo se convierte materialmente en una inmensa fragua, y los
truenos se suceden sin interrupción.
En aquella atmósfera inflamada, el viento se desencadenaba
con una violencia aterradora y retorcía las nubes incandescentes; parecía que
el soplo de un ventilador inmenso activase aquella hoguera.
El doctor Fergusson mantenía el soplete a pleno
rendimiento; el globo se dilataba y subía, mientras Kennedy, de rodillas en el
centro de la barquilla, sujetaba las cortinas de la tienda. El globo se
arremolinaba hasta el punto de producir vértigo, y los viajeros experimentaban
peligrosas oscilaciones. Formábanse grandes huecos en la envoltura del
aeróstato, y el viento se introducía en ellos con fuerza, golpeando el tafetán.
Una especie de granizada, precedida de un rumor tumultuoso, surcaba la
atmósfera y crepitaba sobre el Victoria. El globo, sin embargo, seguía
su curso ascensional; los relámpagos trazaban en su circunferencia tangentes
inflamadas que le daban la apariencia de una esfera de fuego.
‑¡Confiémonos a Dios! ‑dijo el doctor Fergusson‑. Estamos
en sus manos; sólo Él puede salvarnos. Preparemonos para cualquier cosa,
incluso un incendio. Nuestra caída puede ser gradual y no súbita.
La voz del doctor llegaba apenas a oídos de sus compañeros,
pero éstos podían ver su semblante tranquilo en medio de los surcos que abrían
los relámpagos. Observaba los fenómenos de fosforescencia producidos por el
fuego de San Telmo que ondeaba en la red del aeróstato.
Éste giraba, se arremolinaba, pero no dejaba de subir, y
al cabo de un cuarto de hora había traspasado la zona de las nubes
tempestuosas. Las emanaciones eléctricas se extendían debajo de él como una
gigantesca corona de fuegos artificiales suspendida de su barquilla.
Aquél era uno de los más bellos espectáculos que la
naturaleza puede ofrecer al hombre. Abajo, la tempestad. Arriba, el cielo
estrellado, tranquilo, mudo, impasible, con la luna proyectando sus pacíficos
rayos sobre las nubes enfurecidas.
El doctor Fergusson consultó el barómetro. Marcaba doce
mil pies de elevación. Eran las once de la noche.
‑¡Gracias a Dios, el peligro ha pasado! ‑dijo‑. Ahora
basta con mantenernos a esta altura.
‑¡De buena nos hemos librado! ‑respondió
Kennedy.
‑Bien ‑replicó Joe‑, estas cosas animan el viaje. No me
pesa haber visto una tempestad desde cierta altura. ¡Es un espectáculo
grandioso!
XVII
Las
montañas de la Luna. ‑ Un océano de verdor. ‑
Se echa
el ancla. ‑ El elefante remolcador. – Fuego nutrido. –
Muerte
del paquidermo. ‑ El horno de campaña. –
Comida
sobre la hierba. – Una noche en tierra
Hacia las seis de la mañana del lunes, el sol se elevó
sobre el horizonte, las nubes se disiparon y un agradable vientecillo refrescó
el ambiente durante la alborada.
La tierra, intensamente perfumada, reapareció ante los
viajeros. El globo, girando alrededor de sí mismo en medio de las corrientes
antagonistas, había derivado muy poco, y el doctor, dejando que el gas se
contrajera, descendió con objeto de tomar una dirección más septentrional. Sus
tentativas fueron durante mucho tiempo infructuosas. El viento lo empujó hacia
el oeste, hasta avistar las célebres montañas de la Luna, que forman un
semicírculo alrededor de un extremo del lago Tanganica.
La cordillera, poco accidentada, destacaba en el azulado
horizonte; parecía una fortificación natural, inaccesible a los exploradores
del centro de África. Algunos conos aislados ostentaban el sello de las nieves
perpetuas.
‑Nos encontramos en un país inexplorado ‑dijo el doctor‑.
El capitán Burton avanzó mucho hacia el oeste, pero no pudo llegar a estas
montañas célebres; incluso negó su existencia, defendida por su compañero
Speke, pretendiendo que eran fruto de la imaginación de éste. Para nosotros,
amigos, ya no hay duda posible.
‑¿Las traspasaremos? ‑preguntó Kennedy.
‑No lo quiera Dios. Espero hallar un viento favorable que
me devuelva hacia el ecuador; si es necesario, me detendré, igual que un barco
echa el ancla para evitar vientos que le harían perder el rumbo.
Pero las previsiones del doctor no tardaron en realizarse.
Después de haber tanteado diferentes alturas, el Victoria fue impelido hacia el nordeste a una velocidad moderada.
‑Avanzamos en la dirección correcta ‑dijo, consultando la
brújula‑, y escasamente a doscientos pies de tierra. Tales circunstancias nos
favorecen para explorar estas nuevas regiones. El capitán Speke, cuando iba en
busca del lago Ukereue, remontó más al este, en línea recta con Kazeh.
‑¿Iremos mucho tiempo así? ‑preguntó Kennedy.
‑Tal vez. Nuestro objetivo es reconocer el nacimiento del
Nilo, y aún nos quedan por recorrer seiscientas millas antes de llegar al
límite extremo que han alcanzado los exploradores procedentes del Norte.
‑¿Y no echaremos pie a tierra para estirar un poco las
piernas? ‑preguntó Joe.
‑Por supuesto; tenemos que conseguir víveres. Tú, mi buen
Dick, nos aprovisionarás de carne fresca.
‑Cuando quieras, amigo Samuel.
‑Tendremos tambien que reponer la reserva de agua. ¿Quién
nos asegura que no seremos arrastrados hacia comarcas áridas? Todas las
precauciones son pocas.
A mediodía, el Victoria
se hallaba a 290 15’ de longitud y 30 15’ de
latitud. Había pasado la aldea de Uyofu, último límite septentrional del
Unyamwezy, a la altura del lago Ukereue, que los viajeros no tenían aún al alcance
de sus miradas.
Los pueblos que viven cerca del ecuador parecen algo más
civilizados, y están gobernados por monarcas absolutos cuyo despotismo no conoce
límites. Su aglomeración más compacta constituye la provincia de Karagwah.
Quedó resuelto entre los tres viajeros echar pie a tierra
en cuanto encontrasen un sitio favorable. Debían hacer un alto prolongado para
inspeccionar cuidadosamente el aeróstato. Se moderó la llama del soplete y se
echaron fuera de la quilla las anclas, que corrían rozando las altas hierbas de
una inmensa pradera; desde cierta altura parecía cubierta de menudo césped,
pero este césped tenía en realidad de siete a ocho pies de largo.
El Victoria acariciaba aquellas hierbas sin
curvarlas, como si fuera una mariposa gigantesca. La vista no tropezaba con
ningún obstáculo. Parecía un océano de verdor sin ningun rompiente.
‑No sé cuándo pararemos de correr ‑dijo Kennedy‑, pues no
distingo un solo árbol al cual podamos acercamos. Me parece que tendré que
renunciar a la caza.
‑Aguarda, amigo Dick, aguarda. Imposible te sería cazar en
medio de estas hierbas, que son más altas que tú; pero acabaremos por encontrar
un lugar propicio.
Verdaderamente era un paseo delicioso, un auténtico
crucero por aquel mar tan verde, casi transparente, con suaves ondulaciones
provocadas por el soplo del viento. La barquilla justificaba su nombre, pues
parecía realmente que hendía las olas, levantando de vez en cuando bandadas de
pájaros de espléndidos colores que escapaban emitiendo alegres gritos. Las
anclas se sumergían en aquel lago de flores y trazaban un surco que se cerraba
tras ellas, como la estela de un barco.
De pronto, el globo recibió una fuerte sacudida. Sin duda
el ancla había hincado sus uñas en la hendidura de una roca oculta bajo la
gigantesca alfombra de césped.
‑Estamos anclados ‑dijo Joe.
‑Pues bien, echa la escala ‑replicó el cazador.
No bien hubo pronunciado estas palabras, un grito agudo
retumbó en el aire, y de la boca de los tres viajeros escaparon las siguientes
frases, entrecortadas por exclamaciones:
‑¿Qué es eso?
‑¡Un grito singular!
‑¡Y seguimos avanzando!
‑Se habrá desprendido el ancla.
‑¡No! ¡Está asegurada! ‑exclamó Joe, tirando de la cuerda.
‑¡Sin duda con el ancla arrastramos la roca!
Las hierbas se removieron a bastante distancia, y encima
de ellas apareció una forma alargada y sinuosa.
‑¡Una serpiente! ‑exclamó Joe.
‑¡Una serpiente! ‑repitió Kennedy, al tiempo que cargaba
su carabina.
‑¡No! ‑replicó el doctor‑. Es la trompa de un elefante.
‑¡Un elefante, Samuel!
Y así diciendo, Kennedy apuntó con la escopeta.
‑Aguarda, Dick, aguarda.
~No, no tire, señor; el animal nos remolca.
~Y en buena dirección, Joe, en muy buena dirección.
El elefante, que avanzaba con cierta rapidez, no tardó en
llegar a un raso, donde se le pudo ver entero. Por su gigantesco tamaño, el
doctor reconoció a un macho de una magnífica especie. Los brazos del ancla
habían quedado trabados entre sus dos blancos colmillos, admirablemente
curvados, cuya longitud no bajaba de ocho pies.
El animal forcejeaba en vano para desprenderse con la
trompa de la cuerda que lo sujetaba a la barquilla.
‑¡Adelante, valiente! ‑exclamó Joe en el colmo de la
alegría, animándolo con entusiasmo‑. ¡He aquí una nueva manera de viajar! Mejor
tira este animal que un buen caballo.
‑Pero ¿adónde nos lleva? ‑preguntó Kennedy, que agitaba
con impaciencia la carabina como si le quemase las manos.
‑Nos lleva a donde queremos ir, amigo Dick. Ten un poco de
paciencia.
‑Wig a more! Wig a more!, como
dicen los campesinos escoceses ‑gritaba el alegre Joe‑. ¡Adelante, adelante!
El animal empezó a galopar muy deprisa. Agitaba la trompa
de derecha a izquierda, y con sus bruscos movimientos sacudía violentamente la
barquilla. El doctor, hacha en mano, estaba preparado para cortar la cuerda en
caso necesario.
‑Pero no nos separaremos del ancla hasta el último momento
‑dijo.
Aquella carrera a remolque del elefante duró cerca de hora
y media. El animal, al parecer, no sentía la menor fatiga. Esos enormes
paquidermos pueden estar mucho tiempo galopando, y de un día para otro se los
encuentra a distancias enormes, como las ballenas, con las que coinciden en
velocidad y dimensiones.
‑Si bien se mira ‑dijo Joe‑, hemos hincado el arpón en una
ballena y no hacemos mas que remedar la maniobra de los balleneros durante la
pesca.
Pero un cambio en la naturaleza del terreno obligó al
doctor a modificar su medio de locomoción.
Al norte de la pradera, a unas tres millas, se veía un
espeso bosque, por lo que era necesario separar el globo de su improvisado
conductor.
Kennedy tomó a su cargo detener al elefante en su carrera;
apuntó, pero estaba mal colocado para herir al animal con éxito. Una primera bala,
dirigida al cráneo, quedó tan chafada como si hubiese dado contra una plancha
de hierro fundido, sin causar la menor impresión a la enorme bestia; ésta, al
estampido del arma, no hizo más que acelerar el paso, alcanzando la velocidad
de un caballo lanzado al galope.
‑¡Diablos! ‑dijo Kennedy.
‑¡Vaya una cabeza dura! ‑exclamó Joe.
‑Lo intentaremos con unas balas cónicas ‑repuso Dick,
cargando la carabina con cuidado.
Cuando el escocés hizo fuego, el animal lanzó un grito
terrible y siguió galopando como si tal cosa.
‑Señor Dick ‑dijo Joe, cogiendo una escopeta‑, si no le
ayudo esto va a ser el cuento de nunca acabar.
Y dos balas entraron en los costados del elefante.
Éste se detuvo, levantó la trompa y emprendió de nuevo la
marcha a todo escape hacia el bosque. Sacudía su colosal cabeza, y la sangre
empezaba a brotar copiosamente de sus heridas.
‑Sigamos haciendo fuego, señor Dick.
‑¡Y que sea muy nutrido! ‑añadió el doctor‑. Tenemos el
bosque a menos de veinte toesas.
Sonaron otros diez disparos. El elefante dio un salto tan
espantoso que la barquilla y el globo crujieron como si se hubiesen partido, y
al doctor se le cayó el hacha de las manos.
La pérdida del hacha, que fue a parar al suelo, complicaba
la situación de una manera terrible, pues el cable del ancla, reciamente
asegurado, no podía ni ser desatado ni cortado por los cuchillos de los
viajeros. El globo se aproximaba rápidamente al bosque cuando el animal, en el
momento de levantar la cabeza, recibió un balazo en un ojo. Entonces se detuvo,
vaciló, sus rodillas se doblaron y presentó su pecho al cazador.
‑Una bala en el corazón ‑dijo éste, descargando una vez
más la carabina.
El elefante lanzó un grito de dolor y de agonía; se incorporó
momentáneamente, haciendo ondear la trompa, y cayó desplomado sobre uno de sus
colmillos, que se rajó de arriba abajo. Estaba muerto.
‑¡Se ha partido un colmillo! ‑exclamó Kennedy~. En
Inglaterra, el marfil se paga a treinta y cinco guineas las cien libras.
‑¿Tanto? ‑‑dijo Joe, bajando a tierra por la cuerda del
ancla.
‑¿De qué sirve echar cuentas, amigo Dick? ‑respondió el
doctor Fergusson‑. ¿Traficamos acaso nosotros con marfil? ¿Hemos venido aquí
para hacer fortuna?
Joe contempló el ancla, sólidamente agarrada al colmillo
que había quedado ileso. Samuel y Dick también bajaron, mientras el aeróstato,
medio deshinchado, se balanceaba sobre el cuerpo del animal.
‑¡Magnífica pieza! ‑exclamó Kennedy‑. ¡Qué mole! ¡En la
India nunca había visto un elefante de este tamaño!
‑Claro que no, amigo Dick; los elefantes del centro de
África son los más corpulentos. Los Anderson y los Cumming los han perseguido
con tal encarnizamiento por las inmediaciones de El Cabo que emigran hacia el
ecuador, donde los encontraremos con frecuencia en nutridas manadas.
‑Entretanto ‑intervino Joe‑, creo que podremos saborear
un poco de éste. Me comprometo a ofrecerles una suculenta comida a expensas de
este animalazo. El señor Kennedy irá a cazar durante una o dos horas; el señor
Samuel inspeccionará el Victoria y yo desempeñaré mis funciones de
cocinero.
‑Muy bien ordenado ‑respondió el doctor‑. Tienes carta
blanca para obrar culinariamente como mejor te parezca.
‑Y yo ‑dijo el cazador‑ haré uso de las dos horas de
libertad que Joe se ha dignado otorgarme.
‑Sí, amigo; pero no cometas ninguna imprudencia. No te
alejes.
‑Puedes estar tranquilo.
Y Dick, armado con su fusil, se internó en el bosque.
Entonces Joe empezó a desempeñar sus funciones. Primero
cavó un hoyo de dos pies de profundidad y lo llenó de ramas secas, que cubrían
el suelo procedentes de los boquetes hechos en el bosque por los elefantes,
cuyas huellas se veían. Una vez estuvo lleno el agujero, levantó encima una
pila de leña de dos pies y le prendió fuego.
A continuación se dirigió a los inanimados restos del
elefante, que había caído a unas diez toesas del bosque; cortó diestramente la
trompa, que medía aproximadamente dos pies de ancho en su base, escogió la
parte más delicada y a ella unió una de las esponjosas pezuñas del animal,
porque, en efecto, estas partes son el mejor bocado, como la giba del bisonte,
las patas del oso y la cabeza del jabalí.
Cuando la hoguera se hubo consumido del todo, interior y
exteriormente, el agujero, limpio de cenizas y brasas, ofreció una temperatura
muy elevada. Los trozos del elefante, envueltos en hojas aromáticas, fueron
depositados en el fondo de aquel horno improvisado y cubiertos de ceniza
caliente, sobre la cual Joe encendió una nueva hoguera. Cuando se hubo
consumido la leña, la carne estaba a punto para ser comida.
Entonces, Joe sacó la apetitosa carne del horno, la colocó
sobre hojas verdes y la dispuso en medio de una magnífica alfombra de hierba,
añadiendo galletas, aguardiente, café y un agua fresca y cristalina que cogió
de un arroyo inmediato.
Daba gusto ver aquel festín tan bien presentado, y Joe,
sin ser demasiado vanidoso, era de la opinión de que más gusto daría comerlo.
‑¡Un viaje sin fatigas ni peligros! ‑repetía‑. ¡Una comida
a tiempo! ¡Una hamaca perpetua! ¿Qué más se puede pedir? ¡Y el bueno del señor
Kennedy que no queria venir.l
Por su parte, el doctor Fergusson realizaba una inspeccion
minuciosa del aeróstato, el cual no había sufrido en la tormenta avería alguna.
El tafetán y la gutapercha habían resistido a las mil maravillas. Teniendo en
cuenta la altura actual del terreno y calculando la fuerza ascensional del
globo, el doctor vio con satisfacción que había la misma cantidad de hidrógeno
y que, hasta entonces, la envoltura se mantenía perfectamente impermeable.
No hacía más que cinco días que los viajeros habían salido
de Zanzíbar. La provisión depemmican estaba incólume; la de galletas y carne
en conserva bastaban para un largo viaje; por consiguiente, lo único que había
que renovar era la reserva de agua.
Los tubos y el serpentín se hallaban en perfecto estado.
Gracias a sus articulaciones de caucho, se habían prestado dócilmente a todas
las oscilaciones del aeróstato.
Terminado su examen, el doctor puso en orden sus apuntes.
Trazó un croquis muy exacto del terreno circundante, con la pradera que se
extendía hasta perderse de vista, el bosque y el globo inmóvil sobre el cuerpo
del monstruoso elefante.
Pasadas las dos horas que tenía a su disposición, Kennedy
volvió con una sarta de rollizas perdices y un pernil de oryx, animal
perteneciente a la especie más ágil de antílopes. Joe se encargó de guisar este
aumento de provisiones.
‑La mesa está puesta ‑anunció luego con cierta solemnidad.
Y los tres viajeros no tuvieron más que sentarse sobre la
alfombra de verdor. Las pezuñas y la trompa del elefante fueron declaradas
exquisitas por unanimidad; se bebió a la salud de Inglaterra, como de
costumbre, y deliciosos habanos perfumaron por primera vez aquella encantadora
comarca.
Kennedy comía, bebía y hablaba por los codos; estaba un
si es no es achispado, y propuso seriamente a su amigo el doctor establecerse
en aquel bosque, construir en él unas cabañas y comenzar la dinastía de los
robinsones africanos.
La idea no tuvo consecuencias, si bien Joe se propuso a
sí mismo para desempeñar el papel de Viernes.
La campiña parecía tan tranquila, tan desierta, que el
doctor resolvió pasar la noche en tierra. Joe formó un círculo de hogueras,
barricadas indispensables contra las bestias feroces. Las hienas, los naguardos
y los chacales atraídos por el olor de la carne del elefante, vagaban por los
alrededores. Kennedy tuvo que hacer algunos disparos para ahuyentar a
visitantes demasiado audaces; pero, finalmente, la noche transcurrió sin
incidentes desagradables.
XVIII
El
Karagwah. ‑ El
lago Ukereue. ‑ Una noche en una
isla. ‑
El ecuador. ‑ Travesía del lago. ‑ Las cascadas. ‑
Vista
del país. ‑ Las fuentes del Nilo. ‑ La isla de
Benga. ‑
La firma de Andrea Debono. – El pabellón
con las
armas de Inglaterra
A las cinco de la mañana siguiente, empezaron los
preparativos para la marcha. Joe, con el hacha que había tenido la fortuna de
encontrar, rompió los colmillos del elefante. El Victoria, recobrando su
libertad, arrastró a los viajeros hacia el nordeste a una velocidad de dieciocho
millas.
Durante la noche anterior, el doctor había calculado
cuidadosamente su posición guiándose por la altura de las estrellas. Se hallaba
a 20 4’ de latitud por debajo del ecuador, o sea a ciento sesenta
millas geográficas. Atraveso numerosas aldeas sin hacer ningún caso de los gritos
que provocaba su aparición; tomó nota de la conformación de los lugares
basándose en observaciones sumarias; salvó las cuestas del Rubembé, casi tan
pinas como las cimas del Usagara, y más adelante, en Tenga, encontró las
primeras lomas de las cordilleras de Karagwah, que, en su opinión, derivan
necesariamente de las montañas de la Luna. La antigua leyenda que convertía
aquellas sierras en la cuna del Nilo se acercaba a la verdad, puesto que
confinan con el lago Ukereue, presunto receptáculo de las aguas del gran río.
Desde Kafuro, gran distrito de los mercaderes del país,
distinguió por fin en el horizonte aquel lago tan buscado que el capitán Speke
entrevió el 3 de agosto de 1858.
El doctor Samuel Fergusson se sentía enormemente
emocionado. Estaba casi llegando a uno de los principales puntos de su
exploración y, sin soltar un momento el anteojo, observaba el menor accidente
de aquella comarca misteriosa, estudiándola con todo detalle.
Debajo de él se extendía una tierra generalmente estéril,
que no presentaba más que algunas laderas cultivadas; el terreno, sembrado de
conos de mediana altura, se hacía llano en las inmediaciones del lago; campos
sembrados de cebada reemplazaban a arrozales, y allí crecían el llantén de
donde se saca el vino del país y el mwani, planta silvestre sucedánea
del café. Un conjunto de unas cincuenta chozas circulares cubiertas de bálago
en flor constituía la capital de Karagwah.
Se percibían sin dificultad las
expresiones atónitas de una raza bastante bella, de tez morena amarillenta.
Mujeres de una corpulencia inverosímil se arrastraban por las plantaciones, y
el doctor asombro a sus compañeros diciéndoles que aquella obesidad, allí muy
apreciada, se obtenía por medio de un régimen obligatorio de leche cuajada.
A mediodía el Victoria se hallaba a 10
45’ de latitud austral, y a la una de la tarde el viento lo empujaba hacia el
lago.
Aquel lago debe al capitán Speke el nombre de Nyanza [L18]Victoria. En aquel punto tenía unas noventa
millas de ancho. En su extremo meridional el capitán encontró un grupo de islas
al que llamó archipiélago de Bengala. Llegó hasta Muanza, el este, donde fue
bien recibido por el sultán. Hizo la triangulación de aquella parte del lago,
pero no pudo conseguir una barca para atravesarlo, ni tampoco para visitar la
gran isla de Ukereue, que es muy populosa, está gobernada por tres sultanes y,
al bajar la marea, no forma más que una península.
El Victoria abordaba el lago más al norte, lo cual
apesadumbraba al doctor, que hubiera querido determinar sus contornos
inferiores. Las orillas, erizadas de matorrales espinosos y maleza
inextricable, desaparecían literalmente bajo miríadas de mosquitos de un color
pardusco.
Aquel país debía de ser inhabitable y estar deshabitado.
Se veían manadas de hipopotamos revolcándose en los cañares o sumergiendose en
las blanquecinas aguas del lago.
Éste, visto desde lo alto, ofrecía hacia el oeste un horizonte
tan ancho que parecía un mar. La distancia impide establecer comunicaciones
entre una y otra orilla; además, las tempestades son allí fuertes y frecuentes,
pues los vientos no encuentran obstáculo alguno en aquella cuenca elevada y
descubierta.
Trabajo le costó al doctor dirigir el globo. Temía ser
arrastrado hacia el este; pero, por fortuna, una corriente le llevó
directamente al norte y, a las seis de la tarde, el Victoria se situó
sobre una pequeña isla desierta, a 00 3’ de latitud y 320
52’ de longitud, y a veinte millas de la costa.
Los viajeros lograron anclar en un
árbol; al anochecer calmó el viento y pudieron quedarse allí tranquilamente.
Era impensable tomar tierra, porque allí, lo mismo que en las orillas del
Nyanza, las legiones de mosquitos cubrían el suelo como una densa nube. Joe
volvió del árbol acribillado; pero, como le parecía muy natural que los
mosquitos picasen, no se desazonó ni poco ni mucho.
El doctor, sin embargo, menos optimista, soltó toda la
cuerda que le fue posible para librarse de aquellos despiadados insectos que
ascendían con un murmullo inquietante.
El doctor estableció la altura del lago sobre el nivel del
mar, tal como lo había determinado el capitán Speke, es decir, tres mil
setecientos cincuenta pies.
‑¡Conque estamos en una isla! ‑dijo Joe, que se desollaba
rascándose.
‑Una isla que podríamos recorrer en menos que canta un
gallo ‑respondió el cazador‑ y donde, salvo esos amables insectos, no se ve un
solo ser vivo.
‑Las islas de que está el lago salpicado ‑respondió el
doctor Fergusson‑ no son, en realidad, más que crestas de colinas sumergidas, y
no hemos tenido poca fortuna en encontrar en ellas un abrigo, porque las
orillas del lago están pobladas de tribus feroces. Dormid, pues, ya que el
cielo nos prepara una noche tranquila.
‑¿Y no harás tú otro tanto, Samuel?
‑No; yo no podría cerrar los ojos. Mis pensamientos me lo impedirían.
Mañana, si el viento es favorable, marcharemos directamente hacia el norte y
tal vez descubramos las fuentes del Nilo, ese secreto hasta ahora impenetrable.
Tan cerca de las fuentes del gran río me sería imposible conciliar el sueño.
Kennedy y Joe, a quienes no turbaban hasta tal extremo
las preocupaciones científicas, no tardaron en dormirse profundamente bajo la
vigilancia del doctor Fergusson.
El miércoles 23 de abril, a las cuatro de la mañana, el
Victoría zarpaba. El cielo estaba ceniciento; la noche abandonaba difícilmente
las aguas del lago, envueltas totalmente en una densa niebla que un viento
violento enseguida disipó. El Victoría se balanceó por espacio de algunos
minutos y por fin remontó directamente hacia el norte.
El doctor Fergusson palmoteó con alegría.
‑¡Estamos en el buen camino! ‑exclamó‑. ¡Si hoy no vemos
el Nilo, no lo veremos nunca! ¡Amigos! pasamos el ecuador, entramos en nuestro
hemisferio!
‑¡Oh! ‑exclamó Joe‑. ¿Usted cree, señor, que el ecuador
pasa por aquí?
‑¡Justo por aquí, muchacho!
‑Pues bien, con su permiso, me parece conveniente que sin
pérdida de tiempo lo rociemos con un buen trago.
‑¡Estupendo, venga un trago de grog! ‑respondió
el doctor Fergusson, riendo‑. Tienes una manera nada tonta de entender la cosmografía.
Y así se celebró el paso de la línea a bordo del Victoria.
Este avanzaba rápidamente. Se vislumbraba al oeste la
costa baja y poco accidentada, y al fondo las mesetas más elevadas del Uganda y
el Usoga. La velocidad del viento era excesiva: casi treinta millas por hora.
Las aguas del Nyanza, agitadas con fuerza, espumeaban
como las olas del mar. El mar de fondo que se percibía le indicó al doctor que
el lago era muy profundo. Durante aquella rápida travesía apenas vieron una o
dos embarcaciones toscas.
‑Este lago ‑dijo el doctor‑ es evidentemente, por su
posición elevada, el depósito natural de los ríos de la parte oriental de
África, dándole el cielo en lluvia lo que le quita en vapor a sus afluentes. Me
parece indudable que el Nilo nace aquí.
‑Lo veremos ‑replicó Kennedy.
Hacia las nueve avistaron la costa oeste, que parecía
desierta y poblada de árboles. El viento aumentó un poco hacia el este, y se
pudo distinguir la otra orilla del lago. Ésta se curvaba de manera que
terminaba en un ángulo muy abierto, a 20 40’ de latitud
septentrional. Altas montañas erguían sus áridos picos en aquel extremo del
Nyanza; pero entre ellas una garganta profunda y sinuosa daba paso a un río
que hervía con violencia.
El doctor Fergusson, al tiempo que maniobraba el
aeróstato, examinaba el terreno con ávida mirada.
‑¡Mirad! ‑exclamó‑. ¡Mirad, amigos míos! ¡Las narraciones
de los árabes eran del todo exactas! Hablaban de un río por el cual desagua
hacia el norte el lago Ukereue, y ese río existe, y nosotros seguimos su
curso, y fluye con una rapidez comparable a nuestra propia velocidad. ¡Y esa
gota de agua que discurre bajo nuestros pies va indudablemente a confundirse
con las olas del Mediterráneo! ¡Es el Nilo!
‑¡Es el Nilo! ‑repitió Kennedy, que se dejaba contagiar
por el entusiasmo de Samuel Fergusson.
‑¡Viva el Nilo! ‑dijo Joe, que, cuando estaba alegre,
vitoreaba gustoso cualquier cosa.
Enormes rocas obstaculizaban en diversos puntos el curso
de aquel misterioso río. El agua espumeaba; formaba rápidos y cataratas que
confirmaban al doctor en sus previsiones. De las montañas circundantes partían
numerosos torrentes; se podían contar a centenares. De la tierra se veía brotar
delgados hilos de agua, dispersos, que se cruzaban, se confundían, rivalizaban
en velocidad y se precipitaban en aquel riachuelo que, después de absorberlos,
se convertía en caudaloso río.
‑He aquí el Nilo ‑repitió el doctor con convicción‑. El
origen de su nombre ha apasionado a los sabios no menos que el origen de sus
aguas. Se lo ha hecho derivar del griego, del copto, del sánscrito[L19]; después de todo, es lo de menos, ya que finalmente ha tenido que
revelar el secreto de su procedencia.
‑Pero ¿cómo podremos estar seguros ‑preguntó el cazador‑
de que este río es el mismo que exploraron los viajeros del norte
anteriormente?
‑Tendremos pruebas seguras, irrecusables, infalibles ‑respondió
Fergusson‑, si el viento sigue siéndonos propicio aunque no sea mas que una
hora.
Las montañas se separaban, dando paso a numerosas aldeas y
a campos cultivados de sésamo, dourrab y caña de azúcar. Las tribus de aquellas
comarcas se mostraban agitadas y hostiles. Presintiendo extranjeros, y no dioses,
parecían más propensas a la cólera que a la adoración. Se diría que el hecho
de dirigirse a las fuentes del Nilo significara usurparles algo. El Victoria
tuvo que mantenerse fuera del alcance de los mosquetes.
‑Difícil será abordar aquí ‑dijo el
escocés.
‑¡Peor para esos indígenas! ‑replicó Joe‑. Les privaremos
del encanto de nuestra conversación.
‑Y sin embargo, es preciso que yo baje ‑respondió el
doctor Fergusson‑, aunque no sea más que un cuarto de hora. De otro modo, no
puedo comprobar los resultados de nuestra exploración.
‑¿Es, pues, indispensable, Samuel?
‑Tan indispensable que bajaremos aunque tengamos que
andar a tiros.
‑No lo sentiría ‑respondió Kennedy, acariciando su
carabina.
‑Dispuesto estoy a bordo, señor ‑dijo Joe, aprestándose
al combate.
‑No será la primera vez ‑respondió el doctor‑ que la
ciencia haya tenido que empuñar las armas. A ellas se vio obligado a recurrir
en las montañas de España un sabio francés cuando medía el meridiano
terrestre.
‑Mantén la calma, Samuel, y confía en tus dos guardaespaldas.
‑¿Bajamos ya, señor?
‑Todavía no. Vamos a elevarnos un poco para conocer con
exactitud la configuración del terreno.
El hidrógeno se dilató y, en menos de diez minutos, el Victoria
planeaba a una altura de dos mil quinientos pies del suelo.
Desde allí se distinguía una inextricable red de arroyos
que el río acogía en su lecho. La mayor parte venían del oeste, atravesando
fértiles campos y numerosas colinas.
‑Nos hallamos a menos de noventa millas de Gondokoro ‑dijo
el doctor, señalando el mapa‑, y a menos de cinco del punto alcanzado por los
exploradores procedentes del norte. Acerquémonos a tierra con precaucion.
El Victoria descendió más de dos mil pies.
‑Ahora, amigos, preparaos para cualquier cosa.
‑Lo estamos ‑respondieron Dick y Joe.
‑¡Bien!
Muy pronto, el Victoria avanzó siguiendo el lecho
del río y apenas a cien pies de éste. En aquel punto, el Nilo medía cincuenta
toesas, y en las aldeas de las orillas los indígenas se agitaban
tumultuosamente. Al llegar al segundo grado, el río forma una cascada vertical
de unos diez pies de altura y, por consiguiente, infranqueable.
‑Aquí tenemos la cascada indicada por Debono ‑exclamó el
doctor.
El cauce del río se ensanchaba y estaba sembrado de
numerosos islotes que Samuel Fergusson devoraba con la mirada; parecía buscar
un punto de referencia que no encontraba.
Unos negros se habían acercado en una barca hasta quedar
situados debajo del globo. Kennedy les saludó con un disparo, y, aunque no
hirió a ninguno, todos huyeron precipitadamente a la orilla.
‑¡Buen viaje! ‑les deseó Joe‑. Si yo fuera quien estuviese
en su pellejo, no volvería; me daría miedo un monstruo que lanza rayos a
voluntad.
De pronto, el doctor Fergusson cogió su anteojo y examinó
la isla que había en medio del río.
‑¡Cuatro árboles! ‑‑exclamó‑. ¡Mirad allá abajo!
En efecto, en su extremo se alzaban cuatro árboles
aislados.
‑¡Es la isla de Benga! ‑añadió.
‑¿Y qué? ‑preguntó Dick.
‑Allí bajaremos, si Dios quiere.
‑¡Pero parece habitada, señor Samuel!
‑Joe tiene razón; si no me equivoco, hay un grupo de unos
veinte indígenas.
‑Los asustaremos para que huyan ‑replicó Fergusson‑. No
será empresa difícil.
‑De acuerdo ‑asintió el cazador.
El sol estaba en el cenit. El Victoria se acercó a
la isla. Los negros, pertenecientes a la tribu de Makado, prorrumpieron en
gritos desaforados. Uno de ellos agitaba su sombrero de corteza. Kennedy
apuntó hacia el sombrero, disparó y lo hizo pedazos.
Se produjo una desbandada general. Los indígenas se
echaron al río precipitadamente y lo atravesaron a nado. Enseguida partió de
las dos orillas una granizada de balas y una lluvia de flechas, pero sin
peligro para el aeróstato, cuya ancla había hincado sus uñas en la hendidura
de una roca. Joe se deslizó por la cuerda.
‑¡La escala! ‑gritó el doctor‑. Sígueme, Kennedy.
‑¿Qué vas a hacer?
‑Bajemos; necesito un testigo.
‑Heme aquí.
‑Joe, alerta.
‑Respondo de todo, señor. Esté tranquilo.
‑¡Ven, Dick! ‑dijo el doctor al llegar a tierra.
Y llevó a su companero hacia un grupo de rocas que se
levantaban en la punta de la isla. Una vez allí, se pasó un rato buscando,
escudriñó entre la maleza y se llenó las manos de sangre.
De repente, agarró con fuerza el brazo del cazador.
~Mira ‑le dijo.
‑¡Letras! ‑exclamó Kennedy.
En efecto, aparecían dos letras grabadas con toda claridad
en la roca. Se leía perfectamente:
A. D.
‑A.D. ‑especificó el doctor Fergusson‑. ¡Andrea Debono!
¡La firma del viajero que más se ha acercado a las fuentes del Nilo!
‑El hecho es irrebatible, Samuel.
‑¿Estás convencido ahora?
‑¡No cabe duda, es el Nilo!
El doctor miró por última vez aquellas preciosas iniciales,
cuya forma y dimensiones copió exactamente.
‑Y ahora ‑dijo‑, al globo.
‑Rápido, porque veo algunos indígenas que se preparan
para cruzar el río.
‑¡Ya poco nos importa! Que el viento nos empuje hacia el
norte durante algunas horas: llegaremos a Gondokoro y estrecharemos la mano de
nuestros compatriotas.
Diez minutos después, el Victoria se elevaba majestuosamente, en tanto que el doctor
Fergusson, en señal de triunfo, desplegaba el pabellón con las armas de Inglaterra.
XIX
El Nilo. ‑ La montaña temblorosa. ‑
Recuerdos de
casa. ‑ Las narraciones de los árabes. ‑
Los nyam-
nyam. ‑ Reflexiones sensatas de Joe. ‑ El Victoria da
bordadas. ‑ Las ascensiones aerostáticas. ‑
Madame
Blanchard
‑¿Cuál es nuestra dirección? ‑preguntó Kennedy a su amigo,
que estaba consultando la brújula.
-Norte‑noroeste.
‑¡Entonces no es norte!
‑No, Dick, y creo que nos resultará difícil llegar a
Gondokoro. Lo siento; pero, en fin, hemos enlazado las exploraciones del este
con las del norte y, por consiguiente, no podemos quejarnos.
El Victoria se
alejaba poco a poco del Nilo.
‑Quiero dirigir una última mirada ‑dijo el doctor‑ a esta
altitud infranqueable que nunca han podido traspasar los más intrépidos
viajeros. Ahí están esas intratables tribus que mencionan Petherick, D'Arnaud,
Miani y el joven viajero Lejean, a quien se deben los mejores trabajos sobre
el Alto Nilo.
‑¿Quiere eso decir ‑preguntó Kennedy‑ que nuestros
descubrimientos concuerdan con los presentimientos de la ciencia?
‑Completamente. Las fuentes del Nilo Blanco, del Bahr‑el‑Abiad,
están sumergidas en un lago que parece un mar; allí es donde el río nace. Sin
lugar a dudas, la poesía saldrá perdiendo, pues gustaba atribuirle a este rey
de los ríos un origen celestial. Los antiguos lo llamaron oceano, y algunos
creyeron que procedía directamente del sol. Pero es preciso ceder y aceptar de
vez en cuando lo que la ciencia nos enseña. Quizá no haya sabios siempre; pero
siempre habrá poetas.
‑Aún se distinguen cataratas ‑dijo Joe.
‑Son las cataratas de Makedo, a tres grados de latitud.
¡No hay nada más exacto! ¡Qué lástima que no hayamos podido seguir por espacio
de algunas horas el curso del Nilo!
‑Y allá abajo, delante de nosotros ‑dijo el cazador‑,
distingo la cima de una montaña.
‑Es el monte Logwek, la montaña
temblorosa de los árabes. Toda esta comarca ha sido explorada por Debono, que
la recorría bajo el nombre de Letif Effendi. Las tribus próximas al Nilo son
enemigas unas de otras y tienden a exterminarse mutuamente. Imaginaos cuántos
peligros habrá tenido que afrontar Debono.
El viento conducía al Victoria hacia el noroeste.
Para evitar el monte Logwek, fue preciso buscar una corriente más inclinada.
‑Amigos –dijo el doctor a sus dos compañeros‑, ahora
empezaremos verdaderamente nuestra travesía africana. Hasta hoy apenas hemos hecho
mas que seguir las huellas de nuestros predecesores. En lo sucesivo nos
lanzaremos a lo desconocido. ¿Nos faltará valor?
‑No ‑respondieron a un mismo tiempo Dick y Joe.
‑¡Adelante, pues, y que el cielo nos proteja!
A las diez de la noche, sobrevolando hondonadas, bosques y
aldeas dispersas, los viajeros llegaban a la vertiente de la montaña
temblorosa, pasando por entre sus inhabitadas colinas.
Aquel memorable día 23 de abril, en quince horas de marcha
habían recorrido, a impulsos de un viento fuerte, una distancia de más de
trescientas quince millas.
Pero esta última parte del viaje les había dejado una
impresión triste. Reinaba en la barquilla un silencio completo. ¿Estaba el
doctor Fergusson reflexionando en sus descubrimientos? ¿Pensaban sus dos compañeros
en aquella travesía por regiones desconocidas? Algo de eso había, sin duda,
mezclado con los más vivos recuerdos de Inglaterra y de los amigos lejanos.
Joe era el único que daba muestras de una despreocupada filosofía,
pareciéndole muy natural que la patria no estuviese allí estando en otra parte;
pero respetó el silencio de Samuel Fergusson y de Dick Kennedy.
A las diez de la noche el Victoria «fondeó» en un punto de
la montaña temblorosa[L20]; los expedicionarios cenaron debidamente y se durmieron, quedando,
como siempre, uno de ellos de guardia.
Al día siguiente se despertaron más serenos. Hacía un
tiempo delicioso y el viento era favorable; un almuerzo condimentado con los
chistes de Joe acabó de devolver el buen humor a todos.
La comarca que entonces recorrían confina con las montañas
de la Luna y las del Darfur, y es casi tan extensa como toda Europa.
‑Atravesamos, sin duda ‑dijo el doctor‑, la tierra que se
ha dado en llamar reino de Usoga. Algunos geografos afirman que en el centro
de África hay una vasta depresión, un inmenso lago central. Veremos si tal teoría
tiene algún viso de verdad.
‑Pero ¿cómo se ha podido hacer una suposicion semejante? ‑preguntó
Kennedy.
‑Por las narraciones de los árabes. Los árabes son muy
aficionados a los cuentos, tal vez demasiado. Algunos viajeros, al llegar a
Kazeh o a los Grandes Lagos, vieron esclavos procedentes de las comarcas
centrales y les pidieron noticias de su país. De este modo reunieron un legajo
de documentos que les sirvieron de base para elaborar teorías. En el fondo de
todo eso siempre hay algo cierto, pues ya hemos visto que no se equivocaban
respecto al nacimiento del Nilo.
‑En efecto, no se equivocaban ‑respondió Kennedy.
‑Basándose en esos documentos se han trazado mapas, entre
ellos el que tengo a la vista para que me sirva de guía y que me propongo
rectificar en caso necesario.
‑¿Toda esta región está habitada? ‑preguntó Joe.
‑Sin duda, y mal habitada, por cierto ‑respondió el
doctor.
‑Me lo figuraba.
‑Estas tribus dispersas se hallan agrupadas bajo la
denominación genérica de nyam‑nyam, y este nombre no es más que una onomatopeya
tomada del ruido que produce la masticación.
‑¡Perfectamente expresado! ‑dijo Joe‑. ¡Nyam! ¡Nyam!
‑Si tú, Joe, fueses la causa inmediata de esta onomatopeya,
no te parecería tan perfecta.
‑¿Qué quiere decir, señor?
‑Que estos pueblos tienen fama de antropófagos.
‑¿De veras?
‑¡Y tan de veras! Se dijo también que estos indígenas
estaban provistos de rabo, como la mayor parte de los cuadrúpedos; pero luego
se reconoció que tal apéndice pertenecía a la piel de animal con que se
vestían.
‑¡Lástima! Un buen rabo va muy bien para espantar a los
mosquitos.
‑Es posible, Joe; pero debemos relegar eso del rabo a la
categoría de las fábulas, como las cabezas de perro que el viajero Brun‑Rollet
atribuía a ciertos pueblos.
‑¿Cabezas de perro? Para aullar y hasta para ser antropófago
no me parece del todo mal.
‑Lo que desgraciadamente no admite duda es la ferocidad
de estos pueblos, muy ávidos de carne humana.
‑Sentiría que probaran la mía ‑dijo Joe.
‑¿De veras? ‑dijo el cazador.
‑Como lo oye, señor Dick. Si estoy predestinado a ser
comido en un momento de hambre, que sea en su provecho y en el de mi señor.
Pero ¡servir de pasto a esos salvajes! ¡Me moriría de vergüenza!
‑De acuerdo, Joe ‑dijo Kennedy‑, contamos contigo si se
da el caso.
‑A su disposicion, senores.
‑Adivino la treta ‑replicó el doctor‑; lo que Joe quiere
es que le tratemos a cuerpo de rey y lo engordemos
‑¡Tal vez! ‑respondió Joe‑. ¡Los hombres somos tan egoístas!
Por la tarde, una niebla caliente que rezumaba del sol
cubrió el cielo; apenas permitía distinguir los objetos, por lo que, temiendo
chocar contra algún pico imprevisto, el doctor, a eso de las cinco, dispuso
que se echase el ancla. No sobrevino ningún accidente durante la noche, pero la
profunda oscuridad reclamó una vigilancia extrema.
Al amanecer del día siguiente el monzón sopló con gran
violencia; el viento penetraba con ímpetu en las cavidades del globo y agitaba
violentamente el apéndice por el que entraban los tubos de dilatación. Fue necesario
sujetar los tubos con cuerdas, operación que Joe practicó muy hábilmente.
Al mismo tiempo, se aseguró de que el orificio del globo
permanecía herméticamente cerrado.
‑La importancia que eso tiene para nosotros ‑dijo el
doctor Fergusson‑ es doble. En primer lugar, evitamos la pérdida de un gas
precioso y, en segundo lugar, no dejamos a nuestro alrededor un reguero
inflamable, al cual tarde o temprano prenderíamos fuego.
‑Lo cual sería un incidente fastidioso ‑dijo Joe.
‑Si tal sucediese, ¿caeriamos despeñados? ‑preguntó Dick.
‑¡No! El gas ardería gradualmente y nosotros bajariamos
poco a poco. De este accidente fue víctima Madame Blanchard, aeronauta
francesa que prendió fuego a su globo disparando cohetes desde la barquilla. No
cayó precipitada, y seguramente no habría muerto si no hubiese tenido la
desgracia de que su barquilla chocase contra una chimenea, desde la cual cayó
al suelo.
‑Esperemos que no ‑dijo el cazador‑. Hasta ahora nuestra
travesla no me parece peligrosa, y no veo razon que nos impida llegar a nuestra
meta.
‑Ni yo tampoco, amigo Dick. Los accidentes han sido casi
siempre causados por la imprudencia de los aeronautas o por la mala
construcción de sus aparatos, y aun así, contándose por millares las
ascensiones aerostáticas, no se consignan más que veinte accidentes que hayan
ocasionado la muerte. En general, el momento de tomar tierra y el de empezar
la ascensión son los más peligrosos, y durante ellos no debemos omitir precaución
alguna.
‑Ha llegado la hora de almorzar ‑dijo Joe‑. Tendremos que
contentamos con carne en conserva y café, hasta que al señor Kennedy se le
presente la ocasión de regalarnos con una buena ración de venado.
XX
La
botella celeste. ‑ La higuera‑palmera. ‑ Los
mammouth
trees. ‑ El árbol de
la guerra. ‑ El tiro
alado. ‑
Combate entre dos tribus. ‑ Carniceria. ‑
Intervención
divina
El viento arreció horriblemente y perdió su regularidad.
El Victoria bordeaba incesantemente,
mirando tan pronto al norte como al sur, sin poder tomar ningún rumbo
determinado.
‑Nos movemos mucho y avanzamos poco ‑dijo Kennedy,
observando las frecuentes oscilaciones de la aguja imantada.
‑El Victoria se
mueve a una velocidad que no baja de treinta leguas por hora ‑dijo Samuel Fergusson‑.
Asomaos y veréis cuán rápidamente desaparece el campo bajo nuestros pies.
¡Mirad! Aquel bosque parece que se precipita contra nosotros.
‑El bosque se ha convertido ya en un raso ‑respondió el
cazador.
‑Y el raso en una aldea ‑añadió Joe unos instantes después‑.
¡Qué caras de negros se ven tan embobadas!
‑Es muy natural ‑respondió el doctor‑. En Francia, los
campesinos, al aparecer los primeros globos, hicieron a éstos fuego tomándolos
por monstruos aereos; por consiguiente, bien se puede permitir a un negro de
Sudán manifestar su asombro.
‑Señor, con su permiso voy a echarles una botella vacía ‑dijo
Joe, mientras el Victoria pasaba a
unos cien pies de una aldea‑. Si la botella llega entera, la adorarán; si se
hace pedazos, cada uno de ellos se convertirá en un talismán prodigioso.
Y sin más, tiró una botella, que al llegar al suelo se
hizo añicos, como era natural, y los indígenas se metieron precipitadamente en
sus chozas lanzando horribles gritos.
Un poco más adelante Kennedy exclamó:
‑¡Mirad qué árbol más extraño! Por arriba es de una
especie y por abajo de otra.
‑¡Ésta sí que es buena! ‑dijo Joe‑. En este país nacen los
árboles unos sobre otros.
‑Es pura y simplemente un tronco de higuera ‑explicó el
doctor‑, sobre el cual ha caído un poco de tierra vegetal. El viento ha llevado
hasta allí una semilla de palmera, y ésta ha crecido igual que en pleno campo.
‑Es un buen procedimiento ‑dijo Joe‑, que pienso
introducir en Inglaterra. Con él mejorarán mucho los parques de Londres y se
multiplicarán considerablemente los árboles frutales. Los huertos se
extenderán a lo alto, lo que será una gran ventaja para los propietarios de
pequeños terrenos.
En aquel momento fue preciso elevar el Victoria para salvar un bosque de
seculares banianos de más de trescientos pies de altura.
‑¡Magníficos árboles! ‑exclamó Kennedy‑. No he visto nada
tan hermoso como el aspecto de esos venerables bosques. Míralos, Samuel.
‑La altura de esos banianos es verdaderamente maravillosa,
amigo Dick; y sin embargo, no tendría nada de excepcional en los bosques del
Nuevo Mundo.
‑¡Cómo! ¿Hay árboles aún más altos?
‑Sin duda los hay entre los conocidos como mammouth trees. En California se
encontró un cedro de cuatrocientos pies de altura, es decir, más alto que la
torre del Parlamento y que la gran pirámide de Egipto. La base tenía ciento
veinte pies de circunferencia, y por las capas concéntricas de su madera pudo
calcularse que tenía más de cuatro mil años.
‑No era, pues, extraño que estuviese tan crecidito. En
cuatro mil años da tiempo a dar un buen estirón.
Pero, durante la anécdota del doctor y la respuesta de
Joe, el bosque había dado paso a un grupo de chozas dispuestas circularmente
alrededor de un plaza. En su centro se levantaba un único árbol que hizo
exclamar a Joe:
‑Pues si éste lleva cuatro mil años dando semejantes
flores, no me parece algo digno de elogio.
Y señalaba un sicomoro gigantesco, cuyo tronco desaparecía
enteramente bajo un montón de huesos humanos. Las flores a que se refería Joe
eran cabezas recién cortadas, clavadas en la corteza con puñales.
‑¡El árbol de guerra de los canibales! ‑dijo el doctor‑.
Los indios arrancan el cuero cabelludo, y los africanos toda la cabeza.
‑Claro, eso depende de la moda de cada país ‑dijo Joe.
La aldea de las cabezas sangrientas desapareció en el
horizonte, y se presentó entonces otro espectáculo no menos repugnante:
cadáveres medio devorados, esqueletos carcomidos y miembros humanos
desparramados, dejados para pasto de hienas y chacales.
‑Son, sin duda, cuerpos de criminales. Al igual que en
Abisinia, los dejan a merced de los animales carniceros, que los devoran
después de haberlos despedazado.
‑No es mucho más cruel que la horca ‑dijo el escocés‑.
Tan sólo más asqueroso.
‑En las regiones del sur de África ‑repuso el doctorse
encierra a los criminales en su propia choza, con su ganado y algunas veces con
toda su familia, y les prenden fuego.
‑Eso es, sin duda, una crueldad, pero convengo con Kennedy
en que la horca no es menos bárbara.
Joe, con la excelente vista de que tan buen uso sabía
hacer, distinguió en el horizonte algunas bandadas de aves de rapiña.
‑Son águilas ‑exclamó Kennedy, tras haberlas reconocido
con su anteojo‑. Unos magníficos pájaros, cuyo vuelo es tan rápido como el
nuestro.
‑¡Llbrenos el cielo de sus ataques! ‑‑dijo el doctor‑.
Para los que viajamos por el aire, son más terribles que las fieras y las
tribus salvajes.
‑¡Bah! ‑respondió el cazador‑. Con unos cuantos tiros las
ahuyentaríamos.
‑Prefiero, amigo Dick, no tener que recurrir a tu habilidad;
el tafetán del globo no resistiría sus picotazos. Afortunadamente, me parece
que nuestra máquina, lejos de atraerlas, las asusta.
‑Se me ocurre una idea ‑intervino Joe‑. Hoy estoy en vena,
y a cada instante brota de mi cerebro una nueva. Si pudiésemos formar un tiro
de águilas vivas y engancharlas al globo, nos arrastrarían por los aires.
‑El método ha sido propuesto en serio ‑respondió el doctor‑,
pero me parece poco practicable con animales tan ariscos por naturaleza.
‑Las adiestraríamos ‑repuso Joe‑. En lugar de ponerles
bocado, las guiariamos por medio de unas anteojeras que les tapasen los ojos.
Tapando uno de los dos, según cuál fuese éste, irían a derecha o a izquierda, y
tapando los dos se detendrían.
‑Permíteme, Joe, preferir un viento favorable a tus
águilas de tiro; su manutención resulta más barata, y es mas seguro.
‑Se lo permito, señor;, pero no echo la idea en saco roto.
Era mediodía. Desde hacía un rato, el Victoria avanzaba
a una velocidad más moderada; la tierra ya no huía a sus pies, simplemente
pasaba.
De pronto llegaron a oídos de los viajeros gritos y
silbidos que les hicieron asomarse para ofrecerles un espectáculo
emocionantísimo.
Dos tribus se batían encarnizadamente, envolviéndose en
nubes de flechas. Cegados por el furor de la pelea, los combatientes no se
percataron de la llegada del Victoria. Eran unos trescientos, habiendo
entre ellos algunos que, revolcándose en la sangre de los heridos, ofrecían un
cuadro de lo más nauseabundo.
Al ver el globo, hicieron cesar un momento las hostilidades.
Luego multiplicaron sus aullidos y dispararon algunas flechas contra la
barquilla. Una de ellas pasó tan cerca que Joe la cogió al vuelo con la mano.
‑¡Pongámonos fuera de tiro! ‑exclamó el doctor Fergusson‑.
No podemos permitirnos ninguna imprudencia.
Después de la tregua, empezó de nuevo la matanza con
azagayas y hachas; en cuanto un enemigo caía, era instantáneamente decapitado
por su adversario. Las mujeres tomaban parte en la refriega, recogiendo las ensangrentadas
cabezas y apilándolas a ambos extremos del campo de batalla. A veces se
peleaban para quedarse con los asquerosos trofeos.
‑¡Repugnante escena! ‑exclamó Kennedy con profundo asco.
‑¡Menuda pandilla! ‑dijo Joe‑. Y sin embargo, si llevaran
uniforme serían como todos los guerreros del mundo.
‑¡Qué ganas tengo de intervenir en el combate! ‑repuso el
cazador, apuntando con su carabina.
‑¡No! ‑respondió al momento el doctor-. ¡No nos metamos en
camisa de once varas! ¿Sabes acaso cuál de los dos bandos tiene razón para
asumir el papel de la Providencia? Huyamos pronto de tan repugnante espectáculo.
Si los grandes capitales pudieran dominar así el escenario de sus hazañas,
acabarían tal vez por perder la afición a la sangre y las conquistas.
El jefe de una de las tribus se distinguía por una
constitución atlética, unida a una fuerza hercúlea. Con una mano clavaba la
lanza en las compactas filas de sus enemigos, y con la otra descargaba el
hacha. En un momento dado, tiro su ensangrentada azagaya, se precipitó sobre
un herido a quien cortó un brazo de un tajo, cogió el miembro aún palpitante y
empezó a devorarlo.
‑¡Qué horrible bestia! ‑dijo Kennedy‑. ¡No puedo seguir
conteniéndome!
Y el guerrero, herido de un balazo en la frente, cayó de
espaldas.
Al verlo caer, se apoderó de sus guerreros un profundo
estupor. Aquella muerte sobrenatural los dejó helados y reanimó el ardor de
sus adversarios, que les obligaron a abandonar el campo de batalla.
‑Busquemos más arriba una corriente que nos aleje de aquí ‑dijo
el doctor‑. Este espectáculo me resulta vomitivo.
Pero, por mucha que fuese la prisa que se dio en partir,
tuvo que ver cómo la tribu victoriosa se precipitaba sobre los muertos y
heridos y se disputaba aquella carne aún caliente, que devoraba con la mayor
ansia.
‑¡Qué asco! ‑dijo Joe‑. ¡Es nauseabundo!
El Victoria se elevaba a medida que se iba
dilatando. Los aullidos de la horda ebria de sangre lo siguieron algún tiempo;
finalmente, fue impelido hacia el sur y se apartó de aquella escena de
carniceria y antropofagia.
El terreno presentaba accidentes variados, y lo surcaban
numerosos cursos de agua que fluían hacia el este; sin duda eran tributarlos de
esos afluentes del lago Nu o del río de las Gacelas, del cual Lejean ha hecho
detalles realmente curiosos.
Llegada la noche, el Victoria
echó el ancla a 270 de longitud y 40 20’ de latitud
septentrional, después de una travesía de ciento cincuenta millas.
XXI
Rumores
extraños. ‑ Un ataque nocturno. ‑ Kennedy y
Joe en
el árbol ‑ Dos disparos. ‑ ¡A mí! ¡A mí! ‑
Respuesta
en francés. ‑ La mañana. ‑ El misionero. ‑
El plan
de salvación
Oscurecía con gran rapidez. El doctor, sin poder reconocer
el terreno, había enganchado el globo a un árbol muy alto, del cual distinguía
a duras penas confusas formas.
Empezó su guardia a las nueve, como tenía por costumbre,
y Dick le relevó a las doce.
‑¡Vigilancia, Dick, mucha vigilancia! ‑recomendó el
doctor.
‑¿Hay alguna novedad?
‑No, pero no puedo asegurar de una manera positiva dónde
nos ha traído el viento, y creo haber oído debajo de nosotros vagos rumores.
Un exceso de prudencia no resultará perjudicial.
‑Habrás oído los gritos de algunas fieras.
‑No, me ha parecido otra cosa... En fin, veremos; a la
menor alarma no dejes de despertarnos.
‑Duerme tranquilo.
El doctor, después de haber escuchado de nuevo con la
mayor atención, sin oír nada de particular, se echó sobre su manta y no tardó
en dormirse.
El cielo estaba cubierto de densas nubes, pero ni un soplo
de aire turbaba la tranquilidad de la atmósfera. El Victoria, sujeto con una sola ancla, no experimentaba oscilación
alguna.
Kennedy, acodado en la barquilla de manera que le
permitiese vigilar el soplete, consideraba aquella oscura calma. Interrogaba el
horizonte, y, como suele sucederles a quienes poseen un espíritu inquieto o
previsor, de vez en cuando su mirada creía distinguir vagos resplandores.
Hasta hubo un momento en que creyó percibir uno muy
claramente a doscientos pasos de distancia; pero no fue más que un destello,
tras el cual no volvió a ver nada.
Era, sin duda, una de esas sensaciones luminosas que el
aparato de la visión se forja en las oscuridades profundas.
Kennedy se tranquilizó y volvió a abismarse en su
contemplación indecisa, cuando hendió los aires un agudo silbido.
¿Era el grito de un animal, de algún pájaro nocturno?
¿Salía de labios humanos?
Kennedy, comprendiendo la gravedad de la situacion,
estuvo a punto de despertar a sus compañeros, pero como, fueren hombres o
animales, no estaban a su alcance, se limitó a comprobar que sus armas estaban
cargadas y, con un anteojo de noche, abismó su mirada en el espacio.
Creyó vislumbrar debajo de la barquilla ciertas formas
vagas que se deslizaban cuidadosamente hacia el árbol y, al pálido resplandor
de un rayo de luna que se filtró como un relámpago entre dos nubes, reconoció
claramente a un grupo de individuos que se agitaban en la sombra.
Recordó entonces la aventura de los cinocéfalos y tocó con
la mano al doctor en el hombro.
El doctor se despertó inmediatamente.
‑Silencio ‑dijo Kennedy‑, hablemos en voz baja.
‑¿Ocurre algo?
‑Sí; despertemos a Joe.
En cuanto Joe se levantó, el cazador refirió lo que había
visto.
‑¿Otra vez los malditos monos ? ‑dijo Joe.
‑Es posible; pero debemos tomar precauciones.
‑Joe y yo ‑dijo Kennedy‑ bajaremos al árbol por la escala.
‑Y entretanto ‑respondió el doctor‑ yo tomaré mis medidas
para poder ascender rápidamente.
‑De acuerdo.
‑Bajemos ‑dijo Joe.
‑No hagáis uso de las armas mas que en último extremo; es
inútil revelar nuestra presencia en estos parajes.
Dick y Joe contestaron con un ademán. Se deslizaron sin
ruido hacia el árbol y se colocaron en la horquilla formada por las dos
gruesas ramas donde el ancla había clavado sus uñas.
Llevaban unos minutos escuchando, sin moverse y casi sin
respirar, entre el follaje, cuando se produjo como un roce en la corteza y Joe
asió la mano del escocés.
‑¿ Oye?
‑Sí; se acerca.
‑¿Será una serpiente? El silbido que ha oído...
‑¡No! Tenía algo de humano.
‑Prefiero que sean salvajes. Los reptiles me repugnan.
‑El ruido aumenta ‑repuso Kennedy poco después.
‑¡Sí! Algo sube, alguno trepa.
‑Vigila este lado; yo me encargó del otro.
‑Bien.
Se hallaban aislados en la cima de una robusta rama que
arrancaba verticalmente del centro del baobab, que parecía él solo todo un
bosque. La oscuridad, aumentada por el espeso follaje, era profunda; sin
embargo, Joe, indicando a Kennedy la parte inferior del árbol, le dijo al oído:
‑Negros.
Algunas palabras pronunciadas en voz baja llegaron a los
dos viajeros.
Joe se preparó para disparar.
‑Aguarda ‑dijo Kennedy.
Unos salvajes, en efecto se habían encaramado por el
baobab; brotaban de todas partes, subiendo por las ramas como reptiles, con
lentitud, pero con aplomo; les denunciaban las emanaciones de sus cuerpos,
frotados con una grasa infecta.
No tardaron en aparecer dos cabezas ante Kennedy y Joe,
justo a la altura de la rama que ocupaban.
‑¡Atención! ‑dijo Kennedy‑. ¡Fuego!
La doble detonación retumbó como un trueno y se extinguió
entre gritos de dolor. En un momento, toda la horda había desaparecido.
Pero en medio de los aullidos había sonado un grito
extraño, inesperado, imposible. De una boca humana salieron estas palabras
pronunciadas en francés: « ¡A mí! ¡A mí! »
Kennedy y Joe, atónitos, volvieron a la barquilla a toda
prisa.
‑¿Habéis oído? ‑les preguntó el doctor.
‑¡Perfectamente!
‑¡Un francés en manos de esos bárbaros!
‑¿Un viajero?
‑¡Un misionero tal vez!
‑¡Pobrecillo! ‑exclamó el cazador‑. ¡Lo están
martirizando!
El doctor procuraba en vano ocultar su emoción.
‑No hay duda ‑dijo‑. Un desdichado francés ha caí do en
manos de esos salvajes. Pero nosotros no partiremos sin haber hecho todo lo
posible por salvarle. Al oí nuestros disparos, habrá pensado en un auxilio
inesperado, en una intervención providencial. No defraudaremos su última
esperanza. ¿No es éste vuestro parecer?
‑No puede ser otro, Samuel, y dispuestos estamos a
obedecerte.
‑En tal caso, idearemos un plan y apenas amanezca
intentaremos liberarlo.
‑Pero ¿cómo lo separaremos de esos miserables negros? ‑preguntó
Kennedy.
‑Es evidente ‑dijo el doctor‑, por la manera que han
tenido de huir, que no conocen las armas de fuego. Debemos, pues,
aprovecharnos de su terror; pero es preciso aguardar la madrugada para obrar,
y urdir nuestro plan de salvamento según la disposición de los lugares.
‑El desdichado no debe de estar lejos ‑dijo Joe‑,
porque...
~¡A mí! ¡A mí! ‑repitió la voz, más
debilitada.
‑¡Los muy bárbaros! ‑exclamó Joe, conmovido‑. ¿Y si lo
matan esta noche?
‑¿Oyes, Samuel? ‑repuso Kennedy, cogiendo la mano del
doctor‑. ¿Y si lo matan esta noche?
‑No es probable, amigos; los pueblos salvajes dan muerte a
sus prisioneros durante el día; necesitan la luz del sol.
‑¿Y si aprovechara las tinieblas de la noche ‑dijo el
escocés‑, para llegar hasta ese desdichado?
‑¡Le acompaño, señor Dick!
‑¡Deteneos, amigos, deteneos! Vuestra resolución honra
vuestro corazón y vuestro valor; pero nos pondría en peligro a todos y
acabaría de agravar la situación del que queremos salvar.
‑¿Por qué? ‑replicó Kennedy‑. Los salvajes están
amedrentados y dispersos. No volverán.
‑Dick, te lo suplico, obedéceme; mi objetivo es la
salvación de todos. Si por casualidad te dejases sorprender, estaría todo
perdido.
‑Pero, ese infortunado, ¿qué aguarda, qué espera?
¡Ninguna voz responde a su voz!... ¡Nadie le socorre!... ¡Debe
de creer que le han engañado sus sentidos, que no ha oído nada!...
‑Se le puede tranquilizar ‑dijo el doctor Fergusson.
Y en pie, en medio de la oscuridad, formando con las manos
una bocina, gritó con fuerza en la lengua del extranjero.
‑¡Quienquiera que sea, tenga confianza! ¡Tres amigos
velan por usted!
Le respondió un aullido terrible, que sin duda ahogó la
respuesta del prisionero.
‑¡Le degüellan..., le van a degollar! ‑exclamó Kennedy‑.
¡Nuestra intervención no habrá servido más que para acelerar la hora del
suplicio! ¡Es preciso actuar!
‑Pero ¿cómo, Dick? ¿Qué pretendes hacer en medio de esta
oscuridad?
‑¡Oh..., si fuese de día! ‑exclamó Joe.
‑¿Y qué harías si fuese de día? ‑preguntó el doctor, en un
tono singular.
‑Nada más sencillo, Samuel ‑respondió el cazador‑. Bajaría
a tierra y dispersaría a tiros a esa chusma.
‑¿Y tú, Joe? ‑preguntó Fergusson.
‑Yo, señor, obraría más prudentemente, haciendo llegar un
aviso al prisionero para que huyera en una dirección convenida.
‑¿Y cómo harías llegar el aviso?
‑Por medio de esta flecha que he cogido al vuelo, a la
cual ataría una nota o simplemente hablándole en voz alta, puesto que los
negros no comprenden nuestro idioma.
‑Vuestros planes, amigos míos, son impracticables. La
mayor dificultad para ese infortunado seria escaparse, admitiendo que llegase
a burlar la vigilancia de sus verdugos. En cuanto a ti, Dick, con mucha audacia
y valiéndote del terror ocasionado por nuestras armas de fuego, tal vez
tuvieras éxito; pero si tu proyecto fracasase estarías perdido y tendríamos que
salvar a dos personas en lugar de a una. ¡No! Es preciso que todas las bazas
estén a nuestro favor y actuar de otra manera.
‑Pero inmediatamente ‑replicó el cazador.
‑¡Tal vez! ‑respondió Samuel, insistiendo en esa palabra.
‑Señor, ¿sería capaz de disipar estas tinieblas?
‑¿Quién sabe, Joe?
‑¡Ah! Si hiciera una cosa semejante, le proclamaría el
primer sabio del mundo.
El doctor permaneció algunos instantes silencioso y
reflexivo. Sus dos compañeros le miraban con ansiedad, sobreexcitados por
aquella situación extraordinaria. Fergusson no tardó en volver a tomar la
palabra.
‑He aquí mi plan ‑dijo‑. Nos quedan doscientas libras de
lastre, puesto que están aún intactos los sacos que hemos traído. Supongamos
que el prisionero, extenuado evidentemente por los padecimientos, pesa tanto
como cualquiera de nosotros; todavía nos quedarán unas sesenta libras para
arrojar con objeto de subir más rápidamente.
‑¿Cómo piensas, pues, maniobrar? ‑preguntó Kennedy.
‑Voy a decírtelo, Dick. Sin duda admitiras que si recojo
al prisionero y me desprendo de una cantidad de lastre igual a su peso, no
habré turbado en lo más mínimo el equilibrio del globo; pero entonces, si
quiero realizar una ascensión rápida para ponerme fuera del alcance de esa
tribu de negros, tendré que recurrir a medios más enérgicos que el soplete.
Pues bien, precipitando el lastre excedente en el momento requerido, estoy
seguro de subir con mucha rapidez.
‑Es evidente.
‑Sí, pero hay un pequeño inconveniente. Después, para
bajar, tendré que perder una cantidad de gas ‑proporcional al exceso de lastre
de que me haya desprendido. Ese gas no tiene precio, pero no se puede lamentar
su pérdida cuando se trata de la salvación de un ser humano.
‑Tienes razón, Samuel, debemos sacrificarlo todo por
salvarle.
‑Actuemos, pues, y tengamos los sacos preparados en la
barquilla de modo que podamos arrojarlos todos a un mismo tiempo.
‑Pero, esta oscuridad...
‑Oculta nuestros preparativos y no se disipará hasta que
estén terminados. Procurad tener todas las armas al alcance de la mano. Tal vez
sea preciso hacer fuego, para lo cual disponemos de una bala en la carabina,
cuatro en las dos escopetas y doce en los dos revólveres; en total, diecisiete,
que pueden dispararse en un cuarto de minuto. Aunque quizá no tengamos que
armar tanto escándalo. ¿Preparados?
‑Preparados ‑respondió Joe.
En efecto, los sacos estaban a punto, y las armas
cargadas.
‑Bien ‑dijo el doctor‑. Estad muy alerta. Joe queda
encargado de arrojar el lastre, y Dick de apoderarse de prisionero; pero que no
se haga nada hasta que yo dé la orden. Joe, ve ahora a desenganchar el ancla y
vuelve enseguida a la barquilla.
Joe se deslizó por el cable y reapareció a los pocos
instantes. El Victoria, en libertad, flotaba en el aire, casi inmóvil.
Durante este tiempo el doctor se aseguró de que había una
cantidad suficiente de gas en la caja de mezcla para alimentar, en caso
necesario, el soplete sin necesidad de recurrir durante algún tiempo a la
acción de la pila de Bunsen. Quitó los dos hilos conductores perfectamente
aislados que servían para descomponer el agua; luego, tras registrar su bolsa
de viaje, sacó de ella dos pedazos de carbón terminados en punta y los fijó en
el extremo de cada hilo.
Sus dos amigos le miraban sin comprender lo que hacía,
pero callaban. Cuando el doctor hubo terminado su trabajo, se colocó en pie en
medio de la barquilla, cogió un carbón en cada mano y acercó una punta a la
otra.
De repente, un resplandor intenso y deslumbrador, que no
podían resistir los ojos, se produjo entre las dos puntas de carbón, y un haz
inmenso de luz eléctrica disipó la oscuridad de la noche.
‑¡Oh, señor! ‑exclamó Joe.
‑¡Silencio! ‑ordenó el doctor.
XXII
El haz
de luz. ‑ El misionero. ‑ Rapto en un rayo de
luz. ‑
El sacerdote lazarista. ‑ Poca esperanza. ‑
Cuidados
del doctor. ‑ Una vida de abnegación. ‑ Paso
de un
volcán
Fergusson dirigió a varios puntos del espacio su poderoso
rayo de luz y lo detuvo en un lugar de donde partían gritos de asombro; sus
compañeros lanzaron hacia allí una ansiosa mirada.
El baobab sobre el cual el Victoria se mantenía casi inmóvil, se hallaba en el centro de un
raso. Entre campos de sésamo y de caña de azúcar, unas cincuenta chozas, bajas
y cónicas, alrededor de las cuales hormigueaba una numerosa tribu.
A cien pies debajo del globo descollaba un poste, junto al
cual yacía una criatura humana, un joven de apenas treinta años, con largos
cabellos negros, medio desnudo, flaco, ensangrentado, cubierto de heridas y
con la cabeza inclinada sobre el pecho, como Cristo crucificado. Algunos
cabellos más cortos en la coroniua indicaban aún la existencia de una tonsura
casi desaparecida.
‑¡Un misionero! ¡Un sacerdote! ‑exclamó Joe.
‑¡Pobre desdichado! ‑respondió el cazador.
‑¡Lo salvaremos, Dick! ‑dijo el doctor‑. ¡Lo salvaremos!
Aquella caterva de negros, al ver el globo, semejante a
una enorme cometa con una cola de deslumbradora luz, experimentó, como era
natural, un sobresalto indescriptible. Al oír sus gritos, el prisionero
levantó la cabeza. Brilló rápidamente en sus ojos la luz de la esperanza, y,
sin comprender lo que pasaba, tendió los brazos hacia sus inesperados
libertadores.
‑¡Vive, vive! ‑exclamó Fergusson‑. ¡Loado sea Dios! ¡Esos
salvajes se hallan abismados en un magnífico espanto! ¡Lo salvaremos! ¿Estáis
preparados, amigos?
‑Sí, Samuel.
‑Joe, apaga el soplete.
La orden del doctor fue ejecutada. Un vientecillo casi
imperceptible empujaba suavemente al Victoria
encima del prisionero, al mismo tiempo que, con la contracción del gas,
descendía insensiblemente. Quedó flotando en medio de las luminosas ondas por
espacio de diez minutos. Fergusson envolvió a la muchedumbre en el haz
centelleante que proyectaba a trechos manchas de luz, muy rápidas y vivas. La
tribu, bajo el dominio de un indescriptible terror, desaparecio poco a poco en
el fondo de las chozas, sin quedar ningún negro alrededor del poste. El doctor
había acertado al contar con la aparición fantástica del Victoria, que proyectaba rayos de sol en aquella intensa oscuridad.
La barquilla se acercó a tierra. Algunos negros, sin
embargo, más audaces que los otros y comprendiendo que se les escapaba su
víctima, aparecieron de nuevo lanzando espantosos gritos. Kennedy cogió su
escopeta, pero el doctor no quiso que la disparase.
El sacerdote, de rodillas, sin fuerzas ya para tenerse en
pie, ni siquiera estaba atado al poste, pues su debilidad hacía innecesarias
las cuerdas. En el momento en que la barquilla llegó cerca del suelo, el
cazador, soltando su arma, tomó al sacerdote en brazos y lo subió al globo; al
mismo tiempo Joe arrojaba, todas a la vez, las doscientas libras de lastre.
El doctor contaba con subir rápidamente, pero, contra
todas sus previsiones, el globo, después de haberse elevado unos cuatro pies,
permanecio inmóvil.
‑¿Quién nos sujeta? ‑exclamó con acento de terror.
Algunos salvajes acudían lanzando feroces aullidos.
‑¡Oh! ‑exclamó Joe, asomándose‑. ¡Uno de esos malditos
negros se ha colgado a la barquilla!
‑¡Dick! ¡Dick! ‑exclamó el doctor‑. ¡La caja del agua!
Dick comprendió la intención de su amigo y, levantando
una de las cajas de agua, que pesaba más de cien libras, la arrojó por la
borda.
El Victoria, descargado de aquel lastre, subió bruscamente
trescientos pies en medio de los rugidos de la tribu, cuyo prisionero se evadía
envuelto en una luz resplandeciente.
‑¡Hurra! ‑gritaron los dos compañeros
del doctor.
El globo dio de repente un nuevo salto, que le hizo
alcanzar una altura de más de mil pies.
‑¿Qué sucede? ‑preguntó Kennedy, a punto de perder el
equilibrio.
‑¡Nada! Es ese pícaro, que se ha desasido de la barquilla
‑respondió tranquilamente Samuel Fergusson.
Y Joe, asomándose rápidamente, pudo aún distinguir al
salvaje girar en el espacio con los brazos extendidos, y estrellarse al llegar
a tierra. El doctor separó entonces los dos hilos eléctricos, y todo quedó
abismado en una oscuridad profunda. Era la una de la noche.
El francés, que se había desmayado, abrió por fin los
ojos.
‑Está usted a salvo ‑le dijo el doctor.
‑¡A salvo! ‑repitió él en inglés, con una melancólica
sonrisa‑. ¡A salvo de una muerte cruel! Les doy las gracias, hermanos, pero
tengo los días contados, contadas las horas. Me queda muy poco tiempo de vida.
Y el misionero, exhausto, cayó en una especie de sopor.
‑Se muere ‑exclamó Dick.
‑No, no ‑respondió Fergusson, inclinándose sobre él‑, pero
está muy débil. Acostémosle bajo la tienda.
Y, con gran suavidad, tendieron sobre las mantas aquel
pobre cuerpo demacrado, cubierto de cicatrices y heridas de las que aún brotaba
sangre, aquel cuerpo en que el hierro y el fuego habían dejado muchas y muy
dolorosas huellas. El doctor convirtió un pañuelo en hilas, que aplicó sobre
las llagas después de haberlas lavado con la delicadeza de un diestro médico;
luego tomó de su botiquin un estimulante y vertió algunas gotas en los labios
del sacerdote.
Éste abrió con dificultad la boca y apenas tuvo fuerzas
para decir:
‑¡Gracias! ¡Gracias!
El doctor comprendió que el enfermo necesitaba descansar,
por lo que corrió las cortinas de la tienda y volvió a tomar la dirección del
globo.
Teniendo en cuenta el peso del nuevo huésped, el globo
había sido liberado de casi ciento ochenta libras de lastre, y por
consiguiente, se mantenía sin ayuda del soplete. Al rayar el día, una corriente
lo impelió con suavidad hacia el oeste‑noroeste. Fergusson fue a examinar al
sacerdote aletargado.
‑¡Ojalá podamos conservar la vida de este companero que
el Cielo nos ha enviado! ‑exclamó el cazador‑. ¿Tienes alguna esperanza?
‑Sí, Dick. A base de cuidados y con este aire tan puro...
‑¡Cuánto ha sufrido el infeliz! ‑dijo Joe, muy conmovido‑.
¿Saben que ha acometido empresas más atrevidas que las nuestras, viniendo solo
a visitar estos pueblos?
‑¿Quién lo duda? ‑repuso el cazador.
Durante todo el día, no quiso el doctor que se interrumplese
el sueño del enfermo, a pesar de que aquel sueño era un largo sopor,
entrecortado por quejidos que no dejaban de inspirar a Fergusson serias
inquietudes.
Al llegar la noche, el Victoria permanecía
estacionario en medio de la oscuridad, y en tanto que Joe y Kennedy se
relevaban junto al enfermo, Fergusson velaba por la seguridad de todos.
Al día siguiente por la mañana, el Victoria había
derivado algo hacia el oeste. El día se anunciaba puro y magnífico. El enfermo
pudo llamar a sus nuevos amigos con una voz más clara. Éstos levantaron las
cortinas de la tienda, y el sacerdote aspiró con placer el aire fresco de la
mañana.
‑¿Cómo se encuentra? ‑le preguntó Fergusson.
‑Mejor, creo ‑respondió él‑. ¡Pero, mis buenos amigos, no
les he visto más que como las imágenes que aparecen en un sueño! ¡Apenas soy
consciente de lo que ha pasado! Díganme sus nombres para que no los olvide en
mis últimas oraciones.
‑Somos viajeros ingleses ‑respondió Samuel‑. Intentamos
atravesar África en globo, y durante nuestra travesía hemos tenido la suerte de
salvarle.
‑La ciencia tiene sus héroes ‑dijo el misionero.
‑Pero la religión tiene sus mártires ‑respondió el escocés.
‑¿Es usted misionero? ‑preguntó el doctor.
‑Soy un sacerdote de la misión de los lazaristas. El Cielo
les ha enviado, ¡loado sea Dios! ¡El sacrificio de mi vida estaba hecho! Pero,
ustedes vienen de Europa. ¡Háblenme de Europa, háblenme de Francia! No he recibido
en cinco años ni una sola noticia.
‑¡Cinco años solo entre esos salvajes! ‑exclamó Kennedy.
‑Son almas que hay que rescatar ‑dijo el joven sacerdote‑.
Hermanos ignorantes y bárbaros a quienes sólo la religión puede civilizar e
instruir.
Samuel Fergusson, para complacer al misionero, le habló
mucho de Francia.
Éste le escuchaba con atención, y las lágrimas humedecían
sus ojos. El desdichado joven estrechaba sucesivamente las manos de Kennedy y
las de Joe entre las suyas, ardientes a causa de la fiebre. El doctor le
preparó algunas tazas de té, que bebió con fruicion; entonces se sintió con
fuerzas para incorporarse un poco y sonreír, viéndose mecido en un cielo tan
puro.
‑Son audaces viajeros ‑dijo‑, y el éxito coronará su
atrevida empresa; volverán a ver a sus parientes y amigos, regresarán a su
patria...
Pero la debilidad del joven sacerdote aumentó tanto que
fue preciso acostarlo de nuevo. Una postración que duró algunas horas le tuvo
como muerto entre las manos de Fergusson, el cual se sentía profundamente conmovido.
Veía que aquella existencia se extinguía. ¿Tan pronto iba a perder a la víctima
que habían arrancado del suplicio? Curó de nuevo las horribles úlceras del
mártir y sacrificó la mayor parte de su provisión de agua para refrescar sus
ardientes miembros. Le dedicó la atención más tierna e inteligente. El enfermo
renacía poco a poco entre sus brazos, y recobraba el sentimiento, ya que no la
vida.
El doctor sorprendió su historia entre sus palabras
entrecortadas.
‑Hable su lengua materna ‑le había dicho‑. Le fatigara
menos y yo la comprendo perfectamente.
El misionero era un humilde joven bretón, nacido en la
aldea de Aradón, en pleno Morbihan. Emprendió por vocación la carrera
eclesiástica, pero a esa vida de abnegacion quiso anadir una vida de peligro,
para lo cual ingresó en la orden de misioneros fundada por el glorioso san Vicente
de Paúl. A los veinte años pasó de su país a las playas inhospitalarias de
África. Y desde allí, poco a poco, superando obstáculos, desafiando
privaciones, andando y orando, avanzó hasta el seno de las tribus que pueblan los
afluentes del Nilo superior. Por espacio de dos años fue rechazada su religión,
desconocido su celo, despreciada su caridad. Cayó prisionero de una de las más
crueles tribus de Nyambara, que le trató de una manera horrible. Él, sin
embargo, seguía enseñando, instruyendo, orando. Derrotada aquella tribu en uno
de sus frecuentes combates con otras igualmente crueles, el misionero fue dado
por muerto y abandonado. Entonces, en lugar de volver sobres sus pasos,
continuó su peregrinación evangélica. Durante una temporada le tuvieron por
loco, y aquélla fue la más tranquila de su vida. Se familiarizó con los idiomas
de aquellas comarcas y siguió catequizando. Recorrió aquellas bárbaras
regiones durante dos años más, empujado por esa fuerza sobrehumana que viene de
Dios. Un año hacía que su celo evangélico le había llevado a una tribu de nyam‑nyam
llamada Barafri, que es una de las más salvajes. La inesperada muerte de su
jefe, acaecida hacía unos días, le había sido achacada a él, por lo que se
decidió inmolarlo. Cuarenta horas hacía que duraba su suplicio, que, como el
doctor había supuesto, debía terminar con la muerte al día siguiente a las
doce. Cuando oyó las detonaciones de las armas de fuego, sintió reaccionar en
él el instinto de conservación y gritó: « ¡A mí! ¡A mí! » Y creyó soñar cuando
una voz venida de lo alto le dirigió palabras de consuelo.
‑¡No siento morir! ‑añadió‑. Mi vida es de Dios, y Dios
dispone de ella.
‑Espere ‑le respondió el doctor‑, estamos a su lado y le
salvaremos de la muerte igual que le hemos liberado del suplicio.
‑No Pido tanto al Cielo ‑respondió el sacerdote, resignado‑.
¡Bendito sea Dios por haberme concedido, antes de morir, la dicha de apretar
manos amigas y oír la lengua de mi país!
El misionero se sintió desfallecer nuevamente, y el día
transcurrió entre la esperanza y la zozobra. Kennedy estaba muy conmovido, y
Joe volvía la cabeza para ocultar sus lágrimas.
El Victoria avanzaba poco, y el viento parecía acunar
su preciosa carga.
A la caída de la tarde, Joe distinguió hacia el oeste un
resplandor inmenso. Bajo latitudes más elevadas se hubiera tomado aquel
resplandor por una aurora boreal. El cielo parecía una hoguera. El doctor
examinó con atención el fenómeno.
‑No puede ser más que un volcán en actividad ‑dijo.
‑Pues el viento nos lleva hacia él ‑replicó Kennedy.
‑Tranquilízate. Pasaremos a una altura considerable.
Tres horas después, el Victoria se hallaba rodeado
de montañas. Su posición exacta era 250 15’ de longitud y 40
42’ de latitud. Tenía delante un cráter que vomitaba torrentes de lava
derretida y arrojaba a gran altura enormes peñascos. Había arroyos de fuego
líquido que se despeiíaban formando cascadas deslumbradoras. El espectáculo
era magnífico, pero peligroso, porque el viento, con una fijeza constante,
impelía el globo hacia aquella atmósfera incendiada.
Preciso era salvar aquel obstáculo, ante la imposibilidad
de dejarlo a un lado. La espita del soplete fue abierta por completo, y el Victoria
subió a una altura de seis mil pies, dejando entre el volcán y él un espacio de
más de trescientas toesas.
Desde su lecho de dolor, el sacerdote moribundo pudo
contemplar aquel cráter del que se escapaban con estrépito mil haces
resplandecientes.
‑¡Qué hermoso espectáculo! ‑dijo‑. ¡Cuán infinito es el poder
de Dios hasta en sus más terribles manifestaciones!
Aquella inmensa explosión de lava en
ignicion cubría las laderas de la montaña con un verdadero tapiz de llamas. El
hemisferio inferior del globo resplandecía en la noche, y un calor tórrido
subía hasta la barquilla. El doctor Fergusson decidió que era preciso huir
pronto de aquella atmósfera peligrosa.
Hacia las diez de la noche, la montaña no era más que un
punto rojo en el horizonte y el Victoria proseguía
tranquilamente su viaje por una zona menos elevada.
XXIII
Cólera
de Joe. ‑ La muerte de un justo. ‑ Velatorio del
cadáver.
‑ Arzidez. ‑ El entierro. ‑ Los trozos de
cuarzo. ‑
Fascinación de Joe. ‑ Un lastre precioso. ‑
Localización
de las montañas auríferas. ‑ Principio de
desesperación
de Joe
La noche tendió sobre la tierra el más magnífico de sus
mantos. El sacerdote se durmió, sumido en una postración pacífica.
‑¡No volverá en sí! ‑dijo Joe‑. ¡Pobre joven! ¡Treinta
años apenas!
‑¡Morirá en nuestros brazos! ‑dijo el doctor con desesperación
‑. Su respiración se debilita mas y mas, y nada puedo hacer yo para salvarle.
‑¡Malvados! ‑exclamó Joe, que sentía de vez en cuando
arrebatos de cólera‑. ¡Cuando pienso que el infeliz aún ha tenido palabras
para compadecerles, para excusarles y para perdonarles ... !
‑El Cielo le concede una hermosa noche, Joe, tal vez su
última noche. Ya no sufrirá mucho; su muerte no será más que un pacífico sueño.
El moribundo pronunció algunas palabras entrecortadas y
el doctor se acercó a él. La respiración del enfermo se hacía difícil; el
joven pedía aire. Levantaron enteramente las cortinas, y él aspiró con deleite
la ligera brisa de aquella noche clara; las estrellas le dirigían su temblorosa
luz, y la luna le envolvía en el blanco sudario de sus rayos.
‑¡Amigos míos ‑dijo con voz débil‑ me muero! ¡Que el Dios
que recompensa les conduzca a puerto! ¡Que les pague por mí mi deuda de
reconocimiento!
‑No pierda la esperanza ‑le respondió Kennedy‑. Lo que
siente no es más que un abatimiento pasajero. ¡No va a morir! ¿Se puede morir
en una noche de verano tan hermosa?
‑¡La muerte está aquí! ‑respondió el misionero‑. ¡Lo sé!
¡Déjenme mirarla a la cara! La muerte, principio de la eternidad, no es mas que
el fin de las tribulaciones de la tierra. ¡Pónganme de rodillas, hermanos, se
lo suplico!
Kennedy lo levantó. Lástima daba ver aquellos miembros sin
fuerza que se doblaban bajo su propio peso.
~¡Dios mío! ¡Dios mío! ‑exclamó el apóstol moribundo‑.
¡Ten piedad de mí!
Su semblante resplandeció. Lejos de la tierra cuyas alegrías
no había conocido jamás, en medio de una noche que le enviaba sus más suaves
claridades, en el camino del cielo hacia el cual se elevaba en una ascensión
milagrosa, parecía ya revivir una nueva existencia.
Su último movimiento fue una bendicion suprema a sus
amigos de un día. Después cayó en brazos de Kennedy, cuyo semblante estaba
inundado de lágrimas.
‑¡Muerto! ‑exclamó el doctor, inclinándose sobre él‑.
¡Muerto! ‑Y los tres amigos se arrodillaron a la vez para orar en voz baja‑.
Mañana por la mañana ‑dijo después Fergusson‑ le daremos sepultura en esta
tierra de África regada con su sangre.
Durante el resto de la noche, el doctor, Kennedy y Joe
velaron sucesivamente el cadáver, y ni una sola palabra turbó su religioso
silencio. Los tres derramaban abundantes lágrimas.
Al día siguiente el viento venía del sur, y el Victoria
avanzaba lentamente sobre una vasta meseta montañosa, sembrada de cráteres
apagados y yermas hondonadas, sin una gota de agua en sus áridas crestas.
Montones de rocas, cantos rodados y margueras blanquecinas denotaban una
esterilidad profunda.
Hacia mediodía, el doctor, para sepultar el cadáver,
resolvió bajar a una hondonada, en medio de rocas plutónicas de formación
primitiva. Tenía que buscar un refugio en las montañas circundantes para
llegar a tierra, pues no había ni un solo árbol donde poder enganchar el ancla.
Sin embargo, tal como le había explicado a Kennedy, el
lastre de que se desprendiera para salvar al sacerdote no le permitía ahora
descender sin desprenderse de una cantidad proporcional de gas, por lo que tuvo
que abrir la válvula del globo exterior. El hidrógeno salió, y el Victoria
bajó tranquilamente hacia la hondonada.
Apenas la barquilla llegó al suelo, el doctor cerró la
válvula; Joe saltó a tierra y, agarrándose con una mano a la barquilla, con la
otra recogió los pedruscos necesarios para reemplazar su peso; entonces,
quedándose ya libre de las dos manos, pudo en muy poco tiempo meter en la
barquilla más de quinientas libras de piedras, que permitieron al doctor y a
Kennedy desembarcar a su vez, sin que la fuerza ascensional del globo fuese
suficiente para levantarlo.
No se necesitaron para mantener el equilibrio del Victoria
tantas piedras como pudiera presumirse, ya que las recogidas por Joe pesaban
extraordinariamente, lo cual llamó la atención del doctor. El suelo estaba completamente
sembrado de cuarzo y de rocas porfídicas.
«He aquí un singular descubrimiento», se dijo mentalmente,
mientras a pocos pasos de distancia Kennedy y Joe escogían un sitio a propósito
para abrir la fosa.
Aquel barranco encajonado era como una especie de horno
donde hacía un calor insoportable. Los abrasadores rayos del sol de mediodía
caían a plomo.
Fue preciso limpiar el terreno de los fragmentos de roca
que lo cubrían; luego cavaron un hoyo bastante profundo para poner el cadáver
fuera del alcance de las fieras.
Allí depositaron con respeto los restos mortales del
mártir. Luego le echaron tierra encima y formaron con rocas una especie de
tumba. El doctor, sin embargo, permanecía inmóvil y abismado en sus
reflexiones. No oía la llamada de sus compañeros ni buscaba una sombra para
guarecerse del calor del día.
‑¿En qué piensas, Samuel? ‑le preguntó Kennedy.
‑En un extraño contraste de la naturaleza, en un singular
efecto del azar. ¿Sabéis en qué tierra ha encontrado su sepultura ese hombre
abnegado y pobre por vocación?
‑¿Qué quieres decir, Samuel? ‑preguntó el escocés.
‑¡Ese sacerdote, que había hecho voto de pobreza, reposa
ahora en una mina de oro!
‑¡Una mina de oro! ‑exclamaron Kennedy y Joe.
‑Una mina de oro ‑respondió tranquilamente el doctor‑. Las
piedras que pisáis como si careciesen de valor son mineral de una gran pureza.
‑¡Imposible! ílmposible! –repitió Joe.
‑Si escarbarais en estas hendiduras de esquisto arcilloso,
no tardaríais mucho en encontrar pepitas importantes.
Joe se precipitó como un loco sobre aquellos fragmentos
dispersos, y Kennedy no estuvo lejos de imitarle.
‑Cálmate, mi buen Joe ‑le dijo su señor.
‑Señor, eso es muy fácil de decir.
‑¡Cómo! Un filósofo de tu temple...
‑No, señor; no hay filosofía que valga.
‑¡Veamos! Reflexiona un poco. ¿De qué nos serviría toda
esta riqueza? No podemos llevárnosla.
‑¿No podemos llevárnosla? ¿Por qué no?
‑Pesa demasiado para nuestra barquilla. No quería
participarte este descubrimiento por miedo a excitar tu codicia.
‑¡Cómo! ‑dijo Joe-. ¡Abandonar estos tesoros! ¡Una fortuna
que es nuestra, muy nuestra, y desperdiciarla!
‑¡Cuidado, amigo! ¿Se habrá apoderado de ti la fiebre del
oro? ¿Acaso ese muerto que acabamos de enterrar no te ha enseñado el valor de
las cosas humanas?
‑Es cierto ‑respondió Joe‑. ¡Pero el oro es oro! ¿No me
ayudará señor Kennedy, a recoger unos cuantos millones?
‑¿Qué haríamos con ellos, mi pobre Joe? ‑dijo el cazador,
sin poder dejar de sonreír‑. No hemos venido aquí a hacer fortuna y debemos
volver sin ella.
‑Los millones pesan mucho ‑repuso el doctor‑, y no se
meten en el bolsillo tan fácilmente.
‑De todas formas ‑respondió Joe, acorralado en sus últimas
trincheras‑, ¿no podemos, en lugar de arena, cargar este mineral como lastre?
‑Consiento en ello ‑dijo Fergusson‑. Pero avinagrarás
mucho el gesto cuando tengamos que desprendernos de algunos miles de libras.
‑¡Miles de libras! –repuso Joe‑. ¿Es posible que esto sea
oro?
‑Sí, amigo mío, es un depósito donde la naturaleza ha
acumulado sus tesoros por espacio de siglos, y hay suficiente para enriquecer
países enteros. Una Australia y una California reunidas en el fondo de un
desierto.
‑¿Y no se aprovechará nada?
‑¡Tal vez! En cualquier caso, haré algo para consolarte.
‑Difícil será ‑replicó Joe, contrito y mustio.
‑Tomaré la situación exacta de este sitio y te la daré. Al
regresar a Inglaterra, tú la darás a conocer a tus conciudadanos, si crees que
tanto oro puede hacerlos felices.
‑Veo, señor, que tiene razón. Me resigno, ya que no puedo
hacer otra cosa. Llenemos la barquilla de este precioso mineral, y lo que quede
a la conclusión de nuestro viaje, eso ganaremos.
Y Joe puso manos a la obra con tanto afán que no tardó en
reunir casi mil libras en fragmentos de cuarzo, dentro del cual se halla
encerrado el oro como en una ganga de gran dureza.
El doctor sonreía y le dejaba hacer mientras él realizaba
su estima, de la cual resultó que la mina que servía de tumba al misionero se hallaba
a 220 23’ de longitud y 40 55” de latitud septentrional.
Después, dirigiendo una última mirada al montículo de
tierra bajo el cual descansaba el cuerpo del pobre francés, volvió a la
barquilla.
Hubiera querido poner una tosca y modesta cruz sobre a
aquella tumba abandonada en medio de los desiertos de África, pero no había en
las cercanías ni un miserable arbusto.
‑Dios la reconocerá ‑dijo.
Una preocupación bastante seria ocupaba también la mente
de Fergusson. El doctor habría dado todo aquel oro por hallar un poco de agua
con que reemplazar la que había echado con la caja cuando el negro se colgó de
la barquilla. Pero eso era imposible en aquellos terrenos áridos, lo que le
tenía muy inquieto. Obligado a alimentar incesantemente el soplete, empezaba a
escasear la destinada a beber, y se propuso no desperdiciar ninguna ocasión de
renovar su reserva.
Al volver a la barquilla, la encontró casi enteramente
ocupada por las piedras del ávido Joe. No dijo, sin embargo, una palabra.
Kennedy ocupó también su sitio habitual, y Joe los siguió a ambos, no sin
dirigir una mirada codiciosa a los tesoros que quedaban en el barranco.
El doctor encendió el soplete; el serpentín se calentó,
la corriente de hidrógeno se estableció a los pocos minutos y el gas se dilató;
sin embargo, el globo permaneció inmóvil.
Joe le veía actuar con inquietud y no decía esta boca es
mía.
‑Joe ‑dijo el doctor.
Joe no respondió.
‑¿Me oyes, Joe?
Joe dio a entender que oía, pero que no quería comprender.
‑¿Quieres hacerme el favor ‑repuso Fergusson‑ de arrojar
algunas piedras?
‑Pero, señor, usted me ha permitido...
‑Te he permitido reemplazar el lastre, eso es todo.
‑Sin embargo...
‑¿Acaso pretendes que nos quedemos eternamente en este
desierto?
Joe dirigió una mirada de desesperación a Kennedy, pero
éste se encogió de hombros dándole a entender que era preciso resignarse.
‑¿Y bien, Joe?
‑¿Es que no funciona el soplete? ‑insistió el muchacho
con obstinación.
‑Está encendido, ¿no lo ves? Pero el globo no se elevará
mientras no lo aligeres un poco.
Joe se rascó una oreja, cogió un pedazo de cuarzo, el
menor de cuantos había, lo sopesó una y otra vez y, por fin, lo arrojó con la
mayor repugnancia. Pesaría una tres o cuatro libras.
El Victoria permaneció inmóvil.
‑¿Todavía no subimos?
‑Todavía no ‑respondió el doctor‑. Sigue echando lastre.
Kennedy se reía. El joven tiró unas diez libras más pero
el globo seguía sin moverse. Joe se puso pálido.
‑Mi querido muchacho ‑dijo Fergusson‑, Dick, tú y yo
pesamos, si no me equivoco unas cuatrocientas libras; es preciso, por
consiguiente, que nos desprendamos de un peso igual al nuestro.
‑¡Echar cuatrocientas libras! ‑exclamó Joe, aterrorizado.
‑Y algo más, si hemos de subir. ¡Ánimo!
El digno muchacho, exhalando profundos suspiros, empezó a
echar lastre. De vez en cuando se detenía.
‑¡Subimos! ‑exclamaba.
‑No subimos ‑le respondía invariablemente el doctor.
‑Ya se mueve ‑decía unos instantes después.
‑Sigue echando ‑repetía Fergusson.
‑¡Sube! Estoy seguro de ello.
‑Sigue echando ‑replicaba Kennedy.
Entonces, Joe, cogiendo con desesperacion un último
pedrusco, lo arrojó fuera de la barquilla. El Victoria se elevó unos
cien pies y, con ayuda del soplete, no tardó en alejarse de las cumbres de las
montañas circundantes.
‑Ahora, Joe ‑dijo el doctor‑, si conseguimos conservar
esta provisión de lastre hasta la conclusión del viaje, te quedará una buena
fortuna y serás rico el resto de tu vida.
Joe no respondió una palabra y se tumbó sobre su lecho
mineral.
‑Ya ves, mi querido Dick ‑prosiguió el doctor Fergusson‑,
el poder que ejerce ese metal en un buen sujeto como Joe. ¡Cuántas pasiones,
cuán sórdidas avaricias, qué crímenes tan atroces engendraría el conocimiento
de una mina semejante! Resulta realmente triste.
Por la noche, el Victoria
había avanzado noventa millas al oeste y se encontraba a mil cuatrocientas
millas de Zanzíbar en línea recta.
XXIV
El
viento cesa. ‑ Las inmediaciones del desierto. ‑ El
inventario
de la provisión de agua. ‑ Las noches del
ecuador.
‑ Inquietudes de Samuel Fergusson. ‑ La
verdadera
situación. ‑ Enérgicas respuestas de Kennedy
y Joe. ‑
Otra noche
El Victoria, sujeto
a un árbol solitario y casi seco, pasó una noche absolutamente tranquila. Los
viajeros, abrumados por los tristes recuerdos de los últimos días, pudieron conciliar
el sueño que tanto necesitaban.
Al amanecer, el cielo recobró su brillante limpidez y su
calor. El globo se elevó por los aires, y tras varias tentativas infructuosas,
encontró una corriente que, aunque poco rápida, le impelió hacia el noroeste.
‑No adelantamos nada ‑dijo el doctor‑. Si no me equivoco
en cosa de diez días hemos realizado la mitad de nuestro viaje; pero, al paso
que vamos, necesitaremos meses para llegar a su término. Y, teniendo en cuenta
que empieza a escasear el agua, la cuestión resulta bastante fastidiosa.
‑Encontraremos agua ‑respondió Dick‑; es imposible que en
un‑país tan extenso no haya algún río, algún arroyo o algún estanque.
‑Así lo deseo.
‑¿No será el cargamento de Joe el que retarda nuestra
marcha?
Kennedy, al hablar así, quería ver la cara que ponía el
muchacho y divertirse a su costa, como si a él no se le hubiesen ido también
los ojos tras el oro, aunque supo ocultar a tiempo su codicia.
Joe le dirigió una mirada suplicante. El doctor no estaba
de humor para chanzas, pensando únicamente con secreto terror en las inmensas
soledades del Sáhara, en el que las caravanas pasan semanas enteras sin encontrar
un pozo donde apagar la sed devoradora. Examinaba con la mayor atención todas
las depresiones de la tierra.
Estas precauciones y los últimos incidentes habían
modificado de una manera sensible la disposición de ánimo de los tres viajeros.
Hablaban menos y se quedaban más absortos en sus propios pensamientos.
El digno Joe no era el mismo hombre desde que su mirada se
había sumergido en un océano de oro. Guardaba silencio y miraba con avidez las
piedras amontonadas en la barquilla, que, aunque en aquel momento carecían de
valor, lo adquirirían más adelante.
Además, el aspecto de aquella parte de África era inquietante.
Empezaba el desierto. No se veía ni una aldea, ni un grupo insignificante de
chozas. La vegetación languidecía. Distinguíanse apenas unas cuantas plantas
sin fuerza para desarrollarse, como en los terrenos brezosos de Escocia,
algunas arenas blanquecinas y piedras calcinadas, algunos lentiscos y
matorrales espinosos. En medio de aquella esterilidad, el rudimentario armazón
del planeta aparecía en forma de agudas y afiladas aristas de roca. Aquellos
síntomas de aridez daban mucho que pensar al doctor Fergusson.
No parecía que caravana alguna hubiese cruzado jamás
aquella comarca desierta. No se vislumbraba ningún vestigio de campamento, ni
blancas osamentas de hombres o animales. ¡Nada! Y todo indicaba que un arenal
inmenso sucedería a aquella región desolada.
Sin embargo, no se podía retroceder. Había que seguir
adelante, y el doctor no aspiraba a otra cosa. Hubiera deseado una tempestad
que lo alejase de aquella región. ¡Y ni una nube en el cielo! Al final de la
jornada el Victoria apenas había avanzado treinta millas.
¡Si no hubiese escaseado el agua!
¡Pero no quedaban más que tres galones en total! Fergusson separó uno destinado
a apagar la ardiente sed que un calor de 900
[L21]hacía insoportable. Quedaban, pues, dos galones para alimentar el soplete,
los cuales no podían producir más que cuatrocientos ochenta pies cúbicos de
gas, y como el soplete consumía unos nueve pies cúbicos por hora, sólo había
gas suficiente para cincuenta y cuatro horas. El cálculo era rigurosamente
matemático.
‑¡Cincuenta y cuatro horas! ‑dijo a sus compañeros‑. Y
como estoy totalmente resuelto a no viajar durante la noche para no exponerme
a pasar por alto un arroyo, un manantial o un pantano, nos quedan tres días y
medio de viaje, durante los cuales es preciso encontrar agua a toda costa. He
creído, anugos mios, que es mi deber poner en vuestro conocimiento esta grave
situación, pues no reservo más que un solo galón para apagar nuestra sed y
forzoso será que nos sometamos a una ración severa.
‑Como quieras ‑respondió el cazador‑, pero aún no ha
llegado el momento de entregarnos a la desesperación. ¿No has dicho que
todavía nos queda agua para tres días?
‑Sí, amigo Dick.
‑Pues bien, como nuestros lamentos serían inútiles, dentro
de tres días tomaremos una decision; entretanto, redoblemos la vigilancia.
En la cena de aquel mismo día se midió estrictamente el
agua. Verdad es que se aumentó la cantidad de aguardiente en los grogs, pero
había que desconfiar de aquel licor, mas propio para aumentar la sed que para
apagarla.
La barquilla descansó durante la noche
sobre una inmensa meseta que presentaba una depresión considerable. Su altura
era apenas de ochocientos pies sobre el nivel del mar. Esta circunstancia hizo
concebir alguna esperanza al doctor, recordándole la presunción de los
geógrafos acerca de la existencia de una vasta extensión de agua en el centro
de África. Pero aun en el supuesto de que el lago existiese, había que llegar a
él, y no se producía modificación alguna en aquel cielo inmóvil.
A la noche, apacible y magníficamente estrellada, le
sucedieron los ardientes rayos de sol de un día inmutable. La temperatura fue
abrasadora desde que rayó el alba. A las cinco de la mañana, el doctor dio la
señal de marcha, y durante bastante tiempo el Victoria permaneció
estancado en una atmósfera de plomo.
El doctor habría podido librarse de aquel calor intenso
elevándose a zonas superiores, pero hubiera tenido que consumir una cantidad
mayor de agua, lo que entonces era imposible. Se contentó, pues, con mantener
el globo a cien pies del suelo; allí, una corriente harto débil lo empujaba
lentamente hacia el horizonte occidental.
El almuerzo se compuso de un poco de cecina y de pemmican. Hacia mediodía, el Victoria
apenas había recorrido unas cuantas millas.
‑No podemos ir más deprisa ‑dijo el doctor‑. Nosotros no
mandamos, obedecemos.
‑Amigo Samuel ‑repuso el cazador‑, he aquí una ocasion en
que un propulsor vendría a pedir de boca.
‑Sin duda, Dick; admitiendo, sin embargo, que no
requiriese agua para ponerse en movimiento, pues de lo contrario la situación
sería exactamente la misma. Además, hasta ahora no se ha inventado nada que
sea practicable. Los globos se hallan aún en el punto en que se hallaban los
buques antes de la invención del vapor. Seis mil años se tardó en idear las
ruedas y las hélices; tenemos, pues, para rato.
‑¡Maldito calor! ‑exclamó Joe, que sudaba a mares.
‑Si tuviésemos agua, este calor nos serviría de algo,
porque dilata el hidrógeno del aeróstato y se necesita una llama menos viva en
el serpentín. Verdad es que, si tuviésemos agua, no tendríamos necesidad de
economizarla. ¡Maldito sea el salvaje que nos ha costado la preciosa caja!
‑¿Te arrepientes de lo que has hecho, Samuel?
‑No, Dick, puesto que hemos podido sustraer a un
desgraciado de una muerte horrible. Pero las cien libras de agua que arrojamos
nos serían muy útiles, pues tendríamos doce o trece días de marcha asegurada,
suficiente sin duda para atravesar el desierto.
‑¿No estamos, por lo menos, a la mitad del viaje? ‑preguntó
Joe.
‑En distancia, sí; pero no en duración, si el viento nos
abandona. Y el viento tiende a cesar completamente.
‑Señor ‑repuso Joe‑, no nos quejemos; hasta ahora nos las
hemos arreglado perfectamente, y a mi, por mas que me empeñe, me es imposible
desesperarme. Hallaremos agua, se lo digo yo.
De milla en milla se deprimía el terreno, y las ondulaciones
de las montañas auríferas morían en la llanura, siendo las últimas prominencias
de una naturaleza extenuada. Hierbas dispersas reemplazaban los hermosos árboles
del este; algunas fajas de un verdor alterado luchaban contra la invasión de
las arenas; y enormes rocas caídas de las lejanas cumbres, haciéndose pedazos
al caer, se desparramaban en agudos guijarros, que pronto se convertirían en
tosca arena y mas adelante en impalpable polvo.
‑He aquí África tal como tú te la imaginabas, Joe; tenia
yo razon cuando te decía: ¡Aguarda!
‑¿Y qué, señor? ‑replicó Joe‑. Esto, al menos, es lo
natural. ¡Calor y arena! Absurdo sería buscar otra cosa en un pais semejante.
Yo ‑añadió, riendo‑ no confiaba en sus bosques y praderas, que me parecieron
siempre un contrasentido. No valía la pena venir de tan lejos para encontrar
la campiña de Inglaterra. Ahora es la primera vez que creo estar en África, y
no siento conocerla de cerca.
Al anochecer el doctor comprobó que el Victoria,
durante aquel día bochornoso, no había recorrido ni veinte millas. Una
oscuridad caliente lo envolvió una vez que el sol hubo desaparecido detrás de
un horizonte trazado con la limpieza de una línea recta.
El día siguiente, 1 de mayo, era jueves; pero los días se
sucedían con una monotonía desesperante. Cada mañana era idéntica a la que
había precedido; el mediodía lanzaba siempre con igual profusión los mismos
rayos inagotables, y la noche condensaba en su sombra el calor disperso que el
día siguiente debía legar a la siguiente noche. El viento, apenas perceptible,
parecía más una aspiracion que un soplo, y se podía presentir el instante en
que hasta aquel aliento cesaría.
El doctor lograba reaccionar contra la tristeza de aquella
situación; conservaba la calma y la sangre fría de un corazon aguerrido. Con un
anteojo en la mano, interrogaba todos los puntos del horizonte; veía decrecer
imperceptiblemente las últimas colinas y borrarse la última vegetación,
mientras que ante él se extendía toda la inmensidad del desierto.
La responsabilidad que pesaba sobre él le afectaba mucho,
aunque sabía disimularlo. Aquellos dos hombres, Dick y Joe, ambos amigos,
habían sido arrastrados por él, casi por la fuerza de la amistad o del deber. ¿
Había obrado bien? ¿No había entrado en vías prohibidas? ¿No intentaba en aquel
viaje traspasar los límites de lo imposible? ¿No habría Dios reservado a siglos
muy posteriores el conocimiento de aquel continente ingrato?
Todos estos pensamientos, como sucede en las horas de
desaliento, se multiplicaban en su cabeza, y, por una irresistible asociación
de ideas, le llevaban más allá de la lógica y el raciocinio. Después de
constatar lo que no debió hacer, se preguntaba lo que debía hacer en aquel
momento. ¿Sería imposible volver sobre sus pasos? ¿No había corrientes
superiores que le llevaran hacia comarcas menos áridas? Conocía la zona que
habían atravesado, pero no aquella hacia la que se dirigían, por lo que su
conciencia le hizo tomar la resolución de abrirse a sus compañeros,
exponiéndoles la situación sin tapujos. Les mostró el camino recorrido y el que
quedaba aún por recorrer; en rigor, se podía retroceder, o al menos intentarlo,
y deseaba conocer su opinion.
‑Yo no tengo otra opinión que la de mi señor ‑respondió
Joe‑. Lo que él sufra, yo puedo sufrirlo mejor que él. A donde él vaya, yo iré.
‑¿Y tú, Kennedy?
‑Yo, mi querido Samuel, no soy hombre que se desespere;
nadie era más consciente que yo de los peligros de la empresa, pero decidí
ignorarlos cuando vi que tú los afrontabas. Así pues, estoy contigo en cuerpo y
alma. En la actual situación soy del parecer de que debemos perseverar, ir
hasta el fin. Además, no me parece que retrocediendo fuesen menores los peligros.
Adelante, pues, y cuenta con nosotros.
‑¡Gracias, mis dignos amigos! ‑respondió el doctor,
verdaderamente conmovido‑. Conocía vuestra adhesión, pero tenía necesidad de
que vuestras palabras me alentasen. ¡Gracias, gracias!
Y los tres se estrecharon la mano con efusión.
‑Oídme ‑prosiguió Fergusson‑. Según mis cálculos, no nos
hallamos a más de trescientas millas del golfo de Guinea. El desierto no puede,
pues, extenderse indefinidamente, puesto que la costa está habitada y
reconocida hasta cierta profundidad tierra adentro. Si es necesario, nos
dirigiremos hacia dicha costa, y es imposible que no encontremos algún oasis,
algún pozo donde renovar nuestra provisión de agua. Pero lo que nos falta es
viento; sin él nos hallamos retenidos en el aire por una calma chicha.
‑Aguardemos con resignación ‑dijo el cazador.
Pero todos interrogaron en vano al espacio durante aquel
interminable día. Nada apareció que pudiese hacer concebir una esperanza. Los
últimos movimientos de la tierra desaparecieron al ponerse el sol, cuyos rayos
horizontales se prolongaron en largas líneas de fuego sobre aquella inmensa
llanura. Era el desierto.
Los viajeros, pese a haber recorrido una distancia no
superior a quince millas, habían consumido, lo mismo que el día anterior, ciento
treinta y cinco pies cúbicos de gas para alimentar el soplete, y de ocho pintas
de agua tuvieron que sacrificar dos para apagar una sed devoradora.
La noche transcurrió tranquila, demasiado tranquila. El
doctor no durmió.
XXV
Un poco
de filosofía. ‑ Una nube en el horizonte. ‑ En
medio de
la niebla. ‑ El globo inesperado. ‑ Las
señales.
‑ Reproducción exacta del Victoria. ‑ Las
palmeras.
‑ Vestigios de una caravana. – El pozo en
medio
del desierto
Al día siguiente, la misma pureza del cielo y la misma
inmovilidad de la atmósfera. El Victoria se
elevó a una altura de quinientos pies, pero avanzó muy poco hacia el oeste.
‑Nos hallamos en pleno desierto ‑dijo el doctor‑.¡Qué
inmensidad de arena! ¡Qué extraño espectáculo! ¡Qué singular disposición de la
naturaleza! ¿Por qué en algunas comarcas hay una vegetación tan exuberante y en
éstas una aridez tan desconsoladora, hallándose todos en la misma latitud y
bajo los mismos rayos del sol?
‑El porqué, amigo Samuel, me tiene sin cuidado ‑respondió
Kennedy‑; la razón me preocupa menos que el hecho. Es así, y no hay más vueltas
que darle.
‑Bueno es filosofar un poco, amigo Dick; eso no perjudica
a nadie.
‑Filosofemos; no hay inconveniente. Tiempo tenemos para
ello, pues apenas nos movemos. Al viento le da miedo soplar, está dormido.
‑No durará la calma ‑dijo Joe‑, pues ya me parece
distinguir algunos nubarrones al este.
‑Joe tiene razón ‑respondió el doctor.
‑¡Estupendo! ‑exclamó Kennedy‑. ¿Y nos corresponderá una
nube, con una buena lluvia y un buen viento que nos azoten la cara?
‑Ya veremos, Dick, ya veremos.
‑Sin embargo, hoy es viernes, señor, y yo desconfío de los
viernes.
‑Pues espero ver hoy mismo disipadas tus prevenciones.
‑¡Ojalá, señor! ¡Uf! ‑añadió, enjugándose la cara‑. Bueno
será el calor en invierno, pero ahora maldita la falta que hace.
‑¿No crees que este sol abrasador puede echar a perder el
globo? ‑preguntó Kennedy al doctor.
‑No; la gutapercha con la que está untado el tafetán
resiste temperaturas mucho más elevadas. La temperatura a que lo he sometido
interiormente por medio del serpentín ha sido algunas veces de 1580[L22], y el envoltorio no se ha resentido lo más mínimo.
‑¡Una nube! ¡Una nube de veras! ‑exclamó en aquel momento
Joe, cuya vista desafiaba todos los prismáticos.
En efecto, una faja espesa y ya visible se elevaba lentamente
sobre el horizonte. Era una nube de un carácter especial, formada, al parecer,
de nubecillas que conservaban su forma primitiva, de lo que el doctor dedujo
que no había en su aglomeración ninguna corriente de aire.
Aquella masa compacta había aparecido hacia las ocho de la
mañana, y a las once alcanzaba el disco del sol, que desapareció por completo
detrás de aquella tupida cortina. En ese mismo momento, la parte inferior de
la nube abandonaba la línea del horizonte, que brillaba con una luz copiosa.
‑No es más que una nube aislada ‑dijo el doctor‑, y no
podemos contar mucho con ella. Mira, Dick, sigue teniendo exactamente la misma
forma que esta mañana.
‑En efecto, Samuel, ahí no hay ni lluvia, ni viento, al
menos para nosotros.
‑Eso es lo que me temo, pues se mantiene a una gran
altura.
‑Samuel, ¿y si fuésemos a buscar la nube, ya que no quiere
descargar sobre nosotros?
‑No creo que nos sirva de mucho ‑respondió el doctor‑;
será un consumo más considerable de gas y, por consiguiente, de agua. Pero, en
nuestra situacion, debemos intentarlo todo; vamos a subir.
El doctor activó al máximo la llama del soplete en las
espirales del serpentín. Se produjo un calor violento, y el globo se elevó bajo
la acción del hidrógeno dilatado.
A unos mil quinientos pies de la tierra encontró la masa
opaca de la nube y entró en una espesa niebla, manteniéndose a esta altura. Sin
embargo, no halló un soplo de viento; la niebla parecía incluso desprovista de
humedad, y apenas se humedecieron los objetos expuestos a su contacto. El Victoria,
envuelto en aquel vapor, marchó con un poco menos de pereza, pero fue cosa insignificante.
El doctor constataba con tristeza el mediocre resultado
obtenido con su maniobra, cuando oyó a Joe exclamar en un tono de viva
sorpresa:
‑¡Cielo santo!
‑¿Qué sucede, Joe?
‑¡Señor Samuel! ¡Señor Kennedy! ¡Qué cosa tan rara!
‑¿Qué ocurre? Explícate.
‑¡No estamos aquí solos! ¡Hay intrigantes! ¡Nos han robado
nuestro invento!
‑¿Se ha vuelto loco? ‑preguntó Kennedy.
Joe era la viva imagen del asombro. No se movía.
‑¿Habrá turbado el sol la razón de este pobre muchacho? ‑dijo
el doctor, volviéndose hacia él.
‑¿Quieres decirme ... ? ‑le preguntó.
‑Pero ¿no lo ve, señor? ‑exclamó Joe, indicando un punto
en el espacio.
-¡Por san Patricio! ‑exclamó Kennedy a su vez‑. ¡Esto es
increíble! ¡Mira, mira, Samuel!
‑Lo veo ‑respondió tranquilamente el doctor.
‑¡Otro globo! ¡Otros viajeros como nosotros!
En efecto, a doscientos pies de distancia, un aeróstato
flotaba en el aire con su barquilla y sus viajeros, y seguía exactamente el
mismo rumbo que el Victoria.
‑Pues bien ‑dijo el doctor‑, vamos a hacerle algunas
señales. Toma el pabellón, Kennedy, y enseñémosle nuestros colores.
Parece que los viajeros del segundo aeróstato habían
concebido simultáneamente la misma idea, pues la misma enseña repetía
idénticamente el mismo saludo en una mano que la agitaba de la misma forma.
‑¿Qué significa esto? ‑preguntó el cazador.
‑¡Son monos! ‑exclamó Joe‑. ¡Se están burlando de
nosotros!
‑Esto significa ‑respondió Fergusson, riendo‑ que eres tú
mismo, amigo Dick, quien hace la señal en las dos barquillas; quiere decir que
en las dos barquillas estamos nosotros, y que ese globo, en resumidas cuentas,
es el Victoria.
‑Con todo respeto, señor –dijo Joe‑, por ahí no paso.
‑Ponte junto a la borda, Joe, mueve los brazos de un lado
a otro, y verás.
Joe obedeció y vio instantáneamente reproducidos con toda
exactitud sus movimientos.
‑Es un efecto de espejismo ‑explicó el doctor‑, un simple
fenómeno óptico debido al enrarecimiento desigual de las capas de aire. Ésa es
la explicación.
‑¡Es maravilloso! ‑repetía Joe, que no daba crédito a sus
ojos y no paraba de hacer contorsiones para convencerse.
‑¡Qué curioso espectáculo! ‑repuso Kennedy‑. ¡Da gusto ver
nuestro Victoria! ¿Sabes que tiene buen porte y que se mantiene
majestuosamente?
‑Explíquese como se quiera ‑replicó Joe‑, es la cosa mas
singular del mundo.
Pero la imagen no tardó en desvanecerse gradualmente: las
nubes se elevaron a mayor altura, abandonando al Victoria, que no trató
de seguirlas, y al cabo de una hora desaparecieron en el cielo.
El viento, apenas perceptible, disminuyo mas y mas. El
doctor, desesperado, hizo bajar el globo hasta muy cerca de tierra.
Los viajeros, a quienes aquel incidente había arrancado de
sus preocupaciones, se entregaron de nuevo a sus tristes pensamientos,
abrumados por un calor insoportable.
Hacia las cuatro, Joe indicó un objeto que sobresalía en
el inmenso arenal, y pronto pudo afirmar que eran dos palmeras que se elevaban
a poca distancia.
‑¡Palmeras! ‑exclamó Fergusson‑. ¿Hay, pues, una fuente,
un pozo?
Tomó los prismáticos y se convenció de que a Joe no le
engañaba la vista.
‑¡Por fin, agua! ¡Agua! ‑repitió‑. Estamos salvados, pues,
por poco que avancemos, tarde o temprano llegaremos.
‑¿No podríamos, entretanto, señor, echar un trago? El aire
es sofocante.
‑Echémoslo, muchacho.
Nadie se hizo de rogar. En un momento desapareció una
pinta entera, por lo que la provisión quedó reducida a tres pintas y media.
‑¡No hay nada en el mundo como el agua! ‑dijo Joe‑. ¡Qué
cosa tan rica! Me la he bebido más a gusto que la cerveza de Perkins.
‑Ahí tienes las ventajas de la privacion ‑respondió el
doctor.
‑¡Pobres ventajas! ‑dijo el cazador‑. Yo de buena gana
renunciaría al placer de beber agua, con tal de que no me faltara nunca cuando
la necesito.
A las seis, el Victoria planeaba sobre las
palmeras.
Eran dos árboles enclenques, enfermizos, casi secos, dos
espectros de árboles sin hojas, más muertos que vivos. Fergusson los contempló
con espanto.
Junto a un tronco se distinguían las piedras medio
pulverizadas de un pozo, que, desmenuzadas por los ardores del sol, se
confundían casi con la arena del desierto. No había rastro alguno de humedad.
Samuel sintió que se le oprimía el corazón, y se disponía a participar sus
recelos a sus compañeros cuando las exclamaciones de éstos llamaron su
atención.
Hacia el oeste, hasta donde alcanzaba la vista, se
extendía una larga línea de blancas osamentas. Fragmentos de esqueletos
rodeaban la seca fuente. Sin duda alguna, una caravana había llegado hasta
allí, marcando su paso con este largo osario. Los más débiles habían caído uno
tras otro en la arena, y los más fuertes, después de llegar a tan deseada
fuente, habían encontrado junto a ella una muerte horrible.
Los pasajeros se miraron y se quedaron pálidos.
~¡No bajemos! ‑dijo Kennedy‑. ¡Huyamos de tan horrible
espectáculo! No hallaremos una gota de agua.
‑Debemos convencernos por nuestros propios ojos, Dick, y
lo mismo da pasar aquí la noche que en otra parte. Exploraremos el pozo hasta
el fondo; acaso quede aún algo del manantial que hubo en otro tiempo.
El Victoria tomó tierra. Joe y Kennedy pusieron en
la barquilla un peso de arena equivalente al suyo y bajaron. Corrieron al pozo
y penetraron en su interior por una escalera que no era mas que polvo. El
manantial parecía agotado desde muchos años atrás. Cavaron en una arena seca y
suelta, de una aridez incomparable, sin hallar indicio alguno de humedad.
El doctor les vio volver a la superficie del desierto
inundados de sudor, agotados, cubiertos de un polvo fino, desalentados,
desesperados.
Comprendió la infructuosidad de sus investigaciones. Lo
presentía, pero no había dicho una palabra. Comprendía que a partir de aquel
momento debería tener valor y energía por los tres.
Joe traía en la mano los fragmentos de un odre, que tiró
con cólera en medio de los huesos esparcidos por el suelo.
Durante la cena reinó un profundo silencio entre los
viajeros, que comian con repugnancia.
Y sin embargo, no habían sufrido aún
los verdaderos tormentos de la sed; sólo desesperaban por el futuro.
XXVI
Ciento
trece grados. ‑ Reflexiones del doctor. ‑
Pesquisas
desesperadas. ‑ Se apaga el soplete. ‑ Ciento
cuarenta
grados. ‑ La contemplación del desierto. ‑ Un
paseo de
noche. ‑ Soledad. ‑ Desfallecimiento. ‑
Proyecto
de Joe. ‑ Un día de plazo
El espacio recorrido por el Victoria en todo el día anterior no pasaba de diez millas, y había
consumido ciento sesenta y dos pies cúbicos de gas.
El sábado por la mañana el doctor ordenó partir.
‑El soplete ‑‑dijo‑ ya no puede funcionar mas que seis
horas. Si en este tiempo no hemos descubierto un pozo ni un manantial, ¡Dios
sabe lo que será de nosotros!
‑¡Ni un soplo de aire esta mañana, señor! ‑dijo Joe‑.
Aunque tal vez se levante ‑añadió, viendo la mal disimulada tristeza de
Fergusson.
¡Vana esperanza! Reinaba una calma chicha, una de esas
calmas que en los mares tropicales encadenan obstinadamente a los buques de
vela. El calor se hizo intolerable, y el termómetro marcó 1130[L23] a la sombra, bajo la tienda.
Joe y Kennedy, tendidos uno al lado del otro, buscaban en
la modorra, ya que no en el sueño, el olvido de la situación. Una inactividad
forzada los condenaba a penosos ocios. El hombre es más digno de lástima
cuando no puede apartar sus pensamientos por medio de un trabajo u ocupación
material. Los viajeros nada tenían que vigilar, ni nada tampoco que intentar;
debían padecer la situación sin poder mejorarla.
Los tormentos de la sed empezaron a hacerse sentir
cruelmente. El aguardiente, lejos de apaciguar aquella necesidad imperiosa, la
aumentaba más y más, y se hacía muy acreedor al nombre de «leche de los tigres»
que le dan los naturales de África. Quedaban apenas dos pintas de un líquido
recalentado, y todos fijaban sus miradas en aquellas gotas preciosas, sin que
nadie se atreviese a mojar con ellas sus labios. ¡Dos pintas de agua en medio
de un desierto!
Entonces el doctor Fergusson, abismado en sus reflexiones,
se preguntó si había obrado con prudencia, si no hubiera valido más conservar
el agua que había descompuesto para mantenerse en la atmósfera. Algún camino
había recorrido, sin duda, pero ¿había ganado algo con ello? Aunque se
encontrase seiscientas millas más atrás bajo aquella latitud, ¿qué podía
importarle, puesto que carecía de agua en aquel sitio? El viento, si por fin se
levantara, soplaría tanto allí como aquí, incluso aquí con menos fuerza si
viniera del este. Pero la esperanza empujaba a Samuel hacia adelante. ¡Y sin
embargo, los dos galones de agua consumidos inútilmente hubieran bastado para
hacer en el desierto un alto de nueve días ¡Y en nueve días podían producirse
muchos cambios! Tal vez, al mismo tiempo que conservaba el agua, debió subir
echando lastre, aunque luego para volver a bajar tuviese que perder gas en
abundancia. ¡Pero el gas era la sangre del globo, era su vida!
Estas mil reflexiones se cruzaban en su cabeza, que
apoyaba entre las manos durante horas enteras sin levantarla.
« ¡Es preciso hacer un último esfuerzo! ‑se dijo hacia las
diez de la mañana‑. ¡Es preciso intentar por última vez descubrir una corriente
atmosférica que nos lleve! ¡Es preciso arriesgar nuestros últimos recursos! »
Y, mientras sus compañeros dormitaban, llevó a una elevada
temperatura el hidrógeno del aeróstato, el cual se redondeó con la dilatación
del gas, y subió siguiendo en línea recta los rayos perpendiculares del sol. El
doctor buscó en vano un soplo de aire desde los cien pies hasta los cinco mil;
su punto de partida permaneció tenazmente debajo de la barquilla. Una calma
absoluta parecía reinar hasta en los últimos límites de la atmósfera.
Finalmente, el agua se acabó, el soplete se apagó por
falta de gas, la pila de Bunsen dejó de funcionar y el Victoria, contrayéndose,
bajó nuevamente a la arena para detenerse en el mismo hoyo que había abierto
con la barquilla.
Era mediodía. El doctor estimó que se encontraban a 190
35’ de longitud y 60 51’ de latitud, a cerca de quinientas millas
del lago Chad y a más de cuatrocientas de las costas occidentales de África. Al
tomar tierra el globo, Dick y Joe salieron de su pesada modorra.
‑Nos detenemos ‑dijo el escocés.
‑Por fuerza ‑respondió el doctor en tono grave.
Sus compañeros le comprendieron. El nivel del suelo, a consecuencia
de su constante depresión, se hallaba entonces al nivel del mar, por lo que el
globo se mantuvo en un equilibrio perfecto y una inmovilidad absoluta.
El peso de los viajeros fue reemplazado por una carga
equivalente de arena, y éstos echaron pie a tierra, se sumieron en sus
pensamientos y durante algunas horas no despegaron los labios. Joe preparó la
cena, compuesta de galletas y pemmican, que apenas probó nadie, y un
sorbo de agua caliente completó tan triste cena.
Durante la noche, nadie veló, pero nadie durmió tampoco.
El calor era sofocante. Al día siguiente no quedaba más que media pinta de
agua; el doctor la puso aparte y todos resolvieron no recurrir a ella sino en
último extremo.
‑¡Me ahogo! ‑exclamó al poco Joe‑. ¡El calor va en aumento!
No me extraña ‑dijo, después de haber consultado el termómetro‑. ¡Ciento
cuarenta grados[L24]!
‑La arena ‑respondió el cazador‑ abrasa como si saliese
de un horno. ¡Y ni una nube en este cielo de fuego! ¡Es para volverse loco!
‑No nos desesperemos ‑dijo el doctor‑; a estos grandes
calores suceden inevitablemente, en esta latitud, tempestades que llegan con la
rapidez del rayo. A pesar de la angustiosa serenidad del cielo, pueden
producirse en él en menos de una hora grandes alteraciones.
‑¡Pero algún indicio habría! ‑repuso Kennedy.
‑Pues bien ‑dijo el doctor‑, me parece que el barómetro
tiene una ligera tendencia a bajar.
‑¡El cielo te oiga, Samuel! Porque estamos clavados al
suelo como un pájaro con las alas rotas.
‑Con una diferencia, sin embargo, amigo Dick: nuestras
alas están intactas y espero que todavía podamos utilizarlas.
‑¡Viento! ¡Viento! ‑exclamó Joe‑. ¡Viento con que
trasladarnos a un arroyo, a un pozo, y no nos faltará nada! Tenemos víveres
suficientes, y con agua aguardaríamos un mes sin sufrir. ¡Pero la sed es una
cosa horrible!
La sed, así como la contemplación incesante del desierto,
fatiga la mente. No había ni un accidente del terreno, ni un montículo de
arena, ni un guijarro donde descansar la mirada. Aquella llanura descorazonadora
causaba esa desazon conocida como enfermedad del desierto. La impasibilidad de
aquel árido azul del cielo y aquel amarillo inmenso de la arena acababan por
asustar. En aquella atmósfera incendiada, el calor parecía vibrar, como
encima de una fragua incandescente; el corazón se desesperaba ante aquella
calma inmensa, y no se entreveía ninguna razón para que cesase aquel estado de
cosas, pues la inmensidad es una especie de eternidad.
Así es que los pobres viajeros, privados de agua bajo
aquella temperatura tórrida, empezaron a experimentar síntomas de alucinación;
sus ojos se agrandaban y su mirada se volvía turbia.
Llegada la noche, el doctor resolvió combatir por medio de
un paseo rápido aquella disposición alarmante. Quiso recorrer aquella llanura
de arena durante algunas horas, no para buscar, sino, simplemente, para andar.
‑Seguldme ‑dijo a sus compañeros‑; creedme, el paseo os
sentará bien.
‑Imposible ‑respondió Kennedy-. No podría dar un paseo.
‑Yo prefiero dormir ‑dijo Joe.
‑Pero, amigos, el sueño o el reposo os serán funestos.
Reaccionad contra vuestro abatimiento. Vamos, seguidme.
Nada pudo obtener de ellos el doctor, y partió solo en
medio de la estrellada transparencia de la noche. Sus primeros pasos fueron
penosos: los pasos de un hombre debilitado y que ha perdido la costumbre de
andar. Pero pronto se percató de que aquel ejercicio le resultaría beneficioso.
Avanzó unas millas hacia el oeste, y su ánimo cobraba algún aliento cuando, de
repente, se sintió acometido por una sensación de vértigo; se creyo inclinado
sobre un abismo, sintió que se le doblaban las rodillas; aquella inmensa
soledad le aterrorizó; él era el punto matemático, el centro de una
circunferencia infinita, es decir, ¡nada! El Victoria desaparecía
enteramente en la oscuridad. ¡El impasible doctor, el audaz viajero experimentó
súbitamente un miedo insuperable! Quiso retroceder, pero fue en vano. Gritó,
pero no le contestó ningún eco, y su voz cayó en el espacio como una piedra en
un abismo sin fondo. Se tumbó en la arena desfallecido y solo, en medio de los
grandes silencios del desierto.
A medianoche volvió en sí entre los
brazos de su fiel Joe; éste, inquieto por la prolongada ausencia de su señor,
había seguido sus huellas perfectamente impresas en la llanura y lo había
encontrado desvanecido.
‑¿Qué le ha ocurrido, señor? ‑preguntó.
‑Nada, mi buen Joe; un momento de debilidad, ni más ni
menos.
‑En efecto, señor, no será nada. Pero, levántese; apóyese
en mí y volvamos al Victoria.
El doctor, del brazo de Joe, volvió a tomar el camino que
había seguido.
‑Ha sido una imprudencia, señor, aventurarse como lo ha
hecho. Podían haberle robado ‑añadió, riendo‑. Ahora, señor, hablemos con
seriedad.
‑Habla. Te escucho.
‑Es absolutamente indispensable tomar una decisión. Nuestra
situación no puede prolongarse más que unos pocos días, y si no llega viento
estamos perdidos. ‑El doctor guardó silencio‑. Es necesario que alguno de
nosotros se sacrifique por la salvación común, y es muy natural que sea yo.
‑¿Qué quieres decir? ¿Cuál es tu proyecto?
‑Un proyecto muy sencillo: coger provisiones y caminar
siempre hacia adelante hasta llegar a algún sitio. Durante ese tiempo, si el
cielo les envía un viento favorable, no me aguarden; partan. Yo, si llego a
una aldea, saldré del paso con unas cuantas palabras en árabe que usted me
habrá facilitado por escrito y regresaré con ayuda o dejaré en la empresa mi
pellejo. ¿ Qué le parece mi plan?
‑Que es insensato, pero digno de tu gran corazón, Joe. No
te separarás de nosotros; es imposible.
‑Pero, señor, algo se ha de hacer, y lo que propongo no le
perjudica en lo más mínimo, puesto que, como he dicho, no tendrá que
aguardarme; y, en rigor, ¿no puedo salir bien de mi empeño?
‑¡No, Joe! ¡No! ¡No nos separaremos! La separación sería
un nuevo dolor añadido a los que nos afligen. Estaba escrito que habíamos de
pasar lo que estamos pasando, y escrito también está probablemente que nuestra
situación mejore más adelante. Aguardemos, pues, con resignacion.
‑De acuerdo, señor, pero le advierto que le doy un día
para pensarlo y no aguardaré más. Hoy es domingo, o, mejor dicho, lunes, pues
ya es la una de la madrugada. Si el martes no partimos, probaré fortuna. Mi
decisión es irrevocable.
El doctor no respondió; llegó a la
barquilla y se acomodó al lado de Kennedy. Éste se hallaba sumido en un
silencio absoluto, que no debía de ser efecto del sueño.
XXVII
Calor
espantoso. ‑ Alucinaciones. ‑ Las últimas gotas
de agua.
‑ Noche de desesperación. ‑ Tentativa de
suicidio.
‑ El simún. ‑ El oasis. ‑ León
y leona
Al día siguiente, lo primero que hizo el doctor fue
consultar el barómetro. La columna de mercurio había experimentado un descenso
apenas apreciable.
« ¡Nada! ‑dijo para sí‑. ¡Nada! »
Salió de la barquilla para examinar el tiempo: el mismo
calor, la misma pureza del cielo, la misma impasibilidad.
‑¿Es, pues, preciso desesperar? ‑exclamó.
Joe, absorto en sus pensamientos, en su proyecto de
exploración, no despegaba los labios.
Kennedy se levantó muy enfermo y presa de una sobreexcitación
alarmante. Le acosaba la sed de una manera horrible; su lengua y sus labios
entumecidos difícilmente podían articular un sonido.
Quedaban aún algunas gotas de agua. Todos lo sabían,
todos pensaban en ellas y se sentían atraídos hacia ellas, pero nadie se
atrevía a acercarse.
Aquellos tres compañeros, aquellos tres amigos se miraban
con ojos extraviados, con un sentimiento de avidez bestial que se pintaba
principalmente en el semblante de Kennedy, cuyo vigoroso organismo sucumbía
antes a aquellas intolerables privaciones. Durante todo el día estuvo
delirando; iba y venía lanzando gritos roncos, mordiéndose los puños,
dispuesto a abrirse las venas para apagar su sed con su propia sangre.
‑¡Ah! ‑exclamó‑. ¡País de la sed! ¡Mejor deberías llamarte
país de la desesperación!
Cayó luego profundamente postrado, y no se oyó más que el
silbido de su respiracion entre sus labios abrasados.
Al anochecer, Joe fue acometido a su vez por un principio
de locura. Aquella interminable sábana de arena la parecía un inmenso estanque
de limpias y cristalinas aguas, y más de una vez se puso de bruces en la inflamada
arena para beber, y se levantó con la boca llena de polvo.
‑¡Maldición! ‑dijo con cólera‑. ¡Es agua salada!
Entonces, mientras Fergusson y Kennedy permanecían
tendidos sin moverse, se apoderó de él el invencible pensamiento de apurar las
pocas gotas de agua que había reservadas. Este pensamiento fue más fuerte que
él; se dirigió, arrastrándose, a la barquilla, contempló con sedientos ojos la
botella donde estaba el agua, la cogió y se la llevó a los labios.
En aquel momento, estas palabras, « ¡A beber! ¡A beber!
», fueron pronunciadas en un tono que desgarraba el alma.
Era Kennedy, que se arrastraba junto a él; el desgraciado
inspiraba compasión, pedía de rodillas, lloraba.
Joe, llorando también, le ofreció la botella, y Kennedy
apuró su contenido hasta la última gota.
‑Gracias ‑dijo.
Pero Joe no le oyó; igual que él, se había desplomado
sobre la arena.
Se ignora lo que pasó durante aquella espantosa noche.
Pero el martes por la mañana, bajo los chorros de fuego que derramaba el sol,
los infortunados sintieron que sus miembros se secaban poco a poco. Cuando Joe
quiso levantarse, le resultó imposible, de manera que no pudo poner en práctica
su proyecto.
El muchacho miró a su alrededor. En la barquilla, el
abrumado doctor, con los brazos cruzados, miraba un punto imaginario en el
espacio espantoso; meneaba la cabeza de derecha a izquierda como una fiera
enjaulada.
De repente, la mirada del cazador se dirigió a su carabina,
cuya culata sobresalía del borde de la barquilla.
‑¡Ah! ‑exclamó, levantándose con un esfuerzo sobrehumano.
Y se precipitó hacia el arma, extraviado, loco, y dirigió
el cañón hacia su boca.
‑¡Señor! ¡Señor! ‑exclamó Joe, arrojándose sobre él.
‑¡Déjame! ¡Quita! ‑dijo el escocés con voz ronca.
Los dos luchaban con encarnizamiento.
‑Apártate o te mato ‑repitió Kennedy.
Pero Joe se asía a él con fuerza, y así combatieron
durante más de un minuto sin que el doctor pareciese reparar en nada; pero,
durante la lucha, la carabina se disparó, y al ruido de la detonación el
doctor se levantó como un espectro y miró a su alrededor.
De pronto, su mirada se animó, extendió una mano hacia el
horizonte y, con una voz que nada tenía de humano, exclamó:
‑¡Allá! ¡Allá! ¡Allá abajo!
Había una energía tal en su gesto que Joe y Kennedy se
separaron y miraron.
La llanura se agitaba como un mar encrespado por la
tempestad; olas de arena se estrellaban unas contra otras en medio de una
intensa polvareda; una inmensa columna venía del sudeste arremolinándose con
extrema rapidez; el sol desaparecía detrás de una nube opaca cuya sombra
desrnedida se prolongaba hasta el Victoria; los granos de fina arena se
deslizaban con la facilidad de las moléculas líquidas, y aquella marea ascendente
subía poco a poco.
Una enérgica mirada de esperanza brilló en los ojos de
Fergusson.
‑¡El simún! ‑exclamó.
‑¡El simún! ‑repitió Joe, sin comprender muy bien lo que
decía el doctor.
‑¡Mejor! ‑exclamó Kennedy con una rabia desesperada‑.
¡Mejor! ¡Vamos a morir!
‑¡Mejor! ‑replicó el doctor‑. ¡Vamos a vivir!
Y empezó a echar rápidamente la arena que servia de lastre
a la barquilla.
Sus compañeros le comprendieron al fin y se unieron a él.
. ‑¡Y ahora, Joe ‑dijo el doctor‑, echa fuera unas cincuenta
libras de tu mineral!
Joe no vaciló, aunque no dejó de experimentar cierta
repugnancia. El globo se elevó.
‑Ya era hora ‑exclamó el doctor.
El simún llegaba, en efecto, con la rapidez del rayo. Poco
faltó para que el Victoria quedara aplastado, despedazado, destrozado.
El inmenso torbellino lo alcanzó y lo envolvió en una lluvia de arena.
‑¡Más lastre fuera! ‑gritó el doctor a Joe.
‑¡Ya está! ‑respondió este último, arrojando un enorme
fragmento de cuarzo.
El Victoria subió rápidamente encima del torbellino;
pero, envuelto en el inmenso desplazamiento de aire, fue arrastrado a una
velocidad incalculable sobre aquel mar espumoso.
Samuel, Dick y Joe no hablaban. Miraban y esperaban,
refrescados por el viento del torbellino.
A las tres cesaba la tormenta; la arena, al caer de nuevo,
formaba una innumerable cantidad de montículos, y el cielo recobraba su
tranquilidad inicial.
El Victoria, otra vez inmóvil, flotaba a la vista
de un oasis, isla cubierta de árboles verdes que sobresalía de la superficie de
aquel océano.
‑¡Allí! ¡Allí está el agua! ‑exclamó el doctor. De inmediato,
abriendo la válvula superior, dejó escapar el hidrógeno y bajó lentamente a
doscientos pasos del oasis.
Los viajeros habían recorrido en cuatro horas un espacio
de doscientas cuarenta millas.
La barquilla quedó al momento equilibrada, y Kennedy,
seguido de Joe, saltó a tierra.
‑¡Vuestros fusiles! ‑exclamó el doctor‑. ¡Vuestros
fusiles, y sed prudentes!
Dick cogió su carabina y Joe una de las escopetas.
Avanzaron rápidamente hasta los árboles y penetraron bajo aquella fresca
vegetación que les anunciaba manantiales abundantes, sin hacer caso de unas
anchas pisadas, de unas huellas recién dejadas en la tierra húmeda.
De repente, a veinte pasos de distancia, sonó un rugido.
‑¡El rugido de un león! ‑dijo Joe.
‑¡Mejor! ‑repitió el cazador, exasperado‑. ¡Lucharemos!
Uno es fuerte cuando no se trata más que de luchar.
‑¡Prudencia, señor Dick, prudencia! De la vida de uno
depende la de todos.
Pero Kennedy no le escuchaba. Avanzaba con los ojos en
llamas y la carabina amartillada, terrible en su audacia. Debajo de una
palmera, un enorme león de negra melena permanecía en actitud de ataque.
Apenas distinguió al cazador, dio un salto hacia él; pero no había llegado aún
a tierra cuando una bala le atravesó el corazón y cayó muerto.
‑¡Hurra! ¡Hurra! –exclamó Joe.
Kennedy se precipitó hacia el pozo, se deslizó por los
húmedos peldaños y se tumbó boca abajo ante un fresco manantial, donde sumergió
los labios ávidamente. Joe le imitó. Sólo se oían esos lametones que dan los
animales para beber.
‑¡Cuidado, señor Dick! ‑‑dijo Joe, respirando‑. ¡No
abusemos!
Pero Dick, sin responder, seguía bebiendo. Sumergía la
cabeza y las manos en aquella agua bienhechora; se embriagaba.
‑¿Y el señor Fergusson? ‑preguntó Joe.
El nombre del doctor hizo volver en sí a Kennedy, el cual
llenó una botella que llevaba y se dirigió corriendo hacia la escalera del
pozo.
Pero cuál no sería su asombro al encontrarse cerrada por
un enorme cuerpo la salida de la gruta. Joe, que lo seguía, tuvo que retroceder
con él.
‑¡Estamos encerrados!
‑¿Quién nos puede haber encerrado? ¡Eso es imposible!
Antes de concluir la frase, un rugido terrible le hizo
comprender con qué nuevo enemigo tenía que habérselas
‑¡Otro león! ‑exclamó Joe.
‑¡No, una leona! ¡Ah! ¡Maldito animal! Aguarda ‑dijo el
cazador, volviendo a cargar con presteza su carabina.
Un instante después hacía fuego, pero el animal había
desaparecido.
‑¡Adelante! ‑exclamó Kennedy.
‑No, señor Dick, no. La leona está viva; si la hubiese
matado, su cuerpo habría rodado hasta aquí. ¡Está a acecho, preparada para
saltar sobre el primero que vea aparecer, y ése está perdido!
‑¿Qué hacer, pues? ¡Es preciso salir! ¡Samuel nos está
esperando!
‑Atraigamos al animal; coja mi escopeta y déme su
carabina.
‑¿Cuál es tu plan?
‑Ahora lo verá.
Joe se quitó la chaqueta que llevaba, la puso en el extremo
del arma y se la presentó como cebo a la leona, asomándola por la abertura. La
fiera se arrojó con furor contra aquel objeto, y Kennedy, que la aguardaba muy
preparado, le metió un balazo en el cuerpo. La leona rodó por la escalera,
rugiendo, y derribó a Joe. Éste creía ya sentir en su cuerpo las enormes garras
del animal, cuando se oyó un segundo disparo y el doctor Fergusson apareció en
la abertura, con una escopeta todavía humeante en la mano.
Joe se levantó con ligereza, saltó por encima de la leona,
ya rematada, y le entregó a su señor la botella llena de agua.
Cogerla y vaciarla casi por completo
fue para Fergusson una misma cosa, y los tres viajeros, desde el fondo de su
corazón, dieron gracias a la Providencia, que tan milagrosamente les había
salvado.
XXVIII
Noche
deliciosa. ‑ La cocina de Joe, ‑ Disertación sobre
la carne cruda. ‑ Historia de
James Bruce. ‑ Los sueños
de Joe. ‑
El barómetro baja. ‑ El termómetro sube. ‑
Preparativos
de marcha. ‑ El huracán
La noche fue encantadora. La pasaron bajo la fresca sombra
de las mimosas, después de una reconfortante cena en la que no se escatimaron
el té y el grog.
Kennedy había recorrido aquel pequeño dominio en todas
direcciones, sin dejarse un solo matorral por registrar. Los viajeros eran los
únicos seres animados de aquel paraíso terrenal; se echaron sobre sus mantas y
pasaron una noche apacible que les hizo olvidar sus pasados dolores.
Al día siguiente, 7 de mayo, el sol brillaba con todo su
esplendor; pero sus rayos no podían atravesar la densa cortina de sombra. Como
había abundancia de víveres, el doctor resolvió aguardar en aquel punto un
viento favorable.
Joe había trasladado allí su cocina portátil y se entregaba
a una multitud de combinaciones culinarias, gastando el agua con despreocupada
prodigalidad.
‑¡Qué extraña sucesión de penas y placeres! ‑exclamó
Kennedy‑. ¡Tanta abundancia después de tanta privación! ¡Tanto lujo después de
tanta miseria! ¡Cuán cerca estuve de volverme loco!
‑Amigo Dick ‑le dijo el doctor‑, de no ser por Joe, no
estarías ahora en actitud de disertar sobre la inestabilidad de las cosas
humanas.
‑¡Buen amigo! ‑exclamó Dick, tendiéndole la mano a Joe.
‑No tiene que agradecerme nada ‑respondió éste‑. Llegado
el caso, señor Dick, usted haría conmigo otro tanto, aunque prefiero que no se
le presente la ocasión.
‑¡Cuán pobre es nuestra naturaleza! ‑repuso Fergusson‑.
¡Dejarse abatir por tan poca cosa!
‑¡Por un poco de agua, señor! ¡Preciso es que sea el agua
un elemento muy necesario para la vida!
‑Sin duda, Joe. Los que se ven privados de comer resisten
mucho más tiempo que los que se ven privados de beber.
‑Yo lo creo. Además, en caso necesario se come lo que se
encuentra, aunque sea a un semejante, si bien debe de ser un alimento que deja
una profunda huella en el ánimo.
‑Es una comida, sin embargo ‑dijo Kennedy‑, a la que los
salvajes no hacen ningún asco.
‑Sí, pero los salvajes son salvajes y están acostumbrados
a comer carne cruda, una costumbre que me repugnaria.
‑Tan repugnante es, en efecto ‑repuso el doctor‑, que
nadie dio crédito a los relatos de los primeros viajeros que vinieron a
África, los cuales refirieron que muchas tribus se alimentan de carne cruda.
La generalidad negó el hecho, lo que dio origen a una singular aventura de
James Bruce.
‑Cuéntenosla, señor, ya que tenemos tiempo para escucharle
‑dijo Joe, repantigándose voluptuosamente sobre la fresca hierba.
‑Con mucho gusto. james Bruce era un escocés del condado
de Stirling que, desde 1768 hasta 1772, recorrió toda Abisinia hasta el lago
Tana, en busca de las fuentes del Nilo. Regresó después a Inglaterra, donde no
publicó sus viajes hasta 1790. Sus narraciones fueron acogidas con la mayor
incredulidad, como sin duda alguna serán acogidas las nuestras. Los hábitos de
los abisinios parecían tan diferentes de los usos y costumbres ingleses que
nadie quería creerlo. Entre otros pormenores, James Bruce había dicho que los
pueblos del África oriental comían carne cruda. Este hecho hizo que todo el
mundo se declarase contra el viajero. ¡Podía decir lo que se le ocurriese!
¡Nadie iría a comprobarlo! Bruce era un hombre de mucho valor y con un genio de
demonios. Las dudas le ponían de un humor de perros. Un día, en un salón de
Edimburgo, un escocés sacó delante de él el tema de las chanzas diarias, y al
hablar de la carne cruda declaró que tal cosa no era ni posible ni cierta.
Bruce guardó silencio. Salió y volvió a los pocos instantes con un filete
crudo, espolvoreado con sal y pimienta, según la costumbre africana. «Caballero
‑dijo el escocés‑, por el mero hecho de dudar de una cosa que yo he asegurado,
me ha inferido una gran ofensa. Creyéndola imposible, ha incurrido en error, y
para demostrárselo a los presentes se va a comer inmediatamente este filete
crudo o me dará satisfacción por sus injurias.» El escocés tuvo miedo y
obedeció sin dejar de hacer muecas de repugnancia. Entonces, con la mayor
sangre fría, James Bruce añadió: «Aun admitiendo, caballero, que la cosa no sea
cierta, en lo sucesivo no sostendrá que es imposible.»
‑Bien contestado ‑dijo Joe‑. Si el escocés cogió una
indigestión, bien merecida la tuvo. Y si al regresar a Inglaterra hay quien
ponga nuestro viaje en duda...
‑¿Qué harás, Joe?
‑¡Haré comer a los incrédulos los restos del Victoria,
sin sal y sin pimienta!
Y Kennedy y el doctor se rieron de la ocurrencia de Joe.
Así pasó el día en agradables conversaciones. Con la fuerza volvía la
esperanza, y con la esperanza, la audacia. El pasado se borraba delante del
porvenir con una rapidez providencial.
Joe no hubiera querido salir nunca de aquel sitio encantador;
era el reino de sus sueños. Estaba en él como en su casa. Se empeñó en que su
señor le diera la situación exacta del oasis, y con mucha gravedad escribió entre
sus apuntes de viaje: 150 43’ de longitud y 80 32’ de
latitud.
Kennedy no lamentaba mas que una cosa: no poder cazar en
aquel bosque en miniatura, por no haber, según él decía, abundancia de fieras.
‑Sin embargo, amigo Dick ‑repuso el doctor‑, eres
demasiado olvidadizo. ¿Y el león y la leona?
‑¿Y qué? ‑dijo con el desdén que inspira al verdadero
cazador la caza ya muerta‑. Pero el hecho es que su presencia en este oasis nos
permite suponer que no estamos muy lejos de comarcas más fértiles.
‑No es suficiente prueba, Dick. Semejantes animales,
acosados por el hambre o la sed, salvan con frecuencia distancias
considerables. Así es que durante la noche haremos bien en vigilar con más
atención e incluso en encender hogueras.
‑¡Hogueras con esta temperatura! ‑exclamó Joe‑. En fin, si
es necesario, se hará. Pero, la verdad, me causará verdadero pesar la
destrucción de este hermoso bosque que tan útil nos ha sido.
-Procuraremos no incendiarlo ‑respondió el doctor‑, a fin de que otros puedan hallar en él un refugio en medio del desierto.
‑Lo procuraremos, señor; pero ¿cree usted que este oasis
es conocido?
‑Sin duda. Es un lugar de alto para las caravanas que
frecuentan el centro de África, y su visita podría no gustarte, Joe.
‑¿Es que por aquí también abundan esos horribles nyam‑nyam?
‑Desde luego. Ése es el nombre general de todas estas
poblaciones, y, bajo el mismo clima, las mismas razas deben de tener costumbres
análogas.
‑¡Qué asco! ‑dijo Joe‑. Pero, si bien se mira, la cosa es
muy natural. Si los salvajes tuviesen los mismos gustos que los civilizados,
¿en qué se diferenciarían unos de otros? He aquí unos personajes que no se
hubieran hecho de rogar para zamparse el filete del escocés y al propio
escocés por añadidura.
Después de esta reflexión tan sensata, Joe fue a encender
las hogueras para la noche, procurando escatimar la leña todo lo posible.
Afortunadamente, las precauciones fueron inútiles, y uno tras otro cayeron en
un tranquilo sueño.
Al día siguiente el tiempo siguió sin cambiar; se mantenía
obstinadamente bueno. El globo permanecía inmóvil, sin que la más
insignificante oscilación revelase el menor soplo de viento.
El doctor empezaba a inquietarse de nuevo. Si el viaje se
prolongaba, los víveres serían insuficientes. Después de haber estado próximos
a sucumbir por falta de agua, ¿se verían condenados a morir de hambre?
Pero cobró ánimo al ver que el mercurio bajaba muy
sensiblemente en el barómetro. Había señales evidentes de una próxima variación
atmosférica. Resolvio, por tanto, hacer los preparativos de marcha para
aprovechar la primera ocasión. La primera medida fue llenar la caja de víveres
y la de agua.
Fergusson tuvo que restablecer a continuación el
equilibrio del aeróstato y Joe se vio obligado a sacrificar una notable parte
de su precioso mineral. Con la salud le habían vuelto las ideas de ambicion, y
puso muy mala cara antes de obedecer a su señor, pero este le manifestó que no
podía levantar un peso tan considerable, y le dio a escoger entre el agua y el
oro. Joe dejó de vacilar, y echó a la arena un considerable número de sus
preciosos pedruscos.
‑Para los que vengan detrás de nosotros ‑dijo‑. Quedarán
muy asombrados al hallar la fortuna en este sitio.
‑¿Y si algún sabio viajero ‑preguntó Kennedy‑ encuentra
esos ejemplares?
‑No dudes, amigo Dick, que le sorprenderá mucho y
publicará su sorpresa en numerosos volúmenes. Algún día oiremos hablar de un
maravilloso yacimiento de cuarzo aurífero en medio de las arenas de África.
‑Y la causa de todo será Joe.
La idea de engañar tal vez a algún sabio consoló al joven
y le hizo sonreír.
Durante el resto del día el doctor aguardó en vano una
variación en la atmósfera. La temperatura subió, y habría resultado
insoportable sin las sombras del oasis. El termómetro marcó 1490 [L25]al sol. Una verdadera lluvia de fuego atravesaba el aire. Fue el día de
más calor observado hasta entonces.
Joe dispuso las hogueras igual que la noche anterior, y,
durante las guardias del doctor y de Kennedy, no se produjo ningún nuevo
incidente.
Pero, hacia las tres de la mañana, Joe, que era el
encargado de la vigilancia, notó que bajaba la temperatura, que el cielo se
cubría de nubes y que la oscuridad aumentaba.
‑¡Alerta! ‑exclamó, despertando a sus compaiíeros‑. ¡Alerta!
¡Se levanta viento!
‑¡Es una tempestad! ‑dijo el doctor contemplando el cielo‑.
¡Al Victoria! ¡Al Victoria!
Tuvieron que darse prisa. El Victoria se inclinaba bajo la fuerza del huracán y arrastraba la
barquilla, que iba surcando la arena. Si, por casualidad, hubiera caído una
parte del lastre, el globo habría partido y toda esperanza de encontrarlo
habría sido vana.
Pero Joe, corriendo más que un galgo, detuvo la barquilla,
y el aeróstato se dobló sobre la arena con peligro de romperse. El doctor ocupó
su sitio, encendió el soplete y arrojó el exceso de peso.
Los viajeros miraron por última vez
los árboles del oasis, que se plegaban por efecto de la tempestad, y luego
arrastrados por un viento del este a doscientos pies de altura, desaparecieron
en la noche.
XXIX
Indicios
de vegetación. ‑ Idea fantástica de un autor
francés.
‑ País magnífico. ‑ El reino de Adamaua. ‑ Las
exploraciones
de Speke y Burton enlazadas con las de
Barth. ‑
Los montes Alantika. ‑ El río Benué. ‑ La
ciudad
de Yola. ‑ El Bagelé. ‑ El monte Mendif
Desde el momento de la partida, los viajeros avanzaron
con gran rapidez, como si les faltase tiempo para abandonar aquel desierto que
tan funesto había estado a punto de serles.
Hacia las nueve y cuarto de la mañana se entrevieron algunos
indicios de vegetación: hierbas flotando en aquel mar de arena y que les
anunciaban, como a Cristóbal Colón, la proximidad de la tierra. Verdes
vástagos brotaban tímidamente entre pedruscos que, a su vez, se convertirían en
rocas de aquel océano.
Ondeaban en el horizonte colinas aun poco elevadas, cuyo
perfil, difuminado por la bruma, se dibujaba vagamente. La monotonía
desaparecía.
El doctor saludaba con entusiasmo aquella nueva comarca,
y, cual vigía en un buque, estaba a punto de gritar:
‑¡Tierra, tierra!
Una hora después, el continente se ofrecia a sus ojos con
un aspecto aún salvaje, pero menos llano, menos desnudo y con algunos árboles
que se perfilaban en el cielo ceniciento.
‑¿Nos hallamos, pues, en tierra civilizada? ‑preguntó el
cazador.
‑Según lo que entienda por civilizado, señor Dick; de
momento no veo habitantes.
‑Al paso que llevamos ‑respondió Fergusson‑, no tardaremos
en verlos.
‑¿Nos encontramos aún en tierra de negros, señor Samuel?
‑Sí, Joe, mientras no lleguemos al país de los árabes.
‑¿Árabes, señor? ¿Verdaderos árabes con sus camellos?
‑No, sin camellos. Los camellos son raros, por no decir
desconocidos, en estas comarcas. Para encontrarlos es preciso subir unos
grados al norte.
‑¡Qué fastidio!
‑¿Por qué, Joe?
‑Porque, si tuviésemos viento contrario, los camellos
podrían sernos útiles.
‑¿ Cómo?
‑Es una idea que se me ocurre, señor. Podríamos engancharlos
a la barquilla y hacer que la remolcaran.
‑¿Qué le parece?
‑No eres el primero, Joe, a quien se le ha ocurrido la
idea. Ha sido explotada, aunque es verdad que en una novela, por un autor
francés muy ingenioso[L26]. Unos viajeros montan en un globo tirado por camellos, a quienes
devora un león, el cual se coloca en su puesto y arrastra a su vez, y así
sucesivamente. Ya ves que todo eso no es más que pura fantasía y nada tiene en
común con nuestro género de locomoción.
Joe, algo humillado al pensar que su idea ya había sido
utilizada, estuvo devanándose los sesos para averiguar qué animal pudo devorar
al león, y, no encontrándolo, se dedicó a examinar el país.
Bajo su mirada se extendía un lago de mediana extensión,
con un anfiteatro de colinas que aún no tenían derecho a llamarse montañas.
Allí serpenteaban valles numerosos y fecundos, e intrincadas selvas con gran variedad
de árboles. El palmito dominaba aquella masa, con sus hojas de quince pies de
longitud y sus tallos erizados de agudas espinas; el bombax transmitía al
viento el fino vello de sus semillas; los intensos perfumes del pendano, ese kenda de los árabes, impregnaban el aire
hasta la zona que atravesaba el Victoria, el papayo de hojas palmeadas,
la esterculiácea que produce la nuez de Sudán, el baobab y los bananos
completaban aquella flora lujuriante de las regiones intertropicales.
‑El país es soberbio ‑dijo el doctor.
‑Ahí hay animales ‑dijo Joe‑. No estarán lejos los
hombres.
‑¡Magníficos elefantes! ‑exclamó Kennedy‑. ¿No habría
medio de cazar un poco?
‑¿Cómo quieres que nos detengamos, amigo Dick, con una
corriente tan violenta? Sufre un poco el suplicio de Tántalo. Ya te desquitarás
más adelante.
Motivos había, en efecto, para excitar la imaginacion de
un cazador, así es que el corazón de Dick palpitaba con fuerza y sus dedos se
crispaban sobre la culata de su Purdey[L27].
La fauna de aquel país estaba a la altura de su flora. El
toro salvaje se revolcaba en una hierba espesa bajo la cual desaparecía
enteramente. Elefantes de la mayor talla, grises, negros o amarillos, pasaban
como un tifón tempestuoso por los poblados bosques, rompiendo, golpeando, saqueando,
dejando tras de sí una huella de devastación. Por las verdes laderas de las
colinas fluían cascadas y arroyos, formando espaciosas charcas donde los
hipopótamos se bañaban con mucho estrépito, y manatíes de doce pies de longitud
y de cuerpo pisciforme se exhibían en las orillas, dirigiendo al cielo sus
redondos pechos henchidos de leche.
Era un extraño zoológico en un maravilloso jardín
botánico, donde innumerables pájaros de mil colores brillaban entre las plantas
arborescentes.
Por aquella prodigalidad de la naturaleza, el doctor
reconoció el soberbio reino de Adamaua.
‑Seguimos las huellas de los descubrimientos modernos ‑dijo‑.
He recuperado la pista interrumpida de los viajeros, lo que es, amigos mios,
una feliz fatalidad. Podremos enlazar los trabajos de los capitanes Burton y
Speke con las exploraciones del doctor Barth. Hemos dejado a los viajeros
ingleses para encontrar a un hamburgués, y no tardaremos en llegar al punto
extremo alcanzado por este atrevido sabio.
‑Me parece ‑dijo Kennedy‑, a juzgar por el espacio que
hemos recorrido, que entre las dos exploraciones hay una extensión de país muy
considerable.
‑Es cosa fácil de calcular; coge el mapa y mira cuál es la
longitud de la punta meridional del lago Ukereue alcanzada por Speke.
-Se encuentra aproximadamente a treinta y siete grados ‑dijo
Kennedy.
‑Y la ciudad de Yola, cuya situación fijaremos esta noche
y a la que llegó Barth, ¿a cuántos grados se encuentra?
‑A unos doce grados de longitud.
‑Son, pues, veinticinco grados; a sesenta millas cada uno
hacen un total de mil quinientas millas.
‑Un agradable paseíto para hacerlo a pie ‑dijo Joe.
‑Se dará, sin embargo, ese paseo. Livingstone y Moffat
siguen subiendo hacia el interior; el Nyassa, descubierto por ellos, no está
muy lejos del lago Tanganica, reconocido por Burton, y, antes de que concluya
el siglo presente, estas comarcas inmensas serán indudablemente exploradas.
Pero ‑añadió el doctor, consultando su brújula‑ siento que el viento nos empuje
tan al oeste; yo hubiera querido remontar hacia el norte.
Después de doce horas de marcha, el Victoria se encontró
en los confines de la Nigricia. Los primeros habitantes de aquella tierra,
árabes chouas, apacentaban sus rebaños nómadas. Las inmensas cumbres de los
montes Alantika pasaban por encima del horizonte. Sus montañas, que hasta
ahora no ha pisado ningun pie europeo, tienen una altura que se calcula en mil
trescientas toesas. Su pendiente occidental determina el curso de todas las
aguas de aquella parte de África hacia el océano; son las montañas de la Luna
de aquella región.
A la vista de los viajeros apareció, al fin, un verdadero
río, y por los inmensos hormigueros que lo rodeaban, el doctor reconoció el
Benué, uno de los grandes afluentes del Níger, llamado por los indígenas la «fuente
de las aguas».
‑Este río ‑dijo el doctor a sus compañeros‑ se convertirá
con el tiempo en la vía natural de comunicación con el interior de la Nigricia.
El vapor Pléyade, bajo el mando de uno de nuestros bravos capitanes, ya lo ha
remontado hasta la ciudad de Yola. De manera que, como veis, nos encontramos
en tierras conocidas.
Numerosos esclavos se ocupaban de los trabajos del campo;
cultivaban sorgo, una especie de mijo que constituye la base de su
alimentación. Las más estúpidas muestras de asombro se sucedían al paso del Victoria,
que pasaba como un meteoro. Al anochecer, el globo se detuvo a cuarenta millas
de Yola, y ante él, aunque a lo lejos, se alzaban los dos conos puntiagudos del
monte Mendif.
El doctor mandó echar las anclas, que quedaron enganchadas
en la copa de un árbol elevado. Pero un viento muy recio azotaba al Victoria
hasta el punto de tumbarlo, y algunas veces la posición de la barquilla
resultaba sumamente peligrosa. Fergusson no cerró los ojos en toda la noche, y
con frecuencia estuvo a punto de cortar el cable y huir de la tormenta. Por
último, la temperatura calmó y las oscilaciones del aeróstato ya nada tuvieron
de alarmante.
Al día siguiente, el viento fue más moderado, pero alejaba
a los viajeros de la ciudad de Yola, la cual, reconstruida por los fuhlahs
excitaba la curiosidad de Fergusson; sin embargo, fue preciso elevarse hacia
el norte e incluso un poco hacia el este.
Kennedy propuso hacer un alto en aquel territorio de caza;
Joe, por su parte, afirmaba que la necesidad de carne fresca se dejaba sentir;
pero las costumbres salvajes de aquel país, la actitud de la población y
algunos disparos dirigidos al Victoria obligaron al doctor a proseguir
el viaje. Atravesaban una comarca, escenario de matanzas y de incendios, en que
los combates son incesantes y los sultanes se juegan un reino entre las más
atroces carnicerías.
Numerosas y pobladas aldeas se extendían entre inmensos
prados, cuya espesa hierba estaba sembrada de violetas; las chozas, semejantes
a gigantescas colmenas, se refugiaban detrás de espinosos setos. Kennedy comentó
varias veces que las agrestes laderas de las colinas recordaban los glen de las altas tierras de Escocia.
Pese a todos sus esfuerzos por seguir otro rumbo, el
doctor iba derecho al nordeste, hacia el monte Mendif, que desaparecía entre
las nubes. Las altas cumbres de aquellas montañas separan la cuenca del Níger
de la cuenca del lago Chad.
No tardó en aparecer el Bagelé, con sus dieciocho aldeas
a su alrededor, corno una multitud de niños en torno a su madre. El
espectáculo era magnífico para unas miradas que dominaban y abarcaban todo el
conjunto. Las laderas estaban cubiertas de campos de arroz y de cacahuetes.
A las tres, el Victoria
se hallaba frente al monte Mendif. No habiéndolo podido evitar, era
menester traspasarlo. El doctor, aumentando ciento ochenta grados la temperatura[L28], dio al globo una fuerza ascensional de cerca de mil seiscientas
libras; éste se elevó a más de ocho mil pies. Fue la mayor elevación obtenida
durante el viaje; la temperatura bajó de tal modo que el doctor y sus
compañeros tuvieron que recurrir a las mantas.
Fergusson se dio prisa en bajar, ya que el envoltorio del
aeróstato amenazaba romperse. Tuvo, sin embargo, suficiente tiempo para
comprobar el origen volcánico de la montaña, cuyos cráteres apagados no son más
que profundos abismos. Grandes aglomeraciones de excrementos de aves daban a
las lomas del Mendif la apariencia de rocas calizas, bastando aquellas
aglomeraciones para abonar las tierras de todo el Reino Unido.
A las cinco, el Victoria,
a resguardo de los vientos del sur, seguía con lentitud las pendientes de
la montaña y se detenía en un inmenso raso separado de todo lugar habitado.
Apenas llegó a tierra, se tomaron las debidas precauciones para sujetarlo, y
Kennedy, escopeta en mano, se dirigió hacia la llanura inclinada. No tardó en
volver con media docena de ánades y una especie de chocha que Joe condimentó lo
mejor que pudo. La cena fue agradable y la noche transcurrió en una gran
calma.
XXX
Mosfeya.
‑ El jeque. ‑ Denham, Clapperton y Oudney.
‑ Vogel.
‑ La capital de Loggum. ‑ Toole. ‑ Calma
sobre
Kernak. ‑ El gobernador y su corte. ‑ El ataque.
‑ Las
palomas incendiarias
Al día siguiente, de mayo, el Victoria reemprendió su azaroso viaje. Los viajeros tenían puesta
en él la misma confianza que un marino en su buque.
Huracanes terribles, calores tropicales, ascensiones
peligrosas y descensos más peligrosos aún, todo lo había resistido. Se podría
decir que Fergusson lo guiaba con un gesto; de modo que, pese a no conocer el
punto definitivo de su llegada, el doctor no dudaba del buen éxito de su
viaje. Pero, en aquel país de bárbaros y fanáticos, la prudencia le obligaba a
tomar las más severas precauciones, por lo que recomendó a sus companeros que
estuviesen siempre ojo avizor, vigilándolo todo a todas horas.
El viento conducía un poco más hacia el norte, y alrededor
de las nueve entrevieron la gran ciudad de Mosfeya, edificada en una eminencia
encajonada entre dos altas montañas. Inexpugnable por su posición, no se podía
penetrar en ella sino por un camino angosto entre un pantano y un bosque.
En aquel momento, un jeque acompañado de una escolta a
caballo, vestido con ropajes de vivos colores, y precedido de trompeteros y
batidores que separaban las armas del camino, entraba orgullosamente en la
ciudad.
El doctor descendió para contemplar más de cerca a
aquellos indígenas, pero, a medida que el globo aumentaba de tamaño a sus
ojos, se fueron multiplicando sus ademanes de profundo terror, y no tardaron en
desfilar con toda la velocidad que les permitían sus piernas o las patas de sus
caballos.
El jeque fue el único que permaneció inmóvil. Cogió su
largo mosquete, lo amartilló y aguardó resueltamente. El doctor se acercó a él
a menos de quince pies y, con toda la fuerza de sus pulmones, le saludó en
árabe. Al oír aquellas palabras bajadas del cielo, el jeque se apeó y se
prosternó sobre el polvo del camino, y el doctor no pudo distraerle de su
adoración.
‑Es imposible ‑dijo‑ que esas gentes no nos tomen por
seres sobrenaturales, puesto que cuando vieron a los primeros europeos creyeron
que pertenecían a una raza sobrehumana. Y cuando este jeque hable de su encuentro
con nosotros, no dejará de exagerar el hecho con todos los recursos de una
imaginación árabe. Juzgad, pues, lo que las leyendas dirán algún día acerca de
nosotros.
‑Bajo el punto de vista de la civilización ‑respondió el
cazador‑, sería preferible pasar por simples mortales; eso daría a estos negros
una idea muy distinta del poder europeo.
‑Estamos de acuerdo, amigo Dick; pero ¿qué podemos hacer?
Por más que les explicases a los sabios del país el mecanismo de un aeróstato,
se quedarían en ayunas y continuarían atribuyéndolo a una intervención sobrenatural.
‑Señor ‑preguntó Joe‑, ha hablado de los primeros europeos
que exploraron este país, ¿puede decirnos quiénes fueron?
‑Querido muchacho, nos hallamos precisamente en la ruta
del mayor Denham, que fue recibido en Mosfeya por el sultán de Mandara. Había
salido de Bornu, acompañaba al jeque a una expedición contra los fellatahs y
asistió al ataque de la ciudad, que con sus flechas resistió denodadamente a
las balas árabes y obligó a huir a las tropas del jeque. Todo eso no era mas
que un pretexto para cometer asesinatos, robos y razzias. Despojaron al mayor
de sus pertenencias y lo dejaron desnudo, y de no ser por un caballo bajo el
vientre del cual se escondio y que le permitió huir a todo escape gracias a su
desenfrenado galope, jamás hubiera regresado a Kuka, la capital de Bornu.
‑Pero ¿quién era ese mayor Denham?
‑Un intrépido inglés que, desde 1822 hasta 1824, estuvo
al mando de una expedición en Bornu, en compañía del capitán Clapperton y del
doctor Oudney. Partieron de Trípoli en marzo, llegaron a Murzuk, la capital
del Fezzán, y, siguiendo el camino que más adelante tomaría el doctor Barth
para regresar a Europa, llegaron a Kuka, cerca del lago Chad, el 16 de febrero
de 1823. Denham llevó a cabo varias exploraciones en Bornu, en el Mandara y en
las orillas orientales del lago; durante ese tiempo, el 15 de diciembre de 1823
el capitán Clapperton y el doctor Oudney penetraron en Sudán hasta Sackatu,
muriendo Oudney de fatiga y agotamiento en la ciudad de Murmur.
‑Según veo ‑dijo Kennedy‑, esta parte de África también ha
pagado a la ciencia su correspondiente tributo de víctimas.
‑Sí, esta comarca es fatal. Marchamos directamente hacia
el reino de Baguirmi, que en 1856 Vogel atravesó para penetrar en Wadai, donde
desapareció. Era un joven de veintitres años, que había sido enviado para cooperar
en los trabajos del doctor Barth; se encontraron los dos el 1 de diciembre de
1854; luego Vogel empezó las exploraciones del país y, hacia 1856, anunció en
sus últimas cartas su intención de reconocer el reino de Wadai, en el cual no
había penetrado aún ningún europeo; parece que llegó hasta Wara, la capital,
donde, según unos, cayó prisionero, y, según otros, fue condenado a muerte y
ejecutado por haber intentado subir a una montaña sagrada de las inmediaciones.
Pero no se debe admitir con ligereza la noticia de la muerte de los viajeros,
ya que ello dispensa de buscarlos. ¡Cuántas veces ha circulado oficialmente la
noticia del fallecimiento del doctor Barth, cosa que a menudo le ha causado una
legítima irritación! Es muy posible, pues, que Vogel se encuentre retenido
por el sultán de Wadai, el cual tal vez exija un rescate. El barón de Nelmans
se puso en marcha hacia Wadai, pero murió en El Cairo en 1855. Ahora sabemos
que De Heuglin, con la expedición enviada de Leipzig, sigue el rastro de Vogel,
y es de esperar que pronto conozcamos de una manera positiva el paradero de
este joven e interesante viajero[L29].
Mosfeya había desaparecido del horizonte hacía tiempo. El
Mandara desplegaba bajo las miradas de los aeronautas su asombrosa fertilidad,
con sus bosques de acacias, sus árboles de rojas flores y las plantas herbáceas
de sus campos de algodón y de índigo. El Chari, que desagua en el Chad,
ochenta millas más alla, corria impetuosamente.
El doctor mostró a sus companeros el curso del río en los
mapas de Barth.
‑Ya veis ‑‑dijo‑ que los trabajos de este sabio son de una
precisión suma. Nosotros marchamos en línea recta hacia el distrito de Loggum,
tal vez hacia su capital, Kernak, que es donde murió el pobre Toole, joven inglés
de veintidós años. Era abanderado en el 800 regimiento y hacía
algunas semanas que se había unido al mayor Denham en África, donde no tardó
en hallar la muerte. ¡Bien puede llamarse a esta inmensa comarca el cementerio
de los europeos!
Algunas canoas de cincuenta pies de longitud descendían
el curso del Chari. El Victoria, a mil pies de tierra, llamaba poco la
atención de los indigenas; pero el viento, que hasta entonces había soplado con
bastante fuerza, tendía a disminuir.
‑¿Vamos a sufrir otra nueva calma chicha? ‑preguntó el
doctor.
‑¿Qué nos importa, señor? Ahora no hemos de temer ni la
falta de agua ni el desierto.
‑No, pero hemos de temer a las tribus, que son aún peores.
‑He aquí ‑dijo Joe‑ algo que parece una ciudad.
‑Es Kernak, a donde nos llevan las últimas bocanadas de
viento. Podremos, si nos conviene, sacar un plano con toda exactitud.
‑¿No nos acercaremos? ‑preguntó Kennedy.
‑Nada más fácil, Dick. Estamos justo encima de la ciudad.
Permíteme cerrar un poco la espita del soplete y no tardaremos en bajar.
Media hora después, el Victoria se mantenía inmóvil
a doscientos pies de tierra.
‑Más cerca estamos de Kernak ‑dijo el doctor‑ que lo
estaría de Londres un hombre encaramado en la esfera que corona la cúpula de
San Pablo. Podemos examinar la ciudad a gusto.
‑¿Qué ruido de mazos es ese que se oye por todas partes?
Joe miró con atención y vio que el ruido era producido
por un considerable número de tejedores, que golpeaban al aire libre sus telas
extendidas sobre gruesos troncos de árbol.
La capital de Loggum se dejaba abarcar toda entera por las
miradas de los viajeros, como si fuese un plano. Era una verdadera ciudad, con
casas alineadas y calles bastante anchas. En medio de una gran plaza había un
mercado de esclavos que atraía a muchos compradores, pues los mandarenses, de
manos y pies sumamente pequeños, van muy buscados y se colocan ventajosamente.
A la vista del Victoria se produjo el efecto de
costumbre. Primero gritos y después un profundo asombro. Se abandonaron los
negocios, se suspendieron los trabajos, cesaron todos los ruidos. Los viajeros
permanecían inmóviles y no se perdían ni un detalle de la populosa ciudad.
Descendieron hasta sesenta pies del suelo.
Entonces el gobernador de Loggum salió de su morada,
desplegando su estandarte verde y acompañado de músicos, que soplaban en roncos
cuernos de búfalo con fuerza suficiente para destrozar los tímpanos. La muchedumbre
se agolpó a su alrededor y el doctor Fergusson quiso hacerse comprender, pero
no pudo conseguirlo.
Aquellos indígenas de frente alta, cabellos ensortijados
y nariz casi aguileña parecían altivos e inteligentes, pero la presencia del Victoria
les turbaba de manera singular. Se veían jinetes corriendo en distintas
direcciones, y pronto fue evidente que las tropas del gobernador se reunían
para combatir a tan extraordinario enemigo. En vano desplegó Joe, para calmar
la efervescencia, pañuelos de todos los colores. No obtuvo resultado alguno.
El jeque, sin embargo, rodeado de su corte, reclamó
silencio y pronunció un discurso del cual el doctor no pudo entender una
palabra; era árabe mezclado con baguirmi. El doctor reconoció, por la lengua
universal de los gestos, que se le invitaba a marcharse cuanto antes, cosa que
no podía hacer, pese a sus deseos, por falta de viento. Su inmovilidad exasperó
al gobernador, cuyos cortesanos comenzaron a aullar para obligar al monstruo a
alejarse de allí.
Aquellos cortesanos eran personajes muy singulares.
Llevaban la friolera de cinco o seis camisas de diferentes colores y tenían
vientres enormes, algunos de los cuales parecían postizos. El doctor asombró a
sus compañeros al decir que aquélla era su manera de halagar al sultán. La
redondez del abdomen indicaba la ambición de la persona. Aquellos hombres
gordos gesticulaban y gritaban, principalmente uno de ellos, que forzosamente
había de ser primer ministro, si la obesidad encontraba su recompensa en la
Tierra. La muchedumbre unía sus aullidos a los gritos de los cortesanos,
repitiendo como monos sus gesticulaciones, lo que producía un movimiento único
e instantáneo de diez mil brazos.
A estos medios de intimidación, que se juzgaron insuficientes,
se añadieron otros más temibles. Soldados armados de arcos y flechas formaron
en orden de batalla, pero el Victoria ya se hinchaba y se ponía
tranquilamente fuera de su alcance. El gobernador, cogiendo entonces un
mosquete, apuntó hacia el globo. Pero Kennedy le vigilaba y con una bala de su
carabina rompió el arma en la mano del jeque.
A este golpe inesperado sucedió una desbandada general.
Todos se metieron precipitadamente en sus casas y durante el resto del día la
ciudad quedó absolutamente desierta.
Vino la noche. No hacía nada de viento. Preciso fue a los
viajeros resolverse a permanecer inmóviles a trescientos pies de tierra. Ni
una luz brillaba en la oscuridad, y reinaba un silencio sepulcral. El doctor
redobló su prudencia, porque aquella calma podía ser muy bien una estratagema.
Razón tuvo Fergusson en vigilar. Hacia medianoche, toda
la ciudad pareció arder. Centenares de líneas de fuego se cruzaban como
cohetes, formando una red de llamas.
‑¡Cosa singular! ‑exclamó el doctor.
‑Lo más singular es ‑replicó Kennedy‑ que las llamas
suben y se acercan a nosotros.
En efecto, acompañada de un griterío espantoso y descargas
de mosquetes, aquella masa de fuego subía hacia el Victoria. Joe se preparó para arrojar lastres. Fergusson encontró
muy pronto la explicación del fenómeno.
Millares de palomas con la cola provista de materias
inflamables habían sido lanzadas contra el Victoria.
Asustadas, las pobres aves subían, trazando en la atmósfera zigzagues de
fuego. Kennedy descargó contra ellas todas sus armas, pero nada podían contra
un ejército tan numeroso. Las palomas ya revoloteaban alrededor de la barquilla
y del globo, cuyas paredes, reflejando su luz, parecían envueltas en una red de
llamas.
El doctor no vaciló y, arrojando un fragmento de cuarzo,
se puso fuera del alcance de tan peligrosas aves. Por espacio de dos horas se
las vio desde la barquilla corriendo azoradas en distintas direcciones, pero
poco a poco fue disminuyendo su número y, por último, desaparecieron todas
entre las sombras de la noche.
‑Ahora podemos dormir tranquilos ‑declaró el doctor.
‑¡Para ser obra de salvajes ‑exclamó Joe‑, el ardid no es
poco ingenioso!
‑Sí, suelen utilizar palomas incendiarias para prender
fuego a las chozas de las aldeas; pero nuestra aldea vuela más alto que sus
palomas.
‑Está visto que un globo no tiene enemigos que temer ‑dijo
Kennedy.
‑Sí los tiene ‑replicó el doctor.
‑¿ Cuáles?
‑Los imprudentes que lleva en su barquilla. Así que,
amigos míos, vigilancia y más vigilancia, siempre y por doquier.
XXXI
Partida
durante la noche. ‑ Los tres. ‑ Los instintos de
Kennedy.
‑ Precauciones. ‑ El curso del Chari. ‑ El
lago Chad.
‑ El agua del lago. ‑ El hipopótamo. ‑ Una
bala
perdida
Hacia las tres de la mañana, Joe, que estaba de guardia,
vio que el globo se alejaba de la ciudad. El Victoria volvía a emprender su marcha. Kennedy y el doctor se
despertaron.
Este último consultó la brújula y reconoció con satisfacción
que el viento los llevaba hacia el norte‑nordeste.
‑Estamos de suerte ‑dijo‑, todo nos sale a pedir de boca;
hoy mismo descubriremos el lago Chad.
‑¿Es una gran extensión de agua? ‑preguntó con interés el
señor Kennedy.
‑Considerable, amigo Dick; en algunos puntos puede llegar
a medir ciento veinte millas tanto de largo como de ancho.
‑Pasear sobre una alfombra líquida dará un poco de
variedad a nuestro viaje.
‑Me parece que no tenemos motivo de queja. Nuestro viaje
es muy variado y, sobre todo, lo hacemos en las mejores condiciones posibles.
‑Sin duda, Samuel; si exceptuamos las privaciones del
desierto, no hemos corrido ningún peligro grave.
‑Cierto es que nuestro valiente Victoria se ha portado siempre a las mil maravillas. Partimos el
dieciocho de abril y hoy estamos a doce de mayo. Son veinticinco días de
marcha. Diez días más y habremos llegado.
‑¿Adónde?
‑No lo sé; pero ¿qué nos importa?
‑Tienes razón, Samuel. Confiemos a la Providencia la tarea
de dirigirnos y de mantenernos sanos y salvos. Nadie diría que hemos atravesado
los países más pestilentes del mundo.
‑Porque nos hemos podido elevar y nos hemos elevado.
‑¡Vivan los viajes aéreos! ‑exclamó Joe-. Después de
veinticinco días, nos hallamos rebosantes de salud, bien alimentados y bien
descansados; demasiado tal vez, porque mis piernas empiezan a entumecerse y no
me vendría mal hacer a pie unas treinta millas para estirarlas un poco.
‑Te darás ese gustazo en las calles de Londres, Joe. Ahora
diré, para concluir, que al partir éramos tres, como Denham, Clapperton y
Overweg, y como Barth, Richardson y Vogel, y que, más dichosos que nuestros
predecesores, seguimos siendo tres, Sin embargo, es importantísimo que no nos
separemos. Si, hallándose en tierra uno de nosotros, el Victoria tuviese
que elevarse de pronto para evitar un peligro súbito e imprevisto, ¿quién sabe
si le volveríamos a ver? A Kennedy se lo digo, pues no me gusta que se aleje
con el pretexto de cazar.
‑Me permitirás, sin embargo, amigo Samuel, que siga con mi
capricho; no hay ningún mal en renovar nuestras provisiones. Además, antes de
partir me hiciste entrever una serie de soberbias cacerías, y hasta ahora he
avanzado muy poco por la senda de los Anderson y de los Cumming.
‑O tienes muy poca memoria, amigo Dick, o la modestia te
obliga a olvidar tus proezas. Me parece que, sin contar la caza menor, pesan ya
sobre tu conciencia un antílope, un elefante y dos leones.
‑¿Y qué es eso para un cazador africano que ve pasar por
delante de su fusil todos los animales de la creación? ¡Mira, mira qué manada
de jirafas!
‑¡Jirafas! ‑exclamó Joe‑. ¡Si son del tamaño del puño!
‑Porque estamos a mil pies de altura. De cerca verías que
son tres veces más altas que tú.
‑¿Y qué dices de esa manada de gacelas? ‑repuso Kennedy‑.
¿Y de esos avestruces que huyen con la rapidez del viento?
‑¡Avestruces! ‑exclamó Joe‑. Son gallinas, y aún me parece
exagerar bastante.
‑Veamos, Samuel, ¿no podríamos acercarnos?
‑Sí podemos, Dick, pero no tomar tierra. ¿Y qué sentido
tiene herir a unos animales que no hemos de poder coger? Si se tratara de
matar a un león, un tigre o una hiena, lo comprendería; siempre sería una
bestia peligrosa menos. Pero matar a un antílope o una gacela, sin más
provecho que la vana satisfacción de tus instintos de cazador, no merece la
pena. Así pues, amigo mío, nos mantendremos a cien pies del suelo, y si
distingues alguna fiera obtendrás nuestros aplausos hiriéndola de un balazo en
el corazón.
El Victoria bajó poco a poco, pero se mantuvo a una
altura tranquilizadora. En aquella comarca salvaje y muy poblada era menester
estar siempre en guardia contra peligros inesperados.
Los viajeros seguían directamente el curso del Chari,
cuyas encantadoras márgenes desaparecían bajo las sombrías arboledas de
variados matices. Lianas y plantas trepadoras serpenteaban en todas
direcciones y formaban curiosos entrelazamientos. Los cocodrilos retozaban al
sol o se zambullían en el agua ligeros como lagartos, y se acercaban, como
jugando, a las numerosas islas verdes que rompían la corriente del río.
Así pasaron sobre el distrito de Maffatay, con el cual tan
pródiga y espléndida ha sido la naturaleza. Hacia las nueve de la mañana, el
doctor Fergusson y sus amigos alcanzaron la orilla meridional del lago Chad.
Allí estaba aquel mar Caspio de África, cuya existencia
se relegó por espacio de mucho tiempo a la categoría de las fábulas, aquel mar
interior al que no habían llegado más expediciones que la de Denham y la de
Barth.
El doctor intentó fijar la configuración actual, muy
diferente de la que presentaba en 1847. En efecto, no es posible trazar de una
manera definitiva el mapa de ese lago rodeado de pantanos fangosos y casi
infranqueables donde Barth creyó perecer. De un año a otro, aquellas ciénagas,
cubiertas de espadafías y de papiros de quince pies de altura, desaparecen bajo
las aguas del lago. Con frecuencia, las poblaciones ribereñas también quedan
semisumergidas, como le sucedió a Ngornu en 1856; en la actualidad, los
hipopótamos y los caimanes se zambullen donde antes se alzaban las casas.
El sol derramaba sus deslumbradores rayos sobre aquellas
aguas tranquilas, y al norte los dos elementos se confundían en un mismo
horizonte.
El doctor quiso comprobar la naturaleza del agua, que por
espacio de mucho tiempo se creyó salada. No había ningún peligro en acercarse a
la superficie del lago, y la barquilla descendió hasta rozar el agua como una
golondrina.
Joe metió una botella y la sacó medio llena. El agua tenía
cierto gusto de natrón que la hacía poco potable.
En tanto que el doctor anotaba el resultado de su
observación, a su lado sonó un disparo. Kennedy no había podido resistir el
deseo de enviarle una bala a un gigantesco hipopótamo. Éste, que respiraba
tranquilamente, desapareció al oírse el estampido, sin que la bala cónica
hiciese en él ninguna mella.
‑Mejor hubiera sido clavarle un arpón ‑dijo Joe.
‑¿Y dónde está el arpón?
‑¿Qué mejor arpón que cualquiera de nuestras anclas? Para
un animal semejante, un ancla es el anzuelo apropiado.
‑¡Caramba! Joe ha tenido una idea... ‑dijo Kennedy.
‑A la cual os suplico que renunciéis ‑replicó el doctor‑.
El animal nos arrastraría muy pronto a donde nada tenemos que hacer.
‑Sobre todo, ahora que conocemos la calidad del agua del
Chad. ¿Y es comestible ese pez, señor Fergusson?
‑Tu pez, Joe, es un mamífero del género de los paquidermos,
y su carne, según dicen excelente, es objeto de un activo comercio entre las
tribus ribereñas del lago.
‑Siento, pues, que el disparo del señor Dick no haya
tenido mejor éxito.
‑El hipopótamo sólo es vulnerable en el vientre y entre
los muslos. La bala de Dick no le ha causado la menor impresión. Si el terreno
me parece propicio, nos detendremos en el extremo septentrional del lago;
allí, Kennedy podrá hacer de las suyas y desquitarse.
‑¡De acuerdo! ‑dijo Joe‑. Que cace el
señor Dick algún hipopótamo; me gustana probar la carne de ese anfibio. No me
parece natural penetrar hasta el centro de África para vivir de chochas y
perdices como en Inglaterra.
XXXII
La capital
de Bornu. ‑ Las islas de los biddiomahs. ‑
Los
quebrantahuesos. ‑ Las inquietudes del doctor. ‑
Sus
precauciones. ‑ Un ataque en el aire. ‑ La
envoltura
destrozada. ‑ La caída. ‑ Sacrificio sublime.
‑ La
costa septentrional del lago
Desde su llegada al lago Chad el Victoria había encontrado una corriente, que se inclinaba más al
oeste. Algunas nubes moderaban el calor del día; además, circulaba un poco de
aire en aquella inmensa extensión de agua. Sin embargo, hacia la una, el globo,
tras cruzar en diagonal aquella parte del lago, se internó en las tierras por
espacio de siete u ocho millas.
El doctor, al principio algo contrariado por esta dirección,
ya no pensó en quejarse de ella cuando distinguió la ciudad de Kuka, la
célebre capital de Bornu, rodeada de murallas de arcilla blanca; unas
mezquitas bastante toscas se alzaban pesadamente por encima de esa especie de
tablero de damas que forman las casas árabes. En los patios de las casas y en
las plazas públicas crecían palmeras y árboles de caucho, coronados por una
cúpula de follaje de más de cien pies de ancho. Joe comentó que el tamaño de
aquellos parasoles guardaba proporción con la intensidad de los rayos de sol,
lo que le permitió sacar conclusiones muy halagüefías para la Providencia.
Kuka está formada por dos ciudades distintas, separadas
por el dendal, un paseo de
trescientas toesas de ancho, a la sazón atestado de transeúntes a pie y a
caballo. A un lado se encuentra la ciudad rica, con sus casas altas y aireadas,
y al otro la ciudad pobre, triste aglomeración de chozas bajas y cónicas, donde
pulula una población indigente, porque Kuka no es ni comercial ni industrial.
Kennedy encontró en aquellas dos ciudades, perfectamente
diferenciadas, cierta semejanza con un Edimburgo que se extendiera en un
llano.
Pero los viajeros no pudieron dedicar a Kuka más que una
mirada muy rápida, porque con la inestabilidad característica de las corrientes
de aquella comarca, un viento contrario sobrevino de pronto y los arrastró por
espacio de unas cuarenta millas sobre el Chad.
Entonces se les presentó un nuevo panorama. Podían contar
las numerosas islas del lago, habitadas por los biddiomahs, sanguinarios
piratas no menos temidos que los tuaregs del Sahara. Aquellos salvajes se
disponían a recibir valerosamente al Victoria
con flechas y piedras, pero el globo pronto dejó atrás las islas, sobre
las que parecía aletear como un escarabajo gigantesco.
En aquel momento, Joe miraba el horizonte, y volviéndose
hacia Kennedy le dijo:
‑Señor Dick, usted que siempre está pensando en cazar,
aquí tiene una buena oportunidad.
‑¿Por qué, Joe?
‑Y ahora mi señor no se opondrá a sus disparos.
‑Explícate.
‑¿No ve qué bandada de pajarracos se dirige hacia
nosotros?
‑¡Pajarracos! ‑exclamó el doctor, cogiendo el anteojo.
‑Sí, los veo ‑replicó Kennedy‑. Por lo menos hay una
docena.
‑Si no le importa, catorce ‑respondió Joe.
‑¡Quiera el cielo que sean de una especie bastante dañina
para que el tierno Samuel no tenga nada que objetarme!
‑Lo que yo digo es ‑respondió Fergusson‑ que preferiría
que esos pajarracos estuvieran muy lejos de nosotros.
‑¿Les tiene miedo? ‑dijo Joe.
‑Son quebrantahuesos de gran tamaño, Joe, y si nos
atacan...
‑¿Y qué? Si nos atacan, nos defenderemos, Samuel Tenemos
todo un arsenal. No me parece que esos animales sean muy temibles.
‑¿Quién sabe? ‑respondió el doctor.
Diez minutos después, la bandada se había puesto a tiro.
Los catorce individuos de que se componía lanzaban roncos graznidos y
avanzaban hacia el Victoria más
irritados que asustados por su presencia.
‑¡Cómo gritan! ‑dijo Joe‑. ¡Qué escándalo! Al parecer no
les hace gracia que alguien invada sus dominios y se ponga a volar como ellos.
‑La verdad es ‑dijo el cazador‑ que su aspecto es
imponente, y me parecerian bastante temibles si fuesen armados con una carabina
Purdey Moore.
‑No la necesitan ‑respondió Fergusson, cuyo semblante
empezaba a nublarse.
Los quebrantahuesos volaban trazando inmensos círculos,
que iban estrechándose alrededor del Victoria. Cruzaban el cielo con una
rapidez fantástica, precipitándose algunas veces con la velocidad de un
proyectil y rompiendo su línea de proyección mediante un brusco y audaz giro.
El doctor, inquieto, resolvió elevarse
en la atmósfera para escapar de aquel peligroso vecindario y dilató el hidrógeno
del globo, el cual subió al momento.
Pero los quebrantahuesos subieron con él, poco dispuestos
a abandonarlo.
‑Tienen trazas de querer armar camorra ‑dijo el cazador,
amartillando su carabina.
En efecto, los pájaros se acercaban, y algunos de ellos
parecían desafiar las armas de Kennedy.
‑¡Qué ganas tengo de hacer fuego! ‑dijo éste.
‑¡No, Dick, no! ¡No los provoquemos! ¡Nos atacarían!
‑¡Buena cuenta daría yo de ellos!
‑Te equivocas, Dick.
‑Tenemos una bala para cada uno.
‑Y si se colocan encima del globo, ¿cómo les dispararás?
Imagínate que te encuentras en tierra frente a una manada de leones, o rodeado
de tiburones en pleno océano. Pues bien, para un aeronauta, la situación no es
menos peligrosa.
‑¿Hablas en serio, Samuel?
‑Muy en serio, Dick.
‑Entonces, esperemos.
‑Aguarda... Estáte preparado por si nos atacan, pero no
hagas fuego hasta que yo te lo diga.
Los pájaros se agruparon a poca distancia, de suerte que
se distinguían perfectamente su cuello pelado, que estiraban para gritar, y su
cresta cartilaginosa, salpicada de papilas violáceas, que se erguía con furor.
Su cuerpo tenía más de tres pies de longitud, y la parte inferior de sus
blancas alas resplandecía al sol. Hubiérase dicho que eran tiburones alados,
con los cuales presentaban un fantástico parecido.
‑¡Nos siguen! ‑dijo el doctor, viéndolos elevarse con él‑.
¡Y por más que subamos, subirán tanto como nosotros!
‑¿Qué hacer, pues? ‑preguntó Kennedy. El doctor no
respondió‑. Atiende, Samuel ‑prosiguió el cazador‑; haciendo fuego con todas
nuestras armas, tenemos a nuestra disposición diecisiete tiros contra catorce
enemigos. ¿Crees que no podremos matarlos o dispersarlos? Yo me encargo de
unos cuantos.
‑No pongo en duda tu destreza, Dick, y doy por muertos a
los que pasen por delante de tu carabina; pero, te lo repito, si atacan el
hemisferio superior del globo, se pondrán a cubierto de tus disparos y
romperán el envoltorio que nos sostiene. ¡Nos hallamos a tres mil pies de
altura!
En aquel mismo momento, uno de los pájaros más feroces se
dirigió al globo con el pico y las garras abiertos, en actitud de morder y
desgarrar a un tiempo.
‑¡Fuego, fuego! ‑gritó el doctor.
Y el pájaro, mortalmente herido, cayó dando vueltas en el
espacio.
Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y Joe amartilló
otra.
Asustados por el estampido, los quebrantahuesos se
alejaron momentáneamente, pero volvieron casi enseguida a la carga con furor
centuplicado. Kennedy decapitó de un balazo al que tenía más cerca. Joe le
rompió un ala a otro.
‑Ya no quedan más que once ‑dijo.
Pero entonces los pájaros adoptaron otra táctica y, como
si se hubiesen puesto de acuerdo, se dirigieron al Victoria; Kennedy
miró a Fergusson.
Éste, a pesar de su impasibilidad y
energía, se puso pálido. Hubo un momento de espantoso silencio. Después se oyó
un ruido estridente, como el de un tejido de seda que se rasga, y la barquilla
empezó a precipitarse rápidamente.
‑¡Estamos perdidos! ‑gritó Fergusson, fijando la vista en
el barómetro, que subía muy deprisa.
‑¡Afuera el lastre! ‑añadió‑. ¡Nada de lastre!
Y en pocos segundos desapareció todo el cuarzo.
‑¡Seguimos cayendo!... ¡Vaciad las cajas de agua! ¿Me oyes, Joe? ¡Nos
precipitamos en el lago!
Joe obedeció. El doctor se inclinó, mirando el lago que
parecía subir hacia él como una marea ascendente. El volumen de los objetos
aumentaba rápidamente; la barquilla se encontraba a menos de doscientos pies
de la superficie del Chad.
‑¡Las provisiones! ¡Las provisiones! ‑exclamó el doctor.
Y la caja que las contenía fue lanzada al espacio.
La velocidad de la caída disminuyó, pero los desdichados
seguían cayendo.
‑¡Echad más! ¡Echad más! ‑repitió el doctor.
‑No queda ya nada ‑dijo Kennedy.
‑¡Sí! ‑respondió lacónicamente Joe, persignándose
rápidamente.
Y desapareció por encima de la borda.
‑¡Joe! ¡Joe! ‑gritó el doctor, aterrorizado.
Pero Joe ya no podía oírle. El Victoria, sin lastre, recobró su marcha ascensional y se elevó
hasta una altura de mil pies. El viento, introduciéndose en la envoltura deshinchada,
lo arrastraba hacia las costas septentrionales.
‑¡Perdido! ‑dijo el cazador con un gesto de desesperación.
‑¡Perdido por salvarnos! ‑respondió Fergusson.
Y dos gruesas lágrimas brotaron de los ojos de aquellos
dos hombres tan intrépidos. Ambos se asomaron, intentando distinguir algún rastro
del desgraciado Joe, pero ya estaban lejos.
‑¿Qué haremos? ‑preguntó Kennedy.
‑Bajar a tierra en cuanto sea posible, Dick, y aguarlar.
Después de haber recorrido sesenta millas, el Victoria descendió a una costa
desierta, al norte del lago. Engancharon las anclas en un árbol poco elevado,
y el cazador las sujetó sólidamente.
Llegó la noche, pero ni Fergusson ni Kennedy pudieron
conciliar el sueño un solo instante.
XXXIII
Conjeturas.
‑ Restablecimiento del equilibrio del
Victoria. ‑
Nuevos cálculos del doctor Fergusson. ‑
Caza de
Kennedy. ‑ Exploración completa del lago
Chad. ‑
Tangalia. ‑ Regreso. ‑ Lari
Al día siguiente, 13 de mayo, los viajeros reconocieron
la parte de la costa que ocupaban, la cual era una especie de islote en medio
de un inmenso pantano. Alrededor de aquel trozo de terreno firme se levantaban
cañas tan grandes como árboles de Europa y que se extendían hasta donde
alcanzaba la vista.
Aquellas ciénagas inaccesibles hacían segura la posición
del Victoria. Bastaba vigilar la parte
del lago. La superficie del agua parecía ilimitada, sobre todo por el este, sin
que en ningún punto del horizonte se distinguiesen ni islas ni continente.
No se habían atrevido aún los dos amigos a hablar de su
desgraciado compañero. Kennedy participó, al cabo, sus conjeturas al doctor.
‑Quizá Joe no esté perdido ‑dijo‑. Es un muchacho listo
como pocos y un excelente nadador. En Edimburgo atravesaba sin dificultad el
Firth of Forth. Lo volveremos a ver, aunque no sé ni cómo ni cuándo; por nuestra
parte, debemos hacer todo lo posible para facilitarle la ocasión de
encontrarnos.
‑Dios te oiga, Dick ‑respondió el doctor, conmovido‑.
Haremos cuanto esté a nuestro alcance para encontrar a nuestro amigo. Ante
todo, orientémonos, después de haber liberado al Victoria de su
envoltura exterior, que de nada sirve, con lo que nos libraremos de un peso de
seiscientas cincuenta libras. ‑
El doctor Fergusson y Kennedy pusieron manos a la obra.
Tropezaron con grandes dificultades, pues fue preciso arrancar trozo a trozo el
tafetán, que ofrecía mucha resistencia, y cortarlo en estrechas tiras para desprenderlo
de las mallas de la red. El desgarrón ocasionado por el pico de los
quebrantahuesos tenía algunos pies de longitud.
Invirtieron más de cuatro horas en la operación; pero al
fin vieron que el globo interior, enteramente aislado, no había sufrido
ninguna avería. El Victoria ofrecía un volumen una quinta parte menor
que el de antes. La diferencia fue bastante sensible para llamar la atención de
Kennedy.
‑¿Será suficiente? ‑preguntó al doctor.
‑Acerca del particular, Dick, puedes estar tranquilo. Yo
restableceré el equilibrio, y, si vuelve nuestro pobre Joe, volveremos a
emprender con él el camino por el espacio.
‑Si no me falla la memoria, Samuel, en el momento de
nuestra caída no debíamos de estar muy lejos de una isla.
‑Lo recuerdo, en efecto; pero aquella
isla, como todas las del Chad, estará sin duda habitada por una chusma de
piratas y asesinos que seguramente habrán sido testigos de nuestra catástrofe,
y si Joe cae en sus manos, ¿que será de él, a no ser que la superstición le
proteja?
‑Él es perfectamente capaz de ingeniárselas para salir de
apuros, te lo repito; confío en su destreza y en su inteligencia.
‑También yo. Ahora, Dick, vete a cazar por las inmediaciones,
pero no te alejes. Urge renovar nuestros víveres, de los cuales hemos
sacrificado la mayor parte.
‑Bien, Samuel; volveré pronto.
Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y, por entre las
crecidas hierbas, se dirigió a un bosque bastante cercano. Repetidos disparos
dieron a entender al doctor que la caza sería abundante.
Entretanto, él se ocupó de hacer el inventarlo de los
objetos conservados en la barquilla y de establecer el equilibrio del segundo
aeróstato. Quedaban unas treinta libras de pemmican, algunas provisiones
de té y café, una caja de un galón y medio de aguardiente y otra de agua
totalmente vacía; toda la carne seca había desaparecido.
El doctor sabía que, a causa de la pérdida del hidrógeno
del primer globo, su fuerza ascensional había sufrido una reducción de unas
novecientas libras. Así pues, tuvo que basarse en esta diferencia para
reconstruir su equilibrio. El nuevo Victoria tenía una capacidad de sesenta
y siete mil pies y contenía treinta y tres mil cuatrocientos ochenta pies
cúbicos de gas. El aparato de dilatación parecía hallarse en buen estado, y la
espita y el serpentín no habían experimentado deterioro alguno.
La fuerza ascensional del nuevo globo era, pues, de unas
tres mil libras. Sumando el peso del aparato, de los viajeros, de la provisión
de agua, de la barquilla y sus accesorios, y embarcando cincuenta galones de
agua y cien libras de carne fresca, el doctor llegaba a un total de dos mil
ochocientas treinta libras.
Podía, por tanto, llevar para los casos imprevistos ciento
setenta libras de lastre, en cuyo caso el aeróstato se hallaría equilibrado con
el aire.
Tomó sus disposiciones en consecuencia y reemplazó el
peso de Joe por un suplemento de lastre. Invirtió todo el día en estos
preparativos, los cuales llegaron a su término al regresar Kennedy. El cazador
había aprovechado las municiones. Volvió con todo un cargamento de gansos,
ánades, chochas, cercetas y chorlitos, que él mismo se encargó de preparar y
ahumar. Ensartó cada pieza en una fina caña y la colgó sobre una hoguera de
leña verde. Cuando las aves estuvieron en su punto fueron almacenadas en la
barquilla.
Al día siguiente, el cazador debía completar las provisiones.
La noche sorprendió a los viajeros en medio de sus
ocupaciones. Su cena se compuso de pemmican,
galletas y té. El cansancio, después de haberles abierto el apetito, les
dio sueño. Durante su guardia, ambos interrogaron más de una vez las tinieblas
creyendo oír la voz de Joe, pero, ¡ay!, estaba muy lejos de ellos aquella voz
que hubieran querido oír.
Al rayar el alba, el doctor despertó a Kennedy.
‑He meditado mucho ‑le dijo‑ acerca de lo que conviene
hacer para encontrar a nuestro companero.
‑Cualquiera que sea tu proyecto, Samuel, lo apruebo.
Habla.
‑Lo más importante es que Joe tenga noticias nuestras.
‑¡Exacto! Si llegase a figurarse que lo abandonamos...
‑¿Él? ¡Nos conoce demasiado! Nunca se le ocurriría
semejante idea; pero es preciso que sepa dónde estamos.
‑Pero ¿cómo?
‑Montaremos en la barquilla y nos elevaremos.
‑¿Y si el viento nos arrastra?
‑No nos arrastrará, afortunadamente. El viento nos conduce
al lago, y esta circunstancia, que hubiera sido contraria ayer, hoy es
propicia. Nuestros esfuerzos se limitarán, pues, a mantenernos durante todo el
día sobre esta vasta extensión de agua. Joe no podrá dejar de vernos allí
donde sus miradas se dirigirán incesantemente. Acaso llegue hasta a informarnos
de su paradero.
‑Lo hará, sin duda, si está solo y libre.
‑Y si está preso ‑repuso el doctor‑, no teniendo los
indígenas la costumbre de encerrar a sus cautivos, nos vera y comprenderá el
objeto de nuestras pesquisas.
‑Pero ‑repuso Kennedy‑, si no hallamos ningun indicio,
pues debemos preverlo todo, si no ha dejado una huella de su paso, ¿qué
haremos?
‑Procuraremos regresar a la parte septentrional del lago,
manteniéndonos a la vista todo lo posible; allí, aguardaremos, exploraremos las
orillas, registraremos las márgenes, a las cuales Joe intentará sin duda
llegar, y no nos iremos sin haber hecho todo lo posible por encontrarlo.
‑Partamos, pues ‑respondió el cazador.
El doctor tomó el plano exacto de aquel pedazo de tierra
firme que iba a dejar y estimó, según su mapa, que se hallaba al norte del
Chad, entre la ciudad de Lari y la aldea de Ingemini, visitadas ambas por el
mayor Denham. Mientras tanto, Kennedy completó sus provisiones de carne
fresca; sin embargo, pese a que en los pantanos circundantes se distinguían
huellas de rinocerontes, manatíes e hipopótamos, no tuvo ocasión de encontrar
uno solo de semejantes animales.
A las siete de la mañana, no sin grandes dificultades de
esas que el pobre Joe sabía solucionar a las mil maravillas, desengancharon el
ancla del árbol. El gas se dilató y el nuevo Victoria se elevó a
doscientos pies del suelo. Primero vaciló, girando sobre sí mismo; pero
atrapado luego por una corriente bastante activa, avanzó sobre el lago y fue
empujado muy pronto a una velocidad de veinte millas por hora.
El doctor se mantuvo constantemente a una altura que
variaba entre doscientos y quinientos pies. Kennedy descargaba con frecuencia
su carabina. Cuando sobrevolaban las islas, los viajeros se acercaban a tierra
imprudentemente, registrando con la mirada los cotos, los matorrales, los
jarales, los puntos sombríos, todas las desigualdades de las rocas capaces de
dar asilo a su compañero. Bajaban hasta situarse muy cerca de las largas
piraguas que surcaban el lago. Los pescadores, al verles, se precipitaban al
agua y regresaban a su isla, sin disimular en absoluto el miedo que sentían.
‑No se ve nada ‑dijo Kennedy, después de dos horas de
búsqueda.
‑Aguardaremos, Dick, sin desanimarnos; no debemos de
estar lejos del lugar del accidente.
A las once, el Victoria había avanzado noventa millas.
Encontró entonces una nueva corriente que, en ángulo casi recto, lo impelió
unas sesenta millas hacia el este. Planeaba sobre una isla muy extensa y
poblada que, en opinión del doctor, debía de ser Farram, donde se encuentra la
capital de los biddiomahs. Al doctor Fergusson le parecía que de todos los
matorrales veía salir a Joe escapándose y llamándole. Libre, lo hubieran cogido
sin dificultad; preso, se hubieran apoderado de él repitiendo la maniobra
empleada con el misionero; pero nada apareció, nada se movió. Motivos había
para desesperarse.
A las dos y media, el Victoria avistó Tangalia,
aldea situada en la margen oriental del Chad y que marcó el punto extremo alcanzado por Denham en la época de su exploración.
Inquietaba al doctor la dirección persistente del viento.
Se sentía empujado hacia el este, arrojado de nuevo al centro de África, a los
interminables desiertos.
‑Es absolutamente indispensable que nos detengamos ‑‑dijo‑,
e incluso que tomemos tierra. Debemos regresar al lago, sobre todo por Joe;
pero tratemos antes de encontrar una corriente opuesta.
Por espacio de más de una hora, buscó en diferentes zonas.
El Victoria siguió derivando tierra adentro; pero, afortunadamente, a la
altura de mil pies un viento muy fuerte lo condujo hacia el noroeste.
No era posible que Joe estuviese retenido en una de las
islas del lago, pues hubiera hallado algún medio de manifestar su presencia.
Tal vez le habían llevado a tierra. Así discurría el doctor cuando volvió a
ver la orilla septentrional del Chad.
La idea de que Joe se hubiese ahogado era inadmisible. Un
pensamiento horrible cruzó la mente de Fergusson y de Kennedy: los caimanes
eran numerosos en aquellos parajes. Pero ni uno ni otro tuvieron valor para
formular semejante preocupación. Sin embargo, resultaba tan insistente que el
doctor dijo sin más preámbulos:
‑Los cocodrilos no se encuentran más que en las orillas de
las islas o del lago, y Joe habrá sido bastante diestro para no caer en sus
garras. Además, no son muy peligrosos, pues los africanos se bañan impunemente
sin temer sus ataques.
Kennedy no respondió; prefería callar a discutir tan
terrible posibilidad.
El doctor distinguió la ciudad de Larl hacia las cinco de
la tarde. Los habitantes estaban ocupados en la recolección del algodón
delante de chozas formadas con cañas entretejidas, en medio de cercados muy
limpios y cuidadosamente conservados. Aquella aglomeración de unas cincuenta
cabañas ocupaba una ligera depresión de terreno en un valle que se extendía
entre suaves colinas. La violencia del viento les hacía avanzar más de lo que
les convenía; pero su dirección varió por segunda vez y condujo al Victoria
precisamente a su punto de partida en el lago, en la especie de isla firme
donde habían pasado la noche precedente. El ancla, en lugar de encontrar las ramas
del árbol, hizo presa en las raíces de un haz de cañas a las que daba una gran
resistencia el fango del pantano.
A duras penas pudo el doctor contener el aeróstato; pero,
al fin, el viento amainó al llegar la noche, que los dos amigos pasaron en
vela, casi desesperados.
XXXIV
El
huracán. ‑ Salida forzada. ‑ Pérdida de un ancla. ‑
Tristes
reflexiones. ‑ Resolución tomada. ‑ La tromba.
‑ La
caravana engullida. ‑ Viento contrario y
favorable.
‑ Regreso al sur. ‑ Kennedy en su puesto
A las tres de la mañana, el viento soplaba tan furiosamente
que el Victoria no podía permanecer
sin peligro cerca del suelo, ya que las cañas rozaban su tafetán y lo exponían
a romperse.
‑Tenemos que irnos, Dick ‑dijo el doctor‑. No podemos
seguir en esta situación.
‑Pero ¿y Joe?
‑¡No lo abandono! ¡Volveré a por él aunque el huracán me
lleve a cien millas al norte! Pero aquí comprometemos la seguridad de todos.
‑¡Partir sin él! ‑exclamó el escocés con gran dolor.
‑¿Crees acaso ‑repuso Fergusson‑ que no tengo el corazón
tan lacerado como tú? ¡Obedezco a una necesidad imperiosa!
‑Estoy a tus órdenes ‑respondió el cazador‑. Partamos.
Pero la partida ofrecía grandes dificultades. El ancla,
profundamente hincada, resistía a todos los esfuerzos, y el globo, tirando en
sentido inverso, aumentaba su resistencia. Kennedy no logró arrancarla;
además, en la posición en que se hallaba su maniobra era muy peligrosa, porque
se exponía a que el Victoria ascendiese
antes de poder él montar en la barquilla.
No queriendo exponerse a una eventualidad de tanta
trascendencia, el doctor hizo regresar a la barquilla al escocés, resignándose
a cortar el cable del ancla. El Victoria dio en el aire un salto de trescientos pies y puso directamente
rumbo al norte.
Fergusson no podía dejar de someterse a esa tormenta, de
manera que se cruzó de brazos absorto en sus tristes reflexiones.
Después de algunos instantes de profundo silencio, se
volvió hacia Kennedy, no menos taciturno.
‑Tal vez hayamos tentado a Dios ‑dijo‑. ¡No corresponde a
los hombres emprender un viaje semejante!
Y se escapó de su pecho un doloroso suspiro.
‑Hace apenas unos días ‑respondió el cazador‑ nos
felicitábamos por haber escapado a tantos peligros. ¡Nos dimos los tres un
apretón de manos!
‑¡Pobre Joe! ¡Tan bondadoso! ¡Con un corazón tan valiente
y franco! Deslumbrado momentáneamente por sus riquezas, a continuación
sacrificaba gustoso sus tesoros. ¡Y ahora tan lejos de nosotros! ¡Y el viento
nos arrastra a una velocidad irresistible!
‑Dime, Samuel, admitiendo que haya hallado asilo entre las
tribus del lago, ¿no podría hacer como los viajeros que las han visitado antes
que nosotros, como Denham y Barth? Éstos regresaron a su país.
‑¡No te hagas ilusiones, Dick! ¡Joe no sabe una palabra
de la lengua del país! ¡Está solo y sin recursos! Los viajeros de que tú hablas
no daban un paso sin enviar a los jefes numerosos presentes, sin llevar una
gran escolta, sin estar armados y preparados para una expedición. ¡Y aun así,
no podían evitar padecimientos y tribulaciones de la peor especie! ¿Qué
quieres que haga nuestro desgraciado compañero? ¿Qué será de él? ¡Es horrible
pensarlo! Jamás había experimentado pesar tan grande.
‑Pero volveremos, Samuel.
‑Volveremos, Dick, aunque tengamos que abandonar el Victoria,
volver a pie al lago Chad y ponernos en comunicación con el sultán de Bornu.
Los árabes no pueden haber conservado un mal recuerdo de los europeos.
‑¡Te seguiré, Samuel! ‑respondió el
cazador con energía‑. ¡Puedes contar conmigo! ¡Antes renunciaremos a terminar
este viaje! Joe se ha sacrificado por nosotros, ¡nosotros nos sacrificaremos
por él!
Esta resolución devolvió algún valor al corazón de
aquellos dos hombres. La idea en sí los fortaleció. Fergusson hizo todo lo
imaginable para encontrar una corriente contraria que le acercase al Chad;
pero en aquellos momentos era imposible, e incluso el descenso resultaba
impracticable en un terreno pelado y reinando un huracán de tan espantosa
violencia.
El Victoria atravesó también el país de los tibúes,
salvó el Belad‑el‑Dierid, desierto espinoso que forma la frontera de Sudán, y
penetró en el desierto de arena, surcado por largos rastros de caravanas. Muy
pronto, la última línea de vegetación se confundió con el cielo en el
horizonte meridional, no lejos del principal oasis de aquella parte de África,
dotado de cincuenta pozos sombreados por árboles magníficos. Pero el globo no
pudo detenerse. Un campamento árabe, tiendas de telas listadas, algunos
camellos que estiraban sobre la arena su cabeza de víbora animaban aquella
soledad; mas el Victoria pasó como una exhalacion, y recorrió en tres
horas una distancia de sesenta millas, sin que Fergusson pudiese dominar su
rumbo.
‑¡No podemos hacer alto! ‑dijo‑. ¡No podemos tampoco
bajar! ¡Ni un árbol! ¡Ni una prominencia en el terreno! ¿Vamos, pues, a pasar el
Sahara? ¡Decididamente, el cielo está contra nosotros!
Así hablaba, con una rabia de desesperado, cuando vio, al
norte, las arenas del desierto agitarse entre nubes de denso polvo y
arremolinarse a impulsos de corrientes opuestas.
En medio del torbellino, quebrantada,
rota, derribada, una caravana entera desaparecía bajo el alud de arena; los
camellos lanzaban gemidos sordos y lastimosos; gritos y aullidos surgían de
aquella niebla sofocante. A veces un traje multicolor destacaba entre aquel
caos, y el mugido de la tempestad dominaba la escena de destrucción.
Luego la arena se acumuló formando nubes compactas, y
donde momentos antes se extendía la lisa llanura, ahora se levantaba una
colina aún agitada, inmensa tumba de una caravana engullida.
El doctor y Kennedy, pálidos, asistían
a aquel terrible espectáculo. No podían manejar el globo, que se arremolinaba
en medio de corrientes contrarias, y ya no obedecía a las diferentes
dilataciones del gas. Envuelto en los torbellinos de la atmósfera, giraba con
una rapidez vertiginosa, y la barquilla describía amplias oscilaciones; los
instrumentos colgados bajo la tienda chocaban unos con otros hasta hacerse
pedazos; los tubos del serpentín se enroscaban amenazando romperse y las cajas
de agua se agitaban con estrépito. Los viajeros no podían oírse y se agarraban
con crispación a las cuerdas, intentando luchar contra el furor del huracán.
Kennedy, con los cabellos revueltos, miraba sin hablar;
pero el doctor había recobrado la audacia en medio del peligro y ninguna de sus
violentas emociones se tradujo en su semblante, ni aun cuando, después de un
último remolino, el Victoria se halló súbitamente detenido en medio de
una calma inesperada. El viento del norte había ganado la partida y lo impelía
en sentido inverso por el camino de la mafíana, con no menos rapidez.
‑¿Adónde vamos? ‑exclamó Kennedy.
‑Dejemos actuar a la Providencia, amigo Dick; he hecho mal
en dudar de ella; sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y ahí nos tienes
regresando a los lugares que esperábamos no volver a ver.
Aquel terreno tan llano, tan igual durante la ida, se
hallaba ahora revuelto, como el mar después de la tempestad. Una serie de
pequeños montículos, apenas asentados, jalonaban el desierto; el viento
soplaba con violencia y el Victoria volaba
en el espacio.
La dirección seguida por los viajeros difería ligeramente
de la que habían tomado por la mañana; así pues, hacia las nueve, en lugar de
encontrar las orillas del Chad, todavía vieron el desierto que se extendía ante
ellos.
Kennedy comentó el hecho.
‑Da igual ‑respondió el doctor‑. Lo importante es volver
al sur; encontraremos de nuevo las ciudades de Bornu, Wuddle y Kuka, y no
vacilaré en detenerme en ellas.
‑Si a ti te parece bien, a mí también ‑respondió el cazador‑.
¡Pero quiera el Cielo que no nos veamos reducidos a atravesar el desierto como
aquellos desgraciados árabes! Lo que hemos visto es horrible.
‑Y se repite con frecuencia, Dick. Las travesías por el
desierto son mucho más peligrosas que por el océano. El desierto presenta todos
los peligros del mar, además de fatigas y privaciones insostenibles.
‑Me parece ‑dijo Kennedy‑ que el viento tiende a calmar.
El polvo de los arenales es menos compacto, sus ondulaciones disminuyen y el
horizonte se aclara.
‑Mejor; es preciso examinar atentamente con el anteojo y
que ningún objeto se nos escape.
‑Me encargo de ello, Samuel. En cuanto aparezca un árbol,
aviso.
Y Kennedy, con el anteojo en la mano, se colocó en la proa
de la barquilla.
XXXV
La
historia de Joe. ‑ La isla de los biddiomahs. ‑ La
adoración.
‑ La isla sumergida. ‑ Las orillas del lago. ‑
El árbol
de las serpientes. ‑ Viaje a pie. ‑
Padecimientos.
‑ Mosquitos y hormigas. ‑ El hambre. ‑
Paso del
Victoria. ‑
Desaparición del Victoria. ‑
Desesperación.
– El pantano. ‑ Un último grito
¿Qué era de Joe durante la vana búsqueda de su señor?
Tras arrojarse al lago, su primer movimiento al volver a
la superficie fue levantar la vista. Vio entonces al Victoria, muy elevado ya, que subía más y más a gran velocidad, la
cual poco a poco fue disminuyendo, y que luego, atrapado por una corriente
violenta, desaparecía hacia el norte. Su señor, sus amigos, estaban salvados.
«Ha sido una suerte ‑se dijo‑ que se me haya ocurrido la
idea de arrojarme al Chad. Si no, se le habría ocurrido al señor Kennedy, el
cual tampoco habría vacilado en hacer lo que acabo de hacer yo, porque es muy
natural que un hombre se sacrifique para salvar a dos. Eso es matemático.»
Tranquilizado sobre este punto, Joe empezó a pensar en si
mismo. Se hallaba en medio de un lago inmenso rodeado de tribus desconocidas
y, probablemente, feroces. Razón de más para procurar salir de apuros contando
sólo con sus propias fuerzas. No podía hacer otra cosa.
Antes del ataque de las aves de presa, que, en su opinión,
se habían comportado como auténticos quebrantahuesos, había distinguido una
isla en el horizonte; resolvió, pues, dirigirse a ella, y empezó a desplegar
todos sus conocimientos en el arte de la natación, después de desprenderse de
sus más pesadas prendas de vestir. No le arredraba en absoluto un paseo de
cinco o seis millas; por eso mientras estuvo en el lago no se preocupó más que
de nadar con vigor y en línea recta.
Al cabo de hora y media, la distancia que le separaba de
la isla había disminuido considerablemente.
Pero, a medida que se acercaba a la orilla, cruzo por su
mente una idea que, siendo en un principio pasajera, se apoderó luego
tenazmente de su cerebro. Sabía que poblaban las orillas del lago enormes
caimanes cuya voracidad conocía.
Por más que tuviese la manía de que todo es natural en
este mundo, el buen muchacho estaba preocupado sin poderlo remediar; antojósele
que la carne blanca debía de halagar muy particularmente el paladar de los
cocodrilos, y, por consiguiente, se iba acercando a la playa con las mayores
precauciones. En esta disposicion de ánimo, hallándose a unas cien brazas de
una margen coronada de verdes árboles, llegó a su olfato una bocanada de aire
cargado de un fuerte olor a almizcle.
«¡Ya apareció lo que yo temía! ‑se dijo‑. ¡El caimán no
anda lejos! »
Y se zambulló rápidamente, aunque no lo bastante para
evitar el contacto de un cuerpo enorme, cuya escamosa epidermis le arañó al
pasar; se creyó perdido y empezó a nadar con una precipitación desesperada;
subió a la superficie, respiró y desapareció de nuevo. Pasó un cuarto de hora
en una angustia indecible que toda su filosofía no pudo dominar, creyendo oír
detrás el ruido de las monstruosas mandíbulas que ya casi le tenían atrapado.
Nadaba entre dos aguas, con la mayor suavidad posible, cuando se sintió cogido
por un brazo y luego por la mitad del cuerpo.
¡Pobre Joe! Tuvo para su señor un último pensamiento y
empezó a luchar con desesperación, sintiéndose atraído, no hacia el fondo del
lago, que es a donde los cocodrilos suelen arrastrar la presa para devorarla,
sino hacia la superficie.
No bien pudo respirar y abrir los ojos, se vio entre dos
negros que parecían de ébano, los cuales le sujetaban vigorosamente y lanzaban
gritos extraños.
‑¡Toma! ‑exclamó Joe‑. ¡Negros en lugar de caimanes! Mal
por mal, los prefiero. Pero ¿cómo se atreven esos monotes a bañarse en estos
parajes?
Joe ignoraba que los habitantes de las islas del Chad como
otros muchos negros, se zambullen impunemente en las islas infestadas de
caimanes, sin hacerles el menor caso. Los anfibios de aquel lago gozan sobre
todo de una reputación bastante merecida de animales inofensivos.
Pero ¿no había evitado Joe un peligro para caer en otro?
Dio a los acontecimientos el encargo de resolver este problema y, no pudiendo
hacer otra cosa, se dejó conducir a la playa sin manifestar el menor miedo.
«Evidentemente ‑se decía‑, estos salvajes han visto el Victoria
rozando las aguas del lago como un monstruo aéreo; han sido testigos lejanos
de mi caída y no pueden dejar de guardar consideraciones a un hombre caído del
cielo. Dejémosles obrar a su gusto.»
Estaba Joe sumido en estas reflexiones cuando aterrizó en
medio de una muchedumbre aulladora, compuesta de individuos de ambos sexos y
de todas las edades, aunque no de todos los colores. Se encontraba entre una
tribu de biddiomahs de un negro magnífico. No tuvo motivos para avergonzarse de
la ligereza de su traje, ya que se hallaba «desnudo» a la última moda del
pais.
Pero antes de tener tiempo de darse
cuenta de su situación, no pudo equivocarse respecto a la adoración de que era
objeto, lo que no dejó de tranquilizarle, si bien la historia de Kazeh asaltó
su memoria.
« ¡Presiento que voy a convertirme de nuevo en un dios, en
un hijo cualquiera de la Luna! En fin, lo mismo da ese oficio que otro
cualquiera cuando no se tiene elección. Lo que importa es ganar tiempo. Si veo
pasar el Victoria, aprovecharé mi nueva posición para ofrecer a mis
adoradores el espectáculo de una ascensión milagrosa.»
Mientras se hacía Joe estas reflexiones, la turba se
agolpaba a su alrededor, se prosternaba ante él, aullaba, lo palpaba, se hacía
familiar, y tuvo la buena idea de ofrecerle un magnífico festín, compuesto de
leche agria y miel con arroz machacado. El digno muchacho, que de todo sabía
sacar partido, hizo una de las mejores comidas de su vida y dio a su pueblo
una ajustada idea de cómo devoran los dioses en las grandes ocasiones.
Llegada la tarde, los magos de la isla lo cogieron respetuosamente
de la mano y lo condujeron a una especie de choza rodeada de talismanes. Antes
de penetrar en ella, Joe echó una mirada bastante inquieta a algunos montones
de huesos que había alrededor del santuario, y estaba pensando en su posición
cuando lo encerraron en la choza.
Al anochecer, y aun después de muy entrada la noche, oyó
cánticos de fiesta, el retumbar de una especie de tambor y un estrépito de
chatarra, todo ello muy agradable para oídos africanos. Coros de aullidos
acompañaban interminables danzas condimentadas con contorsiones y gestos, que
se bailaban alrededor de la cabaña sagrada.
Por entre los cañizos rebozados de lodo que formaban las
paredes de la choza, Joe distinguía aquel conjunto ensordecedor, y tal vez en
otras circunstancias le hubiera divertido tan extraña ceremonia; pero una idea
muy desagradable atormentaba su mente. Aun mirando las cosas bajo el mejor
aspecto posible, le parecía estúpido e incluso triste hallarse perdido en
aquella comarca salvaje entre semejantes tribus. De los viajeros que habían
llegado a aquellas comarcas, pocos habían vuelto a su patria. ¿Podía fiarse de
la adoración de que era objeto? ¡Tenía muy buenas razones para creer en la
vanidad de las grandezas humanas! Se preguntó si, en aquel país, la adoración
llevaría hasta el extremo de comerse al adorado.
Pese a tan lamentable perspectiva, después de algunas
horas de reflexión el cansancio pudo más que las ideas negras y Joe se entregó
a un sueño bastante profundo, que sin duda habría durado hasta el amanecer si
no le hubiese despertado una humedad inesperada.
Aquella humedad no tardó en convertirse en agua, que subió
hasta cubrirle a Joe la mitad del cuerpo.
«¿Qué es esto? ‑se dijo‑. ¡Una inundación! ¡Una tromba!
¡Un nuevo suplicio que han inventado esos negros! Pues no pienso esperar a que
el agua me llegue al cuello.»
Apuntaló sus atléticos hombros contra la frágil pared y
consiguió derribarla. Entonces se encontró en medio del lago. No había isla;
se había sumergido durante la noche. Sólo se veía en su lugar la inmensidad del
Chad.
«¡Triste país para sus propietarlos», pensó Joe, y volvió
a ejercitar vigorosamente sus facultades natatorias.
Un fenómeno bastante frecuente en aquel lago había salvado
al valiente mozo. Del mismo modo que la isla en que él se hallaba, han
desaparecido de la noche a la mañana otras que presentaban la solidez de una
roca, y con frecuencia las poblaciones ribereñas han tenido que recoger a los
infelices que han escapado con vida de tan terribles catástrofes.
Joe ignoraba esta particularidad, mas no por eso dejó de
aprovecharse de ella. Descubrió una barquichuela abandonada y no tardó en
alcanzarla. No era más que un tronco de árbol toscamente ahuecado. Tenía
dentro, afortunadamente, un par de remos, y Joe se dejó llevar a la deriva por
una corriente bastante rápida.
«Orientémonos ‑se dijo‑. La estrella Polar, que desempeña
honradamente su oficio de indicar a todo el mundo el camino del norte, vendrá
gustosa en mi ayuda.»
Se dejó llevar por la corriente, pues vio con satisfacción
que le llevaba a la orilla septentrional del lago. Hacia las dos de la mañana
puso el pie en un promontorio cubierto de cañas espinosas que parecian muy
molestas hasta para un filósofo; pero con mucha oportunidad se hallaba allí un
árbol que le ofrecía asilo entre sus ramas. Joe trepó a él para mayor
seguridad, y aguardó dormitando, la luz del alba.
Llegó la mañana con esa rapidez propia de las regiones
ecuatoriales. Joe echó una mirada al árbol que le había servido de refugio
durante la noche, y le heló de terror un espectáculo inesperado. Las ramas del
árbol estaban literalmente cubiertas de serpientes y camaleones, bajo cuyos
apretados anillos desaparecía el follaje. Hubiérase dicho que era un árbol de
una especie nueva que producía reptiles, los cuales, a los primeros rayos del
sol, empezaron a agitarse y retorcerse. Joe experimentó un sentimiento de
terror mezclado con asco y se tiró del árbol entre desapacibles silbidos.
‑He aquí una aventura a la que nadie dará crédito ‑dijo.
No sabía que las últimas cartas del
doctor Vogel mencionaban esa singularidad de las orillas del Chad, donde los
reptiles son más numerosos que en ningún otro país del mundo. Después de lo que
acababa de ver, Joe resolvió ser más circunspecto en lo sucesivo y,
orientándose por el sol, emprendió de nuevo su peregrinación hacia el
noroeste. Evitó con el mayor cuidado cabañas, chozas, barracas, cuevas, en una
palabra, todo lo que pudiera servir de receptáculo a la raza humana.
¡Cuántas veces levantó la vista al cielo! Esperaba ver al Victoria,
y, aunque lo buscó en vano durante todo aquel día de marcha, no por ello
disminuyó en lo más mínimo la confianza que tenía en su señor. Mucha firmeza
de carácter necesitaba para aceptar tan filosóficamente su situación. Unióse
el hambre a la fatiga, porque un hombre no repara sus fuerzas con raíces,
médula de arbustos y frutas poco nutritivas; y sin embargo, según sus cálculos
había avanzado unas veinte millas hacia el oeste. Las cañas del lago, las
acacias y las mimosas habían lacerado con sus espinas su cuerpo, y sus pies ensangrentados
sufrían al andar crueles dolores. Pero logró sobreponerse a sus padecimientos
y resolvió pasar la noche junto al Chad.
Allí tuvo que soportar las atroces picaduras de millares
de insectos. La tierra estaba literalmente cubierta de moscas, mosquitos y
hormigas de media pulgada de largo. A las dos horas de estar en aquel sitio no
le quedaba ya a Joe ni una hilacha de la poca ropa que llevaba. Las hormigas
la habían devorado toda sin dejarle ni un harapo. Aquélla fue una noche
horrible, en la que el viajero fatigado no encontró ni un instante de reposo.
Los jabalíes, los búfalos y los ajubs, manatíes bastante agresivos, se
agitaban entre la maleza y en las aguas del lago, y un concierto de fieras
retumbaba en la noche. Joe no se atrevía a moverse. Su resignacion y su
paciencia eran ya casi insuficientes para sobrellevar una situación semejante.
Llegó por fin el día. Joe se levantó precipitadamente, y
júzguese cuál sería su asco al ver con que inmundo animal había compartido su
cama: ¡un sapo! Un sapo que medía cinco pulgadas de largo, un animal monstruoso,
repugnante, que le miraba con sus grandes ojos redondos. Joe sintió que se le
contraía el estómago y, sacando alguna fuerza de su propia repugnancia, corrió
al lago y se zambulló en sus aguas. Aquel baño mitigó un poco la comezón que le
atormentaba y, después de mascar unas cuantas hojas, volvió a emprender su
camino con una obstinacion y un empeño de los que él mismo no sabía lo que
hacía, aunque sentía en su interior un poder superior a la desesperación.
Sin embargo, le torturaba un hambre terrible, viéndose
obligado a ceñirse fuertemente una liana en torno al cuerpo. Su estómago, menos
resignado que él, se quejaba; con todo, sentía un bienestar relativo al
comparar sus padecimientos con los sufridos en el desierto, cuando le acosaba
la sed, pues ahora podía saciarla a cada paso.
«¿Dónde estará el Victoria? ‑se preguntaba‑. El
viento viene del norte, ¿cómo es que el globo no vuelve hacia el lago? Sin duda
mi señor se habrá detenido en algún sitio para restablecer el equilibrio; para
el efecto debió de bastarle el día de ayer, y, por consiguiente, es muy
posible que hoy... Pero, procedamos como si le hubiese perdido para siempre.
Después de todo, si tuviera la suerte de llegar a una de las poblaciones del
lago, me hallaría en la misma posición que los viajeros de que me ha hablado mi
señor. ¿Por qué no había de salir yo de apuros como ellos? Algunos han
regresado a su país, ¡qué diablos!... ¡Valor, y veremos! »
Y mientras hablaba, andaba, y andando llegó a un bosque
donde encontró a un grupo de negros salvajes ocupados en emponzoñar sus flechas
con zumo de euforbio. Tal actividad constituye una de las principales
ocupaciones de las tribus de aquellas comarcas y se efectúa con una especie de
ceremonia solemne. El intrépido Joe se detuvo antes de que lo vieran.
Inmóvil y sin respirar, se hallaba oculto en la maleza
cuando, al alzar la vista, vio entre el follaje al Victoria, que se
dirigía hacia el lago apenas a cien pies de su cabeza. ¡Y no podía dar ninguna
voz para que le oyeran, ni tampoco salir de su escondrijo para dejarse ver!
Una lágrima asomó a sus ojos, y no de desesperación, sino
de reconocimiento. ¡Su señor le estaba buscando! ¡Su señor no le abandonaba!
Tuvo que esperar a que se marchasen los negros y entonces pudo salir de la
maleza y dirigirse a la orilla del Chad.
Pero entonces el Victoria se perdía a lo lejos en
el cielo. Joe, que abrigaba la convicción de que volvería a pasar, resolvió esperarlo;
y volvió a pasar, efectivamente, pero más al este. Joe corrió, hizo mil señas,
dio mil gritos... ¡En vano! Un viento violento arrastraba al globo a una
velocidad irresistible.
La energía y la esperanza abandonaron por primera vez el
corazón del desgraciado. Se vio perdido, creyó que su señor había partido para
no volver y le faltó hasta la fuerza para seguir reflexionando con serenidad.
Como un loco, con los pies ensangrentados y el cuerpo
magullado, estuvo andando, andando sin parar durante todo el día y parte de la
noche. Se arrastraba, ya de rodillas, ya a gatas; veía acercarse el momento en
que, faltándole las fuerzas, tenía que morir.
Así llegó a un pantano, o más bien a lo que pronto supo
que era un pantano, pues estaba ya muy entrada la noche, y cayó inesperadamente
en él. A pesar de sus esfuerzos, a pesar de su desesperada resistencia, se fue
hundiendo poco a poco en aquel terreno cenagoso, que a los pocos minutos ya le
cubría la mitad del cuerpo.
« ¡Aquí está la muerte! ‑se dijo‑. ¡Y qué muerte! »
Luchó, forcejeó con denuedo, hasta con rabia, pero sus
esfuerzos sólo servían para sepultarle más y más en aquella tumba que se cavaba
él mismo. ¡Ni el tronco de un árbol, ni una miserable caña donde agarrarse! Comprendió
que todo para él había concluido y cerró los ojos.
‑¡Señor! ¡Señor! ¡Socorro ... ! ‑gritó.
Y su voz desesperada, aislada, ahogada ya, se perdió en el
silencio de la noche.
XXXVI
Un grupo
a lo lejos. ‑ Un tropel de árabes. ‑ La
persecución.
‑ ¡Es él! ‑ Caída del caballo. ‑ El árabe
estrangulado.
‑ Una bala de Kennedy. ‑ Maniobra. ‑
Rescate
al vuelo. ‑Joe a salvo
Desde que Kennedy había vuelto a tomar su puesto de
observación en la proa de la barquilla, no cesó un momento de escudriñar con la
mayor atención el horizonte.
Pasado algún tiempo, se volvió al doctor y le dijo:
‑Si no me equivoco, allá a lo lejos hay un grupo en
movimiento, no siéndome aún posible distinguir si es de hombres o de animales.
Lo cierto es que se agitan violentamente, pues levantan una nube de polvo.
‑¿No será un viento contrario ‑preguntó Samuel‑, tromba
que nos arrastraría de nuevo hacia el norte?
Y se levantó para examinar el horizonte.
‑No lo creo, Samuel ‑respondió Kennedy‑. Es una manada de
gacelas o de toros salvajes.
-Tal vez, Dick; pero, sea lo que sea,
se halla al menos a nueve o diez millas de distancia, y yo no alcanzo a ver
nada, ni aun con el anteojo.
‑De todos modos, no lo perderé de vista. Hay, en lo que
vislumbro, algo extraordinario que excita mi curiosidad sin saber por qué;
diríase que es una maniobra de caballería. ¡Y loes! ¡Son jinetes! ¡Mira!
El doctor observó con atención el grupo indicado.
‑Creo que tienes razón ‑dijo‑; es un destacamento de
árabes o de tibúes, que lleva la misma direccion que nosotros. Pero nosotros
corremos mucho más y les daremos alcance enseguida. Dentro de media hora
estaremos en condiciones de ver y juzgar lo que debemos hacer.
Kennedy seguía mirando atentamente con el anteojo. La masa
de jinetes se hacía cada vez más visible; algunos de ellos se apartaban del
grupo.
‑Evidentemente ‑repuso Kennedy‑, es una maniobra o una
cacería. Diríase que esas gentes persiguen algo. Y me gustaría saber lo que es.
‑Paciencia, Dick. Dentro de poco los alcanzaremos y hasta
les dejaremos atrás, si no toman otra direccion; avanzamos a una velocidad de
veinte millas por hora, y no hay caballo que resista semejante carrera.
Kennedy siguió observando y unos minutos después dijo:
‑Son árabes corriendo a todo escape. Los distingo
perfectamente. Hay unos cincuenta. Veo sus ropajes ahuecados por el viento. Es
un ejercicio de caballería. Su jefe les precede a una distancia de cien pasos,
y todos le siguen precipitadamente.
‑Sean quienes sean, Dick, no deben inspirarnos ningun
miedo; pero si es necesario, nos elevaremos.
‑¡Aguarda, aguarda, Samuel! ‑exclamó Dick‑. ¡Es curioso! ‑añadió,
después de un nuevo examen‑. Hay algo que no puedo explicarme. A juzgar por sus
esfuerzos y la irregularidad de su línea, esos árabes no siguen, sino que
persiguen.
‑¿Estás seguro de ello, Dick?
‑Evidentemente. ¡No me equivoco ¡Es una cacería, pero van
a la caza de un hombre! El que les precede no es su jefe, sino un fugitivo.
‑¡Un fugitivo! ‑dijo Samuel, conmovido.
‑¡Sí!
‑No lo perdamos de vista y esperemos.
En poco tiempo disminuyó tres o cuatro millas de distancia
que separaba el globo de los jinetes, pese a la prodigiosa ligereza con que
éstos corrían.
‑¡Samuel! ¡Samuel! ‑exclamó Kennedy con voz trémula.
‑¿Qué ocurre, Dick?
‑¿Es una alucinación? ¿Es posible?
‑¿Qué quieres decir?
‑Espera.
El cazador limpió rápidamente los cristales del anteojo y
volvió a mirar.
‑¿Qué? ‑le preguntó el doctor.
‑¡Es él, Samuel!
‑¡Él! ‑exclamó éste.
¡ Él! Aquella palabra lo decía todo. No había necesidad
de nombrarle.
‑¡Es él a caballo! ¡A menos de cien pasos de sus enemigos!
¡Huye!
‑¡Es Joe! ‑dijo el doctor, palideciendo.
‑¡No puede vernos en su fuga!
‑¡Nos verá! ‑respondió Fergusson, disminuyendo la llama
del soplete.
‑Pero ¿cómo?
‑Dentro de cinco minutos estaremos a cincuenta pies de
tierra; dentro de quince estaremos encima de él.
‑Debemos disparar un tiro para prevenirle.
‑¡No! ¡No puede retroceder! ¡Le cortan la retirada!
‑¿Qué hacer, pues?
‑Aguardar.
‑¡Aguardar! ¿Y esos árabes?
‑¡Los alcanzaremos! ¡Los dejaremos atrás! Nos encontramos
a menos de dos millas de ellos; con tal de que el caballo de Joe resista...
‑¡Dios bendito! ‑exclamó Kennedy.
‑¿Qué pasa?
Kennedy había lanzado un grito de desesperación al ver a
Joe rodar por tierra. Su caballo, rendido, extenuado, acababa de caer.
‑¡Nos ha visto! ‑exclamó el doctor‑. ¡Al levantarse nos ha
hecho una seña!
‑¡Pero los árabes van a alcanzarle! ¿A qué espera?
¡Ah! ¡Valiente! ¡Hurra! ‑gritó el cazador, sin poder reprimir
su entusiasmo.
Joe, tras levantarse en el preciso instante en que se
abalanzaba sobre él uno de los jinetes más rápidos, dio un salto como una
pantera, evitó el golpe, se lanzó a la grupa, asió al árabe de la garganta, lo
estranguló, lo derribó y prosiguió en el caballo de su enemigo su rápida fuga.
Los árabes lanzaron un grito de furor; pero centrados totalmente
en la persecución del fugitivo, no habían visto al Victoria, que estaba
quinientos pasos detrás de ellos y a menos de treinta pies del suelo. Ellos
distaban entonces del perseguido menos de veinte cuerpos de caballo.
Uno de ellos estaba ya casi tocando a Joe, e iba a
traspasarle con su lanza cuando Kennedy, que seguía todos sus movimientos, lo
derribó de un balazo.
Joe ni siquiera se volvió al oír el disparo. Una parte de
los perseguidores se detuvo e hincó la frente en el polvo al ver el Victoria;
pero los demás continuaron acosando de cerca al fugitivo.
‑Pero ¿qué hace Joe? ‑exclamó Kennedy‑. ¡No se detiene!
‑¡Sabe lo que se hace, Dick! ¡Le he comprendido! ¡Sigue la
dirección del globo! ¡Cuenta con nuestra inteligencia! ¡Bien, valiente! ¡Se lo
arrebataremos a los árabes en sus mismas barbas! No estamos más que a doscientos
pasos.
‑¿Qué hay que hacer? ‑preguntó Kennedy.
‑Deja la carabina.
‑Ya está‑dijo el cazador, soltando el arma‑. ¿Y ahora?
‑¿Puedes sostener en tus brazos ciento cincuenta libras
de lastre?
‑Aunque sean más.
‑Bastan las que te digo.
Y el doctor fue amontonando sacos de arena sobre los
brazos de Kennedy.
‑Colócate en la popa de la barquilla y estáte preparado
para echar todo el lastre de golpe. ¡Pero, por Dios! No lo arrojes antes de que
te lo diga.
‑¡Descuida!
‑De otro modo, erraríamos el golpe y perderíamos a Joe
irremisiblemente.
‑Te comprendo perfectamente.
El Victoria caía
entonces casi verticalmente sobre el grupo de jinetes que perseguían a Joe a
galope tendido. El doctor, en la proa de la barquilla, tenía en la mano la
escala desplegada, preparado para soltarla en el momento preciso. Joe se había
mantenido a una distancia de cincuenta pies de los perseguidores, a quienes el Victoria dejó algo rezagados.
‑¡Atención, Kennedy!
‑Cuando digas.
‑¡Joe ... ! ¡Alerta ... ! ‑gritó el doctor con voz sonora
al tiempo que soltaba la escala, cuyos últimos peldaños levantaron polvo del
suelo.
Al llamarle el doctor, Joe, sin detener el caballo, había
vuelto la cabeza; la escala se desplegó junto a él y, en un momento, se agarró
a ella.
‑¡Abajo! ‑gritó el doctor a Kennedy.
‑¡Allá va!
Y el Victoria, descargado
de un peso superior al de Joe, se elevó ciento cincuenta pies de golpe.
Joe se agarró con fuerza a la escala para no ceder a sus
violentas sacudidas; hizo a los árabes una mueca indescriptible y, trepando
con la agilidad de un mono, llegó a los brazos de sus compañeros.
~¡Señor! ¡Señor Dick! ‑exclamó.
Y, rendido por la emoción y la fatiga, cayó desvanecido,
mientras Kennedy, casi delirante, exclamaba:
‑¡Salvado! ¡Salvado!
‑¡Pues no faltaba más! ‑dijo el doctor, que había recobrado
su impasibilidad habitual.
Joe estaba casi desnudo y llevaba impresos sus padecimientos
en los ensangrentados brazos en el cuerpo, cubierto de cardenales y
magulladuras. El doctor curó sus heridas y lo acostó bajo la tienda.
Joe recobró luego el sentido y pidió un vaso de
aguardiente, que el doctor le dejó beber, porque a Joe no había que tratarlo
como a la generalidad de los enfermos. Después de beber, el valiente criado
estrechó la mano de sus dos compañeros y se manifestó dispuesto a contar su
historia.
Pero, como el doctor no le permitió hablar, concilió un
profundo sueño, que bien lo necesitaba.
En aquellos momentos el Victoria trazaba una línea oblicua hacia el oeste. Empujado por un
viento muy fuerte, volvió a ver las orillas del desierto espinoso por encima de
las palmeras curvadas o arrancadas por el ímpetu de la tormenta; y, tras haber
recorrido casi doscientas millas desde el rescate de Joe, el anochecer superó
los 100 de longitud.
XXXVII
El camino del oeste. ‑ El despertar de Joe. ‑ Su
terquedad.
‑ Fin de la historia de Joe. ‑ Tegelel ‑
Zozobras
de Kennedy. ‑ Rumbo al norte. ‑ Una noche
cerca de
Agadés
Durante la noche pareció que el viento tambiér quería
descansar de sus fatigas del día, y el Victoria
per maneció pacíficamente sobre la copa de un corpulento sicomoro. El
doctor y Kennedy se repartieron la guardia, y Joe durmió de un tirón por
espacio de veinticuatro horas.
‑Que duerma ‑dijo Fergusson‑. El reposo es el único
remedio que necesita, y la naturaleza se encargará de completar su curación.
Al amanecer volvió a soplar un viento fuerte, pero
variable, tan pronto se dirigía al norte como al sur, aunque finalmente el Victoria
fue empujado hacia el oeste.
El doctor, mapa en mano, reconoció el reino de Damergu,
territorio de suaves ondulaciones y muy fértil, con aldeas cuyas chozas están
construidas con altas cañas y ramas de asalpesia entrelazadas. En los campos
cultivados, las gavillas se alzaban sobre una especie de andamios destinados a
preservarlas de la acción de ratones y termitas.
No tardaron en llegar a la ciudad de Zinder, fácil de
reconocer por su gran plaza de las ejecuciones, en cuyo centro se levanta el
árbol de la muerte; al pie de éste vela el verdugo y cualquiera que pasa bajo
su sombra es inmediatamente ahorcado.
Consultando la brújula, Kennedy no pudo abstenerse de
decir:
‑¡Otra vez rumbo al norte!
‑¿Qué importa? Si el viento nos lleva a Tombuctú, no
tendremos motivos de queja. Nunca se habrá verificado un viaje en mejores
condiciones.
‑Ni con mejor salud ‑añadió Joe, asomando su apacible
semblante por entre las cortinas de la tienda.
‑¡Aquí tenemos a nuestro valiente amigo, a nuestro
salvador! ¿Qué tal va?
‑De maravilla, señor Kennedy, de maravilla. Nunca he
estado mejor que ahora. No hay nada que entone tanto a un hombre como un viaje
de recreo precedido de un baño en el Chad. ¿No es cierto, señor?
‑¡Noble corazón! ‑respondió Fergusson, estrechándole la
mano‑. ¡cuántas angustias e inquietudes nos has ocasionado!
‑Y ustedes a mí, ¿qué? ¿Creen que estaba muy tranquilo
pensando en su suerte? ¡Bien pueden vanagloriarse de haberme hecho pasar un
miedo mortal!
‑Nunca nos entenderemos, Joe, si te tomas las cosas de ese
modo.
‑Ya veo que la caída no le ha cambiado ‑añadió Kennedy.
‑Tu desprendimiento ha sido sublime, muchacho, y nos ha
salvado, porque el Victoria caía en el lago y una vez allí, nada podría
sacarlo.
‑Pero si mi desprendimiento, como les gusta llama a mi zambullida,
les ha salvado, ¿no me ha salvado tam bién a mí, puesto que aquí estamos los
tres sanos y sal vos? No tenemos, por consiguiente, nada que agradecernos.
‑No hay manera de entenderse con este mozo ‑dijo el
cazador.
‑La mejor manera de entendernos ‑replicó Joe‑ es no hablar
más del asunto. Lo pasado, pasado. Bueno o malo, no hay que recordarlo.
‑¡Qué terco eres! ‑dijo el doctor, riendo‑. Pero ¿nos
contarás al menos tu historia?
‑¡Si se empeñan! Pero antes voy a asar este soberbio
ganso, pues ya veo que el señor Dick ha hecho de las suyas.
‑¡Ya lo creo, Joe!
‑Pues bien; vamos a ver cómo se porta un ganso de África
en un estómago europeo.
Una vez dorado el ganso al calor del soplete, fue devorado
al instante. Joe comió en abundancia, como era natural que lo hiciese después
de tan prolongado ayuno.
Después del té y del grog, puso a sus compañeros al
corriente de sus aventuras; habló con cierta emoción, pese a considerar los
acontecimientos bajo el punto de vista de su filosofía habitual. El doctor le
estrechó varias veces la mano, al ver en él un criado más interesado en la
salvación de su señor que en la suya propia, y, respecto a la sumersión de la
isla de los biddiomahs, le explicó la frecuencia en el lago Chad de tan
notable fenómeno.
Por fin, Joe, prosiguiendo su narración, llegó al momento
en que, hundido en el pantano, lanzó un último grito de desesperación.
‑Yo me creía perdido, señor, y a usted se dirigian mis
pensamientos. Realicé terribles esfuerzos sin que pueda decir cómo; estaba
totalmente decidido a no dejarme engullir sin oponer resistencia cuando, a dos
pasos de mí, ¿qué creen que vi? ¡Un pedazo de cuerda recién cortada!
Multipliqué mis esfuerzos y, echando el resto, pude llegar a coger el cable,
tiré de él y, después de mucho tirar, puse el pie en tierra firme. En el otro
extremo de la cuerda encontré un ancla... ¡Oh, señor! Y creo que tengo todo el
derecho a llamarla el ancla de la salvación, si usted no ve ningún
inconveniente en ello. ¡La reconocí! ¡Era un ancla del Victoria! ¡Ustedes
habían tomado tierra en aquel mismo punto! Seguí la dirección de la cuerda,
que me indicaba la suya, y después de nuevos esfuerzos salí del atolladero. Con
la libertad de mis miembros había recobrado el ánimo, y caminé durante parte de
la noche alejándome del lago. Llegué al fin a la entrada de un inmenso bosque,
donde había un cercado en el que pastaban tranquilamente unos cuantos caballos.
¿No les parece que hay ocasiones en la vida en que no hay nadie que no sepa
montar a caballo? Sin perder un minuto en reflexionar, me monté de un salto en
uno de los cuadrúpedos y eché a correr a todo escape en dirección al norte. No
les hablaré de las ciudades que no vi ni de las aldeas que evité. Atravesé
campos sembrados, salté zanjas, corrí, volé y así llegué a las lindes de las
tierras cultivadas. Estaba en el desierto. ¡Mejor! Tendría más horizonte ante
mí y observaría más objetos mi mirada. Esperaba ver al Victoria, que no debía
de andar muy lejos, pero no fue así. Seguí al galope y al cabo de tres horas me
metí como un imbécil en un campamento de árabes. ¡Ah! ¡Qué persecución! Señor
Kennedy, le aseguro que un cazador no sabe lo que es una cacería hasta que ha
sido cazado él mismo. Le aconsejo, sin embargo, que no desee saberlo a tanta
costa. Mi caballo no podía más, los bárbaros me seguían de cerca, los tenía ya
encima... En ese momento me caí y, no quedándome otro recurso, salté a la grupa
de uno de mis perseguidores. Yo no le deseaba ningún mal, y no debe guardarme
ningún rencor por haberle estrangulado. Pero yo les había visto..., y el resto
ya lo saben. El Victoria me siguió y ustedes me cogieron al vuelo, como
se coge una sortija en el juego de este nombre. ¿No tenía razón en confiar? Ya
ve, señor Samuel, que todo lo que ha pasado es muy sencillo y lo más natural
del mundo. Dispuesto estoy a repetir lo hecho, si la ocasión lo requiere. Es
cosa de la que ni siquiera vale la pena de hablar.
‑¡Mi buen Joe! ‑respondió el doctor, muy conmovido‑. ¡No
en vano confiábamos en tu inteligencia y destreza!
‑No hay más que seguir los acontecimientos para salir de
apuros. Lo mejor es aceptar las cosas como se presentan.
Durante la narración de Joe, el globo había salvado
rápidamente una extensión de país considerable; Kennedy señaló en el horizonte
una multitud de casas que ofrecían el aspecto de una ciudad. El doctor consultó
el mapa y reconoció la ciudad de Tagelel, en el Damergu.
‑Aquí ‑dijo‑ volveremos a encontrar el camino de Barth.
Tenemos a la vista el punto donde se separó de sus dos compañeros, Richardson y
Overweg. El primero debía seguir la senda de Zinder, y el segundo la de
Moradi, y ya sabéis que, de los tres viajeros, Barth es el único que volvió a
Europa.
‑Así pues ‑dijo el cazador‑, siguiendo en el mapa la
dirección del Victoria, avanzamos directamente
hacia el norte.
‑Directamente, amigo Dick.
‑¿Y eso no te inquieta un poco?
‑¿Por qué?
‑Porque nos dirigimos a Trípoli cruzando el gran desierto.
‑Espero no ir tan lejos, amigo mío.
‑¿Dónde, pues, piensas detenerte?
‑Dime, Dick, ¿no sientes curiosidad por ver Tombuctú?
‑¿Tombuctú?
‑Sin duda ‑repuso Joe‑. Nadie debe permitirse hacer un
viaje a África sin visitar Tombuctú.
‑Serás el quinto o sexto europeo que haya visto esa ciudad
misteriosa.
‑Pues vamos a Tombuctú.
‑Entonces deja que lleguemos a 170 o 180
de latitud, y allí buscaremos un viento favorable que nos empuje hacia el
oeste.
‑De acuerdo ‑respondió el cazador‑. Pero ¿tenemos aún que
avanzar mucho hacia el norte?
‑Ciento cincuenta millas, al menos.
‑Entonces ‑replicó Kennedy‑, voy a dormir un poco.
‑Duerma ‑respondió Joe‑, y usted también, señor. Sin duda
tienen necesidad de descanso, porque les he hecho velar de una manera
indiscreta.
El cazador se tendió bajo la tienda; pero Fergusson, que
era infatigable, permaneció en su puesto de observación.
Tres horas después, el Victoria
salvaba con suma rapidez un terreno pedregoso, con hileras de altas montañas
peladas de base granítica. Algunos picos aislados llegaban a alcanzar una
altura de cuatro mil pies. Las jirafas, los antílopes y los avestruces
saltaban con maravillosa agilidad entre bosques de acacias, mimosas, guamos y
palmeras. Tras la aridez del desierto, la vegetación recobraba su imperio.
Aquél era el país de los kailuas, que se tapan la cara con una banda de
algodón, igual que sus peligrosos vecinos los tuaregs.
A las diez de la noche, después de una soberbia travesía
de doscientas cincuenta millas, el Victoria
se detuvo sobre una ciudad importante, de la cual, al suave resplandor de
la luna, se veía una parte medio en ruinas. Algunas cúpulas y minaretes de
mezquitas reflejaban en distintos puntos los blancos rayos de la luna, y el
doctor calculando la altura de las estrellas, reconoció que se hallaban en las
inmediaciones de Agadés.
Dicha ciudad, centro en otro tiempo de un inmenso
comercio, caminaba ya rápidamente hacia su ruina en la época en que la visitó
el doctor Barth.
El Victoria, aprovechando
la oscuridad, tomó tierra a dos millas de Agadés, en un gran campo de mijo. La
noche fue bastante tranquila; a las cinco de la mañana el globo se vio
solicitado hacia el oeste, incluso un poco al sur, por un viento ligero.
Fergusson se apresuró a aprovechar tan excelente ocasión.
Se elevó rápidamente y partió envuelto en los rayos del sol naciente.
XXXVIII
Travesía
rápida. ‑ Resoluciones prudentes. ‑
Caravanas.
‑ Chubascos continuos. ‑ Gao. ‑ El Níger.
‑
Golberry, Geoffroy y Gray. ‑ Mungo‑Park. ‑ Laing
y René
Caillié. ‑ Clapperton. ‑John y Richard Lander
El día 17 de mayo fue tranquilo, y sin ningún incidente.
El desierto empezaba de nuevo. Un viento no muy fuerte volvía a empujar al Victoria hacia el sudoeste; el globo no
oscilaba ni a derecha ni a izquierda, trazando su sombra en la arena una línea
absolutamente recta.
El doctor, antes de partir, había renovado prudentemente
su provisión de agua, temiendo no poder tomar tierra en aquellas comarcas
plagadas de tuaregs. La meseta, cuya elevación era de mil ochocientos pies
sobre el nivel del mar, descendía hacia el sur. Cortando el camino de Agadés a
Murzuk, en el que se distinguían muchas pisadas de camellos, los viajeros
llegaron por la noche a 160 de latitud y 40 55' de
longitud, después de haber recorrido ciento ochenta millas de prolongada monotonía.
Durante aquel día, Joe condimentó las últimas aves, que no
habían recibido más que una preparación preliminar; para cenar sirvio unos
pinchitos de chocha sumamente apetitosos. Como el viento era favorable, el doctor
resolvió proseguir su camino durante la noche, muy clara por alumbrarla una
luna casi llena.
El Victoria ascendió
a una altura de quinientos pies, y en toda aquella travesía nocturna, de unas
sesenta millas, no se habría visto turbado ni el ligero sueño de un niño.
El domingo por la mañana varió de nuevo el viento hacia el
noroeste. Algunos cuervos cruzaban los aires, y en el horizonte se distinguían
numerosos buitres, que afortunadamente no se acercaron.
La aparición de aquellas aves indujo a Joe a cumplimentar
a su señor por su feliz idea de embutir un globo dentro de otro.
~¿Qué sería de nosotros a estas horas ‑dijo‑ con un solo
envoltorio? Este segundo globo es como la lancha del buque que reemplaza a éste
en caso de naufragio.
‑Tienes razón, Joe; pero mi lancha me causa alguna
zozobra, pues no vale tanto como el buque.
‑¿Qué quieres decir? ‑preguntó Kennedy.
‑Quiero decir que el nuevo Victoria es inferior al otro; bien porque la tela se haya
desgastado a causa del roce, o bien porque la gutapercha se haya derretido al
calor del serpentín, lo cierto es que noto cierta pérdida de gas. Hasta ahora
no es gran cosa, pero no deja de ser apreciable. Tenemos tendencia a bajar, y
para impedirlo me veo obligado a dar mayor dilatación al hidrogeno.
‑¡Demonios! ‑exclamó Kennedy‑. No se me ocurre ninguna
solución.
‑No la tiene, amigo Dick, por lo que creo que deberíamos darnos
prisa, e incluso evitar detenernos de noche.
‑¿Estamos aún lejos de la costa? ‑preguntó Joe.
‑¿Qué costa, muchacho? ¿Sabemos acaso adónde nos conducirá
el azar? Todo lo que puedo decirte es que Tombuctú todavía se encuentra
cuatrocientas millas a oeste.
‑¿Y cuánto tiempo tardaremos en llegar?
‑Si el viento no nos desvía demasiado, cuento con
encontrar dicha ciudad el martes al anochecer.
‑Entonces ‑dijo Joe, señalando una larga comitiva de
bestias y de hombres que avanzaba por el desierto llegaremos antes que aquella
caravana.
Fergusson y Kennedy se asomaron y vieron una gran
aglomeración de seres de toda especie. Había allí más de ciento cincuenta
camellos, de esos que por doce mutkabas de
oro van de Tombuctú a Tafilete con una carga de quinientas libras. Todos
llevaban bajo la cola un talego destinado a recoger sus excrementos, que es el
único combustible con que se puede contar en el desierto.
Aquellos camellos de los tuaregs son de una especie
superior a todas las demás, pues pueden pasar de tres a siete días sin beber y
dos sin comer; además, superan en ligereza a los caballos y obedecen con
inteligencia al khabir o
conductor de la caravana. Son conocidos en el país con el nombre de meharis.
Tales fueron los pormenores dados por el doctor, mientras
sus compañeros contemplaban aquella multi‑
tud de hombres, mujeres y niños que caminaban penosamente
por una arena movediza, contenida únicamente por algunos cardos, hierbas
agostadas y zarzales muy ruines. El viento borraba casi instantáneamente la huella
de sus pasos.
Joe preguntó cómo lograban los árabes orientarse en el
desierto y encontrar los pozos esparcidos en aquella soledad inmensa.
‑Los árabes ‑respondió Fergusson‑ han recibido de la
naturaleza un maravilloso instinto para reconocer su rumbo. Donde un europeo se
desorientaría, ellos no vacilan nunca. Una piedra insignificante, un guijarro,
una hierbecita, el indiferente matiz de las arenas les bastan para avanzar con
seguridad completa. Durante la noche se guían por la estrella Polar; no andan
más que dos millas por hora y descansan a mediodía, que es cuando hace más
calor. No hace falta decir más para comprender cuánto tiempo invertirán en
atravesar el Sahara, que es un desierto de más de novecientas millas.
Pero el Victoria ya se encontraba lejos de las
miradas atónitas de los árabes, que debieron de envidiar su rapidez. Por la
tarde pasaba por los 20 26' de longitud[L30], y durante la noche avanzó más de un grado.
El lunes cambió el tiempo completamente. Empezó a
diluviar, y fue preciso resistir el exceso de peso con que la lluvia cargaba el
globo y la barquilla. Aquel aguacero continuado explicaba que toda la
superficie del país fuese una inmensa ciénaga; reaparecía la vegetación, con
mimosas, baobabs y tamarindos.
Era el Sonray, con sus aldeas pobladas de chozas, cuyos
techos presentan cierta semejanza con gorros armenios. Había pocas montañas,
reduciéndose éstas a colinas muy bajas que forman barrancos y despeñaderos
incesantemente cruzados por chochas y pintadas. Un impetuoso torrente cortaba
en diversos puntos las sendas, que los indígenas atravesaban agarrándose a un
bejuco tendido entre dos árboles. Los bosques iban poco a poco siendo
reemplazados por junglas donde se agitaban caimanes, hipopótamos y
rinocerontes.
‑No tardaremos en ver el Níger ‑anunció el doctor‑; el
terreno se metamorfosea en la proximidad de los grandes ríos. Esos caminos
andantes, según una feliz expresion, han traído con ellos primero la
vegetación y más adelante traerán la civilización. Así es como el Níger, en su
trayecto de doscientas cincuenta millas, ha sembrado en sus márgenes las más
importantes ciudades de África.
‑Eso ‑dijo Joe‑ me recuerda la historia de aquel gran
admirador de la Providencia, de la cual decía que era acreedora a sus aplausos
por haber hecho pasar los ríos por las grandes ciudades.
Hacia mediodía, el Victoria pasó sobre una población
llamada Gao, que fue en otro tiempo una gran capital y a la sazón se hallaba
reducida a una aglomeración de chozas bastante miserables.
‑He aquí el sitio ‑dijo el doctor‑ por el cual Barth
atravesó el Níger a su regreso de Tombuctú, el Níger, ese río famoso de la
antigüedad, el rival del Nilo, al cual la superstición pagana atribuyó un
origen celestial. El Níger, como el Nilo, ha atraído la atención de los geógrafos
de todos los tiempos, y su exploración, más aún que la del Nilo, ha costado
numerosas víctimas.
El Níger corría entre dos orillas muy separadas una de
otra, y sus aguas fluían hacia el sur con cierta violencia; pero los viajeros
apenas tuvieron tiempo de observar sus curiosos contornos.
‑Me dispongo a hablaros de ese río ‑dijo Fergusson‑, ¡y
está ya lejos de nosotros! El Níger, que casi puede competir con el Nilo en
longitud, recorre una extensión inmensa del país, y según la comarca que
atraviesa toma los nombres de Dhiuleba, Mayo, Egghirreou, Quorra y otros, todos
los cuales significan «el río».
‑¿Siguió el doctor Barth este camino? ‑preguntó Kennedy.
‑No, Dick. Al dejar el lago Chad atravesó las principales
ciudades de Bornu, y cruzó el Níger por Sau, cuatro grados más abajo de Gao.
Luego penetró en el seno de las inexploradas comarcas que el Níger encierra en
su recodo y, después de ocho meses de nuevas fatigas, llegó a Tombuctú, lo que
nosotros, con un viento tan rápido, haremos en tres días escasos.
‑¿Se ha descubierto el nacimiento del Níger? ‑preguntó
Joe.
‑Hace ya mucho tiempo ‑respondió el doctor‑. El
reconocimiento del Níger y de sus afluentes atrajo numerosas exploraciones, de
las cuales os indicaré las principales. De 1749 a 1758, Adamson reconoce el río
y visita Gorea. De 1785 a 1788, Golberry y Geoffroy recorren los desiertos de
la Senegambia y suben hasta el país de los moros, que asesinaron a Saugnier,
Brisson, Adam, Riley, Cochelet y otros muchos infortunados. Viene entonces el
ilustre Mungo‑Park, amigo de Walter Scott y escocés como él. Enviado en 1795
por la Sociedad africana de Londres, alcanza Bambarra, ve el Níger, recorre
quinientas millas con un traficante de esclavos, explora la costa de Gambia y
regresa a Inglaterra en 1797; vuelve a partir el 30 de enero de 1805 con su
cuñado Anderson, el dibujante Scott y un grupo de operarios; llega a Gorea,
se une a un destacamento de treinta y cinco soldados y vuelve a ver el Níger el
19 de agosto; pero entonces, a consecuencia de las fatigas, de las privaciones,
de los malos tratos, de las inclemencias del cielo y de la insalubridad del
país, no quedaban ya vivos más que once de los cuarenta europeos; el 16 de
noviembre llegaron a manos de su esposa las últimas cartas de Mungo‑Park, y un
año después se supo por un comerciante del país que, al llegar a Busse, a
orillas del Níger, el 23 de diciembre, el desventurado viajero vio cómo
arrojaban su barca por las cataratas del río antes de ser degollado por los
indígenas.
‑¿Y un fin tan terrible no contuvo a los exploradores?
‑Al contrario, Dick, porque entonces no sólo hubo que
reconocer el río, sino también buscar los papeles del viajero. En 1816 se
organizó en Londres una expedición, en la cual toma parte el mayor Gray; llega
a Senegal, penetra en el Futa‑Djallon, visita las poblaciones fuhlahs y
mandingas, y regresa a Inglaterra sin otro resultado. En 1822, el mayor Laing
explora toda la parte de África occidental próxima a las posesiones inglesas,
siendo el primero en llegar a las fuentes del Níger; según sus documentos, el
nacimiento de este río inmenso no tiene dos pies de ancho.
‑Es fácil de saltar ‑dilo Joe.
‑¡Fácil! ‑replicó el doctor‑. Según la tradición, cualquiera
que intenta cruzar de un salto aquel manantial es inmediatamente engullido, y
quien quiere sacar agua de él se siente rechazado por una mano invisible.
‑¿Y me está permitido ‑preguntó Joe‑ no creer una palabra
de la tradición?
‑Nadie te lo impide. Cinco años después, el mayor Laing
atravesaría el Sahara, penetraría en Tombuctú y moriría estrangulado unas
millas más arriba por los ulad‑shiman, que querian obligarle a hacerse
musulmán.
‑¡Otra víctima! ‑exclamó el cazador.
‑Entonces, un joven valeroso y con muy escasos recursos,
emprendió y llevó a cabo el viaje moderno más asombroso. Me refiero al francés
René Caillié. Después de varias tentativas en 1819 y en 1824, partió de nuevo
el 19 de abril de 1827 de Río Núñez; el 3 de agosto llegó tan extenuado y
enfermo a Timé, que no pudo proseguir su viaje hasta seis meses después, en
enero de 1828; se incorporó entonces a una caravana, protegido por su traje
oriental, llegó al Níger el 10 de marzo, penetró en la ciudad de Yenné, se
embarcó y descendió por el río hasta Tombuctú, adonde llegó el 30 de abril. En
1670 otro francés, Imbert, y en 1810 un inglés, Robert Adams, tal vez habían
visto aquella curiosa ciudad. Pero René Caillié sería el primer europeo que
suministrara datos exactos; el 4 de mayo se separó de aquella reina del
desierto; el 9 reconoció el lugar exacto donde fue asesinado el mayor Laing; el
19 llegó a ElArauan y dejó aquella ciudad comercial para cruzar, corriendo
mil peligros, las vastas soledades comprendidas entre Sudán y las regiones
septentrionales de Africa; por último, entró en Tánger, y el 28 de septiembre
embarcó para Toulon, de suerte que en diecinueve meses, pese a una enfermedad
de ciento ochenta días, había atravesado África de oeste a norte. ¡Ah! ¡Si
Caillié hubiera nacido en Inglaterra, se le habría honrado como al más intrépido
viajero de los tiempos modernos, como al mismo Mungo‑Park! Pero en Francia no
se le apreció en todo su valor[L31].
‑Era un valiente explorador ‑dijo el cazador‑. ¿Y qué fue
de él?
‑Murió a los treinta y nueve años, de resultas de sus
fatigas. En Inglaterra se le habrían tributado los mayores honores; pero en
Francia se creyó haber hecho bastante adjudicándole en 1828 el premio de la
Sociedad Geográfica. Y mientras él realizaba tan maravilloso viaje, un inglés
concebía la misma empresa y la intentaba con igual valor, aunque con menos
fortuna. Se trata del capitán Clapperton, el compañero de Denham. En 1829 entró
en África por la costa oeste en el golfo de Benin, siguió las huellas de Mungo‑Park
y de Laing, encontró en Bussa los documentos relativos a la muerte del primero
y llegó el 20 de agosto a Sakatu, donde, tras haber sido apresado, exhaló el
último suspiro entre los brazos de su fiel criado Richard Lander.
‑¿Y qué fue de ese tal Lander? ‑preguntó Joe con mucho
interés.
‑Consiguió llegar a la costa y regresar a Londres con los
papeles del capitán y una relación exacta de su proplo viaje. Entonces ofreció
sus servicios al Gobierno para completar el reconocimiento del Níger; incorporo
a su empresa a su hermano John, segundo hijo de una humilde familia de
Cornualles, y de 1829 a 1831 ambos bajaron por el río desde Bussa hasta su
desembocadura, describiendo el camino milla a milla y aldea por aldea.
‑Entonces, ¿esos dos hermanos se libraron de la suerte
común? ‑preguntó Kennedy.
‑Sí, al menos en aquella exploración; pero en 1833 Richard
emprendió un tercer viaje al Níger y murió de un balazo junto a la
desembocadura del río. Ya veis, pues, amigos mios, que el país que atravesamos
ha sido testigo de nobles sacrificios que con harta frecuencia no han tenido más
recompensa que la muerte.
XXXIX
El país
en el recodo del Níger. ‑ Vista fantástica de los
montes
Hombori». ‑ Kabar. ‑ Tombuctú. ‑ Plano del
doctor
Barth. ‑ Decadencia. ‑ A donde el Cielo le
plazca
El doctor Fergusson quiso matar el tiempo en aquel pesado
día dando a sus compañeros mil detalles acerca de la comarca que atravesaban.
El terreno, bastante llano, no presentaba ningún obstáculo para su marcha. La
única preocupación del doctor era el maldito viento del noroeste, que soplaba
furiosamente y le alejaba de la latitud de Tombuctú.
El Níger, después de haber subido hasta esta ciudad por la
parte norte, crece hasta convertirse en un inmenso chorro de agua y desemboca
en el océano Atlántico formando un ancho delta. En aquel recodo el país es muy
variado, distinguiéndose tan pronto por una exuberante fertilidad como por una
aridez extrema. Llanuras incultas suceden a campos de maíz, que son luego
reemplazados por dilatados terrenos cubiertos de retama. Todas las especies de
aves acuáticas, el pelícano, la cerceta, el martín pescador, habitan las
orillas de los torrentes y los márgenes de los pantanos, formando numerosas bandadas.
De vez en cuando aparecía un campamento de tuaregs,
refugiados bajo sus tiendas de cuero, en tanto que las mujeres se dedicaban a
las faenas exteriores, ordeñando los camellos, con sus pipas encendidas en la
boca.
Hacia las ocho de la tarde, el Victoria había avanzado más de doscientas millas en dirección
oeste, y los viajeros fueron entonces testigos de un magnífico espectáculo.
Algunos rayos de luna, abriéndose paso por una hendidura
de las nubes y deslizándose entre las gotas de lluvia, bañaban las cordilleras
del Hombori. Nada más extraño que aquellas crestas de apariencia basáltica. que
se perfilaban formando fantásticas siluetas en el sombrío cielo. Parecían las
ruinas legendarias de una inmensa ciudad de la Edad Media y recordaban los
bancos de hielo de los mares glaciales, tal como en las noches oscuras se
presentan a la mirada atónita.
‑He aquí una ciudad de Los
Misterios de Udolfo ‑dijo el doctor‑; Ann Radcllff no hubiera acertado a
describir estas montañas con un aspecto más imponente.
‑No me gustaría ‑respondió Joe‑ pasear solo durante la
noche por este país de fantasmas. Si no pesase tanto, me llevaría todo este
paisaje a Escocia. Quedaría muy bien en las márgenes del lago Lomond y atraería
a muchos turistas.
‑Nuestro globo no es lo bastante grande para satisfacer
tu capricho. Pero, me parece que nuestra dirección varía. ¡Bueno! Los duendes
de estos lugares son muy amables; nos envían un vientecillo del sureste que nos
pondrá de nuevo en el buen camino.
En efecto, el Victoria
se dirigía más al norte, y el día 20 por la mañana pasaba por encima de una
inextricable red de canales, torrentes y ríos, que constituían la encrucijada
completa de los afluentes del Níger. Algunos de aquellos canales, cubiertos de
una hierba espesa, parecían feraces praderas. Allí encontró el doctor la ruta
de Barth, cuando éste embarcó para bajar por el río hasta Tombuctú. El Níger, de
unas ochocientas toesas de ancho, corría allí entre dos orillas cubiertas de
crucíferas y tamarindos. Grupos de gacelas triscadoras confundían sus
retorcidos cuernos con las altas hierbas, desde las cuales el caimán las
acechaba silencioso.
Largas recuas de asnos y camellos, cargados de mercancías
de Yenné, se adentraban en las frondosas arboledas; al poco, en una revuelta
del río apareció un anfiteatro de casas bajas, en cuyas azoteas y techos
estaba acumulado todo el heno recogido en las comarcas circundantes.
‑He aquí Kabar ‑exclamó el doctor con alegría‑. Es el
puerto de Tombuctú; la ciudad se encuentra apenas a cinco millas de aquí.
‑¿Está, pues, satisfecho, señor? ‑preguntó Joe.
‑Encantado, muchacho.
‑Bueno, la cosa marcha.
En efecto, dos horas después la reina del desierto, la
misteriosa Tombuctú, que tuvo, como Atenas y Roma, sus escuelas de sabios y sus
cátedras de filosofía, se desplegó bajo las miradas de los viajeros.
Fergusson seguía los menores detalles en el plano trazado
por el propio Barth, y reconoció su gran exactitud. La ciudad forma un enorme
triángulo en una inmensa llanura de arena blanca. La punta se dirige hacia el
norte y penetra en un extremo del desierto. ¡En los alrededores, nada! Algunas
gramíneas, algunas mimosas enanas, algunos arbustos casi secos.
El aspecto de Tombuctú, a vista de pájaro, es el de un
amontonamiento de bolos y de dados. Las calles, bastante estrechas, están
bordeadas de casas de una sola planta, edificadas con ladrillos cocidos al sol,
y de chozas de paja y cañas, cónicas o cuadradas. En las azoteas se ven
indolentemente tendidos a algunos habitantes, vestidos con sus ropajes de
colores chillones y con la lanza o el mosquete en la mano. A aquellas horas no
aparece ni una mujer.
‑Pero se dice que las mujeres son bellas ‑añadió el doctor‑.
Mirad los tres minaretes de las tres mezquitas, únicas que quedan de las muchas
que había. La ciudad ha perdido su antiguo esplendor. En el vértice del triángulo
se alza la mezquita de Sankoro, con sus hileras de galerías sostenidas por
arcos de un diseño bastante puro. Más lejos, junto al cuartel de Sane‑Gungu, se
ve la mezquita de Sid‑Yahia y algunas casas de dos pisos. No busquéis ni
palacios ni monumentos. El jeque es un simple traficante, y su morada real, un
lugar de comercio.
‑Me parece ver murallas medio derribadas ‑dijo Kennedy.
‑Fueron destruidas por los fuhlahs en
1826, entonces la ciudad era una tercera parte mayor, pues Tombuctú, objeto
de codicia general desde el siglo XI ha pertenecido sucesivamente a los
tuaregs, los kaurayanos, los marroquíes y los fellatahs. Pero este gran centro
de civilización, en que un sabio como Ahmed‑Baba poseía en el siglo XVI una
biblioteca de mil seiscientos manuscritos, no es hoy más que un almacén de
comercio de África central.
La ciudad, en efecto, parecía sumida en una gran incuria.
Acusaba la desidia epidénúca de las ciudades condenadas a desaparecer. Enormes
cantidades de escombros se amontonaban en los arrabales y formaban, con la
colina del mercado, los únicos accidentes del terreno.
Al pasar el Victoria se produjo cierto revuelo e incluso
se oyó toque de tambores, pero el último sabio de la localidad apenas tuvo
tiempo de observar aquel nuevo fenómeno. Los viajeros, empujados por el viento
del desierto, volvieron a seguir el curso sinuoso del río, y muy pronto
Tombuctú no fue más que uno de los fugaces recuerdos del viaje.
‑Y ahora ‑dijo el doctor‑, que el Cielo nos conduzca a
donde le plazca.
‑¡Con tal de que sea al oeste! ‑replicó Kennedy.
‑¡Bah! ‑exclamó Joe‑. No me asustaría aunque se tratase de
volver a Zanzibar por el mismo camino o de atravesar el océano hasta América.
‑No podríamos, Joe.
‑¿Qué nos falta para ello?
‑Gas, Joe. La fuerza ascensional del globo disminuye
sensiblemente, y tendremos que llevar mucho cuidado para conseguir que nos
lleve hasta la costa. Voy a verme obligado a echar lastre. Pesamos demasiado.
‑He aquí las consecuencias de no hacer nada, señor.
Tendidos todo el día como unos haraganes, engordamos excesivamente y así no hay
globo que pueda sostenernos. A la vuelta de nuestro viaje, que es un viaje de
perezosos, nos encontrarán horriblemente obesos.
‑Tus reflexiones, Joe, son dignas de ti ‑respondió el
cazador‑. Pero espera hasta el final. ¿Sabes acaso lo que el Cielo nos reserva?
Estamos aún lejos del término de nuestro viaje. ¿A qué parte de la costa de
África crees que llegaremos, Samuel?
‑No puedo decírtelo, Dick; estamos a merced de vientos muy
variables. Pero, en fin, me daré por muy dichoso si llego entre Sierra Leona y Portendick,
donde hay cierta extensión de tierra donde encontraremos amigos.
‑Y tendremos mucho gusto en estrecharles la mano. Pero
¿seguimos al menos el rumbo apetecido?
‑No enteramente, Dick; mira la brújula y verás que nos
dirigimos al sur y remontamos el Níger hacia sus fuentes.
‑¡Buena ocasión para descubrirlas ‑respondió Joe‑, si no
estuviesen ya descubiertas! Pero ¿no podríamos encontrar otras?
‑No, Joe. Pero, tranquilízate; espero no llegar hasta
allí.
A la caída de la tarde, el doctor echó los últimos sacos
de lastre. El Victoria se elevó, pero
el soplete, aunque funcionaba con toda la llama, apenas podía mantenerlo. Se
hallaba entonces sesenta millas al sur de Tombuctú, y al día siguiente los
viajeros amanecieron sobre las orillas del Níger, no lejos del lago Debo.
XL
Zozobra
del doctor Fergusson. ‑ Dirección persistente
hacia el
sur. ‑ Una nube de langostas. ‑ Vista de
Yenné. ‑
Vista de Sego. ‑ Variación del viento. ‑
Sentimientos
de Joe
En aquel sitio el lecho del río estaba dividido por grandes
islotes en estrechos brazos de una corriente muy rápida. En uno de aquéllos se
alzaban algunas chozas de pastores, pero la velocidad del Victoria, que iba en progresivo aumento, no permitió realizar un
examen exhaustivo. Desgraciadamente el globo se inclinaba todavía más hacia el
sur, y en unos instantes cruzó el lago Debo.
]Fergusson buscó a diferentes alturas, forzando extraordinariamente
su dilatación, otras corrientes atmosféricas, pero infructuosamente, por lo
que pronto abandonó una maniobra que aumentaba la pérdida de gas,
comprimiendolo contra las fatigadas paredes del aeróstato.
Estaba muy inquieto, pero no manifestó su zozobra a sus
compañeros. La obstinacion con que el viento lo empujaba hacia la parte
meridional de África desbarataba sus cálculos. No sabía a que recurrir para
salir de apuros. Si no llegaba a territorio inglés o francés, ¿qué sería de él
y de sus compañeros entre los bárbaros que infestaban las costas de Guinea?
¿Cómo aguardarían en ellas un buque para regresar a Inglaterra? Y la dirección
actual del viento los lanzaba al reino de Dahomey, una de las tribus más
salvajes, a merced de un rey que en las fiestas públicas sacrificaba millares
de víctimas humanas. Allí su perdición era irremisible.
Por otra parte, el globo perdía gas visiblemente, y el
doctor veía acercarse el momento en que sería de todo punto inservible. Sin
embargo, viendo que el tiempo se despejaba un poco, abrigaba la esperanza de
que después de la lluvia sobrevendría alguna variación en las corrientes
atmosféricas.
Pero volvió a tomar conciencia de su crítica situación al
oír la siguiente exclamación de Joe:
‑¡Frescos estamos! Va a arreciar la lluvia, y ahora diluviará,
a juzgar por el nubarrón que se acerca a pasos agigantados.
‑¡Otro nubarrón! ‑dijo Fergusson.
‑¡Y no pequeño! ‑repuso Kennedy.
‑Como no he visto otro ‑comentó Joe.
‑¡Qué alivio! ‑dijo el doctor, dejando el anteojo‑. No es
un nubarrón.
‑¿Cómo que no? ‑exclamó Joe.
‑¡No! ¡Es una nube!
‑Pues eso es lo que decimos.
‑Pero una nube de langostas.
~¡De langostas!
‑Como lo oyes. Millones de langostas pasarán sobre estas
tierras como una tromba, y desgraciada será la comarca que sirva de teatro a
sus devastaciones.
‑Quisiera ver eso.
‑Lo vas a ver, Joe ‑dijo el doctor‑. Dentro de diez
minutos, esa nube nos alcanzará y juzgarás por ti mismo.
Fergusson no mentía. Aquella nube espesa, opaca, de varias
millas de extensión, llegaba con un ruido atronador, proyectando en la tierra
su inmensa sombra. Era una innumerable legión de esas langostas a las que se da
el nombre de caballejos. A cien pasos del Victoria, se precipitaron
sobre un territorio alfombrado de verdor; un cuarto de hora después, la masa
reemprendía el vuelo y los viajeros aún podían distinguir de lejos los árboles
desprovistos de hojas y las praderas convertidas en rastrojos. Hubiérase dicho
que un repentino invierno había sumido la campiña en la esterilidad más
completa.
‑¿Qué te ha parecido, Joe?
‑Una cosa muy curiosa, señor, pero muy natural. Lo que
haría en pequeño una langosta, lo hacen en grande millones de ellas.
‑¡Espantosa lluvia! ‑exclamó el cazador‑. ¡Y más
devastadora que el granizo!
‑Y de la cual no es posible preservarse ‑respondió
Fergusson‑. Alguna vez, los campesinos han tenido la idea de incendiar los
bosques y hasta las mieses para detener el vuelo de tan voraces insectos; pero
las primeras filas, precipitándose sobre las llamas, las apagaban bajo su
enorme mole, y el resto de la columna pasaba inexorablemente. Por suerte, en
estas comarcas se encuentra cierta compensación de sus estragos, pues los
indígenas recogen un número inmenso de langostas, que son para ellos un bocado
delicado y exquisito.
‑Son los cangrejos del aire ‑dijo Joe‑, y siento no
haberlos podido probar, pues me gusta instruirme.
Al anochecer, los viajeros llegaron a comarcas más
pantanosas. Sucedieron a los bosques grupos de árboles aislados, y en las
márgenes del río se distinguían algunas plantaciones de tabaco y terrenos
anegados cubiertos de forraje. En una extensa isla apareció entonces la ciudad
de Yenné, con las dos torres de su mezquita de tierra y el olor infecto que
emana de millones de nidos de golondrinas acumulados en sus paredes. Algunas
copas de baobabs, mimosas y palmeras descollaban entre las casas; incluso
durante la noche, la actividad de la población parecía muy grande. Yenné es,
en efecto, una ciudad muy comercial, y abastece casi exclusivamente a
Tombuctú, a donde llegan, con los diversos productos de su industria, sus
barcas por el río y sus caravanas por caminos sombreados.
‑Si no temiera prolongar nuestro viaje ‑dijo el doctor‑,
habríamos descendido a la ciudad, donde sin duda hubiéramos encontrado a más de
un árabe que ha viajado por Francia o Inglaterra, y que conoce nuestro tipo de
locomoción. Pero no sería prudente en las circunstancias en que nos hallamos.
‑Aplacemos la visita para nuestra próxima excursión ‑dijo
Joe, riendo.
‑Ademas, amigos mios, si no me equivoco, el viento
presenta una ligera tendencia a soplar hacia el este, y no debemos desperdiciar
una ocasión semejante.
El doctor arrojó algunos objetos que ya no les eran
utiles; botellas vacías y una caja que había contenido carne; asi consiguió
mantener el Victoria en una zona más favorable a sus proyectos. A las
cuatro de la mañana, los primeros rayos de sol bañaron Sego, la capital de
Bambara, fácil de reconocer por las cuatro ciudades que la componen, por sus
mezquitas moriscas y por el incesante ir y venir de barcas que trasladan a los
habitantes de un barrio a otro. Pero los viajeros ni vieron ni fueron vistos,
pues volaban con rapidez y directamente hacia el noroeste, y las inquietudes
del doctor se calmaban poco a poco.
‑Dos días más en esta dirección y a esta velocidad, y
alcanzaremos el río Senegal.
‑¿Y nos hallaremos en país amigo? ‑preguntó el cazador.
‑Todavía no; pero, si el Victoria nos fallase, desde allí podríamos llegar a territorio
francés. Sin embargo, lo que debemos desear es que el globo tire algunos centenares
más de millas, y sin fatiga, zozobras ni peligros llegaremos a la costa occidental.
‑¡Y todo habrá acabado! ‑dijo Joe‑. ¡Qué pena! Si no fuese
por las ganas que tengo de contarlo, no quisiera bajar nunca de la barquilla.
Señor, ¿cree que se dará crédito a nuestros relatos?
‑¡Quién sabe, Joe! Pero, en fin, siempre habrá un hecho incontestable:
Miles de testigos nos habrán visto salir de una costa de África, y miles de
testigos nos veran llegar a la otra costa.
‑En este caso ‑intervino Kennedy‑, no se podrá negar que
la hemos atravesado.
‑¡Ah, señor Samuel! ‑añadió Joe,
suspirando‑. Más de una vez echaré de menos mis pedruscos de oro macizo.
Habrían dado consistencia a nuestras historias y verosimilitud a nuestros
relatos. A grano de oro por oyente, habría reunido a un escogido público para
oírme y hasta para admirar.
XLI
Las proximidades
del Senegal. ‑ El Victoria continúa
bajando.
‑ Se sigue echando lastre sin parar. ‑ El
morabito
Al‑Hadjí. ‑ Los señores Pascal, Vincent y
Lambert.
‑ Un rival de Mahoma. ‑ Las montañas
difíciles.
‑ Las armas de Kennedy. ‑ Una maniobra de
Joe. ‑ Alto
sobre un bosque
El 27 de mayo, hacia las nueve de la mañana, el terreno
se presentó bajo un nuevo aspecto. Las extensas pendientes se transformaban en
colinas que hacían presagiar montanas proximas. Había que traspasar la
cordillera que separa la cuenca del Níger de la del Senegal y determina la
dirección de las aguas, o bien al golfo de Guinea, o bien a la bahía de Cabo
Verde.
Aquella parte de África, hasta el Senegal, es peligrosa.
El doctor Fergusson lo sabía por las narraciones de sus predecesores, que
habían sufrido mil privaciones y arrostrado mil peligros entre aquellos negros
bárbaros. Aquel clima funesto acabó con la mayor parte de los companeros de
Mungo‑Park. Fergusson estaba, pues, más decidido que nunca a no poner los pies
en aquella comarca inhospitalaria.
Pero no tuvo un momento de sosiego. El Victoria bajaba sensiblemente, y fue
preciso arrojar multitud de objetos más o menos útiles, sobre todo en el
momento de salvar el pico o cresta de un cerro. Y así anduvieron por espacio de
más de ciento veinte millas, sin parar de subir y bajar; el globo, nuevo
peñasco de Sísifo, descendía incesantemente; las formas del aeróstato, poco
hinchado, se alargaban, y el viento formaba bolsas en sus paredes.
Kennedy no pudo evitar comentario.
‑¿Tiene el globo alguna fisura? ‑preguntó.
‑No ‑respondió el doctor‑; pero sin duda, con el calor,
la gutapercha se ha reblandecido o derretido, y el hidrógeno se escapa por el
tejido del tafetán.
‑¿Y cómo impedir que se escape?
‑De ninguna manera. No podemos hacer más que aligerar
peso; arrojemos fuera de la barquilla cuanto podamos arrojar.
‑Pero ¿qué hemos de arrojar? ‑preguntó el cazador,
recorriendo con su mirada la barquilla, ya muy desprovista.
‑Desprendámonos de la tienda que pesa bastante.
Joe, que era a quien incumbía esta orden, subió encima
del círculo que reunía las cuerdas de la red y desde allí pudo fácilmente
desatar las gruesas cortinas de las tiendas y echarlas abajo.
‑Esto hará feliz a una tribu entera de negros ‑dijo‑. Hay
aquí tela para vestir a mil indígenas, pues ya se sabe cuán ahorrativos son en
materia de trajes.
El globo se había elevado algo, pero enseguida resultó
evidente que no perdía su tendencia a descender.
‑Bajemos ‑dijo Kennedy‑ y veamos qué se puede hacer con la
envoltura.
‑Te lo repito, Dick, aquí no hay medio de repararla.
‑¿Cómo nos las arreglaremos, pues?
‑Sacrificaremos todo lo que no sea absolutamente
indispensable. Quiero evitar a toda costa un alto en estos sitios. Los bosques
sobre los cuales pasamos en este momento, tocando casi la copa de los árboles,
no tienen nada de seguros.
‑¿Hay leones? ¿Hay hienas? ‑preguntó Joe con desprecio.
‑Hay algo peor, Joe: hombres, y de los más crueles que
viven en África.
‑¿Cómo se sabe?
‑Por los viajeros que nos han precedido. Además, los
franceses, que ocupan la colonia de Senegal, han tenido necesariamente que
ponerse en relación con las tribus circundantes; bajo el mando del coronel
Faldherbe, se han practicado reconocimientos tierra adentro, y los señores
Pascal, Vincent y Lambert han traído de sus expediciones documentos preciosos.
Han explorado estas comarcas formadas por el recodo del Senegal, en las cuales
la guerra y el saqueo no han dejado más que ruinas.
‑Pero algún origen tendrá esta guerra devastadora ‑dijo el
cazador.
‑Sí, lo tiene. En 1854 un morabito del Futa senegalés, Al‑Hadjí,
declarándose inspirado como Mahoma, incitó a todas las tribus a la guerra
contra los infieles, es decir, contra los europeos. Llevó la destrucción y la
ruina entre el río Senegal y su afluente el Falemé. Tres hordas de fanáticos
capitaneados por él recorrieron el país matando y saqueando, sin que se librase
de su furor ni una sola aldea, ni una sola cabaña. Invadieron luego el valle
del Níger, hasta la ciudad de Sego, que estuvo mucho tiempo amenazada. En 1857
se dirigieron mas al norte y atacaron el fuerte de Medina, construido por los
franceses en las márgenes del río. Aquel establecimiento fue heroicamente
defendido por Paul Holl, el cual resistió varios meses sin viveres y casi sin
municiones, hasta que llegó en su auxilio el coronel Faidherbe. Al‑Hadji y sus
hordas volvieron entonces a pasar el Senegal y regresaron al territorio de
Kaarta, donde continuaron sus rapiñas y asesinatos. Pues bien, estas comarcas
en las que nos hallamos son precisamente la guarida donde se han refugiado los
bandidos, y os aseguro que no sería nada conveniente caer en sus manos.
‑No caeremos ‑dijo Joe‑, aunque para elevar el Victoría
tengamos que sacrificar hasta nuestros zapatos.
‑No estamos lejos del río ‑dijo el doctor‑; pero me temo
que nuestro globo no podrá llevarnos más allá.
‑Lleguemos a la orilla ‑replicó el cazador‑ y eso habremos
ganado.
‑Es precisamente lo que intentamos hacer ‑dijo el doctor‑.
Pero me inquieta una cosa.
‑¿ Cuál?
~Tendremos que salvar montañas, y resultará muy difícil,
ya que no puedo aumentar la fuerza ascensional del aeróstato ni siquiera,
produciendo el mayor calor posible.
‑Aguardemos a ver qué ocurre ‑dijo Kennedy.
‑¡Pobre Victon'a! ‑exclamó Joe‑. Le he tomado el mismo cariño
que un marino a su buque, y me separaré de él con pesar. Ya sé que no es lo que
era cuando emprendimos el viaje, pero, aun así, no debemos criticarlo. Nos ha
prestado grandes servicios, y me romperá el corazón abandonarlo.
‑Tranquilízate, Joe; si lo abandonamos, sera a pesar
nuestro. Nos servirá hasta que se halle extenuado. Sólo le pido que se mantenga
otras veinticuatro horas.
‑Se agota ‑dijo Joe, contemplándolo‑, flaquea, se le va la
vida. ¡Pobre globo!
‑Si no me equivoco ‑intervino Kennedy-, tenemos en el
horizonte las montañas de que hablabas, Samuel.
‑En efecto ‑dijo el doctor, después de examinarlas con su
anteojo‑. Muy altas me parecen; mucho nos ha de costar atravesarlas.
‑¿No las podríamos evitar?
‑Me parece que no, Dick ‑dijo Fergusson‑. ¿No ves el
inmenso espacio que ocupan? ¡Casi la mitad del horizonte!
‑Y diríase que nos cercan ‑añadió Joe‑; avanzan por los
dos extremos.
‑Es absolutamente indispensable pasar por encima.
Aquellos obstáculos tan peligrosos parecían acercarse con
extrema rapidez, o, mejor dicho, el viento que era muy fuerte, precipitaba al Victoria
hacia los agudos picos. Era preciso elevarse a toda costa; de lo contrario, se
estrellarían.
‑Vaciemos la caja de agua ‑dijo Fergusson‑. Conservemos
tan sólo el líquido estrictarriente necesario para un día.
‑¡Ya está! ‑dijo Joe.
‑¿Sube ahora el globo? ‑preguntó Kennedy.
‑Algo, unos cincuenta pies ‑respondió el doctor, que no
apartaba la vista del barómetro‑. Pero no es suficiente.
Parecía, en efecto, que las altas cumbres salían al encuentro
de los viajeros para precipitarse contra ellos. Éstos se hallaban muy lejos de
dominarlas; todavía les faltaban más de quinientos pies. También arrojaron la
provisión de agua del soplete, de la cual no se conservaron más que algunas
pintas; pero todavía no fue suficiente.
‑Y sin embargo, hemos de pasar ‑dijo el doctor.
‑Echemos las cajas, ya que las hemos vaciado ‑dijo
Kennedy.
‑Echémoslas.
‑¡Ya está! ‑gritó Joe‑. ¡Qué triste es desaparecer trozo a
trozo!
‑¡Oye, Joe! ¡Guárdate de repetir el sacrificio del otro
día! Suceda lo que suceda, júrame no separarte de nosotros.
‑Tranquilícese, señor, no nos separaremos.
El Victoria había subido unas veinte toesas más,
pero la cresta de la montaña seguía dominándolo. Era una cresta recta que
terminaba en una verdadera muralla escarpada, y se hallaba aún más de
doscientos pies encima de los viajeros.
«Dentro de diez minutos ‑se dijo el
doctor‑, nuestra barquilla se habrá estrellado contra las rocas si no logramos
elevarnos lo suficiente.»
‑¿Qué hacemos, señor? ‑preguntó Joe.
‑Guarda sólo la provisión de pemmican y arroja toda
la carne, que es lo que más pesa.
El globo se desprendió de otras cincuenta libras de peso y
se elevó muy sensiblemente, lo que de nada le servía si no conseguía situarse
sobre la línea de montañas. La situación era espantosa. El Victoria
corría con una rapidez suma e iba a hacerse trizas. El choque no podía dejar de
ser terrible.
El doctor registró la barquilla con la mirada.
Estaba prácticamente vacía.
‑¡Por si acaso, Dick, disponte a sacrificar tus armas!
‑¡Sacrificar mis armas! ‑respondió el cazador, conmovido.
‑Amigo Dick, no te lo pediría si no fuese necesario.
‑¡Samuel! ¡Samuel!
‑¡Tus armas y tus municiones pueden costarnos la vida!
‑¡Nos acercamos! ‑exclamó Joe‑. ¡Nos acercamos!
¡Diez toesas! La montaña todavía superaba al Victoria en
diez toesas.
Joe cogió las mantas y las tiró; y,
sin decir una palabra a Kennedy, tiró también algunos paquetes de balas y
perdigones.
El globo subió, traspasó la peligrosa cumbre, y los rayos
del sol bañaron su polo superior. Pero la barquilla se hallaba aún a una altura
algo inferior a la de los peñascos, contra los cuales iba inevitablemente a
estrellarse.
‑¡Kennedy! ¡Kennedy! ‑exclamó el doctor~. ¡Arroja tus
armas o estamos perdidos!
‑¡Aguarde, señor Dick! ‑dijo Joe‑. ¡Aguarde un momento!
Y Kennedy, al volverse, le vio desaparecer fuera de la
barquilla.
‑¡Joe! ¡Joe! ‑gritó.
‑¡Desgraciado! ‑exclamó el doctor.
En aquel punto la cresta de la montaña tenía unos
trescientos pies de ancho, y por el otro lado la pendiente presentaba menos
declive. La barquilla llegó justo al nivel de aquella meseta bastante lisa y se
deslizó por un terreno compuesto de puntiagudos guijarros que rechinaban'con
el roce.
‑¡Pasamos! ¡Pasamos! ¡Hemos pasado! ‑gritó una voz que
hizo palpitar el corazón de Fergusson.
El intrépido muchacho se agarraba con las manos al borde
inferior de la barquilla y corría por la cresta para aligerar al globo de la
totalidad de su peso, viéndose obligado a sujetarlo con fuerza porque tendía a
escapársele.
Cuando hubo llegado a la ladera opuesta y ante sus ojos se
presentó el abismo, Joe, mediante un enérgico juego de muñecas, se levantó y,
agarrándose de las cuerdas, subió al lado de sus companeros.
‑Nada más difícil que lo que acabo de hacer ‑dijo.
‑¡Valiente Joe! ¡Amigo mío! ‑dijo el doctor con efusión.
‑¡Oh! Lo que he hecho ‑respondió Joe‑ no ha sido por
ustedes, sino por la carabina del señor Dick. Se lo debía desde el asunto del
árabe y me gusta pagar mis deudas. Ahora estamos en paz ‑añadió, presentando al
cazador su arma predilecta‑. Me hubiera conmovido demasiado verle separarse de
ella.
Kennedy le dio un vigoroso apretón de manos sin pronunciar
una palabra.
El Victoria ya no tenía más que bajar, lo que le era fácil;
muy pronto se encontró a doscientos pies del suelo y entonces recuperó el
equilibrio. El terreno presentaba numerosos accidentes muy difíciles de evitar
durante la noche con un globo que ya no obedecía. Estaba oscureciendo con
gran rapidez y, pese a sus reticencias, el doctor tuvo que resignarse a hacer
un alto hasta el día siguiente.
‑Vamos a buscar un lugar favorable para detenernos ‑dijo.
‑¡Ah! ¿Te decides al fin? ‑respondió Kennedy.
‑Sí, he meditado detenidamente un proyecto que vamos a
poner en práctica. No son más que las seis de la tarde; tendremos tiempo. Echa
las anclas, Joe.
Joe obedeció, y las dos anclas quedaron colgando debajo de
la barquilla.
‑Distingo inmensos bosques ‑dijo el doctor‑. Iremos por
encima de las copas de sus árboles y nos agarraremos de alguna. Por nada de
este mundo consentiría en pasar la noche en tierra.
‑¿Podremos bajar? ‑preguntó Kennedy.
‑¿Para qué? Os repito que sería peligroso separarnos.
Además, reclamo vuestra ayuda para un trabajo difícil.
El Victoria, que
rozaba la verde bóveda de inmensos bosques, no tardó en detenerse bruscamente;
sus anclas habían quedado enganchadas. El viento cesó entrada ya la noche, y el
globo permaneció casi inmóvil encima de un interminable campo de verdor formado
por las copas de un bosque de sicomoros.
XLII
Combate
de generosidad. ‑ último sacrificio. ‑ El
aparato
de dilatación. ‑ Destreza de Joe. ‑
Medianoche.
‑ La guardia del doctor. ‑ La guardia de
Kennedy.
‑ Dick se duerme. ‑ El incendio. ‑ Los gritos.
‑ Fuera
de alcance
El doctor Fergusson determinó su posición por la altura de
las estrellas; se encontraban a veinticinco millas escasas del Senegal.
‑Todo lo que podemos hacer, amigos míos ‑declaró, después
de examinar el mapa‑, es pasar el río; pero como en él no hay ni puentes ni
barcas, lo hemos de cruzar en globo a toda costa, y al efecto debemos
aligerarlo aún más.
‑Pues no sé cómo lo haremos ‑replicó
el cazador, que temía por sus armas‑, a no ser que uno de nosotros se decida a
sacrificarse, a quedarse atrás... Y, en esta ocasión, yo reclamo esa gloria.
‑¡De ninguna manera! ‑protestó Joe‑. ¿No tengo yo acaso la
costumbre ... ?
‑No se trata de echarse, amigo mio ‑aclaró el cazador‑,
sino de alcanzar a pie la costa de África, y yo soy buen andarín.
‑¡No lo consentiré jamás! ‑replicó Joe.
‑Vuestro combate de generosidad es inútil, mis buenos
amigos ‑intervino Fergusson‑; espero que no lleguemos a tal extremo, y en el
caso de llegar a él, lejos de separarnos, permaneceríamos juntos para atravesar
el pais.
‑Eso es lo mejor ‑dijo Joe‑. Un paseíto no nos vendría
mal.
‑Pero, antes ‑repuso el doctor‑, echaremos mano de un
último medio para aligerar nuestro Victoria.
‑¿Cuál? ‑preguntó Kennedy‑. Estoy en ascuas deseando
conocerlo.
‑Debemos desprendernos de las cajas del soplete, de la pila
de Bunsen y del serpentín que nos obligan a arrastrar por los aires
novecientas libras.
‑Pero, Samuel, ¿cómo obtendrás luego la dilatación del
gas?
‑De ninguna manera; nos las arreglaremos sin ella.
‑Pero...
‑Oídme, amigos: he calculado muy exactamente lo que nos
queda de fuerza ascensional, y es suficiente para transportarnos a los tres con
los pocos objetos que llevamos. No pesaremos más de quinientas libras, incluidas
las anclas, que tengo interés en conservar.
‑Amigo Samuel ‑respondió el cazador‑, tú, más competente
que nosotros en la materia, eres el único juez de la situación; dinos lo que
hemos de hacer y lo haremos.
‑A sus órdenes, señor.
‑Os repito, amigos míos, que aunque reconozco la gravedad de la
determinación, hemos de sacrificar nuestro aparato.
‑¡Sacrifiquémoslo! ‑replicó Kennedy.
‑¡Manos a la obra! ‑dijo Joe.
La operación presentó numerosas dificultades. Fue preciso desmontar el
aparato pieza por pieza. Primero quitaron la caja de mezcla, después la del
soplete y por último la caja donde se operaba la descomposición del agua. Se
necesitó la fuerza reunida de los tres viajeros para arrancar los recipientes
del fondo de la barquilla, donde se hallaban incrustados; pero Kennedy era tan
fuerte, Joe tan diestro y Samuel tan ingenioso que vencieron todas las
dificultades. Las diversas piezas fueron sucesivamente arrojadas, y
desaparecieron abriendo grandes agujeros en el follaje de los sicomoros.
‑Los negros se quedarán muy asombrados ‑dijo Joe‑ al encontrar en los
bosques semejantes objetos. Capaces serán de convertirlos en ídolos.
A continuación tuvieron que ocuparse de los
tubos metidos en el globo y que pasaban por el serpentín. Joe consiguió cortar,
a unos pies por encima de la barquilla, las articulaciones de caucho; en cuanto
a los tubos, hubo mayor dificultad, porque se hallaban retenidos por su extremo
superior y sujetos con alambres al círculo mismo de la válvula. Fue entonces
cuando Joe demostró una agilidad maravillosa. Descalzo, para no romper la
envoltura, con ayuda de la red y a pesar de las oscilaciones, logró
encaramarse hasta la cima exterior del aeróstato, y allí, después de mil
dificultades, agarrándose con una mano a aquella superficie resbaladiza,
desatornilló las tuercas exteriores que sujetaban los tubos. Éstos se desprendieron
entonces fácilmente y fueron retirados a través del apéndice inferior, que fue
herméticamente cerrado por medio de una fuerte ligadura.
El Victoria, libre de aquel peso
considerable, se elevó y tensó enormemente la cuerda del ancla.
A medianoche quedaron felizmente terminados aquellos trabajos, que
resultaron muy fatigosos. Los viajeros cenaron rápidamente un poco de pemmican y de grog frío, pues el doctor
ya no tenía calor para ponerlo a disposición de Joe.
Además, éste y Kennedy estaban rendidos.
‑Acostaos y dormid, amigos míos ‑dijo Fergusson‑, yo haré la primera
guardia. A las dos despertaré a Kennedy; a las cuatro, Kennedy despertará a
Joe; a las seis partiremos, ¡y que el Cielo siga velando por nosotros durante
esta última jornada!
Los dos compañeros del doctor, sin hacerse de rogar, se tumbaron al
fondo de la barquilla y se sumieron enseguida en un profundo sueño.
La noche era apacible. Algunas nubes velaban de vez en cuando el último
cuarto de luna, cuyos rayos indecisos disipaban muy ligeramente la oscuridad.
Fergusson, acodado miraba a su alrededor. Vigilaba con atención la sombría
cortina de follaje que se extendía bajo sus pies sin dejar ver el suelo. El menor ruido le parecía sospechoso,
y procuraba explicarse hasta el más leve temblor de las hojas.
Se hallaba en esa disposición de ánimo que la soledad vuelve más
sensible aún, y durante la cual vagos terrores asaltan el cerebro. Al final de
un viaje semejante, después de haber vencido tantos obstáculos, en el momento
de conseguir el objetivo, los temores son más vivos, las emociones más fuertes,
y el punto de llegada parece huir ante los ojos.
Por otra parte, la situación no era para tranquilizar a nadie, en un
país bárbaro, y con un medio de transporte que, en definitiva, podía fallar de
un momento a otro. El doctor ya no contaba con el globo de una manera absoluta;
había pasado el tiempo en que maniobraba con audacia porque estaba seguro de
él.
Bajo estas impresiones, el doctor
creyó percibir unos rumores indeterminados en aquellos inmensos bosques,
incluso creyó ver brillar una llama entre los árboles. Miró con atención y
enfocó su anteojo de noche en esa dirección; pero fue incapaz de distinguir
nada, y hasta pareció que el silencio se había hecho más profundo.
Sin duda Fergusson había experimentado una alucinación.
Escuchó sin sorprender el menor ruido y, habiendo transcurrido el tiempo de su
guardia, despertó a Kennedy, le recomendó que vigilara con muchísima atención y
se acostó al lado de Joe, que dormía a pierna suelta.
Kennedy encendió tranquilamente su pipa, se restregó los
ojos, que le costaba mucho mantener abiertos, apoyó los codos en un rincón y
empezó a fumar vigorosamente para disipar el sueño.
El silencio más absoluto reinaba a su alrededor. Un viento
suave agitaba la cima de los árboles y mecía suavemente la barquilla,
invitando al cazador a un sueño que le invadía a su pesar. Quiso resistirse a
él, abrió varias veces los párpados, abismó en las tinieblas de la noche
algunas de esas miradas que no ven y, al final, sucumbiendo a la fatiga, se
quedó dormido.
¿Cuánto tiempo permaneció sumido en aquel estado de
inercia? Lo único que pudo decir fue que le despertó un chisporroteo
inesperado.
Se restregó los ojos y se puso en pie. Un calor insoportable
llegaba a su rostro. El bosque estaba ardiendo.
‑¡Fuego! ¡Fuego! ‑exclamó, sin comprender lo que pasaba.
Sus dos compañeros se levantaron.
‑¿Qué es eso? ‑preguntó Samuel.
‑¡Un incendio! ‑exclamó Joe‑. Pero ¿quién puede ... ?
En aquel momento se oyeron gritos debajo del follaje,
violentamente iluminado.
‑¡Los salvajes! ‑exclamó Joe‑. ¡Han prenddo fuego al
bosque para estar seguros de quemarnos!
‑¡Los talibas! ¡Los morabitos de Al‑Hadjíl ‑dijo el
doctor.
Un círculo de fuego rodeaba al Victoria. Los chasquidos
de los troncos secos se mezclaban con los gemidos de las ramas verdes. Los
bejucos, las hojas, todas las partes vivas de aquella vegetación exuberante se
retorcían envueltas en el elemento destructor. La mirada se perdía en un
océano en llamas; los grandes árboles destacaban en negro en la inmensa
fragua, con las ramas cubiertas de ascuas; el inflamado conjunto se reflejaba
en las nubes, y los viajeros creyeron hallarse encerrados en una esfera de
fuego.
‑¡Huyamos! ‑exclamó Kennedy~. ¡A tierra! ¡Es nuestra única
posibilidad de salvación!
Pero Fergusson lo detuvo con mano firme y, precipitándose
hacia la cuerda del ancla, la cortó de un hachazo. Las llamas, prolongándose
hacia el globo, lamían ya sus iluminadas paredes; pero el Victona, libre de sus
ataduras, se elevó más de mil pies.
Espantosos gritos resonaron en el bosque, acompañados de
violentas detonaciones de armas de fuego. El globo, atrapado por una corriente
que se levantaba con el día, puso rumbo al oeste.
Eran las cuatro de la mañana.
XLIII
Los
talibas. ‑ La persecución. ‑ Un país devastado. ‑
Viento
moderado. ‑ El Victoria baja. ‑ Las últimas provisiones. ‑ Los saltos del Victoria. ‑
Defensa a tiros.
El viento refresca. ‑ El río Senegal.
‑ Las cataratas de Gouina. ‑ El aire caliente. ‑ Travesía del río
‑Si ayer por la noche no hubiésemos tomado la precaución
de aligerar peso ‑dijo el doctor‑, a estas horas estaríamos irremisiblemente
perdidos.
‑Por eso es bueno hacer las cosas a tiempo ‑repuso Joe‑.
Gracias a eso nos hemos salvado, y es muy natural.
‑No estamos fuera de peligro ‑replicó Fergusson.
‑¿Qué temes? ‑preguntó Dick‑. El Victoria no puede descender sin tu permiso, y aun cuando
descendiera...
‑¡Como descendiese ... ! ¡Mira, Dick!
Los viajeros acababan de trasponer el lindero del bosque,
y vieron a unos treinta jinetes vestidos con pantalón ancho y albornoz
ondeante. Unos armados con lanzas y otros con espingardas, seguían al trote, a
lomos de sus caballos vivos y ardientes, la dirección del Victoria, que avanzaba a una velocidad moderada.
Al ver a los viajeros prorrumpieron en
gritos salvajes, blandiendo sus armas. La cólera y la amenaza se leían en sus
semblantes morenos, cuya ferocidad acentuaba una barba escasa pero erizada.
Atravesaban con facilidad las mesetas bajas y las suaves colinas que descienden
al Senegal.
‑¡Son ellos! ‑dijo el doctor‑. ¡Los crueles talibas, los
feroces morabitos de Al‑Hadjí! Preferiría hallarme en el bosque rodeado de
fieras, que caer en manos de tan inmundos bandidos.
-Su aspecto no es tranquilizador ‑dijo Kennedy~. ¡Y se les
ve muy fornidos!
‑Afortunadamente ‑dijo Joe‑, son bestias de una especie
que no vuela; al menos es un consuelo.
‑¡Mirad esas aldeas en ruinas y esas chozas reducidas a
cenizas! ‑dijo Fergusson‑. Es obra de ellos; la aridez y la devastación marcan
las huellas de su paso.
‑Pero no pueden alcanzarnos ‑replicó Kennedy‑. Si logramos
poner el río entre ellos y nosotros, estaremos completamente seguros.
‑Dices bien, Dick; pero para eso es preciso no caer ‑respondió
el doctor, mirando el barómetro.
‑Por si acaso, Joe ‑repuso Kennedy‑, no estaría de mas
preparar las armas.
‑Eso no puede perjudicarnos, señor Dick; ha sido una
suerte no haberlas sembrado por el camino.
‑¡Mi carabina! ‑‑exclamó el cazador‑. Espero no separarme
nunca de ella.
Y Kennedy la cargó con el mayor cuidado. Le quedaba aún
pólvora y balas suficientes.
‑¿A qué altura nos mantenemos? -preguntó el cazador.
‑A unos setecientos cincuenta pies. Pero ya no tenemos la
posibilidad de buscar corrientes favorables subiendo o bajando; nos hallamos a
merced del globo.
‑Lo cual es un grave inconveniente ‑repuso Kennedy‑. El
viento es bastante flojo; si hubiéramos encontrado un huracán como el de otros
días, ya habriamos perdido de vista a esos infames bandidos.
‑Esos malditos ‑dijo Joe‑ nos siguen sin ninguna
dificultad, al trote. ¡Un auténtico paseo!
‑Si los tuviésemos a tiro ‑dijo el cazador‑, me divertiría
derribándolos a todos uno tras otro.
‑¡Buena la haríamos! ‑respondió Fergusson‑. Si los
tuviesemos a tiro, ellos también nos tendrían a tiro a nosotros, y nuestro Victoria ofrecería un blanco fácil a las
balas de sus largas espingardas. Hazte cargo de lo que sería de nosotros si
agujereasen el globo.
La persecución de los talibas continuó toda la mañana.
Hacia las once, los viajeros apenas habían recorrido quince millas hacia el
oeste.
El doctor examinaba en el horizonte hasta las más pequeñas
nubecillas. Temía una variación atmosférica. Si el viento arrastraba el globo
hacia el Níger, ¿qué sería de ellos? Notaba, además, que el globo tendía a
bajar sensiblemente. Desde su partida había perdido ya más de trescientos
pies, y el Senegal debía de estar aún a unas doce millas; a la velocidad actual
todavía les faltaban tres horas de viaje.
En aquel momento, nuevos gritos llamaron su atención. Los
talibas se agitaban, precipitando el galope de sus caballos.
El doctor consultó el barómetro y comprendió la causa de
aquella algarabía.
‑Bajamos ‑dijo Kennedy.
‑Sí ‑respondió Fergusson.
« ¡Malo! », pensó Joe.
Pasado un cuarto de hora, la barquilla se hallaba a menos
de ciento cincuenta pies del suelo, pero el viento era más fuerte.
Los talibas, sin detenerse, hicieron una descarga.
‑¡Estáis demasiado lejos, imbéciles! ‑exclamó Joe‑. Bueno
será tenerlos a raya.
Y, apuntando a uno de los jinetes que iban delante, hizo
fuego. El taliba dio una voltereta; sus compañeros se detuvieron y el Victoria
les sacó ventaja.
‑Son prudentes ‑dijo Kennedy.
‑Porque creen estar seguros de cogernos ‑respondió el
doctor‑. Y nos cogerán si seguimos bajando. Es absolutamente indispensable que
nos elevemos.
‑¿Qué vamos a echar? ‑preguntó Joe.
‑Todo el pemmican que
queda. Serán treinta libras menos de peso.
‑¡Pues allá va! ‑dijo Joe, obedeciendo las órdenes de su
señor.
La barquilla, que casi llegaba al suelo, subió entre el
griterío de los talibas; pero, media hora después, el Victoria volvía a
bajar rápidamente.
El gas se escapaba por los poros de sus paredes.
La barquilla rozó el suelo y los negros de Al‑Hadjí se
precipitaron hacia ella; pero, como sucede en semejantes circunstancias,
apenas el globo tocó el suelo, dio un salto y fue a caer una milla más
adelante.
‑¡No escaparemos! ‑dijo Kennedy con rabia.
‑Joe, echa nuestra reserva de aguardiente ‑ordenó el
doctor‑, nuestros instrumentos, todo lo que pese, por poco que sea, y también
el ancla.
Joe arrancó los barómetros y los termómetros; pero todo
eso suponia muy poco, y el globo, que subió momentáneamente, no tardó en volver
a tocar el suelo Los talibas corrían tras ellos y no estaban ya más que a doscientos
pasos.
‑¡Echa las dos escopetas! ‑exclamó el doctor.
‑No será sin haberlas descargado ‑respondió el cazador.
Y cuatro disparos sucesivos hicieron morder el suelo a
cuatro talibas, que cayeron entre los frenéticos gritos de la horda.
El Victoria se levantó de nuevo, dando saltos enormes,
como una inmensa pelota que bota en el suelo.
¡Extraño espectáculo el que ofrecían aquellos desdichados
intentando huir a pasos de gigante, y que, a semejanza de Anteo, parecia que
recobraban fuerzas al llegar a tierra! Pero aquella situación no podía
prolongarse incesantemente. Era casi mediodía. El Victoria se agotaba,
se vaciaba, se alargaba; su envoltura se tornaba fofa y ondulante; los pliegues
del tafetán rechinaban al rozar unos con otros.
‑¡El Cielo nos abandona! ‑dijo Kennedy‑. ¡Vamos a caer!
Joe no respondió, no hacía más que mirar a su señor.
‑¡No! ‑dijo éste‑. Aún podemos desprendernos de más de
ciento cincuenta libras.
‑¿Dónde están? ‑preguntó Kennedy, pensando que el doctor
se había vuelto loco.
‑¡La barquilla! ‑respondió éste‑. Colguémonos de la red.
Las mallas nos sostendrán y llegaremos al río. ¡Pronto! ¡Pronto!
Y aquellos hombres audaces no vacilaron en intentar
semejante medio de salvación. Se colgaron de las mallas de la red, tal como
había indicado el doctor, y Joe, sosteniéndose con una mano, cortó con la otra
las cuerdas de la barquilla, la cual cayó en el momento preciso en que el
aeróstato iba a desplomarse definitivamente.
‑¡Hurra! ¡Hurra! ‑exclamó, mientras el globo, sin lastre
alguno, ascendía a trescientos pies de altura.
Los talibas espoleaban a sus caballos, que barrían el
suelo con los cascos; pero el Victoria, encontrando un viento más
activo, les tomó la delantera y avanzó rápidamente hacia una colina que
cerraba el horizonte al oeste. Fue una circunstancia favorable para los
viajeros, porque pudieron pasar al otro lado de la colina, mientras que la
horda de Al‑Hadjí se vio obligada a dar un rodeo por el norte para salvar el
obstáculo.
Los tres compañeros se sostenían agarrados de la red, que
habían podido atar por debajo, de suerte que formaba una especie de bolsa
flotante.
De repente, después de haber pasado la colina, el doctor
exclamó:
‑¡El río! ¡El río! ¡El Senegal!
En efecto, a una distancia de dos millas fluía una extensa
corriente de agua. La orilla opuesta, baja y fértil, ofrecía una retirada
segura y un lugar favorable para el descenso.
‑Un cuarto de hora más ‑dijo Fergusson‑, y a salvo.
Pero, desgraciadamente, el globo vacío caía poco a poco
sobre un terreno casi enteramente desprovisto de vegetación, compuesto de
largas pendientes y llanuras pedregosas, donde no se velan mas que algunos matorrales
y una hierba espesa que el ardor del sol había secado.
El Victoria tocó varias veces el suelo y volvió a
elevarse; pero sus saltos disminuían en extensión y altura, y en el último se
quedó enganchado por la parte superior de la red a las altas ramas de un baobab
aislado, único árbol en medio de aquel terreno desierto.
‑¡Todo ha concluido! ‑exclamó el cazador.
‑Y a cien pasos del río ‑dijo Joe.
Los tres desdichados saltaron a tierra y el doctor condujo
a sus dos compañeros hacia el Senegal.
En aquel lugar, el río producía un barboteo continuado;
al llegar a la orilla Fergusson reconoció las cataratas de Goulna. No había ni
una barca, ni un ser animado a la vista. El Senegal, que tenía allí dos mil
pies de ancho, se precipitaba con atronador ruido desde una altura de ciento
cincuenta de este a oeste, y la línea de peñascos que se oponía a su curso se
extendía de norte a sur. En medio de la cascada había rocas de extrañas formas,
como inmensos animales antediluvianos petrificados entre las aguas.
La imposibilidad de atravesar aquel abismo era evidente.
Kennedy no pudo reprimir un gesto de desesperación.
Pero el doctor Fergusson, en un tono de enérgica audacia,
exclamó:
‑¡Todavía nos queda un medio!
‑Ya lo sabía yo ‑dijo Joe, con esa confianza en su señor
que no le abandonaba jamás.
La hierba seca le había inspirado al doctor una idea
atrevida. Era el único recurso. Volvió rápidamente con sus compañeros al punto
donde se había quedado la envoltura del aeróstato.
‑Les llevamos al menos una hora de delantera a los
bandidos ‑dijo‑. No perdamos tiempo, compañeros; recoged hierba seca, mucha
hierba seca; necesito por lo menos cien libras.
‑¿Para qué? ‑preguntó Kennedy.
‑Como no tenemos gas, cruzaremos el río utilizando aire
caliente.
‑¡Ah, mi querido Samuel! ‑exclamó Kennedy‑. ¡Eres
verdaderamente un gran hombre!
Joe y Kennedy pusieron manos a la obra y en un momento
reunieron una enorme pila de hierba junto al baobab.
Entretanto, el doctor había agrandado el orificio del
aeróstato cortando su parte inferior, tras haber hecho salir por la válvula el
poco hidrógeno que aún pudiera contener; despues amontono cierta cantidad de
hierba seca bajo la envoltura y le prendió fuego.
No hace falta mucho tiempo para hinchar un globo con aire
caliente. Una temperatura de 1800[L32], es suficiente para disminuir a la mitad, enrareciéndolo, el peso del
aire que contiene, de manera que el Victoria empezó a recobrar
sensiblemente su forma redondeada. La hierba abundaba; el doctor activaba el
fuego y el volumen del aeróstato aumentaba visiblemente.
Era entonces la una menos cuarto.
En aquel momento unas dos millas al norte, apareció la
partida de talibas. Oíanse sus gritos y el ruido de los cascos de los caballos
corriendo a todo galope.
‑Dentro de veinte minutos estarán aquí ‑dijo Kennedy.
‑¡Hierba! ¡Hierba, Joe! ¡Dentro de diez minutos estaremos
en el aire!
~Aquí tiene, señor.
El Victoria estaba hinchado en sus dos terceras
partes.
‑Amigos míos, agarrémonos a la red, como hemos hecho
antes.
‑Ya está ‑respondió el cazador.
Diez minutos después, unas sacudidas indicaron la
tendencia del globo a elevarse. Los talibas se acercaban; estaban apenas a
quinientos pasos.
‑Agarraos bien ‑exclamó Fergusson.
‑¡No tema, señor, no!
Y el doctor, con el pie añadió más hierba a la hoguera.
El globo, totalmente dilatado por el aumento de temperatura,
se elevó rozando las ramas del baobab.
‑¡En marcha! ‑exclamó Joe.
Una descarga de mosquetes le respondió, y una de las balas
le hizo un rasguño en un hombro; pero Kennedy, inclinándose, descargó su
carabina y derribó a otro enemigo.
Gritos de rabia imposibles de reproducir acompañaron la
ascensión del globo, que subió cerca de ochocientos pies. Se apoderó de él un
viento fuerte que le hizo oscilar de manera alarmante, mientras el intrépido
doctor y sus dignos compañeros contemplaban bajo sus pies el abismo de las
cataratas.
Diez minutos después, sin haber hablado una palabra, los
intrépidos viajeros descendian poco a poco al tiempo que se acercaban a la otra
orilla.
Allí, sorprendido, maravillado, atónito, había un grupo de
unos diez hombres con uniforme francés. júzguese cuál sería su asombro al ver
elevarse aquel globo en la margen derecha del río. Casi creyeron en un fenómeno
celeste. Pero sus jefes, que eran un teniente de Marina y un alférez de navío,
conocían por los periódicos de Europa la audaz tentativa del doctor Fergusson y
al momento comprendieron el suceso.
El globo, deshinchándose poco a poco, descendía con los
atrevidos aeronautas colgados de su red; pero era muy dudoso que pudiese llegar
a tierra, por lo que los franceses se echaron al río y recibieron en sus brazos
a los tres ingleses en el momento de bajar el Victoria a algunas toesas de la orilla izquierda
del Senegal.
‑¡El doctor Fergusson! ‑dijo el teniente.
‑El mismo ‑respondió tranquilamente el doctor‑, y sus dos
amigos.
Los franceses llevaron a los viajeros
a la orilla del río, mientras que el globo, medio deshinchado y arrastrado por
una corriente rápida, fue a sepultarse como una inmensa burbuja, con las aguas
del Senegal, en las cataratas de Gouina.
‑¡Pobre Victoria! ‑exclamó
Joe.
El doctor no pudo reprimir una lágrima; abrió los brazos,
y sus dos amigos se precipitaron hacia él profundamente conmovidos.
XLIV
Conclusión. ‑ El acta. ‑ Los
establecimientos franceses.
‑ El
puesto de Medina. ‑ El Basilic. ‑ San Luis. ‑ La
fragata
inglesa. ‑ Regreso a Londres
La expedición que se encontraba a orillas del río había
sido enviada por el gobernador de Senegal y se componía de dos oficiales, los
señores Dufraisse, teniente de Infantería de Marina, y Rodamel, alférez de
navío, un sargento y siete soldados. Hacía dos días que estaban buscando la
situación más favorable para el establecimiento de un puesto en Gouina, cuando
fueron testigos de la llegada del doctor Fergusson.
Huelga decir que los tres viajeros recibieron muchos
abrazos y muchas felicitaciones. Habiendo los franceses podido comprobar por sí
mismos la realización del audaz proyecto de Samuel Fergusson, se convertían en
los testigos naturales de éste.
Así es que el doctor les pidió, en primer lugar, que
constataran de manera oficial su llegada a las cataratas de Gouina.
‑¿Tendrá la bondad de levantar acta y firmarla? ‑le
preguntó al teniente Dufraisse.
‑Estoy a su disposicion ‑respondió éste.
Los ingleses fueron conducidos a un puesto provisional
establecido a orillas del río, y allí se les prodigaron las mayores atenciones
y se les proveyó abundantemente de cuanto pudiera hacerles falta. Allí se
redactó también, en los siguientes términos, el acta que se encuentra
actualmente en los archivos de la Sociedad Geográfica de Londres.
«Los abajo firmantes declaramos que en el día de la fecha
hemos visto llegar, colgados de la red de un globo, al doctor Fergusson y a sus
dos compañeros, Richard Kennedy y Joseph
Wilson[L33] habiendo caído dicho globo a unos pasos de nosotros en el lecho mismo
del río, siendo arrastrado por la corriente y abismándose en las cataratas de
Gouina. En testimonio de lo cual firmamos la presente en unión de dichos
viajeros para que conste donde sea pertinente. Firmado en las cataratas de Gouina,
el 24 de mayo de 1862.
»SAMUEL FERGUSSON, RICHARD KENNEDY, JOSEPH WILSON; DUFRAISSE,
teniente de Infantería de Marina; RODAMEL, alférez de navío; DUFAYS, sargento;
FLIPPEAU, MAYOR, PÉLISSIER, LOROIS, RASCAGNET, GUILLON y LEBEL, soldados.»
Aquí concluye la asombrosa travesía del doctor Fergusson
y de sus valerosos compañeros, constatada por irrecusables testigos. Se
hallaban ya entre amigos y rodeados de tribus más hospitalarias que mantienen
relaciones con los establecimientos franceses.
Habían llegado al Senegal el sábado 24 de mayo, y el 27
del mismo mes estaban en el puesto de Medina, situado a orillas del río, un
poco más al norte.
Los oficiales franceses les recibieron con los brazos
abiertos y les agasajaron todo lo posible. El doctor y sus compañeros tuvieron
ocasión de embarcar casi inmediatamente en el pequeño barco de vapor Basilic, que descendía por el Senegal
hasta su desembocadura.
Catorce días después, el 10 de junio, llegaron a Sant
Luis, donde el gobernador les ofreció una magnífica acogida. Ya estaban
repuestos completamente de sus tribulaciones y fatigas. Joe decía a todo aquel
que quisiera escucharle:
‑Nuestro viaje, después de todo, ha sido muy tonto, y no
aconsejo que lo emprenda quien desee experimentar emociones fuertes. Acaba por
resultar tedioso; de no ser por las aventuras del lago Chad y del Senegal, nos
habríamos muerto de aburrimiento.
Había una fragata inglesa próxima a zarpar, y los tres
viajeros embarcaron en ella; el día 25 de junio llegaron a Portsmouth, y el
siguiente a Londres.
No describiremos el entusiasmo con que les acogió la
Sociedad Geográfica ni los obsequios de que fueron objeto. Kennedy partió
inmediatamente para Edimburgo con su famosa carabina, deseoso de tranquilizar
cuanto antes a su vieja ama de llaves.
El doctor Fergusson y su fiel Joe siguieron siendo los
mismos hombres que hemos conocido, sin que se hubiera verificado en ellos más
que una variación importante.
Se habían convertido en íntimos amigos.
Todos los periódicos de Europa colmaron de elogios a los
audaces exploradores, y el Daily
Telegraph lanzó una tirada de novecientos setenta y siete mil ejemplares
el día en que publicó un extracto del viaje.
En sesión pública celebrada en la Real Sociedad
Geográfica, el doctor dio cuenta de su expedición aeronáutica, y obtuvo para él
y sus compañeros la medalla de oro destinada a recompensar la más notable
exploración del año 1862.
El principal resultado del doctor Fergusson ha sido
constatar de la manera más precisa los hechos y los datos geográficos reunidos
por Barth, Burton, Speke y otros viajeros. Gracias a las expediciones actuales
de Speke y Grant, De Heuglin y Munzinger, que se dirigen a las fuentes del Nilo
o al centro de Africa, podremos dentro de poco comprobar los propios
descubrimientos del doctor Fergusson en la inmensa comarca comprendida entre
los grados 14 y 33 de longitud.
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